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Pontificado y cultur

Desarrollo


La Iglesia atraviesa en los siglos XIV y XV momentos especialmente intensos, pero también difíciles, que tienen sus repercusiones en la religiosidad y que permiten, a veces, hablar de irreligiosidad, de revuelta contra la jerarquía, de crisis de los valores morales, en paralelo con otras crisis de la época. La estancia en Aviñón, el enfrentamiento entre Pontificado e Imperio, el Cisma, la revuelta conciliar, las innovaciones en el campo del pensamiento, avalarían esas afirmaciones; esa situación es presentada frecuentemente con la causa próxima de la revolución religiosa del siglo XVI. En realidad es una época de profunda religiosidad, más íntima y personal, con una mayor presencia de los laicos en la vida de la Iglesia; una profunda aspiración a vivir una vida cristiana más auténtica lleva a fuertes críticas a la realidad presente, de la que, a veces, se hace responsable al clero. Esas aspiraciones se concretan en demandas de reforma a las que se den respuestas de gran fecundidad, pero también soluciones que se sitúan al margen de la heterodoxia. Característica esencial es la de una religiosidad más íntima, de una moral más personal y auténtica, en realidad la consecuencia final del movimiento que venían impulsando desde el siglo XIII las órdenes mendicantes. Naturalmente esas aspiraciones conviven fácilmente con profundas lacras morales, con una sensibilidad religiosa enfermiza, a la búsqueda de lo sensacional y fantástico, y con una credulidad frecuentemente supersticiosa.

Se cuenta con un clero mayoritariamente poco formado y, muy frecuentemente, viviendo en la miseria. La falta de centros de formación para los clérigos hace que la mayoría se forme en las propias parroquias, sin demasiadas garantías, y, sobre todo, de modo muy superficial. Sólo un pequeño número de clérigos recibe una formación universitaria, generalmente de pocos años, que, además, no es una formación específica. Hallamos, por tanto, clérigos de extraordinaria formación y elevado nivel cultural, individualidades excepcionales, pero también una mayoría de nivel bastante bajo. Los mismos contrastes en el aspecto económico. Existe un clero que acumula cargos y beneficios, a menudo totalmente apartado de la cura de almas, que vive a un alto nivel, incluso en la opulencia, aunque también aquí se producen excepciones ejemplares, y un clero que soporta la mayor parte de la carga pastoral y que sobrevive con rentas exiguas. La falta de instrucción es un problema también entre los laicos, generalmente en mayor medida aún. La predicación se convierte en un instrumento esencial para la formación de los laicos; tiene lugar en los numerosos días festivos que se suceden a lo largo del año y en ocasiones especiales. Es una predicación de carácter moral, más que dogmático, que busca conmover, inducir al arrepentimiento, y que, a veces, incurre en críticas antijerárquicas. El sermón es generalmente de gran longitud, y constituye un acontecimiento popular; muchos de los predicadores gozaron de una extraordinaria popularidad.

La proliferación de manuales para el aprendizaje de la predicación, conocidos genéricamente como "Ars praedicandi", prueba la importancia de esta práctica y aportan preciosas indicaciones tanto sobre la técnica de la predicación como sobre el contenido de la misma. La liturgia, en la que tiene parte esencial la música y el canto, constituye también un medio de formación de los laicos; a través de las celebraciones del calendario litúrgico puede irse penetrando en los misterios de la fe. Sobre todo a través de las celebraciones paralitúrgicas: procesiones y representaciones teatrales constituyen aspectos esenciales de esa formación, aunque con frecuencia se entremezclen en esas representaciones contenidos paganizantes o supersticiosos. También en las celebraciones paralitúrgicas existen auténticos ciclos, como en el calendario litúrgico. Los más importantes son los de Navidad, con la representación de los pastores, de la fiesta de san Esteban o, sobre todo, de la fiesta de los Inocentes; el ciclo de Pascua, con representaciones de la pasión y de la resurrección del Señor; diversas representaciones de la vida de la Virgen, o de algunos santos. Estas representaciones se mantienen, en general, dentro del carácter religioso que las inspira, incluso en una gran fidelidad a los textos escriturísticos, aunque, en ocasiones, dieron entrada a hechos anecdóticos o sensacionalistas que no siempre hicieron ganar al hecho religioso; estas representaciones tienen una gran importancia en el desarrollo del teatro y también en el desarrollo de las lenguas vulgares.

El contenido bufo es bastante escaso, incluso se halla totalmente ausente. La religiosidad se hace más individualista y también más objetiva; aunque en ciertos casos se pretende un perfeccionamiento moral del hombre, en general, la práctica religiosa tiende más al cumplimiento de una normativa: oír misa, observar las fiestas, abstinencias y ayunos. Es una piedad que objetiva sus obligaciones y contabiliza sus prácticas: la limosna, las indulgencias, las prácticas y rituales que garantizan el éxito en el más allá. La práctica de efectuar legados para la celebración de un determinado número de sufragios, siempre en relación con la importancia social de cada uno, constituye un hecho habitual. No obstante, no es posible afirmar que la práctica religiosa sea una contabilidad de actos piadosos; si así fuera, no tendrían explicación las corrientes de reforma y la sincera preocupación por la elevación moral. Existe una preocupación por la búsqueda de la perfección, lo que tiene como consecuencia una piedad más individual que, generalmente, pretende el acercamiento del modo de vida de los laicos al de los religiosos: los libros de horas, las prácticas piadosas, el escapulario no son sino la imitación de las prácticas de piedad, y hasta el hábito, de los religiosos. La proliferación de cofradías y la pertenencia a órdenes terceras nos hablan de una piedad vivida de modo más individual, o en pequeños grupos, y también de la asimilación, lo más perfecta posible, a los clérigos.

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