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A pesar de la gran influencia del liberalismo -que veía en la actividad individual la fuente principal, si no la única, de la prosperidad de cada persona y de la sociedad entera- ningún Estado había sido completamente pasivo a lo largo del siglo XIX. Aparte de las tareas de orden que el liberalismo justificaba -el mantenimiento del Ejército y de las fuerzas encargadas de velar por la integridad de las fronteras y la seguridad interior, y las instituciones de la justicia-, los poderes públicos habían continuado ejerciendo algunas de las funciones características de la época preindustrial: la regulación del comercio internacional y alguna forma de beneficencia. Además de eso, y de acuerdo también con antiguas tradiciones, establecieron normas sobre las condiciones en que el trabajo debía realizarse y fijaron limites al mismo en función de la edad y el sexo. Las condiciones de vida en la ciudad, la enseñanza y las comunicaciones tampoco fueron ajenas a la intervención estatal. Sin embargo, en las tres últimas décadas del siglo XIX se produjo un importante cambio en la acción del Estado, tanto cuantitativa como cualitativamente, lo que ha llevado a hablar del inicio del "Estado Interventor", o del "Estado del Bienestar", frente al "Estado Policía" característico del liberalismo. A partir de 1870, nos encontramos con un incremento significativo de la actividad estatal, y con acciones de naturaleza diferente a las emprendidas hasta entonces, que anunciaban el papel cada vez más central que el Estado habría de tener en el nuevo siglo.

Lo mismo que en el caso de la movilización política, las estructuras relativamente democráticas recién puestas en práctica, se encuentran en la raíz de este nuevo carácter de la acción estatal: si se quería que el sistema funcionara correctamente y no se produjera una revolución, era necesario integrar mental y afectivamente a los ciudadanos, así como satisfacer sus demandas de bienestar más elementales. Pero en el cambio de la actividad pública también influyeron otras causas. Por una parte, la burocracia existente que tendía a expansionarse. Por otra, el crecimiento de la población, la extensión de la industria y el desarrollo urbano plantearon nuevas demandas que parecía que sólo el poder público, con su capacidad económica y coercitiva, podía resolver. El Estado extendió así su actividad en las áreas de sanidad, planificación urbana, vivienda y enseñanza, principalmente. Con ello venía a reconocer la insuficiencia de la acción individual y la necesidad de un protagonismo comunitario que anteriormente, en la escasa medida que se había producido, era considerado en el mejor de los casos como un remedio transitorio. "Todos nosotros somos socialistas ahora", decía un político inglés en los años ochenta. Desde el punto de vista intelectual, por último, también resultó evidente -sobre todo durante la gran depresión de las últimas décadas del siglo XIX-, que no se vivía en el mejor de los mundos posibles, que la pura actividad individual no había creado armonía social sino, por el contrario, graves problemas que afectaban incluso a la supervivencia de grandes grupos de población; en consecuencia, la opinión de una nueva generación de reformistas, tanto políticos como técnicos, comenzó a ser dominante.

El giro se justificaba, dentro de la esfera del pensamiento liberal, por una nueva idea de libertad positiva, identificada con la capacidad de hacer, que vino a sustituir ampliamente al anterior contenido de ese concepto, negativo, consistente en la ausencia de obstáculos o impedimentos para la acción. Y el Estado empezó a ser considerado como la institución fundamental para hacer realidad esa capacidad de hacer algo -llevar una vida digna, básicamente- por parte de la mayoría de la población. El crecimiento de la actividad estatal supuso el aumento del número de funcionarios tanto en la administración central como local. Por ejemplo, los empleados civiles del gobierno central británico pasaron de 50.000 en 1881 a 116.000 en 1901; en Alemania, el porcentaje de trabajadores públicos en relación con el número total de trabajadores creció del 9,3 en 1895 al 10,6 en 1907. El crecimiento de la administración local, más lento inicialmente, se aceleró a partir de la última década del siglo, dada la progresiva implicación del Estado en la vida diaria de los ciudadanos. Esta creciente actividad se reflejó también en la evolución del gasto público. Hasta 1870 aproximadamente, el coste del gobierno había permanecido estable o crecido lentamente pero, a partir de aquella fecha, experimentó un importante incremento. Las estadísticas no permiten una comparación exacta: en el Reino Unido, la proporción del gasto público sobre la renta nacional pasó del 8,9 por 100 en 1871, al 12,6 por 100 en 1900; en Alemania el gasto público en relación con el producto nacional bruto pasó del 10,0 por 100 al 14,9 por 100 entre 1881 y 1900.

La evolución del gasto público fue más gradual en Francia, aunque hacia 1900 sus niveles también eran altos. Italia y España -donde el gasto público en 1900 fue menor que en 1880- son la excepción en esta historia; el pequeño crecimiento del sector público en ambos países es un claro indicador de su atraso político. En cuanto a la composición del gasto, lo que resulta más relevante es el menor crecimiento de los gastos de defensa en el Reino Unido y en Alemania, aunque los gastos militares, junto con el pago de la Deuda, continuaran siendo las dos partidas más importantes del presupuesto. No ocurrió así, sin embargo, en Italia y España, donde el aumento del gasto público fue absorbido casi exclusivamente por estas partidas, ni en Francia donde el aumento de la inversión en defensa fue superior al incremento del gasto por habitante. Vamos a considerar los dos aspectos más relevantes de la actividad pública durante este período, relativos, por una parte, a la formación intelectual y a la integración efectiva de los ciudadanos en el Estado -es decir, la enseñanza primaria y la creación de un conjunto de símbolos y rituales que reforzaron la legitimidad del poder y la lealtad de los individuos hacia él- y, por otra, a la satisfacción de algunas de sus necesidades materiales mediante la nueva legislación de previsión o seguridad social. El establecimiento en Francia de la enseñanza primaria obligatoria y gratuita, en 1881, supuso un enorme esfuerzo presupuestario.

Las escuelas privadas, confesionales en su mayoría, siguieron existiendo junto a una nueva escuela pública laica, en la que el jueves fue dejado libre para que los niños que quisieran recibieran enseñanza religiosa. La escuela se convirtió en el gran foco de irradiación cultural, encargado de convertir a los "campesinos en franceses" -de acuerdo con el título de la obra de E. Weber- y a los franceses en buenos republicanos. En Gran Bretaña, la ley de educación Foster, de 1870, declaró el derecho de cada niño a algún tipo de escolarización, aunque no supuso el establecimiento de la enseñanza obligatoria y gratuita. "Debemos educar a nuestros amos", comentó un político, conectando esta ley con la reforma electoral recientemente aprobada. Una encuesta realizada el año anterior en cuatro grandes ciudades, había mostrado que sólo el 10 por 100 de dos niños iban a la escuela. El sistema educativo establecido por la ley era mixto, privado y público. Las escuelas privadas existentes siguieron recibiendo el apoyo económico del Estado y allí donde fue necesario se crearon escuelas públicas. Hacia 1900, la población escolar de las escuelas primarias públicas ya había superado ligeramente a la de las privadas. El problema religioso trató de soslayarse al determinar que no fuera enseñado ningún catecismo específico de ninguna Iglesia, y mediante una cláusula religiosa por la que todas las escuelas que recibían dinero del Estado, fuesen privadas o públicas, debían permitir que un niño no asistiera a las clases de instrucción religiosa, si sus padres así lo pedían.

Sucesivas leyes de 1880 y 1891 hicieron la educación primaria obligatoria, entre los cinco y los diez años, y gratuita. Pero no sólo las mentes debían ser ganadas para el Estado. El "descubrimiento" de la componente irracional de la naturaleza humana es uno de los hechos específicos de la historia intelectual de la última década del siglo, pero parece que los políticos ya lo sabían antes; desde luego, actuaron como si lo supieran, al elaborar todo un conjunto de símbolos que tenían como finalidad crear elementos de identidad colectiva, reforzar el sentido de pertenencia a la comunidad estatal, para hacer a ésta más fuerte. Ceremonias públicas -especialmente relativas a acontecimientos en la vida de los monarcas, o a su muerte-, fiestas nacionales, erección de monumentos, el uso de la bandera, de los himnos nacionales y de otras composiciones musicales, venían, por otra parte, a satisfacer necesidades y gustos populares que se manifestaron, al mismo tiempo, en el desarrollo de la publicidad y los espectáculos de masas. El período 1870-1914 ha sido considerado como la apoteosis de "la invención de la tradición". En ella participaron, en mayor o menor medida, todos los países: ya hemos señalado la profundización en el carácter simbólico de la Monarquía británica mediante el desarrollo de los rituales y ceremonias en los que la reina emperatriz participaba. Los nuevos Estados italiano y alemán trataron de emular las "venerables" costumbres de las más antiguas Monarquías.

Pero en ningún sitio tuvo esta actividad tanto éxito y trascendencia como en Francia. De los primeros años de la III República, ha escrito M. Agulhon, datan "algunas disposiciones tan duraderas que hoy parecen naturales a los franceses, hasta el punto que la mayoría de éstos ha olvidado la edad -reciente- y el sentido -de izquierda- de estos actos fundamentales". La elección de la Marsellesa como himno nacional y la declaración del 14 de julio como fiesta nacional, indican la voluntad de los republicanos de vincularse históricamente, de fijar sus raíces, en la Revolución francesa -en la Revolución de 1789, no en la de 1793-. Otros actos como la dedicación de calles a los héroes pronto desaparecidos de la República, como Gambetta o Victor Hugo, la costumbre de adornar los salones municipales con un busto femenino adornado con el gorro "frigio"- Marianne, la figura de la República-, la construcción de monumentos a la República, siguiendo el ejemplo de París, en 1883, o el culto monumental de los grandes hombres ligados a la patria, al progreso y a la libertad, que para algunos mereció el nombre de "estatuomanía", tenían la misma finalidad y terminaron creando una conciencia colectiva que está en la base del éxito del modelo republicano en Francia. En el otro aspecto fundamental de la acción estatal, relativo a lo que se conocía específicamente como "problema social", lo más novedoso fue la puesta en práctica de determinadas medidas de previsión o seguridad social.

Mediante leyes se hizo obligatorio a patronos y obreros participar en sistemas que trataban de asegurar a toda la población los medios necesarios para poder hacer frente a la vejez, los accidentes o la falta de trabajo, participando el Estado en la financiación y administración del mismo. Por primera vez en la historia, la comunidad reconocía la obligación de proteger al ciudadano de la indigencia, no como una cuestión de caridad, sino de derecho. Ello implicaba una nueva conciencia de que la pobreza, incluso la de hombres perfectamente capaces, no se debía a pereza, alcoholismo, inmoralidad o falta de previsión de la que sólo el mismo individuo era culpable. El sistema comenzó en Alemania en los años ochenta, extendiéndose rápidamente por la mayoría de los países europeos, y llegó a su culminación en el Reino Unido, en la primera década del nuevo siglo. Entre las causas profundas del carácter pionero de la reforma social en Alemania se ha señalado la pervivencia de una antigua tradición, autoritaria y paternalista, según la cual era misión del Estado velar por el bienestar de sus súbditos; el carácter del liberalismo alemán, fuertemente influido por las ideas de burócratas e intelectuales más que por los impulsos hacia la economía libre de comerciantes e industriales (como consecuencia de lo relativamente tardío de la industrialización en este país); el desarrollo de una poderosa burocracia estatal, acostumbrada a enfrentarse a los problemas sociales; y, finalmente, la experiencia de 1848-49, que hizo sentir a las clases propietarias el peligro del proletariado revolucionario y despertó en ellas un espíritu reformista para tratar de conjurarlo.

Los estímulos inmediatos para la reforma fueron, por una parte, el agravamiento de los problemas sociales como consecuencia de la aceleración del proceso industrializador que siguió a la unificación e, inmediatamente después, de la crisis económica que comenzó en 1873 -especialmente importante hasta 1879-. Por otra, una mayor vivencia por parte de Bismarck y las fuerzas del orden, de la amenaza del movimiento obrero organizado, después de la unificación de los partidos obreros en 1875, y de los éxitos conseguidos por los candidatos socialistas en las elecciones de 1874 y 1877; lo que más les preocupaba no eran tanto el número de escaños que los socialistas consiguieron en el Reichstag -12 a lo sumo, durante la década de los setenta, sobre un total de 397-, sino el 40 por 100, aproximadamente, de los votos que llegaron a obtener en el reino de Sajonia, en Hamburgo y en Berlín, y que demostraban cómo los socialistas estaban extendiendo su influencia desde las zonas atrasadas de la industria rural hacia las nuevas áreas industriales y las grandes ciudades del Imperio. Las iniciativas, de tipo intelectual, relacionadas con el problema social se multiplicaron, tanto por parte de los grupos cristianos, católicos y protestantes, como de los partidos, conservadores e, incluso, liberales -los llamados "socialistas de cátedra"-. A lo largo de los años ochenta, y de acuerdo con la orientación expuesta en el mensaje imperial de noviembre de 1881, fueron aprobadas las siguientes leyes: 1.

- Ley de seguro de enfermedad, de 1883, escasamente polémica y cuya importancia fue inicialmente subestimada, que se proponía únicamente la consolidación y el desarrollo de las instituciones existentes. Su financiación corría a cargo de los obreros, dos tercios de los fondos necesarios, y de los patronos, el resto. 2.- Ley sobre accidentes de trabajo, de 1884, aprobada después de que dos proyectos anteriores fueran rechazados. La ley suprimió la cláusula anteriormente existente en la legislación por la que los trabajadores debían probar la culpabilidad del patrón en los accidentes, y excluyó a las compañías de seguros privadas. Los fondos previstos para su funcionamiento se basaban únicamente en las contribuciones de los empresarios, aunque transfería el riesgo del empresario individual a las asociaciones empresariales basadas en la ocupación y en el tipo de riesgo. Al mismo tiempo limitaba las reclamaciones por parte de los accidentados, en el caso de incapacidad total, a los dos tercios del salario. 3.- Ley de pensiones de vejez e incapacidad, de 1889, aprobada en términos distintos a los inicialmente propuestos por el gobierno y también después de que otro proyecto gubernamental fuera completamente rechazado. Establecía un sistema de seguro obligatorio para patronos y obreros, subsidiado por el gobierno, con contribuciones progresivas, sobre la base de cuatro categorías de ingresos. La finalidad principal de toda esta legislación fue tratar de contrarrestar la influencia socialista entre los obreros, de forma complementaria a las leyes represivas contra el partido socialdemócrata.

Lo que se pretendía con ambos tipos de medidas era mantener la lealtad hacia el Estado de los obreros que todavía no habían sido ganados por la doctrina socialista, y destruir al partido socialdemócrata o, al menos, frenar su crecimiento, impidiendo sus actividades, y minando el apoyo que los obreros le prestaban. "Si tuviéramos -decía Bismarck en el Parlamento, en 1889- 700.000 pequeños pensionistas, que cobraran sus pensiones del Imperio, precisamente entre aquellas clases que, de cualquier forma, no tienen mucho que perder y que creen erróneamente que ganarían mucho si las cosas cambiaran, lo consideraría una gran ventaja (...). Enseñaríais (..) incluso al hombre común a ver al Imperio como una institución beneficiosa". Los obreros industriales, entre quienes era mayor la influencia socialista, fueron por eso los primeros beneficiarios de una legislación que sólo más tarde se amplió a otros grupos de trabajadores, como los empleados en el campo, en la industria rural o en el servicio doméstico, cuya situación económica era objetivamente peor que la de aquellos. En favor de los obreros industriales, no obstante, también jugaba el hecho de que eran quienes daban más garantías de que, por su parte, el sistema funcionara correctamente, al poder pagar su contribución al mismo de forma regular, dado lo relativamente seguro de su trabajo y lo alto de su salario, en comparación con los demás trabajadores. La finalidad antisocialista no fue, sin embargo, el único factor político presente en el planteamiento de las leyes de previsión y en la forma concreta como fueron aprobadas.

Bismarck trató de utilizarlas para hacer aparecer a la Monarquía como defensora de los intereses de los grupos sociales más desprotegidos y, sobre todo, como un medio para que sus proyectos de reforma fiscal y económica -que, desde finales de los años setenta, pretendían aumentar los ingresos del gobierno imperial con independencia de las contribuciones de los Estados-, fueran aprobados. El Parlamento, sin embargo, rechazó los proyectos más estatistas del canciller y terminó aprobando leyes cuyo funcionamiento y administración dependía más de patronos y obreros que de la burocracia estatal. Como ha indicado Gerhard A. Ritter, incluso en Alemania donde los aspectos políticos son fundamentales, no son, sin embargo, los únicos que es preciso tener en cuenta, sobre todo si queremos explicarnos el contenido concreto de las reformas sociales. Es necesario atender también a la naturaleza de los problemas, a las fuerzas sociales implicadas en los mismos, y a la legislación existente. Resulta imprescindible, por ejemplo, considerar el carácter absolutamente insatisfactorio de la legislación alemana previa sobre accidentes de trabajo que sólo servía para proporcionar alguna compensación por menos del 20 por 100 de los accidentes que se producían y, en muchos casos, después del largo período que los tribunales tardaban en resolver los pleitos planteados por las compañías de seguros privadas, o la insuficiencia de las disposiciones sobre incapacidad o vejez que sólo cubrían al 5 por 100 de la población y ello de forma limitada y precaria.

El ejemplo alemán fue seguido por la práctica totalidad de los Estados. Austria introdujo el seguro contra accidentes en 1887, y el seguro de enfermedad en 1888. Dinamarca adoptó el sistema alemán entre 1891 y 1898, y Bélgica entre 1894 y 1903. Italia estableció el seguro de accidentes y de vejez en 1898. Suiza autorizó al gobierno federal a organizar un programa de seguridad social, mediante una enmienda constitucional de 1890. El seguro contra accidentes fue introducido en Noruega en 1894, en Inglaterra en 1897, en Francia en 1898, en España y en Holanda en 1900, en Suecia en 1901, y en Rusia en 1903. La gran legislación social en el Reino Unido fue muy tardía en comparación con la alemana ya que el establecimiento de un sistema nacional de seguridad social fue obra del gobierno liberal que se formó después de las elecciones de 1906. Durante el último tercio del siglo XIX, tanto gobiernos liberales como conservadores promulgaron diversas leyes de contenido social, pero eran acciones muy limitadas que no implicaban ningún cambio en la doctrina mantenida por ambos partidos a lo largo del siglo. La ideología predominante en el partido liberal era la forma clásica del liberalismo, individualista y partidario de la mínima intervención estatal. Gladstone, que como ministro de Hacienda en las décadas centrales del siglo, había reducido el gasto público y como jefe de gobierno, todavía en 1892, se declaraba ferviente admirador del teórico ultraliberal Herbert Spencer, es la figura más característica de esta mentalidad, dentro de la elite gobernante.

Entre los conservadores seguía predominando una vaga ideología paternalista, de base individualista, aunque más sensible a las acciones que podían emprenderse para aliviar la suerte de los menos favorecidos. Se considera, no obstante, que la acción del gobierno liberal de 1892-95, especialmente después de la retirada de Gladstone en 1894, marca un claro punto de inflexión en la política social de los gobiernos británicos. Las acciones más representativas de este cambio de orientación fueron las leyes que permitían a las autoridades locales restaurar o cerrar casas insalubres y construir otras nuevas -aunque para ello tuvieran que adquirir tierras, si fuera preciso mediante expropiación forzosa-, abrir bibliotecas y baños públicos, así como la legislación que permitía hacer la inspección laboral de forma más rigurosa. Para un comentarista de la época "no podía imaginarse un abandono más completo de la antigua teoría de la negación (de la intervención del Estado) que el que muestra esta actividad gubernamental tan extensa y minuciosa". Esta nueva política, que habría de culminar en la década siguiente, venía a reflejar, en parte, la transformación del partido liberal como consecuencia de la crisis del "Home Rule" para Irlanda. Pero, sobre todo, era expresión del cambio que se había producido en la opinión pública, a partir de 1880, por diversas causas: la pérdida del papel hegemónico de la economía británica, los efectos sociales de la crisis económica, y la publicación de algunos libros como "The Bitter Cry of Outcast London", de Andrew Meares, en 1883, y, sobre todo, de los dos volúmenes de Charles Booth, Life and Labor of the People of London, en 1889 y 1891, que habían puesto de manifiesto el deplorable estado de amplios grupos de población.

Así como el principal motivo de la legislación social alemana, anterior a 1914, fue neutralizar la amenaza revolucionaria de la clase obrera, ha escrito Gerald A. Ritter, "las reformas sociales británicas trataron de resolver, primariamente, el problema de la pobreza de las masas". En Francia, por último, el establecimiento de la III República tuvo escasos efectos en la política social porque, como ha escrito Roger Price, los "republicanos moderados estaban tan preocupados por preservar el ethos individualista del viejo orden social, como lo estaban los conservadores". Sólo en el cambio de siglo, radicales como Leon Bourgeois y socialistas independientes como Millerand, promovieron la legislación social, en gran parte con fines electorales. No obstante, en las últimas décadas del siglo XIX dado lo arbitrario e inadecuado del sistema de asistencia pública en manos de las autoridades locales, el Estado comenzó a aceptar obligaciones respecto a grupos concretos, como los niños abandonados, en 1884, o los enfermos indigentes, en 1893.

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