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A lo largo del siglo XVIII el reino polaco se fue sumiendo en una profunda decadencia. A pesar de que nunca había tenido un papel dirigente en las relaciones internacionales, su identidad nacional había cristalizado tiempo atrás y gracias a sus excedentes agrícolas había tenido una función destacada en el comercio hanseático. Sin embargo, el panorama cambiaría ahora de manera radical; la escasa vitalidad de sus instituciones, dominadas por una oligarquía de magnates y de rancios grupos nobiliarios, junto con una debilidad de la Monarquía, electiva y no hereditaria, que nunca pudo jugar un papel rector en la vida política del país hacen posible la dominación extranjera, a través de la dinastía sajona reinante, y la permanente intromisión de las potencias vecinas como Rusia o, cada vez en menor medida, Suecia. Los intereses foráneos se impondrán de tal manera que se acaba distorsionando la realidad nacional, cuando se celebren los tratados de repartición de su territorio, hasta lograr la desaparición del país. Por eso, al comenzar la centuria decimonónica la nación polaca había desaparecido, y sus súbditos a partir de entonces deberían acatar otras soberanías. La historiografía clásica divide este período en dos fases claramente diferenciadas: la época sajona, que ocupa la primera mitad de la centuria, así llamada por el origen de los dos monarcas, electores de Sajonia, Augusto II y Augusto III. La segunda es la época de las Luces, más nacionalista, el reinado E. A. Poniatowski, combinando el triunfo de la Ilustración con la tutela rusa que le llevó al trono.

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