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ReligiosidadPlenitud

Desarrollo


Pese a que con el tiempo la orden franciscana fue adquiriendo no pocos rasgos del rigor intelectual e institucional de los dominicos, esta evolución se debió menos a la voluntad explícita de su fundador, san Francisco, que a las continuas y decisivas intervenciones pontificias. Intervenciones que no pudieron sin embargo evitar el estallido de la grave querella de los espirituales. En ese sentido, aunque los fundadores de ambas órdenes llegaron a conocerse y a admirarse mutuamente, nada hay tan lejano a la mentalidad sistemática de santo Domingo como las ensoñaciones de san Francisco. Fue mérito en gran parte de Roma que la tenue línea de separación existente en el franciscanismo entre ortodoxia y heterodoxia quedase finalmente del lado de aquella. La propia vida del fundador es un buen ejemplo de esta tensión espiritual. San Francisco (1182-1226) era hijo de un rico comerciante de Asís y había pasado gran parte de su juventud de una manera disipada. En 1205, a consecuencia de, una grave crisis personal cambió de vida, orientándola hacia la pobreza, el trabajo manual, la existencia itinerante y el amor a las obras de la naturaleza, siempre según los dictados del ideal evangélico. Como es obvio, los resultados de esta evolución interior, que recuerda en gran parte a la del heresiarca Pedro Valdo, obedecían más a los planteamientos de la religiosidad laica/ciudadana de la época que a un plan consciente de actuación a largo plazo en el seno de la Iglesia.

De hecho, san Francisco ni se consideró reformador ni quiso fundar nunca una orden en el sentido tradicional del término. Si su misión no derivó en abierta heterodoxia fue no sólo por su consciente voluntad de sometimiento a la jerarquía y al dogma tradicionales, sino también por la inteligencia y cautela de pontífices como Inocencio III y sus sucesores, empeñados en mantener dentro del catolicismo a la mayor parte de los movimientos pauperísticos y apostólicos. Esto explica por qué, pese a los importantes recelos despertados con las primeras predicaciones de san Francisco y sus seguidores (en Francia y Alemania se les confundió simplemente con herejes), el Papado diera vía libre al movimiento, auque potenciando su institucionalización. Ya en 1210, apenas manifestado el apoyo verbal de Inocencio III a las actividades de los "fratrum minorum", se les impuso la jurisdicción eclesiástica y el mismo san Francisco fue ordenado diácono. Al noviciado de un año debía seguir, según estas primeras disposiciones pontificias, el ingreso en la orden, en la que el cumplimiento de los votos monásticos tradicionales venía unido a un cierto control eclesiástico sobre la predicación, centrada siempre en temas morales. A pesar de que san Francisco mostraba mayor interés en sus actividades misioneras que en perfilar los rasgos de su orden, el nuevo papa, Honorio III, movió al santo de Asís tras su regreso de Egipto a redactar, al parecer en contra de su voluntad, la denominada "regula prima" o "non bullata" (c.

1221). Al resultar insatisfactoria por su poca precisión, san Francisco se vio obligado en 1223 a diseñar una vez más el esquema organizativo de su movimiento. Surgió así la llamada "regula bullata", que resultó definitiva y que acercaba el franciscanismo a los dominicos. La presencia ahora de un cardenal "gubernator, protector et corrector" de la orden, con estrictas funciones que la primitiva regla ni siquiera contemplaba, demostraba hasta que punto era consciente el interés de Roma por sistematizar y controlar el movimiento franciscano. Sin embargo, san Francisco se desentendió desde entonces y hasta su muerte del gobierno de la orden, redactando un "Testamento" que venía a suponer un radical mentís de lo afirmado en la segunda regla. En dicho documento, san Francisco rechazaba lo que el entendía como mundanización de la Orden, afirmando por contra la simplicidad intelectual y el apego a la pobreza, hasta el punto de rechazar el contacto físico con el dinero. En adelante, según se aceptasen los planteamientos de la "regula bullata" o del "Testamento", el movimiento franciscano se vería abocado a elegir entre la sumisión a Roma o la rebelión heterodoxa. En cualquier caso, como claro exponente del interés pontificio por mantener el franciscanismo en el seno de la Iglesia, Gregorio IX canonizaba en 1228 al santo de Asís. Apenas habían transcurrido dos años desde su muerte. Los años que siguieron a la canonización de san Francisco fueron también los de la progresiva ruptura del movimiento.

Organizada la orden según el modelo dominico, mediante capítulos conventuales, provinciales (custodias) y generales, fueron los ministros provinciales, liderados por fray Elías de Cortona, los que se mostraron más favorables a seguir la política papal. Personajes como san Buenaventura, partidario de acrecentar entre los franciscanos el interés por los estudios como preparación de su futura actividad pastoral, misional y docente, incidían también, aunque de forma más moderada, en esta vía oficial. Por contra, los antiguos compañeros de san Francisco como Juan de Parma (1247-1257), eran partidarios de mantener con todo rigor el espíritu primitivo de la orden, influyendo así en la consolidación de una corriente radical que se conocería con el tiempo como la de los espirituales.

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