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Aludida por la mayoría de los autores, al margen de teorías, la comunidad jurídica internacional tenía una estructura peculiar derivada del desarrollo del Derecho internacional. La soberanía del Estado contaba con una doble vertiente: por un lado, la lucha entre la Monarquía y los antiguos estamentos se resolvió en la mayor parte de Europa a favor de la primera, mientras, por otro, en Gran Bretaña, Suiza y Holanda se confirmaron los antiguos poderes estamentales y regionales. De hecho, en unos países se impuso la Monarquía absoluta y en otros el Estado constitucional parlamentario y la división de poderes. El Estado absolutista poseía una soberanía ilimitada, ya que los vínculos morales medievales habían sido relegados por la razón de Estado, es decir, el propio interés particular del país que regía su política. Aunque en las doctrinas iusnaturalistas aparecía cierta consideración hacia las demás naciones, en el pensamiento de los estadistas sólo existía por conveniencia, por ejemplo, tras la firma de una alianza. La comunidad cristiana de la Edad Media se había transformado en el siglo XVIII en un sistema de Estados rivales. Del reconocimiento diplomático dependía, en este régimen de potencias, la capacidad jurídica y de obrar de cada país. De hecho, los acuerdos entre los poderosos suponían la base del Derecho internacional y el equilibrio de poderes formaba el programa de la política europea.

Por ello, las cuestiones de sucesión hereditaria no eran consideradas de carácter interno, sino problemas exteriores que afectaban a la comunidad internacional. Todo el siglo está cuajado de estos asuntos, columnas vertebrales de la diplomacia: la sucesión española, la sucesión austríaca, la sucesión polaca, la sucesión de los Hannover en Gran Bretaña, etc., y detrás de ellas estaba la aspiración al reconocimiento internacional, única forma de legalizar los cambios. El concepto de población del Estado quedó perfilado cuando el principio territorial triunfó sobre el personal. Era ciudadano el nacido dentro del país e hijo de padres residentes, aunque había excepciones, como en el caso de los judíos. También la territorialidad triunfó desde la supresión de las imprecisiones políticas feudales y se decantó por un carácter geográfico. Sin embargo, el territorio podía ser enajenado, cedido, permutado o transmitido por herencia en virtud de disposición testamentaria, ya que el señor y propietario, según los códigos, era el monarca. Esto explicaba que en la anexión de un territorio conquistado fuera tan importante la posterior confirmación por un tratado de cesión, pues únicamente así se aseguraba el reconocimiento internacional; por ejemplo, la apropiación de Silesia por Federico II. El poder del Estado en el absolutismo se tenía por ilimitado y abarcaba la legislación, la administración y la jurisdicción, ya que se desconocía una clara división de poderes.

De cualquier forma, el Derecho internacional europeo no regía en los territorios coloniales y los pueblos indígenas se consideraban fuera de toda normativa, salvo en el caso de las posesiones ultramarinas españolas. Con un criterio tripartita, La comunidad internacional se dividía en grandes potencias, de segundo rango y menores. En el primer bloque estaban Austria, Gran Bretaña, Francia, Prusia, Rusia, España y Turquía. Las potencias de segundo rango variaban según la escala de las normas adoptadas y las consideraciones del contexto político; aquí podemos incluir a las Provincias Unidas, el Palatinado, Portugal, Saboya, Nápoles, Lorena, Baviera, Hannover, Sajonia, Dinamarca o Suecia. Si tomamos como pauta la debilidad militar y política, las potencias menores incluirían las ciudades libres imperiales, los principados eclesiásticos, Suiza, Polonia, la mayoría de los territorios alemanes e italianos, Crimea, Moldavia, Valaquia, Transilvania, Hungría o Ucrania. En Europa oriental podemos resaltar la peculiaridad de nobles polacos más poderosos, incluso en sus ejércitos, que la mayoría de los príncipes menores y hasta mantenían relaciones diplomáticas con el extranjero o utilizaban los mismos métodos dentro de Polonia, pero no formaban un Estado soberano.

Sólo Rusia y Austria ganaron grandes extensiones con la Guerra del Norte y la Guerra de Sucesión española, respectivamente. Las adquisiciones austríacas fueron consecuencia de las pretensiones dinásticas, el éxito militar, la aceptación de un Borbón en España y la muerte sin hijos de José I. Entre 1721 y 1791 ninguna potencia tuvo beneficios comparables en Europa occidental, mientras Austria y Rusia se expandían por el Este. La conquista prusiana de Silesia, relevante por su tamaño y riqueza, supuso la constatación del fracaso de Viena por recuperarla y un cambio en las relaciones de poder dentro del Imperio y Europa oriental. Prusia reflejaba las ventajas derivadas de las conexiones entre la política interna y la internacional, puesto que Silesia no significaba tanto por sí misma como para que Federico II alcanzara el papel de árbitro continental. Por otro lado, las potencias de segundo rango dependían de los soberanos poderosos en su actividad diplomática y militar, aunque también ejercían cierta influencia sobre ellos, como sucedió con Sajonia al condicionar las acciones de británicos y austriacos en los años cuarenta y cincuenta. Las coaliciones con los dos últimos bloques, de segundo rango y menores, permitían a sus príncipes buscar o recibir asistencia de las grandes potencias, más tolerantes cuanta más presión soportaban. Ahora bien, dichas situaciones de tensión podían volverse en contra de los países débiles, al verse comprometidos en guerras contra terceros o abandonados después de pasados los peores momentos.

De cualquier forma, existía una tendencia al pacifismo y a la neutralidad frente a los poderosos y evitar, así, ofender a esos monarcas, aunque hubiera diferencias por motivos fronterizos o económicos, lo que no significaba escapar a sus políticas manipuladoras cuando exigían, por decisión propia, reclutamientos y contribuciones forzosas o intervenían en el nombramiento de los gobernantes, como sucedía en los principados eclesiásticos. Irónicamente, no faltaban las quejas de las grandes potencias contra las inferiores, al tachar a sus príncipes de egoístas y perversos porque obstaculizaban la buena marcha de las relaciones internacionales. Tan presente en los primeros siglos de la Edad Moderna, el arbitraje dejó paso a la mediación de los Estados poderosos en la prevención o conclusión de guerras o en la resolución de conflictos. Este papel fue detentado, sobre todo, por las potencias marítimas, Gran Bretaña y Holanda. Tampoco en el siglo XVIII se elaboró un concepto de neutralidad que fuese reconocido de forma general, a pesar de las polémicas al respecto. Las discusiones partían de las opiniones de H. Grocio, que consideraba compatible la neutralidad con la toma de un cierto partido por una de las partes combatientes, pero terminaban con la idea de que un país neutral debía conducirse por igual con ambas partes, por lo que numerosos polemistas defendían la imparcialidad. Tales debates se mezclaron con otros puntos igualmente controvertidos, por ejemplo, la exigencia de libertad del comercio neutral, la coacción por las grandes potencias sobre las pequeñas neutrales, condenada por el Derecho internacional pero practicada de forma ininterrumpida, la licitud o no del derecho de tránsito, etc.

Un tema peculiar dentro de este apartado fue la neutralidad de Suiza y de los Países Bajos, confirmada en Westfalia, y aceptada como realidad política. Suiza consiguió convertirla en una parte de la doctrina jurídica internacional, pero Holanda, arrastrada al intervencionismo por multitud de factores, renunció a ella a cambio de las fortificaciones en los Países Bajos españoles, denominados la barrera, que también pasó al Derecho europeo por medio de tres tratados en 1709, 1717 y 1715 y se mantuvo durante el Setecientos. En conexión con la política holandesa de la barrera estaba el cierre del Escalda para el comercio, evitándose la competencia de Amberes; este punto, de la misma manera, formaba parte de las regulaciones internacionales y se convirtió en un principio jurídico reconocido. Las uniones de Estados, consecuencia de políticas de gabinete, de enlaces dinásticos y de guerras de sucesión, eran muy frecuentes por la existencia de territorios federales, uniones reales y uniones personales. Algunas de las grandes potencias del momento, Gran Bretaña, Austria y Prusia, fueron, precisamente, resultado de una unión real. Por el contrario, la constitución del Imperio alemán no figuraba en los códigos jurídicos internacionales y resultaba aún más excepcional porque el poderío del emperador estribaba en la preponderancia de sus Estados patrimoniales y no en sus facultades constitucionales. La diplomacia francesa velaba por las libertades germánicas garantizadas en Westfalia, pero era el modo de perpetuar la separación y aislar a sus componentes. Con los mismos objetivos se vigilaban las libertades polacas por la mayoría de las potencias, siendo una excusa para el intervencionismo. Por otro lado, los frecuentes tratados internacionales perseguían alianzas, convenios comerciales, garantías reciprocas de situaciones posesorias, cesiones y divisiones de territorios o intervenciones diplomáticas y militares. La insistencia en las garantías territoriales evidenciaba lo cuestionable de los fundamentos morales de la política, aunque se cumpliesen fielmente las estipulaciones externas de los tratados.

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