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Datos principales


Rango

cultura XVIII

Desarrollo


La literatura va a ser uno de los ámbitos al que la Ilustración llega antes y deja una mayor huella. Ello no debe sorprendernos, toda vez que se trataba de su medio de expresión natural y que era el mejor, por no decir único, instrumento para "retener los pensamientos que nacen y desaparecen en el hombre y transmitirlos hasta el final de los tiempos", como afirmaba The Spectator. Escrita en los idiomas nacionales, su producción durante la centuria va a tratar de rendir culto a los principios ilustrados de racionalidad y naturaleza; de cumplir una finalidad didáctica antes que de distracción; de proponer modelos morales para que sean imitados social e individualmente. Todo ello convierte el escribir en un arte de reglas definidas y lenguaje cuidado, por el que se encargan de velar las Academias de la Lengua surgidas a imitación de la francesa en distintos puntos de Europa, como Berlín (1700), Madrid (1713), Rusia (1725). Va a ser, también, un arte combativo al estar cargado de ideas y realizado por unos escritores con gran conciencia individual de ser heraldos de un nuevo mundo. Favorecidos por la unidad del saber se interesan por todos los temas, prefiriendo la exposición general a la especialización. Gozarán, además, de creciente relevancia e influencia social, al tiempo que el aumento de lectores mejora su economía. La evolución literaria del siglo XVIII viene marcada por los dos impulsos que caracterizan la centuria: razón y sentimiento.

La primera dará lugar a la sátira, el debate, el ingenio y la prosa clara; el segundo inspirará la novela psicológica y la poesía de lo sublime. La prosa será la forma literaria preferida, poniéndose de moda dentro de ella lo oriental. Muchas obras se ambientan en tierras lejanas -Turquía, Persia, China- y se traducen los cuentos que nos llegan de allá, como hace Galland en Las mil y una noches (1704-1711). Junto a la prosa, el teatro será un importante medio formativo y difusor de la cultura burguesa por su capacidad para llegar a todos los grupos sociales y el alto nivel de analfabetismo. No faltaron, tampoco, atenciones a la historia de la Literatura ni a las ediciones textuales de obras del pasado. Los centros de la creación literaria van a ser: Inglaterra, de la que depende el Continente en cuanto a la evolución de los géneros literarios; Francia, más atenta a la esfera del pensamiento, y Alemania, cuya influencia se dejará notar a finales de siglo con el movimiento Sturm und Drang. La poesía vive durante todo el periodo bajo el peso de los grandes maestros clasicistas franceses y la descalificación que hacen los ilustrados de la imaginación como facultad inferior. Desprovista de ésta, la poesía va a querer convertirse en un medio más de instruir la mente y ordenar costumbres; en otra instancia de la razón dispuesta a probar, argumentar, atenerse a los hechos. El resultado es el ahogo de la creatividad, cuya falta trata de superarse con esfuerzo lógico y doctrinarismo poético.

Pope, en su Ensayo sobre el criticismo, hace hincapié en la necesidad de que el poeta siga a la naturaleza guiado por la razón y pula sus obras hasta conseguir ese estilo fácil que, de ningún modo, puede ser efecto del azar. No tardaron en aparecer figuras contrarias, Warton (1722-1800), demandando atención al ingenio, la creación y la imaginación, pero no se les reconoció hasta más tarde. Aunque no es un siglo de poetas, sí hubo algunos en la primera mitad -Canitz, Redi, Prior- donde incluso podemos encontrar signos de romanticismo en la obra del irlandés Thomson (1700-1748) o de Collins (1721-1759). También puede considerarse como tal el movimiento para descubrir la poesía popular que en 1770 inicia el escocés Mac Pherson (1736-1796) publicando las Canciones de Ossian en lengua gaélica. Entre sus seguidores se cuentan el inglés Percy (1729-1811), el alemán Herder y el sacerdote italiano Fortis (1741-1803), interesado por los poemas servo-croatas. Escrita mayoritariamente en verso, la fábula fue muy del gusto ilustrado por su contenido moralizante y el origen popular de algunas de ellas. El género había conseguido un punto culminante con la obra de La Fontaine, que sirve de modelo, junto con otras del acervo clásico, a Samaniego (1745-1801) para escribir sus Fábulas morales aparecidas en 1781, un año antes que las Fábulas literarias de Iriarte (1750-1791). Durante el siglo XVIII la tragedia clásica acaba convertida en "fábulas sin frescura, (obras) sin verdad y versos sin poesía" ante el peso plomizo del clasicismo francés, la imitación rutinaria de fórmulas otro tiempo exitosas y la pérdida de flexibilidad.

En contrapartida, nace un teatro al servicio de los nuevos ideales en el que ya no preocupan tanto las altas personalidades sociales, sino la generalidad, los tipos humanos concretos que pueden encontrarse. Su finalidad moralizante es la que hace que en Inglaterra comience oponiéndose a las frivolidades y licencias de las obras de finales del siglo XVII, cuya representación prohibió la reina Ana cuando atentasen contra la fe y las buenas costumbres. Cibber (1671-1751) es abanderado de este movimiento con El último ardid del amor (Love´s last shift, 1696) donde destaca la virtud. Sin embargo, las costumbres estaban arraigadas y lo que encontramos mayormente es una mezcla de tendencias, existiendo obras libertinas con discursos morales y, a la inversa, obras moralizantes con frases equívocas y finales según el gusto antiguo. En Francia, la comedia terminó convertida en melodrama, mientras en España, Leandro Fernández de Moratín (1760-1828), que prefiere escribir en prosa, siguiendo los nuevos gustos lleva al escenario temas que interesan o preocupan a la sociedad de su tiempo, poniendo énfasis en la crítica de tipos, ambientes o situaciones que considera trasnochados. Coetáneo suyo, Ramón de la Cruz (1731-1794) con sus sainetes cultiva un tipo de teatro que rinde culto a la tendencia española de idolatrar a lo plebeyo. Tendencia que será recogida fuera de nuestras fronteras con El barbero de Sevilla, de Mozart, o Rossini.

Respecto a la producción teatral italiana resultó inicialmente absorbida por la dedicación de los autores a escribir libretos de ópera -Metastasio-. Fue Goldoni (1707-1793) el creador de un teatro realista, sin influencia clásica, que ambienta en Venecia y cuya concepción expresan los personajes de El teatro cómico. Contra él reacciona con espíritu aristocrático Carlo Gozzi (1720-1806), y Alfieri (1749-1803) defiende la tragedia como la forma de arte de los nuevos tiempos: También el alemán Lessing (1729-1781) trata de escribirlas, aunque adaptando los temas clásicos al sentir ilustrado. La última de ellas, Natán el sabio, muestra un nuevo ambiente espiritual con cierto aire prerromántico. La prosa se va a desarrollar fundamentalmente en Inglaterra y entre los distintos géneros destacan la sátira y la novela. Con la sátira se pretende alcanzar lo que las instituciones no logran, al tiempo que permite a sus autores introducir la ironía, enriquecer el estilo y desdoblar en dos planos los significados e intenciones. Una de las plumas más notables en este arte fue Swift (1667-1745), irlandés que dedica su esfuerzo literario a ridiculizar cuanto considera pretencioso religiosa, filosófica o científicamente, sin olvidarse de los falsos intelectuales. Y lo hace siguiendo un método peculiar que él mismo expuso en "Modesta proposición para evitar que los hijos de los pobres de Irlanda sean una carga para sus padres o para el país" (1729).

Se trataba de simular conformidad con sus oponentes para que ellos la tengan con él cuando reduzca al absurdo su caso. Esto es lo que hace en los famosos Viajes de Gulliver, donde ridiculiza los usos humanos y las costumbres de la época. En ellos asoma, de algún modo, la idea roussoniana de la sociedad como corruptora, pero sin llegar a proponer la redención por la naturaleza. Sátira social es, también, lo que hacen José Cadalso (1741-1782) con sus Cartas Marruecas, donde fustiga la obsesión de los españoles por las modas extranjeras, y el jesuita padre Isla, quien en su Vida de fray Gerundio de Campazas, alias Zote, arremete contra los predicadores barrocos y el escolasticismo dominante en la educación eclesiástica. La novela, por su parte, consiguió culminar en el siglo XVIII el renacer iniciado en la centuria anterior, estableciéndose en Inglaterra como la mayor forma artística. Dentro de ella hay varios estilos: didáctico, burgués, picaresco y filosófico. La producción didáctica alcanza su apogeo en Robinson Crusoe (1719), de Defoe (1660-1731), que obtuvo pronto gran popularidad. Escrita en estilo directo, la obra, que el Emilio, de Rousseau, tenía como libro de cabecera, no es, sin embargo, un canto a la Naturaleza, sino a la Razón y a la capacidad del hombre para cambiar aquélla siguiendo los dictados de ésta. También se podrían incluir en este tipo de producción novelística El Emilio, ya mencionada y La nueva Heloísa, también de Rousseau.

La novela burguesa satisface la demanda de un público que no comulga con la definición de Fenelón de la literatura como algo útil y busca para entretenerse algo más sólido que los ensayos periodísticos. El género supera la mera aventura de dos personas para presentar un amplio entramado de personajes sobre un fondo social que trata de reflejar la vida de la burguesía inglesa, sólidamente asentada, a la que fundamentalmente se dirige y cuyos largos ratos de ocio en el campo aspira a cubrir. Su creador fue Richardson (1689-1761), con Pamela o la virtud recompensada (1740), protagonizada por un señorito que intenta seducir a una proletaria cuya virtud le permite resistir las proposiciones y obtener como premio final la promesa de matrimonio. Le sigue Clarisa (1747-1748), donde recoge el ambiente del prostíbulo y cuyo final resulta catastrófico. El éxito de ambas novelas originó gran número de seguidores, pero también algunos detractores. Fielding (1707-1754) hizo pronto una parodia de Pamela en su Joseph Andrew (1742), en la que es el lacayo quien tiene que huir de las pretensiones de la señora. Sin embargo, apenas siete años después, escribiría una de las piezas principales de la época, Tom Jones, que aporta al género un carácter realista. La publicación del Vicario de Wakefield, obra de Goldsmith (1728-1774), a mediados de los sesenta, representa el apogeo de la novela burguesa, que hacia final de siglo degenera en folletines con exceso de sentimentalismo.

Sus tramas oscilan desde la tendencia rosa de una Fanny Burney (1752-1840), a la terrorífica del Frankenstein, de Shelley. Contra ello reaccionará Jane Austen (1775-1817), figura notable de la literatura inglesa que, sin embargo, tendrá dificultades para publicar sus obras. Este género novelesco pasa pronto al Continente. El Manon Lescaut, del abate Prévost, tiene bastantes puntos de contacto con la Clarisa de Richardson. En Alemania, la obra de Hermes (1738-1821) puede considerarse fiel documento de su época, al igual que la de Lafontaine (1758-1831), quien en sus cerca de 200 novelas y cuentos intenta retratar la vida familiar burguesa. Gran admirador de la novela española del Siglo de Oro y de la picaresca, el francés Lesage (1668-1747) se acerca a ésta con su obra Historia de Gil Blas de Santillana, publicada en tres etapas entre 1715 y 1735. Aunque ambientada en España, el autor describe en realidad las costumbres y usos del París de su momento. Su fama le llevó pronto a ser traducida a otros idiomas, entre ellos el español por medio del padre Isla. También Defoe se adentra en este género pero con personajes femeninos, como hace en Moll Flanders y Roxana. Manteniendo su estilo realista y sencillo, nos pinta una pícara cuya actitud, a decir de Riquer y Valverde, difiere de la del pícaro español en que no presenta sus rasgos espirituales. Francia fue, asimismo, la cuna de la novela filosófica. Su creación se atribuye a Voltaire, pero ya antes Fenelón (1651-1715) había visto publicarse sin su consentimiento los Viajes de Telémaco (1699), interpretada como severa crítica al gobierno de Luis XIV.

Las producciones volterianas de este tipo fueron: Zadig o el destino (1747), Cándido o el optimismo (1759) y El ingenuo (1767). En las dos primeras las protagonistas son víctimas de las desgracias, la injusticia y la incomprensión; la última es una crítica de la sociedad europea, en general, y la francesa, en particular, a través de la figura, tan grata a la época, del salvaje. Dentro de la prosa florecieron, asimismo, otros géneros. Tal sucede con el ensayo, que tuvo un foro muy especial en la prensa del tipo de The Tatler o The Spectator, de los que ya hablamos, o de las obras producidas con claros fines didácticos, como es el caso de las Cartas eruditas y el Teatro crítico del padre Feijoo. Esta última supuso una contribución fundamental a la emancipación intelectual de España y fue traducida a varios idiomas.

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