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El Imperio Bizantino

Desarrollo


El Imperio se concibe como cúspide del ecumene político-social, de la totalidad de los hombres, de modo que por esencia ha de ser único, igual que única es la Iglesia, puesto que ambos sirven a la voluntad y al plan de Dios sobre la historia, cada cual en su ámbito. Los emperadores de Constantinopla se consideraban lugartenientes de Dios en la tierra y a su imperio como imagen terrestre del reino de Dios; son autócratas, que reciben de Dios mismo todo el poder temporal -el espiritual es de los sacerdotes- y por eso mantuvieron siempre la pretensión de universalidad en su titulación, como emperador de los romanos, y aceptaron con disgusto la renovación imperial en Occidente o, incluso, la idea imperial del búlgaro Simeón, como formas limitadas de participación en una autoridad de la que ellos mismos seguían siendo supremos representantes. La terminología cancilleresca expresaba a la perfección aquella idea, tan lejana a menudo a la realidad de las relaciones entre poderes, al considerar privilegios o actos de gracia imperial cualesquiera tratados con otros poderes, o ejercer el derecho a otorgar insignias reales a diversos príncipes, tenidas siempre como miembros menores de la familia imperial. No se trataba tanto de encubrir bajo aquel lenguaje situaciones de debilidad o incluso de derrota, sino de manifestar la vigencia de una ideología que aceptaban propios y extraños, estos últimos con la intención de aprovecharla en su beneficio.

Las ceremonias propias del palacio imperial y el tratamiento dado a la imagen imperial manifiestan claramente el respeto que inspiraban aquellas ideas. El "Libro de las Ceremonias" de Constantino Porfirogéneta facilita muchas informaciones sobre el calendario de fiestas y los usos a seguir en las audiencias imperiales, que incluían la proskynesis o prosternación ante el emperador como personaje sagrado y lugarteniente o representante político supremo de Dios, de modo que su corte venía a ser un Cielo en la Tierra. La reglamentación de los vestidos a llevar, el control de voz y gestos, el empleo de incienso y cera dan un carácter sacro-religioso a la etiqueta cortesana, que tiene su reflejo en el resto del Imperio mediante el uso de los iconos e imágenes imperiales en monedas, pesos y medidas, lugares de administración pública, etc. Se ha señalado que la iconografía imperial "se convierte poco a poco en un capítulo de la iconografía cristiana, sin olvidar no obstante su origen pagano" (Guillou), como se observa especialmente en alguno de sus tipos, el del emperador investido por Cristo, que ya existía antes de la época iconoclasta y fue recuperado por Miguel III a su término. El titulo imperial procedía de una antigua magistratura y no era, por su propia naturaleza, hereditario sino que se fundamentaba en la voluntad divina, dueña de él en definitiva. Pero, en la práctica, estas ideas podían legitimar diversas posibilidades como fueron la constitución de dinastías mediante designaciones de sucesor en vida e incluso la tolerancia de usurpaciones si no despertaban resistencias grandes, porque también a través de ellas podía manifestarse la providencia divina.

Los elementos de origen electivo -acatamiento de senadores y palaciegos, aclamación popular en el hipódromo- eran pura formalidad pero también ocasión para medir la popularidad del emperador. El papel del ejército, imponiendo a veces emperadores, era mas efectivo en momentos de crisis y se plasmaba en la vieja ceremonia de alzamiento sobre el pavés. Y, en fin, la coronación imperial en Santa Sofía, oficiada por el patriarca de Constantinopla, tenía un valor simbólico innegable pero añadido al dato previo, que era la existencia misma de emperador: la coronación venía a expresar la dignidad máxima del oficio imperial en el seno de la iglesia, equivalente al sacerdotal, cada uno en su campo, por lo que el emperador es igual a los apóstoles (isapostolos) y, por su condición sagrada, era ungido, recibido como subdiácono, y bendecidas las insignias de su poder (corona, clámide, zapatos de púrpura). Ahora bien, cada nuevo emperador, al coronarse, hacía declaración de su ortodoxia y acataba así la primacía eclesiástica a la hora de interpretar lo que era legítimo y correcto en materia de fe y costumbres. La potestad imperial se ejercía legislando porque el emperador era la ley hecha carne. Las leyes imperiales habían de tener vigencia en todo el mundo cristiano y, por ese motivo, los emperadores occidentales admitieron la legislación antigua en su compilación justinianea. En Bizancio se produjo la renovación sucesiva de las anteriores compilaciones, que modificaron o sustituyeron a la de Justiniano.

En el año 725 fue la "Eclogué" de León III, que mejoraba diversos puntos de Derecho penal, de familia y de sucesiones. Basilio I ordenó a partir del 870 la "purificación de las antiguas leyes" justinianeas e inspiró un compendio (Procheiron) que se usó durante toda la época imperial y, traducido al eslavo, entre serbios, rusos y búlgaros. Aquella obra y su reordenación o Epanagogé, acaso inspirada por el patriarca Focio, fueron difundidas y completadas en época de León VI (886-912) cuyas "Basílicas" o leyes imperiales vinieron a sustituir por completo a la antigua compilación justinianea, debido a su superior calidad. Sus 60 libros, a los que se añadieron los edictos del propio León (novellae), fueron preparados bajo la dirección del protoespatario Symbatios pero, debido a su gran extensión, era habitual manejar sólo su índice o tipukeitos. Basilio I y León VI reformaron al mismo tiempo el sistema judicial en cuya cúspide actuaba el Basilikon Kriterion o Bema, antiguo consistorio imperial y, para la justicia y el orden de la capital, el eparca. Después de su tiempo no fue necesario hacer más compilaciones pero se coleccionaron dictámenes y sentencias para disponer de la jurisprudencia adecuada: un buen ejemplo es la colección o "Peira" hecha en el siglo XI por el juez Eustathio Romanos y sus discípulos.

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