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En 1656 el cabildo de la Catedral de Sevilla encarga a Murillo un gran lienzo para decorar el altar de la capilla de San Antonio, que también hacía de capilla bautismal. En el mes de octubre el cuadro estaba colocado en el retablo construido para la ocasión por Bernardo Simón de Pineda. Murillo realiza un gran cuadro de altar con el que sigue la tradición de décadas anteriores, colocando un cuadro de grandes dimensiones en capillas de pequeño tamaño, lo que permitía aumentar la espectacularidad. Esta tradición ya había sido seguida por Roelas o Herrera el Viejo. San Antonio se encuentra en el interior de una estancia monumental, leyendo sobre una austera mesa -decorada con unos lirios que simbolizan la pureza- cuando recibe la visita del Niño Jesús rodeado de una corte de ángeles que forman una mandorla a su alrededor. El santo interrumpe su lectura y se arrodilla ante la espectacular visión, quedando iluminado por el resplandor que emana de la sagrada figura. Al fondo de la estancia se abre una puerta que permite contemplar una arquitectura monumental, exactamente una gran columna que formaría un pórtico de acceso al edificio donde está el santo. De esta manera son dos los focos lumínicos que inundan la parte baja de la composición, creando Murillo un sensacional efecto atmosférico que recuerda a Velázquez. La composición se estructura a través de una diagonal que enlaza las dos zonas mientras que el rompimiento de Gloria está organizado por un círculo. Escorzadas figuras forman este rompimiento, acentuando el aspecto de teatralidad barroca que manifiesta el maestro en la escena, trayendo a la memoria los grandes lienzos de altar pintados por Rubens, Herrera el Mozo o Van Dyck. El juego de luces y sombras sirve para unificar la composición, de la misma manera que emplea el color con tal fin. Definitivamente Murillo ha abandonado el claroscuro para trabajar en un estilo propio, superando el naturalismo de la generación anterior que tenía en Zurbarán a su máximo representante. La llegada de las tropas francesas del Mariscal Soult en 1810 provocaron un gran peligro para las obras de Murillo. El general francés admiraba la obra del sevillano y desde un primer momento tuvo la intención de llevarse este cuadro a Francia. El cabildo catedralicio pudo persuadirle y le entregó en compensación el Nacimiento de la Virgen. Sin embargo, aquí no acaban los avatares del lienzo ya que en noviembre de 1874 la figura del santo fue recortada por un ladrón que la ofreció al año siguiente a un anticuario de Nueva York. La honradez del anticuario permitió que la embajada española comprara el recorte y éste fuera devuelto a la catedral, donde Salvador Martínez Cubells realizó un excelente trabajo de restauración, exhibiéndose en octubre de 1875.
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Zurbarán trabajó la mayor parte de su vida para comunidades de monasterios que le pedían imágenes de los santos de su Orden. Probablemente fuera éste el caso del cuadro que nos ocupa, que refiere la aparición milagrosa del Niño Jesús a San Antonio de Padua, importante miembro de la Orden franciscana. El lienzo responde a unas medidas muy grandes, como casi todos los del autor, pues se trataba de colocar los cuadros a la vista de monjes o fieles para que pudiera "leerse" la historia con facilidad. San Antonio aparece como un hombre joven, extraordinariamente realista, con cabellos negros y mofletes sonrosados, como si de un tipo popular se tratara. Esta cercanía del modelo facilitaba el acercamiento emocional del espectador de la época, lo cual constituía uno de los objetivos de la Iglesia católica. Al santo se le reconoce fácilmente por sus atributos: el hábito franciscano, el libro y la vara de nardos. Arrodillado en oración tiene una visión fantástica, en la cual Jesús, con el símbolo de su martirio, la cruz, se muestra entre una aureola de nubes doradas. Al fondo del lienzo destaca un maravilloso paisaje de estilo italianizante, que Zurbarán pudo perfectamente copiar de algún grabado de la época, como era costumbre hacer en los talleres de pintores.
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El interés por la perspectiva lo aprendió Perugino de Piero della Francesca así como el desarrollo volumétrico de la figura. Ambas cuestiones se aprecian claramente en esta composición, realizada por Pietro para la iglesia del Santo Spirito, diseñada por Brunelleschi. En la aparición de la Virgen al santo mientras éste escribía ha sido eliminada cualquier referencia sobrenatural, situando a María en el mismo espacio que san Bernardo. Las figuras que acompañan a la Virgen refuerzan el aspecto de una "Sacra Conversazione" dotándolas de ese aspecto blando y elegante que caracteriza al maestro. El desarrollo espacial de la arquería y el paisaje típico de Umbría, al fondo, ofrecen de manera soberbia la perspectiva, reforzada por la distribución de la luz. Precisamente la iluminación empleada resalta las figuras y acentúa el aspecto volumétrico individual de cada personaje, cuyos gestos serenos y placenteros heredará Rafael.
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El tema de San Francisco será uno de los más tratados por El Greco, saliendo de su taller más de cien obras sobre este santo, de las cuales se consideran unas veinticinco como originales, siendo las otras de su productivo taller, en el que se trabajaba casi industrialmente. La imagen que aquí contemplamos es algo más original ya que recoge la Visión de la Antorcha, que se produjo en el Monte Alvernia, recordando en parte la estigmatización. San Francisco, en la zona izquierda de la imagen, se arrodilla y eleva su mirada hacia la llama que se contempla en el cielo. Abre las palmas de sus manos, en las que observamos los estigmas. Mientras tanto, el hermano León cae de espaldas, sorprendido por el acontecimiento que está presenciando. El paisaje ha sido suprimido y las figuras se recortan sobre un fondo neutro, recibiendo un fuerte foco de luz de la visión. Sólo una pequeña referencia a las ramas de un árbol alude a la naturaleza. La luz resbala sobre los personajes y crea un atractivo juego de luces y sombras que parece anticipar el tenebrismo. El rostro del santo recoge la mirada de los espectadores, destacando la espiritualidad que irradia. Por el contrario, la figura escorzada del hermano León - es tradicional en el Manierismo la incorporación del movimiento en las escenas - parece recriminar a la aparición con el gesto de su brazo derecho elevado. Las tonalidades grisáceas dominan claramente el conjunto, resultando interesante la meticulosidad a la hora de mostrar los detalles del cordón, los pliegues o los parches de los hábitos como reflejo de la filosofía vital de San Francisco. La figura del santo es gigantesca, recurriendo a ese alargamiento ya típico en la obra de Doménikos. Si el canon clásico es de uno a siete, él emplea un canon de uno a diez u once, provocando el alargamiento de los miembros y la reducción de la cabeza. Esto hace sus imágenes mucho más personales e irrepetibles, que recogen la espiritualidad de la clase aristocrática toledana, que casi rayaba el misticismo.
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Durante el Gótico y el Renacimiento, san Francisco era representado con dulzura y apacibilidad pero esa visión cambió tras el Concilio de Trento. En España se configuró una iconografía, especialmente a partir de El Greco, que presenta al santo como un hombre demacrado, inmerso en la oración y la penitencia e imbuido en visiones místicas. Esta filosofía tridentina es la que continúa Ribera en esta composición donde San Francisco es sorprendido por un angelito que le muestra una ampolla de cristal contiendo agua transparente, simbolizando la pureza de la condición sacerdotal que san Francisco esperaba conseguir. De manera humilde, el santo consideró que nunca alcanzaría la perfección exigida y renunció al sacerdocio, siendo éste el mensaje que se pretendía dar a la sociedad tras el Concilio. En primer plano podemos observar la calavera que simboliza la muerte junto a la disciplina. La escena se desarrolla en un interior, recortando las figuras del ángel y el santo ante un fondo neutro, utilizando el maestro valenciano un intenso contraste lumínico heredero del tenebrismo de Caravaggio. El naturalismo con el que se ha interpretado el santo, mostrando el rostro de un hombre demacrado por la abstinencia y la penitencia, con las manos llagadas por los estigmas, contrasta con la imagen del angelito regoderte, apareciendo un pictoricismo más refinado en su factura. Resulta también sorprendente la calidad descriptiva del hábito de estameña del santo, una muestra de la facilidad de Ribera para dotar a sus obras muy difícil de superar y que tendrá su continuidad en las pinturas de Zurbarán.
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Una de las máximas innovaciones aportadas por la Contarreforma es la exaltación de la Caridad por lo que se emplean numerosas vidas de santos que consagraron sus vidas a esta virtud teologal. Uno de ellos fue san Francisco de Paula, nacido en 1416 en Paola, fundador de la Orden de los Mínimos o frailes menores quienes añadieron un voto más a los tres habituales, la humildad. Falleció en 1508 siendo canonizado 11 años más tarde. Para el convento de los Mínimos de la Victoria en Madrid, José Jiménez Donoso pintó una serie dedicada a la vida del santo, uno de cuyos lienzos aquí contemplamos. Nos muestra al santo vestido con el hábito de la Orden, mirando y señalando al cielo donde unos angelitos sostienen una cartela en la que se puede leer "CHARITAS". Un fraile mínimo acompañado de varios tullidos completa la escena mientras que el fondo se plaga de arquitecturas recordando las iglesias madrileñas del siglo XVII. Jiménez Donoso viajó a Italia donde adquirió ese interés por los efectos de perspectiva a través de edificios. La figura del santo se presenta en una posición diagonal, al igual que las líneas del terreno, mientras que los angelitos se conciben en escorzo, elementos ambos típicos de la pintura barroca. El estilo rápido y deshecho que exhibe el artista está inspirado en Carreño de Miranda quien fue su maestro. Resulta destacable la iluminación empleada, procedente de la zona superior, provocando fuertes contrastes entre las zonas con más luz y otras ensombrecidas.
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Esta obra repite el tema pintado por Murillo algunos años atrás en la decoración del Convento de los Capuchinos de Sevilla. El pintor sevillano desarrolló una de sus obras más aparatosas y barrocas. La composición se divide en dos zonas: cielo y tierra, contrastando tanto por sus efectos cromáticos como lumínicos. Mientras que en la zona inferior aparece san Francisco arrodillado, vistiendo su hábito terroso y con los brazos abiertos, sumido en la penumbra que apenas deja ver la arquitectura de la capilla de la Porciúncula, en la zona superior se manifiestan intensos resplandores dorados. Los ángeles rodean las figuras de Cristo y la Virgen. Cristo se muestra en actitud triunfante, sosteniendo la cruz con su brazo izquierdo y cubriendo parte de su esbelto cuerpo con una túnica roja que ondea al aire tras su espalda. La Virgen dirige su mirada al Hijo y viste la característica túnica roja y el manto azul. La composición está formada por la característica aspa barroca, organizada por dos diagonales que se cruzan. La sensación atmosférica dota a la escena de mayor espiritualidad y armonía, invitando a la oración.
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San Huberto, patrón de la caza, era figura indiscutible en las colecciones de Felipe IV, gran aficionado a este deporte en el que empleaba gran parte de su tiempo. Para los descansos de las largas cacerías, ordenó ampliar el pabellón de la Torre de la Parada en el madrileño monte de El Pardo, encargando su decoración a los mejores artistas de su tiempo, Rubens y Velázquez. Rubens y Jan Brueghel de Velours colaboraron con frecuencia en la década de 1610, entre 1614 y 1618. Dentro de esa colaboración tocaron numerosos temas: Virgen con Niño en una guirnalda, la serie de los Cinco Sentidos o esta Visión de San Huberto. La escena se desarrolla en un bosque. A nuestra derecha, podemos contemplar al santo arrodillado junto a sus perros y a su caballo, permaneciendo los animales ajenos al milagro. En el centro de la tabla se sitúa el ciervo, entre cuyas astas se apareció la cruz al santo en el momento que se oía la voz de Dios, reprochando la afición de San Huberto a la caza y por la que estaba descuidando su salvación. Alrededor de las figuras contemplamos la arboleda obteniéndose un magnífico punto de fuga tras el ciervo, con la luz como principal protagonista. La figura de San Huberto es típica de Rubens y la del caballo parece sacada del retrato ecuestre del Duque de Lerma. Pero el estilo preciso con el que maneja Brueghel el color y la luz dominan la composición, destacando también la minuciosidad de la factura.
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Abad de un monasterio, san Ildefonso participó activamente en los concilios de Toledo de los años 653 y 655. Alcanzaría el cargo de arzobispo de Toledo y fue proclamado "doctor de la Iglesia visigoda". Su actividad literaria resulta destacable, especialmente por ser el autor de un buen número de obras en las que hace referencia al culto y la devoción a la Virgen María, sobre todo en "De virginitate sancta Mariae: De progressu spiritualis deserti" donde defiende la virginidad de la madre de Dios. La tradición hace referencia a que la propia Virgen entregó una preciosa casulla bordada al santo como agradecimiento a sus escritos. Es el patrón de Toledo y uno de los santos más venerados de la Contrarreforma. En 1630 Rubens recibe de la archiduquesa Isabel Clara Eugenia el encargo de realizar un excelente tríptico dedicado al patrón de Toledo. El motivo de este encargo sería honrar la memoria del difunto archiduque Alberto de Austria, quien en 1588, como gobernador de Portugal, fundó una primera cofradía religiosa en honor de San Ildefonso y una segunda a su llegada a Bruselas en 1603. El destino del tríptico era la iglesia de Saint-Jacques-sur-Coudenberg de Bruselas, donde la cofradía celebraba sus servicios.El maestro flamenco recupera el antiguo esquema de tríptico. En el panel central observamos la aparición de la Virgen a San Ildefonso para imponerle una preciosa casulla. Según cuenta la leyenda, al entrar el santo una tarde en la catedral toledana encontró a la Virgen sentada en un trono, bañada de luz celestial y rodeada de santos. Ildefonso se acercó humildemente y realizó una genuflexión, momento en el que la Virgen le hizo entrega de la casulla. La Virgen aparece sentada en el trono, vestida con túnica roja y manto azul, recibiendo la luz celestial procedente de la parte superior, donde tres angelitos portan una corona de rosas. Los angelitos se dan la mano para constituir una especie de baldaquino en el trono de María. A ambos lados de la Virgen encontramos dos santas portando las palmas del martirio, acompañadas de otras dos. Son santa Catalina, santa Inés y las dos santas patronas de Toledo, Rosalía y Leocadia. Los diferentes personajes crean con sus expresiones un ambiente de dulzura y serenidad, impregnando de devoción el momento. El color es tremendamente delicado, iluminando la escena con una luz plateada que crea una sensacional atmósfera. Luces, colores y atmósferas están inspiradas en la escuela veneciana, especialmente Tiziano. En las hojas laterales encontramos al archiduque con San Alberto de Lovaina (panel izquierdo) y la archiduquesa con Santa Isabel de Hungría (panel izquierdo); en las hojas cerradas se observa la llamada Sagrada Familia bajo el manzano.
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Mientras trabajaba Parmigianino en la elaboración de esta obra en Roma, la ciudad fue tomada por las tropas del emperador Carlos V, teniendo lugar el famoso Saqueo de Roma, uno de los episodios más destacados del siglo XVI. El pintor fue capturado pero consiguió escapar a Bolonia, donde permaneció por un periodo de casi tres años, regresando en 1530 a su Parma natal. Esta estancia romana será de gran utilidad para Francesco ya que ampliará sus influencias iniciales - tomadas de Correggio - con la admiración de las obras de Pordenone y Rafael, contactando con los círculos manieristas por el interés que tenía hacia los escorzos y el empleo de un colorido diferente al de los grandes maestros del Cinquecento, más vivo y brillante. Durante la estancia de san Jerónimo en el desierto como anacoreta tuvo una importante serie de visiones en las que se le aparecía la Virgen María acompañada del Niño Jesús. La escena es presentada por san Juan Bautista en una postura totalmente escorzada mientras que san Jerónimo se encuentra en segundo plano, situado en profundidad, acompañado de su capello cardenalicio y cubierto con un manto rojo. En la parte superior de la tabla se hayan María y el Niño, dos figuras amplias y escultóricas que recuerdan a Miguel Ángel. El Niño está totalmente desnudo mientras la Virgen muestra los paños pegados a su cuerpo en un perfecto estudio anatómico. La luz que irradia de las figuras divinas y la iluminación procedente de la derecha crean un clima de especial sensibilidad, que resalta la expresividad del rostro de san Juan.