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Pontificado y cultur

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Ante la elección de sucesor de Juan XXII, el cónclave se plantea, entre otras cuestiones, la del regreso a Roma; algo siempre aceptado pero que los hechos del nuevo pontificado parecen rechazar. Fue elegido (20-XII-1334) Jacques Fournier, Benedicto XII, un cisterciense que había sido abad del monasterio de Fontfroide, maestro en teología en la universidad de París y, desde hacía siete años, cardenal, elevado por Juan XXII. El nuevo Papa es un buen teólogo, experimentado en la lucha contra la herejía en el sureste de Francia, y en las controversias doctrinales de la época, interviniendo en los más importantes debates y combatiendo en sus escritos las ideas heterodoxas. Estos méritos fueron parte decisiva en su elección. Una de las primeras preocupaciones de su pontificado fue la de abordar un programa de reforma, tanto en la propia Curia, como en el clero secular y en el regular. En cuanto a la Curia, abordó la corrupción administrativa, bastante extendida; combatió el nepotismo, e incorporó activamente a los cardenales a la tarea de gobierno. Se preocupó de la reforma de las costumbres del clero: instó a los obispos a realizar las visitas pastorales y a reunir sínodos, terminó con el sistema de expectativas y estableció un sistema de examen de quienes recibían una prebenda, aunque no dio los resultados esperados. Las medidas de reforma de las órdenes religiosas revelan que se trata de un buen conocedor de la vida regular y un legislador minucioso.

Se ocupa de la recuperación de los monjes vagabundos, de mejorar la administración de los monasterios, y de fomentar la formación intelectual, al más alto nivel, de los monjes. Las reformas queridas para los mendicantes produjeron serías tensiones entre los franciscanos, gravemente divididos por la cuestión de los "fratricelli", y una tenaz resistencia a su aplicación por parte de los dominicos; como vino a demostrar mucho después el Concilio de Trento, la reforma pensada por Benedicto XII era imprescindible. Bajo la dirección de Benedicto XII, el Pontificado aparece, políticamente, más sometido a los intereses franceses, en parte porque seguía en pie la querella con el Imperio, en la que Benedicto XII se mostró conciliador, pero poco hábil. En abril de 1335, Luis V de Baviera inició conversaciones con el Papa tendentes a resolver los problemas pendientes entre ambos poderes, pero Felipe VI, el monarca francés, estaba interesado en el mantenimiento de las hostilidades e impuso a la Corte de Aviñón una línea de dureza; en el Imperio el ambiente era tenso a causa del prolongado entredicho y la postura de Benedicto XII, considerada intransigente, puso de parte del emperador a los electores imperiales y al clero renano. Luis de Baviera logró la alianza con Eduardo III (julio de 1337), y la Dieta imperial proclamó la legitimidad de cualquier emperador simplemente electo, sin precisar la coronación y confirmación pontificias (Dietas de Rense y Francfort, julio y agosto de 1338).

A pesar de ello, la opinión alemana consideraba necesario restablecer las buenas relaciones con el Pontificado, tarea que se prolonga durante varios años; por su parte, Benedicto XII buscó el acercamiento al emperador, pretendiendo alejarle de la alianza inglesa que perjudicaba a Francia en momentos en que Eduardo III de Inglaterra reclamaba para sí la Corona de Francia. La política de Benedicto XII estuvo presidida por la idea de lograr la paz internacional; fue, en líneas generales, un fracaso, en gran parte porque era imposible evitar el enfrentamiento franco-inglés, motivado por tantos y tan arraigados problemas; logró sin embargo aplazar los enfrentamientos, suspender las hostilidades en alguna ocasión y suavizar algunas consecuencias de la guerra. Su postura de apoyo a Francia suscitó acusaciones de parcialidad, aunque su política de apaciguamiento acabó siendo favorable a Inglaterra. Tampoco pudo obtener ventajas del cambio diplomático de Luis de Baviera que abandonó, en cuanto pudo, la alianza inglesa: en marzo de 1341, en Vincennes, Felipe VI y Luis de Baviera se convertían en aliados, pero ello no modificó las fricciones entre el Pontificado y el Imperio. La causa del nuevo choque es la actitud abiertamente cesaropapista de Luis de Baviera para lograr un ventajoso matrimonio para su hijo Luis: la decisión de anular un primer matrimonio de la condesa de Tirol, Margarita Maultasch, para que contrajese con aquél, irrumpiendo anacrónicamente en la jurisdicción eclesiástica, provocaron la indignación incluso entre partidarios del emperador.

Si tenemos en cuenta la actividad constructora de Benedicto XII, habría que deducir una voluntad de permanencia en Aviñón; su predecesor, tras residir en el convento de los dominicos, se había instalado en el palacio episcopal de Aviñón, que ocupara años antes siendo obispo de esta sede. Con ese motivo Juan XXII había realizado obras y adquirido edificios para ampliar unas instalaciones que, pese a todo, resultaban insuficientes. Benedicto XII trasladó la residencia del obispo de Aviñón a lo que hoy se llama Pequeño palacio, y acometió después un amplio programa de construcciones, que componen el hoy denominado Palacio viejo, caracterizadas por la austeridad y simplicidad de líneas, que requirió la demolición de la mayor parte de las construcciones anteriores. La muerte de Benedicto XII (25 de abril de 1342) daba paso a la elección de su sucesor, Pedro Roger, Clemente VI; un excelente teólogo y extraordinario predicador, nacido súbdito del monarca inglés, que había desarrollado una importante labor como consejero de Felipe VI, y actuado como mediador entre ambos, labor que se esperaba pudiera proseguir con eficacia. Desarrolló a lo largo de su pontificado modos principescos que tuvieron su reflejo, por una parte, en la rápida disminución de las reservas económicas acumuladas, y, por otra, en la imponente ampliación del palacio de Aviñón que confirma la sensación de permanencia ya apuntada en el anterior pontificado. Esa sensación de que la estancia en Aviñón se convertirá en definitiva queda subrayada por la compra de la propia ciudad por Clemente VI.

La ciudad de Aviñón era propiedad de los condes de Provenza, convertidos en reyes de Sicilia; en el momento de la venta, 1348, es Juana I la soberana, que se ha visto obligada a huir de Nápoles tras el asesinato de su esposo, Andrés de Hungría, del que se responsabiliza a la reina. Viajó a Aviñón, obtuvo la plena exoneración respecto al asesinato y, con el producto de la venta de la ciudad a Clemente VI, armó una flota con la que logró recuperar su reino napolitano. La adquisición de Aviñón daba al Pontificado una mayor autonomía y tuvo gran importancia en el proceso de construcción de la Monarquía pontificia. Por otra parte, venía a ser, para muchos, la demostración de que se había decidido la permanencia en la ciudad de modo definitivo: en amplios sectores de opinión, especialmente italianos, la medida mereció las más duras expresiones. El análisis de la situación italiana situará, sin embargo, en sus justos términos las acusaciones que se hacen al Pontificado: precisamente durante el de Clemente VI los asuntos italianos volverán a situarse en el centro de atención de la política pontificia y en el pozo sin fondo en el que se hunden, como en época de Juan XXII, ingentes sumas de dinero. No fue Italia el único objetivo de su atención, aunque sí el más complejo. Su posición política le distanció de Eduardo III de Inglaterra, que le acusó de colaborar abiertamente con Francia en el conflicto que enfrentaba a ambas potencias.

Menos contemporizador que su predecesor, volvió, en sus relaciones con el Imperio, a la línea de dureza preconizada por Juan XXII: el 10 de abril de 1343 solicitaba la dimisión de Luis de Baviera en el plazo de tres meses. El emperador, cansado de la lucha, solicitó condiciones de paz, pero fueron tan duras, que le forzaron a mantener la resistencia. Por esta razón, Clemente VI declarará depuesto a Luis de Baviera, 13 de abril de 1346, e instará a los electores, previamente ganados por el abundante dinero aviñonés, a la elección de un nuevo emperador, haciendo recaer sus votos en la persona de Carlos de Moravia, comprometido con el Pontífice en una estrecha alianza que haría a ambos poderes sinceros colaboradores y que entregaba los asuntos italianos en manos del Papado. En los años siguientes, no hay sumisión del Imperio al Pontificado, sino la inhibición de aquél en la cuestión italiana, que coincide con el proyecto de crear una autentica Monarquía alemana, renunciando a cualquier proyecto de monarquía universal.

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