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termino
acepcion
Nombre propio de un Dios.
Personaje Político
En la mitad del siglo VIII a.C. estalla la primera de las Guerra Mesénicas que enfrentaron a Esparta y Mesenia. El rey espartano Teptompo libró un duro enfrentamiento de más de 20 años contra los mesenios dirigidos por Aristodemos, consiguiendo obtener una contundente victoria en el monte Ítome. Esta victoria espartana supuso que los mesenios fueran reducidos a la condición servil, controlando los espartanos buena parte de la península del Peloponeso.
contexto
Sición, pequeña urbe del norte del Peloponeso, muy cercana a Corinto, recibió a principios del siglo IV a. C. un empuje artístico inesperado, fruto de la coincidencia de dos factores: en el campo de la escultura, fue la dispersión de los talleres de Argos, seguidores de Policleto y su escuela, la que benefició a la ciudad; y en el de la pintura, asistimos a la creación de una academia -acaso la única digna de tal nombre en la antigüedad- que pronto atrae artistas de toda Grecia. En efecto, poco después de concluida la Guerra del Peloponeso, fundó aquí su escuela de pintura Teopompo de Sición, hombre que, al parecer, daba más importancia a la copia de lo real que al aprendizaje de los maestros del pasado (Plinio, NH, XXXIV,61); pero al poco tiempo tomó las riendas de la institución Pánfilo de Anfípolis, un artista polifacético, "el primer pintor que estudió todas las ciencias, y en particular la aritmética y la geometría, sin las cuales" -afirmaba- "no se puede alcanzar la perfección en el arte" (Plinio, NH, XXXV, 76). Con él, la escuela se convirtió en un lugar al que podían acceder sólo quienes poseyesen la estrepitosa suma que costaba la matrícula, pero que aseguraba a los estudiantes una formación completa, capaz de hacerles dueños absolutos de su técnica en todos los sentidos. Un pintor de la escuela de Sición estaba preparado para plantearse cualquier innovación y para enfrentarse con virtuosismo a estudios de transparencias, de reflejos o de brillos. Entre los maestros de esta escuela, cabe señalar a Pausias, que alcanzó su mayor renombre por el cuidadoso análisis de detalles naturalistas: los matices en las flores, los escorzos de animales, etc. Una de sus obras, colocada en la thólos de Epidauro, llamaba la atención por su audacia técnica: representaba la Borrachera bebiendo en una copa de cristal de roca... Ya a primera vista se ve el material de la copa, y se distingue a través de él la cara de la mujer (Pausanias, Il, 27, 3). Sin embargo, y como es lógico, no serían sólo estos refinamientos los que atrajeron el interés de Alejandro: sin duda le llamó más la atención el hecho de que, a raíz de instaurarse en la ciudad la tiranía de Arístrato (poco antes de 350 a. C.), algunos de sus maestros, y en particular Melantio, se planteasen la imagen e iconografía del poder personal. Fruto de ello fue, por ejemplo, un famoso cuadro del tirano junto a una cuadriga en la que iba una Victoria (Plutarco, Arato, 13), obra en la que intervinieron varios pintores de la escuela.
contexto
El Imperio se concibe como cúspide del ecumene político-social, de la totalidad de los hombres, de modo que por esencia ha de ser único, igual que única es la Iglesia, puesto que ambos sirven a la voluntad y al plan de Dios sobre la historia, cada cual en su ámbito. Los emperadores de Constantinopla se consideraban lugartenientes de Dios en la tierra y a su imperio como imagen terrestre del reino de Dios; son autócratas, que reciben de Dios mismo todo el poder temporal -el espiritual es de los sacerdotes- y por eso mantuvieron siempre la pretensión de universalidad en su titulación, como emperador de los romanos, y aceptaron con disgusto la renovación imperial en Occidente o, incluso, la idea imperial del búlgaro Simeón, como formas limitadas de participación en una autoridad de la que ellos mismos seguían siendo supremos representantes. La terminología cancilleresca expresaba a la perfección aquella idea, tan lejana a menudo a la realidad de las relaciones entre poderes, al considerar privilegios o actos de gracia imperial cualesquiera tratados con otros poderes, o ejercer el derecho a otorgar insignias reales a diversos príncipes, tenidas siempre como miembros menores de la familia imperial. No se trataba tanto de encubrir bajo aquel lenguaje situaciones de debilidad o incluso de derrota, sino de manifestar la vigencia de una ideología que aceptaban propios y extraños, estos últimos con la intención de aprovecharla en su beneficio. Las ceremonias propias del palacio imperial y el tratamiento dado a la imagen imperial manifiestan claramente el respeto que inspiraban aquellas ideas. El "Libro de las Ceremonias" de Constantino Porfirogéneta facilita muchas informaciones sobre el calendario de fiestas y los usos a seguir en las audiencias imperiales, que incluían la proskynesis o prosternación ante el emperador como personaje sagrado y lugarteniente o representante político supremo de Dios, de modo que su corte venía a ser un Cielo en la Tierra. La reglamentación de los vestidos a llevar, el control de voz y gestos, el empleo de incienso y cera dan un carácter sacro-religioso a la etiqueta cortesana, que tiene su reflejo en el resto del Imperio mediante el uso de los iconos e imágenes imperiales en monedas, pesos y medidas, lugares de administración pública, etc. Se ha señalado que la iconografía imperial "se convierte poco a poco en un capítulo de la iconografía cristiana, sin olvidar no obstante su origen pagano" (Guillou), como se observa especialmente en alguno de sus tipos, el del emperador investido por Cristo, que ya existía antes de la época iconoclasta y fue recuperado por Miguel III a su término. El titulo imperial procedía de una antigua magistratura y no era, por su propia naturaleza, hereditario sino que se fundamentaba en la voluntad divina, dueña de él en definitiva. Pero, en la práctica, estas ideas podían legitimar diversas posibilidades como fueron la constitución de dinastías mediante designaciones de sucesor en vida e incluso la tolerancia de usurpaciones si no despertaban resistencias grandes, porque también a través de ellas podía manifestarse la providencia divina. Los elementos de origen electivo -acatamiento de senadores y palaciegos, aclamación popular en el hipódromo- eran pura formalidad pero también ocasión para medir la popularidad del emperador. El papel del ejército, imponiendo a veces emperadores, era mas efectivo en momentos de crisis y se plasmaba en la vieja ceremonia de alzamiento sobre el pavés. Y, en fin, la coronación imperial en Santa Sofía, oficiada por el patriarca de Constantinopla, tenía un valor simbólico innegable pero añadido al dato previo, que era la existencia misma de emperador: la coronación venía a expresar la dignidad máxima del oficio imperial en el seno de la iglesia, equivalente al sacerdotal, cada uno en su campo, por lo que el emperador es igual a los apóstoles (isapostolos) y, por su condición sagrada, era ungido, recibido como subdiácono, y bendecidas las insignias de su poder (corona, clámide, zapatos de púrpura). Ahora bien, cada nuevo emperador, al coronarse, hacía declaración de su ortodoxia y acataba así la primacía eclesiástica a la hora de interpretar lo que era legítimo y correcto en materia de fe y costumbres. La potestad imperial se ejercía legislando porque el emperador era la ley hecha carne. Las leyes imperiales habían de tener vigencia en todo el mundo cristiano y, por ese motivo, los emperadores occidentales admitieron la legislación antigua en su compilación justinianea. En Bizancio se produjo la renovación sucesiva de las anteriores compilaciones, que modificaron o sustituyeron a la de Justiniano. En el año 725 fue la "Eclogué" de León III, que mejoraba diversos puntos de Derecho penal, de familia y de sucesiones. Basilio I ordenó a partir del 870 la "purificación de las antiguas leyes" justinianeas e inspiró un compendio (Procheiron) que se usó durante toda la época imperial y, traducido al eslavo, entre serbios, rusos y búlgaros. Aquella obra y su reordenación o Epanagogé, acaso inspirada por el patriarca Focio, fueron difundidas y completadas en época de León VI (886-912) cuyas "Basílicas" o leyes imperiales vinieron a sustituir por completo a la antigua compilación justinianea, debido a su superior calidad. Sus 60 libros, a los que se añadieron los edictos del propio León (novellae), fueron preparados bajo la dirección del protoespatario Symbatios pero, debido a su gran extensión, era habitual manejar sólo su índice o tipukeitos. Basilio I y León VI reformaron al mismo tiempo el sistema judicial en cuya cúspide actuaba el Basilikon Kriterion o Bema, antiguo consistorio imperial y, para la justicia y el orden de la capital, el eparca. Después de su tiempo no fue necesario hacer más compilaciones pero se coleccionaron dictámenes y sentencias para disponer de la jurisprudencia adecuada: un buen ejemplo es la colección o "Peira" hecha en el siglo XI por el juez Eustathio Romanos y sus discípulos.
contexto
Antes de iniciar el estudio de las formas artísticas del período parto, resulta forzoso someter a una revisión el concepto mismo de un arte de los partos. Porque habría que avanzar a priori que la información material disponible para cubrir esos casi cinco siglos de historia es sorprendentemente corta y dispersa en el tiempo y en el espacio. Por eso quizás los manuales repiten insistentemente algunas ideas acuñadas hace mucho tiempo: el supuesto carácter filoheleno inicial, una progresiva iranización en los últimos dos siglos de desarrollo, la inexistencia de una tradición y otras ideas semejantes. Ciertos autores incluso cuestionan la posibilidad de dedicar al arte iranio de esta época un apartado especial, toda vez que lo ven simplemente como una forma provincial o derivada del arte helenístico o greco-romano. No obstante, creo que una reordenación de los elementos disponibles y una perspectiva distinta, ligada a hallazgos más recientes, nos permiten hablar en justicia de un arte de los partos. Una inclusión que se impone tras la obra de T. S. Kawami. Los primeros tratados sobre el arte iranio, que en cuanto a los hechos bebían en las fuentes de la historiografía clásica, solían considerar la cultura parta como un simple fenómeno marginal del mundo romano. La idea de un arte parto propio y original resultaba inexistente. En el siglo XIX, los viajeros europeos solían distinguir en sus relatos las ruinas de Persépolis, Naqs-i Rustam o Ctesifonte, pero ellas les hablaban de aqueménidas y sasánidas, mientras que su propia formación greco-latina les imitaba la historia parta a la de un estado dividido y confuso, batido siempre por los romanos. El resultado no podía ser otro que el que impregnaba las obras al uso. El desconocimiento real como base de una relativización. El concepto de arte parto tardaría mucho en ser acuñado y cuando lo fue, las supuestas pruebas procederían de las regiones no iranias. En 1928 M. Rostovzeff comenzaba la excavación de Dura Europos, una vieja ciudad ribereña del Eúfrates que Seleuco I Nicator había reconstruido para convertirla en una colonia militar macedónica. Los trabajos de M. Rostovzeff -que seguía los pasos iniciados por F. Cumont en 1922-23- se prolongaron hasta 1937 y llevarían al descubrimiento de una curiosa urbe en la que los elementos griegos, semitas e iranios se entremezclaron como fruto de su azarosa existencia. Griega al principio, parta después y romana en fin, los sasánidas la destruirían en torno al año 256 d. C. Los elementos artísticos de Dura Europos relacionados con los correspondientes a otros lugares entonces ya conocidos o en proceso de estudio, como Palmyra, Hatra o Assur dieron a M. Rostovzeff los argumentos suficientes, en su opinión, para definir un arte que, extendido por Mesopotamia y Siria desde el siglo III a. C. hasta el III d. C., venía a representar la estética y el espíritu artístico ignorado de los partos. Las características que le atribuyó nos parecen hoy, en general, poco precisas para definir un arte: espiritualidad, hieratismo, linealidad, un cierto verismo y, sobre todo, frontalidad de las composiciones y las figuras, que en relieves o pinturas aparecerían normalmente de cara al espectador. Dice R. Ghirshman que, de todos los rasgos propuestos, sólo el de frontalidad posee un interés evidente. El problema sería aceptar o no la procedencia parta de tal tratamiento pues, no mucho después, E. Will la atribuiría a los griegos. El arte parto quedaba en fin delineado dentro de los rasgos que M. Rostovtzeff le había conferido. Pero, a decir verdad, cualquier observador interesado habría de fruncir el ceño con asombro. Pues, como recuerda K. Schkippmann, Palmyra nunca había pertenecido a los arsácidas y Dura tan sólo a veces. Cabría decir incluso -como continúa el mismo- que de lo que M. Rostovzeff hablaba era no sólo de un arte parto, sino también del realizado en el entorno cercano. Acaso incluso más del perteneciente al entorno. Otro paso adelante en la definición sería proporcionado por D. Schlumberger. Según él, desde el monumento funerario de Antioco de Comagena hasta el mundo de la escultura kushana en la India, la antigüedad había conocido un estilo artístico propio y bien definido por los componentes y tradiciones que en él convergían. Este horizonte estético, en el que debería incluirse el arte parto, lo llamaría arte greco-iranio. Y como M. Rostovzeff al suyo, D. Schlumberger trató de fijarlo, pero no según ciertos caracteres, sino de acuerdo con las corrientes que lo informaban: una griega, otra irania antigua -aqueménida- además, otra irania nueva que presentaba un fuerte influjo de los nómadas. El hogar de tal arte habría sido no la primera patria de los partos, muy helenizada, sino las regiones en torno a Ctesifonte. Verdad es que, como K. Schippmann sugiere, no existen hasta hoy muchos hallazgos que corroboren esta hipótesis por completo; pero el análisis resulta positivo. Uno de los viejos lugares que acaso tenga más que decir todavía es Hatra. M. Rostovzeff la consideró en su tiempo, pero los datos de los que pudo disponer se limitaban a los proporcionados por la primera investigación llevada allí, entre 1907 y 1911, por W. Andrae, el director de la misión alemana en Assur. Hatra había sido una de las célebres ciudades caravaneras del Oriente. Situada en la ruta este-oeste, en el corazón de al-Yazira, era entonces difícil de alcanzar para un enemigo poderoso. Tanto ayer como en la actualidad, sus edificios y ruinas parecen un milagro inesperado en la seca región. Hoy sabemos que los partos la fundaron como una especie de puesto militar avanzado, y que pronto llegaría a gobernarla una dinastía árabe, vasalla del monarca de Ctesifonte. De acuerdo con sus compromisos se defendió en varias ocasiones contra Roma. Y acaso su fidelidad a los arsácidas le valió la destrucción total y el abandono tras la instauración de los sasánidas. La ciudad, excavada en los años cincuenta por los especialistas iraquíes, se ve sometida a intensos trabajos de restauración y a excavaciones parciales. En Hatra recogemos algo no muy común, la certeza de una fundación parta. Y en su arte, con independencia de los elementos más puramente clásicos, nos encontramos con las primeras huellas de auténticas manos iranias. Sobre todo en la arquitectura y pintura. En el sector de los templos, por ejemplo, descubrimos una estructura nueva, también presente en la Assur arsácida y en el Irán. Me refiero, como es lógico, al iwan, una gran sala abierta por un lado o no, y cubierta con una soberbia bóveda que encuentra paralelos cercanos en el palacio de Nisa, en el de Assur y en la Ctesifonte sasánida. Como reiteran todos los tratadistas, el iwan constituye un tipo de planta sin precedentes conocidos -si acaso, la tienda abierta como quieren algunos-, pero que echará hondas raíces en el Irán, pasando incluso a integrarse en las mezquitas y madrasas islámicas. La monumentalidad de las bóvedas que cubren los iwanes de Hatra carecía de modelos, o al menos los ignoramos. El arte de Hatra nos permite empezar a matizar, con mejor fundamento, el concepto de arte parto. Pero hay más. Porque en los años cuarenta, arqueólogos soviéticos bajo la dirección de M. E. Masson comenzaron a excavar las ruinas de la antigua y la nueva ciudad de Nisa, una vieja capital de los partos. Comprendía tres sectores: una ciudadela pentagonal que cubría unas 3 Ha., la ciudad propiamente dicha y un cinturón urbano cerrado por una fortificación. No lejos se levantaba la fortaleza real, que guardaba las sepulturas de monarcas partos. La arquitectura militar parecía original, lo mismo que la planta de la sala cuadrada, probablemente un templo. Los archivos administrativos fueron los primeros atribuidos al reino parto y las artes suntuarias, en fin, reunían una curiosa mezcla de tendencias colorísticas y zoomórficas junto a lenguajes y elementos griegos. D. Schlumberger estimaba que la cultura de Nisa venía a significar un período de helenización de la corte real parta. Pero como K. Schlippmann apunta, también es preciso constatar el influjo manifiesto de las civilizaciones indígenas anteriores a los partos, probablemente la base de la población originaria de Nisa, y las aportaciones de aquéllos. Llegados a este punto convendría razonar la cuestión inicial. ¿Existe o no un, arte parto definido? Es evidente que sí, aunque los elementos de trabajo resulten todavía dispersos. Cuando los partos ocuparon la región de Parthava su estado cultural debía diferir mucho del de los persas en la época de Ciro. Ambos eran iranios, pero mientras los segundos llevaban siglos ocupando regiones del Irán histórico y en contacto estrecho con las culturas mesopotámicas, los primeros se habían movido como nómadas en el Asia Central, en los límites del mundo aqueménida primero y seléucida después, en estrecho contacto sólo con las poblaciones sedentarias de la región. Como en el caso persa, el arte griego venía a ser para ellos un elemento aprovechable que habría que integrar. Pero desde el comienzo parecen haberse sentido herederos de los aqueménidas en lo político, y desde el comienzo también las tradiciones nómadas resultan manifiestas. No se trata de un filohelenismo general en sus comienzos, sino de un esfuerzo integrador desde un principio, una integración que pretenden llevar a cabo gentes que, obviamente, no tienen tras de sí la tradición medo-urartia de los persas. En el camino que lleva de Hamadan a Kermanshah se levantó un gran templo formado por una inmensa plataforma de piedra, imitación clara de la terraza de Persépolis. Los bordes de la terraza formaban un peristilo que venía a rodear un gran patio y un templo. Pero, evidentemente, no se trataba de un proyecto griego. En Bisutúm, al pie mismo de la inscripción de Darío, Mitrídates II mandó esculpir un relieve conmemorativo, prácticamente perdido hoy que, visible en los pasados siglos, denotaba una cierta orientación hacia lo aqueménida. Las esculturas de Hatra, los relieves de la Elymaida y ciertas figuras de los rhyta de Nisa nos plantean la evidencia de algún carácter ya bien conocido: la frontalidad y un cierto retorno arcaizante, que recuerda a los tipos físicos y las vestiduras que aparecen en las placas de oro sakkas de la colección de Pedro el Grande. Podría decirse que los partos manifestaron una asombrosa voluntad de conservar la civilización irania como ellos la sentían, en el nivel que poseían de expresión estética. Como escribe K. Schippmann, siempre será difícil reunir el arte de tan inmenso país en una etiqueta. Porque además existieron dos espacios culturales distintos: Mesopotamia e Irán-Asia Central. Y en las dos áreas el elemento parto evolucionó recogiendo influjos más o menos notorios, ya fueran helenísticos, mesopotámicos o iranios, que venían a unirse a las propias tradiciones nómadas. R. N. Frye dice que el arte parto fue un arte popular, en el sentido en que no lo fueron ni el aqueménida ni el sasánida. Los maestros partos tenían un reto múltiple ante sí. Y durante siglos supieron ir dándole salida. Una escultura, un objeto o una arquitectura parta resulta inconfundible. Y no tanto por la supuesta mezcla de elementos cuanto por la expresión de los mismos a través de un sentimiento propio. Las esculturas de Hatra, por ejemplo, resumen ese popularismo ligado al supuesto hieratismo ceremonial de Persépolis. Y esa rigidez que se les reprocha, esa mirada fija y perdida, acaso no fuera la mezcla de incapacidad y primitivismo sino la evocación de unos sentimientos que, como recuerda V. G. Lukonin, se recogerían siglos después en los mosaicos bizantinos de Rávena. Tales sentimientos, tales influencias eran los elementos que convergían en las obras de los artistas del mundo parto. La rápida conquista del espacio iranio, que había llevado a las tribus partas desde un aislamiento original hasta la convivencia urbana con las poblaciones del Irán y Mesopotamia, debió romper su estructura tripartita habitual. Aquellos guerreros, sacerdotes y gentes comunes del mundo avéstico se desparramaron por las grandes ciudades existentes, las nuevas recién fundadas y los campos enormes de su imperio. Por fuerza, los viejos lazos tuvieron que saltar y la sociedad parta adaptarse a un mundo distinto. Un rey y una alta nobleza, convertida en gran terrateniente, debió aspirar a dominar omnímodamente. Pero en las ciudades, formadas por una compleja población de iraníes, mesopotamios, griegos y partos, las clases debieron dividirse en función de las profesiones. No obstante, los datos son tan escasos que por fuerza nos hemos de mover en el terreno de la pura hipótesis. Así una ciudad caravanera como Hatra, más ligada al comercio que a la nobleza territorial, dejó un arte vitalista, lleno de sabiduría y que denota la participación de artistas del país que han aprendido a la perfección las técnicas de construcción o tallado, pero que se expresan en su propia idiosincrasia. Los clientes del arte son los príncipes, la nobleza, la religión. Y los artesanos debían responder a esa demanda selectiva. No obstante, las necrópolis de Uruk o Babilonia correspondientes a la época parta nos informan de un arte menor, cerámico y orfebre, cuyos destinatarios eran las gentes normales. Según R. Ghirshman, la industria y el artesanado mejoraron notablemente con el paso del tiempo. Vidrios, cerámicas, armas y tejidos se harían cada vez con una mayor calidad, fruto posiblemente de las mejores condiciones profesionales y de vida de los artesanos. Dice Mircea Eliade que, en el terreno religioso, la época parta se señala por ciertas constantes. Por ejemplo, la veneración especial que tanto la realeza como la gente común parece haber prestado a Mitra. La presencia de los magos como una casta sacerdotal de sacrificadores y, en fin, la popularidad del antiguo culto del fuego. Anahita, una diosa guerrera y Zurvan, al que escogerían los maniqueos como el equivalente iranio de su gran dios serían divinidades muy populares también. Y los artistas tendrían que trabajar con frecuencia y sobre todo para los centros religiosos de la diosa guerrera. Pero también sirvieron la demanda de otros dioses. Pues como recuerda R. Ghirshman, los partos, como los kushanos, manifestaron una gran tolerancia respecto a las culturas de otras naciones, mostrándose ajenos a cualquier proselitismo de la propia. Este era el mundo de los artistas. Grandes nobles, ciudades efervescentes, creencias muy antiguas y los recursos de un mundo entero en sus manos. Pero tal vez la multiplicidad de reinos, las frecuentes guerras y carencias sociales que hoy se nos escapan, impidieron crear un arte cuantitativamente numeroso. No obstante, lo conservado nos permite echar un vistazo a los productos de su trabajo.
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Por otro lado, el Renacimiento artístico se incardina en todo el proceso de Renacimiento cultural que no se detiene durante el siglo XVI en Europa, echando las bases de la modernidad y afectando a todos los campos del saber humano. Siempre que hemos podido y sabido, pusimos en relación el hecho artístico con su contexto cultural, tanto respecto al saber humanístico, como con la literatura, el pensamiento político o la filosofía. El renacer afecta a todos los sectores de un mundo que, precisamente durante esta centuria, ve cambiar y ampliar los horizontes de su existencia mediante todo tipo de descubrimientos geográficos, científicos y mecánicos, al tiempo que sus esquemas religiosos tradicionales se escinden definitivamente en dos campos. La cultura filológica se debate en estos momentos en la triple problemática del latín clásico, el latín vulgar y las lenguas romances, e incluso la polifonía musical, concretada en la obra de Giovanni Pierluigi da Palestrina, entra de lleno durante el siglo XVI en su "Ars Nova". Con todo, es la elaboración y desarrollo de una teoría artística que vertebre la praxis correspondiente, o lo que es, a nuestro juicio, lo definitivo para hablar de arte modemo en Europa durante el quinientos. Es un hecho que en todos los epígrafes hemos querido resaltar, y si bien no siempre supone una relación de causa a efecto, es decir, que teoría artística signifique necesariamente una práctica artística en su misma línea, o en otras palabras, que se den los deseados unión y equilibrio teoría-práctica, como en el caso siempre excepcional de un Durero, supone llenar un vacío teórico que, en sí mismo, es ya un hecho decisivo. Como hemos ido viendo, los esfuerzos en este sentido se orientan a proporcionar junto a la elucubración teórica, la ilustración correspondiente, es decir, texto y grabado juntos que, además, en los casos alemán y flamenco, sobre todo, son, tipográficamente hablando, ejemplares de extraordinaria calidad. De este modo, la tratadística europea presenta una unidad de la que su homónima italiana solía carecer; así, en Italia la teoría arquitectónica, por ejemplo, se gestó por un lado y aparte vino la ejemplificación de aquélla, concretada singularmente en Serlio, en tanto que en Europa ambos aspectos iban conjuntamente expuestos en un mismo volumen. También es cierto que Italia no precisaba de esta unidad, pues aquí lo teorizado es la propia tradición y con ejemplos en vivo sistemáticamente estudiados. Como corroborando lo dicho, y porque seguramente hemos insistido menos en ello, para respaldar teóricamente las exigencias perspectivas que la plástica demandaba, al tiempo que se profundizaba en el conocimiento de los mecanismos y leyes de la visión, una serie de tratados de perspectiva fueron viendo la luz en los distintos países. Así, Jean Cousin publica en París, en 1560, su "Livre de perspective" y lo propio realiza, en 1576, Jacques Androuet du Cerceau el Viejo: "Leçons de perspective"; este prolífico autor ya había publicado en 1551 un libro sobre óptica. Del "Artis perspectivae..." de Vredeman de Vries sí hemos hecho alusión; tratado que va a conocer sucesivas ediciones: Amberes, 1568; La Haya, 1604; Amsterdam, 1633; Leiden, 1604 (versión francesa) y Amsterdam, 1628 (versión alemana). Inclusive el hecho urbano, como vimos, es objeto de teorización durante el quinientos europeo. Lo que, a su vez, incide en remarcar la importancia del fenómeno que, con sus aciertos y fracasos, es uno de los hechos más radicalmente modernos, y una razón de peso para la consideración de Renacimiento en la Europa del siglo XVI; en las coordenadas de racionalización y regularidad, como hemos visto, las intervenciones urbanísticas se dan prácticamente en todos los países de nuestro estudio: Francia, Alemania y Países Bajos. Como señalamos cuando tratábamos de las traducciones-interpretaciones de Vitruvio, y las claves en que fue leído y expresado, no toda la tratadística se orientó en función de la praxis artística, sino que la pura elucubración teórica, desde una visión personal de los hechos, fue la razón de teorizaciones como la de Wendel Jamnitzer ("Perspectivae corporum regularibus...", Nüremberg, 1568), cuyos grabados ilustrativos son asimismo fruto de una peculiar poética, que realmente poco tiene que ver con un planteamiento geométrico riguroso. El caso de Wendel Dietterlin y su demoledor tratado sería, como vimos, el máximo exponente de fantasía teórica. Finalmente, queremos reseñar la gran obra teórico-histórica del pintor Karel van Mander (1548-1606), conocido como el Vasari nórdico, que es la primera gran Summa de la plástica flamenca desde los Van Eyck a su tiempo. Con el título "Schilderöoek" fue publicada en Alkmaar en 1604 y, aparte de vidas y obras de artistas, está literalmente plagada de interesantísimos comentarios y reflexiones teóricas de su autor.
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En el campo de la arquitectura no todas las alternativas que se presentaron en el reinado del emperador Carlos se alinearon con la opción clasicista a la que acabamos de referimos, estableciéndose en muchos casos un amplio debate entre los partidarios de los sistemas tradicionales y los que postulaban otras ideas más renovadoras. El sistema tectónico gótico, utilizado en la construcción de grandes catedrales y en numerosos edificios religiosos del siglo XVI, había demostrado con éxito su capacidad para definir unos espacios sagrados que sintonizaban con las necesidades ideológicas y funcionales de la Iglesia y el sentir común de los fieles. Por otra parte, todavía en esta época la arquitectura no se había despojado definitivamente de los recursos platerescos, aunque los grandes maestros habían. iniciado un proceso de decantación purista que, valorando principalmente la tectónica del edificio y reduciendo progresivamente los repertorios ornamentales, la iban aproximando a concepciones más próximas a la arquitectura clásica. Con respecto a Italia, este proceso no fue acompañado de un verdadero desarrollo de la literatura artística que intentara explicar el fundamento teórico de estos cambios, aunque la literatura teórica italiana constituyó, en gran medida, el soporte de los primeros intentos españoles en este sentido. El primero en adentrarse en este campo fue Diego de Sagredo con sus "Medidas del romano" (Toledo, 1526) que, con el objetivo de regularizar el sistema de representación vigente y sistematizar el empleo de la arquitectura de los órdenes, presentó la primera codificación teórica de la literatura artística española de la Edad Moderna. En conjunto, esta obra puede considerarse como punto de partida de la polémica antiplateresca que se va a desarrollar a partir de los años treinta, y aunque su contenido va dirigido a los maestros y oficiales "que quieren seguir las formaciones de las basas, colunnas, capiteles y otras pieças de los hedificios antiguos", sus intenciones se dirigen también a la regularización y sistematización de las artes plásticas, principalmente a la escultura y a la decoración, conforme a los postulados formulados en la normativa clásica. A juzgar por el éxito alcanzado por esta obra, que llegó a contar siete ediciones en menos de treinta años -una de ellas en francés-, hemos de suponer que su oportuna aparición logró alcanzar los objetivos previstos en relación con los ambientes artísticos conservadores. A partir de este momento, los intelectuales comenzaron a interesarse de una forma explícita por los temas artísticos, quedando reflejado este interés en algunas obras literarias que, teniendo como referencia "El Cortesano" de Baldassare Castiglione, nos introducen en el mundo del clasicismo altorrenacentista. El "Scholástico" de Cristóbal de Villalón es una excelente prueba de estas nuevas inquietudes, entre las que se incluye una verdadera admiración por artistas como Rafael y Miguel Angel, ya manifestada en "La ingeniosa comparación entre lo antiguo y lo presente", atribuida al mismo autor. Sin embargo, tuvo más importancia para el proceso de decantación clasicista de nuestras artes el libro de Francisco de Holanda "Tractado de pintura antigua", compuesto entre 1547 y 1549, en el que, a partir de textos de Vitrubio, Plinio, Durero y Alberti y de las supuestas opiniones del divino Miguel Angel, se efectúa una ruptura con el pasado artístico inmediato y se estructura una teoría clasicista, confiriendo gran importancia al carácter teórico del arte italiano. En esta misma línea hay que situar los contenidos de los "Comentarios de la pintura" (h. 1560) de don Felipe de Guevara o la traducción de los tratados teóricos de la arquitectura de los órdenes. Sin embargo, a excepción de la traducción del Tercer y Quarto libros de Sebastiano Serlio, realizada por Villalpando en 1552, hemos de esperar a los últimos veinte años del siglo para ver traducidos el "De Architectura" de Vitrubio (Alcalá de Henares, 1582) y el "De Re Aedificatoria" de Leo Baptista Alberti (Madrid, 1582), coincidiendo con el auge en España y América de la arquitectura clasicista. Como ya indicábamos, la aparición de las "Medidas del romano" de Diego de Sagredo constituyó el punto de partida de la polémica antiplateresca, que a partir de los años treinta conducirá a la arquitectura española hacia unas soluciones más severas, próximas a la normativa clásica. En este sentido, las obras juveniles de Silóe en Burgos, principalmente la Escalera Dorada de la catedral y la torre de Santa María del Campo, realizadas en la década de los años veinte, fueron decisivas, por el sistema y métodos proyectuales utilizados, en la clarificación del incierto panorama de la arquitectura castellana y en el afianzamiento de ciertas soluciones técnicas en consonancia con la novedades de la arquitectura clásica. Sin embargo, con independencia de las obras de los grandes arquitectos como Diego de Silóe y Alonso de Covarrubias, la arquitectura practicada por los maestros de cantería, por su formación técnica de carácter tradicional y por su vinculación a los procesos de construcción de grandes edificios góticos, se desarrolló entre las posibilidades que todavía ofrecía la construcción gótica y las soluciones técnicas, y sobre todo ornamentales, defendidas por los arquitectos más avanzados. Dentro de esta actividad hay que situar las obras de Juan de Badajoz, de Juan de Alava y, desde una perspectiva más rica y compleja, la de Rodrigo Gil de Hontañón. Las obras realizadas por Juan de Badajoz el mozo en la catedral de León constituyen un buen ejemplo de la continuidad de los métodos constructivos tradicionales y de la incorporación a estructuras góticas de los repertorios ornamentales del Renacimiento. Sucesor de su padre en las dos obras de la catedral, el carácter híbrido de sus primeros encargos pronto se orientó hacia soluciones más ponderadas como las ensayadas en el claustro de la catedral leonesa, realizado hacia 1540. Pero donde el maestro dio mejores muestras del control de los repertorios ornamentales y de su función en el contexto de la arquitectura gótica, fue en la construcción del claustro del monasterio de San Zoilo en Carrión de los Condes y en la sacristía del convento de San Marcos en León, concluida en 1549. Se trata esta última obra de un edificio rectangular dividido en dos espacios cubiertos por bóvedas de crucería, separados por dos pequeñas puertas entre las que se sitúa un retablo de piedra donde el arquitecto leonés aplicó lo mejor de sus conocimientos. Una formación gótica similar hemos de atribuir al maestro Juan de Alava, también conocido como Juan de Ibarra. Aunque su aprendizaje se realizó en los medios constructivos tradicionales, su contacto con otros arquitectos más renovadores y el conocimiento de algunas obras renacentistas le permitieron asumir progresivamente los principios de la nueva arquitectura. Ya en sus primeras obras, como el claustro de la catedral de Santiago de Compostela, se revelaba todavía como un maestro básicamente gótico, aunque sus conocimientos técnicos le autorizaban para juzgar el proceso de construcción de algunos edificios que, como la Capilla Real de Granada o las catedrales de Sevilla, Salamanca y Plasencia, respondían a la estética gótica. Sin embargo, sus aportaciones más novedosas quedaron reflejadas en la fachada de la catedral de Plasencia, de la que fue maestro mayor desde 1522, y en los proyectos del convento dominico de San Esteban de Salamanca. Este edificio, con el que culmina la carrera del maestro, supone una reelaboración de sus ensayos y experiencias previas en la Catedral Nueva de Salamanca, configurando uno de los conjuntos más representativos de la arquitectura de la época. Su iglesia, sorprendente por su sencillez estructural y espacialidad, se comunica con el exterior a través de una monumental fachada, en cuya portada, concebida a modo de retablo, al igual que en la fachada de la catedral placentina, se utilizan unos principios reguladores basados en la separación de alturas mediante líneas de impostas y la ordenación de alzados mediante pilastras y balaustres. En estos ambientes constructivos, como ya señalara acertadamente M. Tafuri, la querella del lenguaje no asume caracteres radicales y un maestro de la talla de Rodrigo Gil de Hontañón (1500-1577) pudo ensayar libremente las múltiples soluciones que le ofrecía tan amplio repertorio. Su producción, amplia y versátil, es uno de los mejores exponentes de lo que venimos afirmando. En ella se sucedieron edificios que, como la fachada de la Universidad de Alcalá de Henares, responden a un experimentalismo de signo manierista, con otros como las catedrales de Segovia y Salamanca, donde el arquitecto hace una reinterpretación magistral del lenguaje gótico.
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En 1932, Jaspers escribió, con razón, que algo enorme le había ocurrido al hombre contemporáneo: la destrucción del principio de autoridad, una radical desconfianza en la razón, una total disolución de vínculos, que hacían que todo pareciese posible. El resultado era, así, que la incertidumbre y la ansiedad parecían haberse instalado como elementos definidores y principales de la conciencia filosófica europea. En ¿Qué es metafísica? (1929); Heidegger había formulado la pregunta que mejor expresaba la angustia existencial del hombre contemporáneo: ¿por qué existe el ente y no más bien la nada? Su pensamiento, sobre todo en El Ser y el Tiempo (1927), hacía del tiempo, la esencia del existir, de la vida; la nada formaba parte de la existencia; el hombre se definía como un ser temporal sólo seguro de su propia muerte. Aun hostiles por definición a ese tipo de especulación metafísica, la filosofía analítica anglosajona (Russell, Wittgenstein) y el positivismo lógico del círculo de Viena (Schlick, Carnap), corrientes filosóficas cristalizadas en los años veinte y treinta, no ofrecían respuestas más tranquilizadoras. Al contrario, al fundamentarse en la idea de que las únicas proposiciones significativas eran las verificables empíricamente -como resumió Ayer en Lenguaje, verdad y lógica (1936)-, negaban que fuera posible hablar significativamente de cuestiones religiosas y éticas, probablemente las que más podían interesar a la sociedad en una época de evidente crisis moral y política y de ruptura de la convivencia civil. En los años treinta, finalmente, Picasso había incorporado a su obra, sobre todo a su obra gráfica, una serie de figuras simbólicas (minotauros, caballos heridos, toros) de expresión distorsionada y violenta que parecerían reflejar la propia violencia contemporánea, un tipo de análisis que Picasso culminaría en el Guernica (1937). En sus cuadros de calles, lugares y habitaciones vacías, de hombres y mujeres ensimismados y solitarios, el norteamericano Edward Hopper pintó, por su parte, el sentimiento de soledad y melancolía que definían la existencia del hombre moderno. No puede sorprender, por tanto, que muchas gentes tuvieran la impresión, como dijo Ortega en 1923, de que sus vidas se veían invadidas por el caos. Para algunos intelectuales -T. S. Eliot, Valéry, Spengler, el propio Ortega-, la crisis era consecuencia del declinar de la cultura, provocada por la irrupción de las masas en la historia, un hecho originado a lo largo del siglo XIX pero precipitado en los años de la posguerra. En La traición de los intelectuales (1927), Julien Benda argumentó que la responsabilidad de la crisis correspondía en primer lugar a los intelectuales, que habrían renunciado a su papel secular -labor científica y teórica puramente desinteresada- por el juego de las pasiones políticas. Para Ortega, que dedicó a la cuestión su libro internacionalmente más difundido, La rebelión de las masas (1930), no se trataba de que los intelectuales hubiesen renunciado a su misión de liderazgo moral, sino que los cambios sociales ocurridos a lo largo del siglo XIX y principios del XX habían provocado, junto con una espectacular mejora del nivel de vida de las masas, la aparición de un tipo social nuevo, el hombre masa, que dominaba desde entonces la vida política y la vida social. La vulgaridad intelectual -era su conclusión- imperaba sobre la vida pública. Europa, para Ortega, se había quedado sin moral, sin proyecto ni programa de vida. La interpretación de Freud, que no escapó a esa preocupación por la crisis de la sociedad occidental, era muy distinta. En El futuro de una ilusión (1927) y El malestar de la cultura (1930), libros rigurosamente contemporáneos de los de Benda y Ortega, apuntaba la posibilidad de que la cultura occidental, y la humanidad en general, padeciesen de una especie de neurosis colectiva como consecuencia de las mismas restricciones a la felicidad que toda la civilización se impone en beneficio de su propia seguridad. En el primero de los libros citados, Freud se preguntaba si el abandono de las creencias religiosas no sería, pese a su carácter liberador, más perturbador que lo que había sido su imposición; y en el segundo, si los instintos de agresión y autodestrucción de la humanidad no acabarían imponiéndose a los instintos afectivos y sexuales. Freud creía -y sin duda la experiencia de la guerra del 14 debió tener mucho que ver en ello- que la civilización occidental poseía ya los medios suficientes para exterminar hasta el último hombre; y veía en ello una buena parte de la agitación, infelicidad y angustia de los hombres de su tiempo. Algunos historiadores, finalmente, expusieron también su visión de la crisis. Entre 1934 y 1939, aparecieron los primeros seis volúmenes del gigantesco Estudio de la historia del historiador inglés Arnold J. Toynbee (1889-1975). Estaban igualmente impregnados de un profundo pesimismo. Su idea, que en parte recordaba a Spengler, era que las civilizaciones seguían inevitablemente un proceso deformación, crecimiento y decadencia, que se producía cuando -como ocurría en Europa- desaparecían el poder creador de las minorías y la sumisión de las mayorías, y se quebraba la unidad básica de la sociedad. El historiador francés Élie Halévy, a cuyas ideas ya se ha hecho referencia en más de una ocasión en capítulos anteriores, partía de una visión menos metafísica de la historia. Pero su pesimismo no era menor. Así, en las conferencias que pronunció en Oxford en 1926, y que se publicaron como libro en 1938, argumentó que como consecuencia del aumento del poder del Estado y de la extensión de las ideas socialistas y nacionalistas provocada por la guerra, el mundo había entrado definitivamente en "la era de las tiranías".
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Especial mención merece la opinión de Cartailhac que, hacia 1875 -muchos años antes de que se admitiera la autenticidad del arte de Altamira-, al hablar de las esculturas de Laugeire Basse opinaba que "tienen un sentido que todavía nos escapa", pero, muy acertadamente, observaba que las representaciones humanas en el arte paleolítico son caricaturescas o toscas frente al acentuado realismo de las figuras animalistas. Interpretaba las superposiciones como ensayos o borradores y fue el primero que habló de escuelas de arte. He aquí, por ejemplo, un fragmento suyo de esa época: "... los autores de estas obras se perfeccionaban voluntariamente, a conciencia, en el arte del grabado y del dibujo, mediante una serie de estudios; o bien poseían la pasión por el arte y con el solo motivo de conseguir un goce superior, consagraban sus ocios a burilar unas imitaciones que luego abandonaban o destruían sin pena, pues el fin ya había sido alcanzado. La satisfacción del artista era únicamente personal...". A partir de 1902, se incorpora al problema de la interpretación la masa creciente de documentos del arte parietal. Respecto al conjunto, un complejo y multimilenario mundo de representaciones artísticas, en torno al abate Breuil, se fueron formando -Salomon Reinach, H. Obermaier, H. Bégouén, H. Alcalde del Río, Th. Mainage, G.-H. Luquet y otros- diversas teorías interpretativas, como la magia propiciatoria, la de reproducción, de nuevo el totemismo, etc., que el propio abate aceptó casi en su totalidad como componentes de una forma primitiva de la religión. Pero, curiosamente, y este es un testimonio personal del autor de estas páginas, el abate Breuil consideraba que la investigación sobre el significado era algo secundario y que lo que realmente importaba era el conocimiento lo más perfecto posible de las obras de arte en sí mismas. Así, en sus obras, iba incorporando las ideas de sus amigos y colaboradores. Los puntos de vista del abate Breuil sobre los orígenes y significado del arte paleolítico fueron sintetizándose a lo largo de más de medio siglo, de conformidad con lo que se publicaba y se discutía. La recopilación sintetizada de su enorme experiencia se encuentra en su última gran obra, "Quatre cents siécles d´art parietal". Breuil destacó siempre el valor social y religioso del arte de los cazadores paleolíticos, que ponía en estrecha relación con las condiciones ambientales en que vivían. El cazador de grandes animales, a veces peligrosos, tiene que ser necesariamente un buen observador, sometido a fuertes emociones que han de proporcionarle perdurables recuerdos visuales. Esto, sumado a una tradición de milenios en la realización de sus obras de arte, hace que no nos pueda parecer extraña la maestría de sus realizaciones. Para él, el problema cinegético era el tema central de la actividad de aquellos hombres... "que la caza abunde, que procree y que se pueda abatir toda la necesaria, ésa era la gran preocupación". La comparación con pueblos primitivos contemporáneos nuestros -o sea, los que se suele denominar paralelos etnográficos-, le proporcionaba elementos para imaginar las ceremonias que tenían lugar en las profundidades de las cuevas: Por esto, cuando visitamos una cueva ornada, penetramos en un santuario en el que, hace unos cuantos milenios, se desarrollaron unas ceremonias sagradas, dirigidas sin duda por los grandes iniciados de la época... Para Breuil, las representaciones de enmascarados estaban en estrecha relación con aquellas ceremonias. Las venus paleolíticas y la presencia de signos sexuales, sobre todo femeninos, en ciertos abrigos abiertos como los de La Magdaleine-des-albis (Tarn) o los bajorrelieves de Angles-sur-I'Anglin (Vienne) sugerían al abate la existencia de una magia complementaria a la que denominó rito de la fecundidad. En cuanto a los signos abstractos, tan diversificados en el arte paleolítico, preocuparon poco a Breuil, que consideraba que, en muchas ocasiones, podían ser indicadores topográficos. Tenemos que señalar la excepción de los llamados tectiformes, por su forma de cabaña en algunos casos, que creía tenían que ser... "la residencia de los espíritus de los antepasados en un estrecho rincón, aparte del resto de la caverna". Esta idea sin duda la recogió de su amigo y colaborador H. Obermaier, sacerdote católico como él mismo. La correlación entre los hechos etnográficos y prehistóricos es una tentación constante para los que trabajamos en temas del más lejano pasado de la humanidad. Pero, en general, existe una conciencia real de los riesgos que esto comporta. El sistema ha sido criticado, entre otros, por A. Laming-Emperaire y por A. Leroi-Gourhan. Este último incluso decía que utilizar este método es "hacer el australiano". Pero también él se sirvió de los paralelos etnográficos al tratar, por ejemplo, del significado de las representaciones de manos. Indudablemente constituye un error el relacionar dos abstracciones, el salvaje y el prehistórico, pues ni uno ni otro corresponden a conjuntos homogéneos. En 1921, Th. Mainage, en su obra sobre las religiones de la Prehistoria, defendía, acaso exageradamente, el método de los paralelismos etnográficos, aunque, curiosamente, se oponía a una explicación del arte prehistórico por el totemismo. Para este autor, el número restringido de especies representadas contrasta con la gran variedad de animales-totem que habría sido necesaria para una población fragmentada en numerosos grupos. En esto coincidía con el conde H. Bégouën. El argumento principal de este sabio occitano para la cuestión de la interpretación era que, admitida la hipótesis de una magia cinegética, o sea de destrucción, el animal cazado y representado mal podía ser el totem del grupo social que llevaba a término ambas actividades. Recordemos el tabú, que no permite matar ni consumir la carne del antepasado mítico que es el totem. Bégouën, que, en sus propiedades del Ariége, tenía las importantes cavernas de Trois-Fréres y de Tuc d'Audoubert, dedicó algunos trabajos al tema de la magia simpática, basada en la creencia de que es posible influir sobre el hombre o el animal del que se posee la imagen. Este tipo de magia, tan vinculado a las prácticas de brujería desde la antigüedad, pervive en nuestros días. Su existencia entre pueblos primitivos actuales o subactuales es bien conocida. Así, por ejemplo, por Frobenius sabemos que existía entre los cazadores bosquimanos. Las representaciones de órganos sexuales, y ciertas dudosas escenas de acoplamiento sexual, fueron también interpretadas por Bégouën, a la manera del abate Breuil, como una magia de la fecundidad, de carácter complementario. Respecto a las ceremonias que debían tener lugar en los santuarios, el conde Bégouën divulgó los célebres bisontes de arcilla de su cueva del Tuc d'Audoubert, y las huellas de pies humanos de ésta y otras cuevas, como vestigios materiales de las ceremonias rituales. Debe ser citado, asimismo, el psicólogo G.-H. Luquet que, durante tres decenios trabajó sobre los orígenes del arte primitivo, la magia y el arte paleolíticos, la religión de los hombres fósiles y diversas cuestiones relacionadas con la psicología de los primitivos. Este autor aceptaba la explicación mágica, justificada por las heridas de flechas que llevan algunos animales representados, combinada con el culto a los muertos. Aunque con menos entusiasmo, también admitía la magia de la fecundidad. Ahora, recordemos de nuevo al breuiliano Obermaier, cuyas ideas sobre el arte paleolítico se encuentran dispersas en numerosos trabajos, siempre dentro de la ortodoxia de la escuela de Breuil. Acerca de los orígenes del arte, el profesor germano-español creía que el gesto gráfico el hombre lo había imitado del oso de las cavernas y sus zarpazos en los muros de las cuevas. Ya hemos mencionado su teoría sobre los tectiformes como residencia de antepasados. Unos años después de su muerte, las teorías de Obermaier fueron recogidas por sus discípulos H.-G. Bandi y J. Maringer en un libro de conjunto sobre el arte prehistórico. Todas estas teorías se mantuvieron hasta los años sesenta del siglo XX y durante los últimos veinticinco años todavía han sido utilizadas por un cierto número de autores. Tal es el caso de L.-R. Nougier. Otros hacían alguna pequeña reserva en aspectos concretos, como Paolo Graziosi cuando, en su gran libro, a propósito de los "macaroni", escribía: "los ringorrangos trazados con los dedos sobre la arcilla de las cavernas europeas o pintados sobre sus paredes, pueden ser de cualquier edad, pues, hasta hoy, ningún sustancial elemento estratigráfico prueba de verdad que hayan precedido a la expresión de las manifestaciones ciertamente figurativas, no constituyendo la única expresión gráfica de la humanidad paleolítica europea en el momento inicial de su evolución artística". Para ir terminando esté apartado mencionaremos el intento de S. Giedion que, desde el punto de vista del historiador del arte, en un libro que se ha convertido en un clásico como todos los suyos, intentó en 1964 salir de los esquemas vigentes y encontrar otros nuevos. Pero, en su intento, conseguido en muchos aspectos que se refieren a la estética, no alcanzó a separarse de las explicaciones tradicionales en lo que concierne al significado y a la cronología. Para el abate Breuil, pues, las figuras tenían que ser consideradas aisladamente como representación de una idea directa -la imagen por sí misma-, pues en el arte paleolítico casi no existen asociaciones explícitas. Algunas representaciones, como el brujo o dios de Trois-Fréres, serían divinidades protectoras de la caza y de la vida. De todo ello se deducía una explicación simplista. En lo recóndito de las cuevas, los brujos o magos del clan admitían a los iniciados y a los que iban a iniciarse, pintaban o grababan las figuras de los animales y luego danzaban ante ellas y las herían simbólicamente creyendo que así facilitaban su caza y reproducción. En estos santuarios no se representaba la imagen humana de manera realista con el fin de evitar que pudieran ser objeto de influencias mágicas desfavorables. En cambio, en ellos existen figuras antropomorfas disfrazadas de animales, atuendo que sin duda revestían los magos o hechiceros para la ejecución de los ritos. Ciertas representaciones, sólo esbozadas, y más concretamente las manos, eran los exvotos dejados por los iniciados, que, con estas ceremonias, pasaban a pertenecer a la categoría de adultos-cazadores. Es innegable que una gran parte de estas explicaciones se basaba en pruebas poco seguras y que para fundamentarlas se utilizó en exceso el método de los paralelos etnográficos.