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Persia, después de haber sido un mero nombre en Occidente, se había convertido en la segunda mitad del período islámico en una realidad geográfica cada vez mejor conocida a medida que los contactos se fueron haciendo más estrechos y frecuentes. No obstante, el concepto que Persia merecía a los europeos variaba en los diferentes casos, considerándola algunos sólo como un país con el que se podía comerciar, otros como una tierra para evangelizar, y otros como una potencia a la que se debía de ganar para la causa común contra los turcos. Andando el tiempo, Europa llegó a darse cuenta de que Persia significaba más que todo eso, que poseía su cultura y su propia literatura, y que su pueblo tenía un gusto extraordinariamente delicado para la poesía, con marcada tendencia al misticismo y a la especulación religiosa. El Imperio persa, rival de los otomanos, comenzaba en el Cáucaso y la parte oriental de Georgia. Al Sudoeste, desde la pérdida de Bagdad en 1639, la frontera pasaba por el delta del Tigris y el Eufrates. Al Sur, aunque era neta a lo largo del golfo Pérsico y el océano índico, la frontera estaba sometida a las incursiones de los emiratos árabes de la costa opuesta. Al Norte estaba la imprecisión de los desiertos del Asia media. Al Este, en fin, una línea aproximativa separaba a Persia de otro Imperio en decadencia, el de los mogoles. Vasto territorio de poblamiento desigual -quizá unos 10 millones de hombres- repartidos, sobre todo, por la periferia en función de los diversos tipos de actividad agrícola: cultivos permanentes no irrigados de Georgia y Azerbaiján, grandes oásis de las mesetas occidentales hasta Ispahan, asociación de cultivos irrigados y ganadería en las montañas del Noroeste y en el Centro y Sur grandes llanuras y mesetas áridas, tierras de paso de los nómadas.

Territorio heterogéneo pero bien situado sobre las rutas terrestres y marítimas de Asia, lo cual no dejó de interesar, desde el siglo XVII, a las Provincias Unidas y a Inglaterra, cuyas Compañías de Indias Orientales instalaron representantes; después a Francia, a principios del siglo XVIII, y, finalmente, a la Rusia vecina y conquistadora de Pedro el Grande. Estado de conquista, el Imperio persa estaba en manos de la dinastía safaví desde principios del siglo XVI. La Persia de los sefévidas, tan brillante en el siglo XVII por su extensión y poderío, el esplendor de su civilización y el auge de su comercio, a principios del siglo XVIII, está amenazada por la debilidad de una dinastía incapaz de dominar provincias tan heterogéneas, y por ambiciones renovadas de los turcos en el Oeste, los turcomanos en el Norte y los afganos en el Este. Dos de los tres sucesores de Abbas el Grande, Safi I y Safi II, fueron notables por su crueldad e incompetencia, tan sólo Abbas II mostró enero y competencia, pero sus intentos en pro de una centralización del Imperio acabaron con él. La falta de ataques externos mantuvo al Irán casi intacto territorialmente durante estos reinados, pero el poder efectivo del shah decayó a finales del siglo XVII. En el curso de estos reinados el poder y pretensiones de los ulama, personas doctas que formaban parte de la clase dominante, aumentaron considerablemente.

Los ulama habían dependido originariamente de sus gobernantes safavíes en cuanto a su riqueza y posición, pero cuando su riqueza personal y su influencia crecieron a la par que decaían las de los soberanos, muchos de ellos empezaron a hacerse eco abiertamente de la doctrina ortodoxa del chiísmo duodecimano, según la cual todos los gobernantes temporales eran ilegítimos, y a predicar que el gobierno legítimo pertenece únicamente a aquellos mejor educados para comprender la voluntad del duodécimo y escondido Imán, de quien los duodecimanos decían, que no había muerto sino que se había ocultado varios siglos antes y que volvería a la tierra como mesías o madhi. A comienzos del siglo XVIII, la dinastía sefévida asistía a una incontestable disminución de su poder. Si en la centuria precedente había reconstruido el antiguo Imperio sasánida, iniciado la europeización y florecido el clasicismo persa, las fuerzas de la dinastía se iban desgastando en los harenes. Y fueron los afganos, derrotados en el siglo anterior, por el fundador de la dinastía, Shah Abbas, los que se rebelaron. Pueblo del mismo origen que los persas, había conservado su individualidad en las montañas gracias a la profundidad de sus valles y la estrechez de los pasos que los ponían en comunicación. Eran musulmanes ortodoxos o sunnitas, que odiaban a los persas, musulmanes chiítas; rudos montañeses, seminómadas, que vivían de la crianza de ganado trashumante, menospreciaban a los persas por ser ciudadanos civilizados, agricultores sedentarios, comerciantes.

Este tiempo de los disturbios estuvo dominado por las intervenciones extranjeras tanto como por las luchas internas. La acción de las potencias extranjeras revistió dos aspectos contradictorios y complementarios: la utilización de los safavíes contra los otomanos, más próximos y considerados más peligrosos, y una tentativa de desmembrar el Imperio persa. Desde el Cáucaso, al Norte, hasta el golfo Pérsico, al Sur, las mesetas de Armenia y las llanuras de Georgia y Mesopotamia, constituían una marca fronteriza en la que chocaban persas y otomanos. Ningún odio de raza o religión los enfrentaba. Pero de la posesión de estos bastiones dependían la seguridad de uno y otro imperio y su expansión económica. En cuanto a la Rusia de Pedro I y sus sucesores, pretendía controlar el Caspio y desviar así en su beneficio una parte del comercio terrestre procedente de Asia. Desde 1697 una embajada rusa proponía a Persia la reanudación de la guerra contra los otomanos, ofreciendo ayuda financiera. La derrota rusa ante los turcos en 1711 hizo más apremiantes las exigencias de Pedro. En 1717, una nueva embajada obtuvo para los comerciantes rusos la libertad de comercio en todo el Imperio persa. El final de la Guerra del Norte en 1721 y la crisis abierta en Persia dieron a Pedro la ocasión esperada. Los rusos que, desde su factoría de Astrakán, tenían la vista fija en la ruta mercantil que iba de la India a Europa, pertrecharon un ejército que, bajo la dirección del zar en persona, ocupó Derbent en 1722, Bakú en 1723 y, por el Tratado de San Petersburgo, obtuvieron toda la orilla sur del Caspio.

Las operaciones prosiguieron con dificultad tras la muerte del zar en 1725. Entonces de todas partes, nómadas y Estados vecinos, se abalanzaron sobre Persia. Los turcomanos del emir Bukhara invadieron el Korasán. Rusia no tenía los medios necesarios para ampliar ni siquiera mantener sus conquistas. Negociaciones entabladas de 1723 a 1724 con Estambul terminaron por implicar a los otomanos en la guerra. Ocupadas Irak y Armenia, la invasión turca se desplegó en dirección a Georgia, Azerbaiján y hacia Hamadan, que cayó en 1724. Pero tanto la resistencia georgiana, armenia y persa como las dificultades internas del Imperio otomano obligaron a los adversarios a una tregua: la paz de 1727 reconoció a los otomanos sus conquistas. La dominación afgana, hasta 1729, no llegó, sin embargo, a estabilizarse, dado que la organización nómada se adaptaba mal al aparato burocrático. Persia debió su salvación a un condottiere turcomano de la frontera del Korasán, Nadir. Nacido en 1688 en la tribu turca de los afcaros de Azerbaiján, Nadir hizo carrera primero como jefe de banda único hombre enérgico, en medio de una corte desamparada, reorganizó el ejército persa. El rey de los persas, Tahmâsp, esperaba de él que reconstruiría el Imperio y así en el curso de siete años de campañas ininterrumpidas arrebató a los afganos el Korasán y la provincia de Herat y los rechazó a sus montañas. Entró en Ispahan, obligó a los rusos a evacuar sus conquistas, expulsó a los otomanos de Azerbaiján y de Irak, tomó Erivan y Kars y obligó al sultán Mahmûd I, por el Tratado de Constantinopla (1736), a ceder a Persia la Armenia oriental y el protectorado de Georgia.

La gloria militar de Nadir obligó a Tahmâsp a abdicar en 1732 en su hijo, de ocho meses de edad, del que Nadir se aseguró la regencia. A la muerte de este niño, en 1736, Nadir se proclamó shah. Es difícil caracterizar su reinado, tan ocupado por expediciones militares que a primera vista se podría pensar que nos encontramos ante el último de los grandes conquistadores de Asia. Y es que, en efecto, último de los reyes pan-iranios, extendió en todas direcciones la dominación persa por las grandes rutas comerciales de Asia. Liberado Irán, Nadir Shah reanudó, de la Transcaucasia a la India y el Turquestán, las tradiciones de conquista de los safavíes. Sus huestes ocuparon Qandahâr y Kabul, Bujara y Khiva y entraron victoriosas en Delhi en 1739. Lo más extraordinario fue esta campaña de 1738-1740 contra el Imperio mogol. Tras el pillaje de Delhi, Nadir confirmó al gran mogol en su soberanía, no sin llevarse su trono y hacerse reconocer la orilla occidental del Indo. Pensó europeizar esa Persia cuyas fronteras había asegurado, en realizar la misma labor que Pedro el Grande había intentado hacer en Rusia. La civilización irania, muy asiática, tiene, no obstante, una gran aptitud para fundir elementos dispares y formar con ellos una obra original. Pero a Nadir Shah le faltó tiempo para hacerlo pues, en 1747, murió asesinado. El poder central nunca estuvo sólidamente instalado -aunque Nadir había tratado de reforzarlo con medios políticos- pues los notables se resistieron a las tentativas de reforzamiento del poder central.

Tras su asesinato, le sucedió su sobrino con el nombre de Ali Shah. Se reanudaron los disturbios y la lucha por el poder de las tribus. Salvado de la desmembración, el Imperio persa parecía incapaz de consolidarse. Finalmente, los lur impusieron a Karîm Khân Zand, cuyo reinado coincidió con un período de calina e incluso de prosperidad. En efecto, tras la muerte de Nadir Shah, surgió una refriega de tribus, que aprovecharon los afganos para independizarse. Los turcos-kachares, nómadas pastores y caravaneros, antiguos jefes bélicos de los sefévidas, organizados en colonias militares en la frontera septentrional, de Armenia a Afganistán, en Erivan, Asterabad y Qandahâr, se rebelaron y prácticamente consiguieron la independencia. Por último, al Sur y Oeste, algunos jefes de tribus bajtiaris y zend trataron de restaurar la autoridad de los iranios en el Imperio persa y así se formó una dinastía nacional zenda. Karîm Khân Zand (1750-1779) reconquistó a expensas de los turcos-kachares la ciudad de Ispahan y las provincias de Azerbaiján y Manzanderán, y unificó el oeste de Persia, del Caspio al golfo. Instaló la capital en la ciudad de Shiraz, desde 1758 hasta su muerte en 1779. Los zand fueron los primeros gobernantes de origen persa después de siete siglos de dominio turco y mogol y su breve reinado se recuerda como un período de paz, benevolencia e intentos de restablecer la prosperidad mediante medidas de protección al comercio y a la agricultura.

Además de sus esfuerzos por un restablecimiento económico, Khârim Khân embelleció la capital, Shiraz, con varios edificios excepcionales y le dio el aspecto que, en gran parte, aún hoy conserva. A su muerte, el turco Aga Muhammad Qayar consiguió huir hasta su provincia nativa de Mazanderán, en el Norte, y asumir la jefatura de su tribu. Con el creciente apoyo de los jefes tribales del Norte, comenzó entonces una carrera de conquistas. En 1785 ya había desalojado a los rusos que regresaban a la provincia de Mazanderán. En 1795 arrebató Ispahan y Shiraz a los zendas. El último de los zand, Alí Shah, fue traicionado por su propio gobernador de Shiraz, Hayyi Ibrahim, quien ofreció la ciudad a Aga Muhammad Qayar a cambio de que le nombrara su gran visir. Alí se mantuvo en Kirmán durante algún tiempo, pero Aga Muhammad tomó Kirmán por la fuerza e hizo cegar a Alí Shah y, según se relata, a toda la población masculina, unos 20.000 hombres, mientras las mujeres fueron hechas esclavas. El tratamiento brutal infligido a Kirmán fue recordado al sur de Irán a través de todo el período Qayar y fue la razón por la que Kirmán iba a ser el foco de resistencia frente a los Qayar. La victoria de los Qayar, fuerzas del Norte, hasta cierto punto reflejó la creciente importancia económica del Norte y la decadencia del Sur, debida en gran parte a los cambios de las condiciones del comercio internacional. Mientras que durante los siglos XVI y XVII los puertos del golfo Pérsico habían tenido una importancia considerable para el comercio de objetos de lujo y como tránsito hacia Europa occidental, en el siglo XVIII este comercio decayó, quedando reducido a su mínima expresión.

En el Norte, sin embargo, la proximidad de Rusia desde las conquistas de Pedro el Grande y Catalina II en el siglo XVIII, condujo a un restablecimiento del comercio norteño. El Norte gozaba de un índice de pluviosidad mayor, y por tanto de una agricultura más productiva. La dinastía Qayar consiguió, ayudada por Rusia y Gran Bretaña, mantenerse en el poder durante más de un siglo. Aga Muhammad, aunque despiadado en sus acciones bélicas, tuvo la previsión de no abrumar a la población con impuestos y, bajo su gobierno, se empezó a fomentar el incremento de la producción agrícola; acumuló grandes dominios gracias, sobre todo, a la confiscación de los bienes de sus enemigos y tuvo el buen sentido de guardar estas tierras bajo su directa administración fiscal en vez de concederlas en feudos. Tras su muerte, su sobrino fue declarado shah, con el nombre de Fath Alí. Bajo su largo reinado, de treinta siete años, las potencias europeas comenzarán a mezclarse intensamente en los asuntos iraníes, hecho que habría de afectar profundamente el destino del Irán moderno.

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