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Pontificado y cultur

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A finales del siglo XIII la pugna entre el Pontificado y el Imperio aparece, en cierto modo, como un enfrentamiento del pasado; un largo enfrentamiento que se ha saldado con un triunfo indiscutible del primero. La derrota del Imperio había quedado plenamente de manifiesto ya en el reinado de Federico II y se había ratificado con el fin de los Staufen, las graves dificultades del interregno en Alemania, y la infeudación del Reino de Sicilia en Carlos I de Anjou, haciendo realidad la plena potestad pontificia. Desde Inocencio III el Pontificado ha reclamado la subordinación del poder temporal al espiritual; aun respetando una cierta autonomía de aquél, y reconociendo una esfera propia de actuación del emperador y los reyes, el Pontificado reclama para si el derecho a intervenir en aquellas circunstancias en que el poder de los príncipes se desvía de un recto proceder o de la colaboración con el poder espiritual, o para dirimir aquellas cuestiones en las que ningún poder tuviera competencia reconocida. El Pontífice, como Vicario de Cristo, dirige con plena autoridad los asuntos espirituales y se reserva la intervención en diversos asuntos temporales sin negar la autonomía de Imperio y reinos. Pronto se apreciará una radicalización de la expresión teocrática, tendente a negar progresivamente la autonomía de lo temporal, reclamando la construcción de la sociedad laica sobre el modelo de la Iglesia, sociedad perfecta.

El fragor del nuevo enfrentamiento entre el pontificado y el Imperio, entre Gregorio IX e Inocencio IV y Federico II, impulsará en el plano práctico la radicalización teocrática. Inocencio IV había expuesto la plena potestad del Pontificado, su absoluta soberanía tanto en lo espiritual como en lo temporal. La intervención del poder espiritual no está sujeta a determinadas razones o limitada a ciertos asuntos, sino a la voluntad del Pontífice, cuya autoridad tiene su fundamento en la delegación de la divinidad que el Pontificado ha recibido. La soberanía es indivisible, ostentada por el Pontífice en virtud de la superioridad del sacerdocio sobre el Imperio, lo que le confiere poder para deponer a los príncipes, e incluso al emperador, si no hacen un recto uso de la autoridad que, a través del Pontificado, han recibido de Dios. La afirmación de la indivisibilidad de la soberanía será una arma que se vuelva contra el poder pontificio, a medida que los poderes temporales proclamen su autonomía. La lucha no será ya la del Pontificado con el Imperio, muy debilitado en la segunda mitad del siglo XIII, sino con las Monarquías, que están afirmando su poder mediante el desarrollo de instituciones y la incorporación de juristas a su servicio; unas Monarquías cuya autonomía ha favorecido el propio Pontificado para debilitar las pretensiones universalistas imperiales. Las Monarquías han desarrollado durante el siglo XIII unos cuadros administrativos y fiscales que fortalecen su papel en el interior del Reino.

Además, se realiza una construcción teórica y jurídica de las Monarquías que, cada vez más netamente, reclaman para sí la plena potestad dentro de los limites de su propio Reino, el poderío real absoluto; el peso de los usos y costumbres sofocará cualquier intento de situar al monarca por encima de la ley. Es, por tanto, perfectamente lógico que la siguiente confrontación con el sacerdocio, en respuesta a una nueva formulación teocrática, sea protagonizada por una Monarquía, la de los Capeto, probablemente la que más ha avanzado en la afirmación de su autonomía. Derrotado Federico II, toda la política pontificia se había orientado al objetivo de borrar la presencia de los Staufen del Mediodía italiano. La investidura de Carlos I de Anjou debía inaugurar una nueva época en la que, más visiblemente, los poderes temporales recibieran del Pontífice su potestad. Los excesos de Carlos y su ambiciosa política mediterránea plantearon pronto reservas a alguno de los Pontífices; otros, estrechamente vinculados a los intereses de Francia, caso de Martín IV, le apoyaron más allá de lo que aconsejaban los propios intereses pontificios. La Vísperas sicilianas -la sublevación contra la administración angevina en el Reino de Sicilia- son el acontecimiento que abre una nueva época. Pedro III de Aragón se convierte en rey de la parte insular del Reino siciliano, y atrae sobre sí las sentencias pontificias y una cruzada dirigida por Felipe III de Francia, en el curso de la cual fallece el monarca. De estas circunstancias nace la primera ruptura, temporal, entre la Monarquía francesa y el Pontificado.

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