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ReligiosidadPlenitud

Desarrollo


Obligados intercesores, juntos con la Virgen, entre Dios y los hombres, los santos catalizaban tres aspectos fundamentales de la piedad popular. Desde el punto de vista ascético el ejemplo de su vida, recogido en las obras hagiográficas, podía servir de norma de actuación para el laicado más exigente. Respecto a su dimensión publica, su culto era celebrado en el marco del año litúrgico y formaba parte por lo tanto de las prácticas catequéticas colectivas. Finalmente su capacidad taumatúrgica, de carácter a la vez público y privado, tenía un enorme calado entre los fieles. Por descontado que ninguno de estos tres aspectos era excluyente, y así puede verse su perfecta síntesis en el mundo de las cofradías religiosas, pero es lo cierto que el prestigio de los santos descansaba especialmente para la mentalidad colectiva en su capacidad de obrar milagros. Los clérigos aclaraban al pueblo que el supuesto poder de los santos provenía de Dios, pero difícilmente estas aclaraciones servían de algo. Íntimamente ligado al mundo de las peregrinaciones y las reliquias, el santo era para el laico ante todo un personaje misterioso, carismático, del que importaban muy poco su vida real o sus enseñanzas morales, y si en cambio su real o supuesta capacidad de producir milagros. Esto explica la floración, durante toda la Edad Media, no sólo de poderosos taumaturgos, sino incluso de santos especializados en realizar tal o cual prodigio, como puede observarse con la simple mención de enfermedades como la peste (mal de San Roque), la litiasis (mal de San Benito), la gota (mal de San Mauro), etc.

Los excesos a los que hubiera podido conducir esta, por lo demás lógica, tendencia popular fueron atajados eficazmente por el Pontificado. Así, a partir de 1170, Inocencio III, enfrentándose a las pretensiones del emperador Federico I (que había logrado efímeramente la santificación de Carlomagno en 1165) afirmaría el monopolio papal en este campo. A nivel popular alcanzó también enorme importancia en esta época la literatura hagiográfica. Por un lado se redactaron toda una serie de recopilaciones de vidas de santos, más o menos estereotipadas, con destino a clérigos y ciertos grupos de laicos, que eran leídas en voz alta ante reducidas audiencias. Tal es el caso del "Dialogus miraculorum" del cisterciense Cesáreo de Heisterbach (1240), de los "Sermones et exempla" de su contemporáneo el cardenal Santiago de Vitry y, muy especialmente, de la "Leyenda áurea" de Jacobo de Vorágine (1298). Más sobre todo, estas mismas colecciones servían de base a formas de predicación colectiva como la admonición o el sermón dominical, con un claro sentido catequético.

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