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La India presenta un complejo mapa religioso. La creencia más extendida es el hinduismo, seguida por un 82% de la población. Otro 12% se declaran musulmanes, mientras que el cristianismo y la religión sikh alcanzan al 2% de la población. Por último, son budistas un 1% de los hindúes, mientras que existe un 0,5% de seguidores del jainismo y un porcentaje similar de devotos de otras creencias. La religión mayoritaria, el hinduismo, es también la más extendida a lo largo de casi todos los estados, alcanzando porcentajes de casi el 100% en Himachal-Pradesh y Orissa. Estados de mayoría islámica son Jammu y Cachemira y las islas Laquedivas, mientras que el cristianismo es mayoritario en Meghalaya, Mizoram y Nagaland. La religión sikh es seguida mayoritariamente en el Punjab. Finalmente, en Arunachal Pradesh la religión mayoritaria es la budista.
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La incorporación de los monasterios femeninos en América formó parte de una política religiosa de integración social a mediados del siglo XVI, como respuesta al crecimiento de la población criolla y mestiza. De esta manera, surgió la necesidad de crear instancias en las que se resguardase la castidad y pureza femenina. Por tanto, los conventos para mujeres se convirtieron en centros para albergar y educar a españolas y criollas que por vocación, orfandad o pobreza, no habían contraído matrimonio. Su erección se debió a la caridad de hombres y mujeres de origen español, quienes, preocupados por la situación de las mujeres de origen hispano, se dieron a la tarea de fundar patronatos cuyo objetivo principal fue construir monasterios. La existencia de estos establecimientos monásticos fue tan importante en determinadas ciudades, que su presencia o ausencia era índice del esplendor económico y cultural. En algunos casos los conventos iniciaron sus actividades como beaterios, recogimientos o colegio de mujeres dedicadas a la oración, que hacían sus votos temporales de pobreza, castidad y obediencia, en principio, bajo la dirección espiritual de los mendicantes. Con el tiempo muchos de ellos solicitaron permiso para convertirse en conventos. Los conventos de mujeres desempeñaron un importante papel dentro de la estructura urbana porque regularon parte de la compleja interacción de las relaciones entre la vida pública y la vida privada de la ciudad. De hecho, se puede afirmar que los monasterios de mujeres se caracterizaron como un fenómeno netamente urbano, puesto que, es a partir del Concilio de Trento (1545-1563), cuando se plateó la conveniencia, y política, de que los monasterios de monjas estuvieran dentro de las ciudades. Gráfico En América, fueron varias las órdenes monásticas las que se establecieron en el siglo XVI y que adoptaron estas directrices, logrando afianzarse durante el siglo XVII y XVIII. Su presencia constituyó un papel decisivo en el desarrollo y consolidación del cristianismo y un incalculable valor en la religiosidad de la familia, así como en la moralización de la sociedad. En algunos casos, para reforzar la situación de una fundación, se pasaba primero por la fase de beaterio y posteriormente se trataban de conseguir las licencias pertinentes para iniciar la fase monacal. Frente a lo que solía ocurrir en los conventos españoles, las monjas americanas con mucha frecuencia aceptaron niñas para su educación, lo que de alguna manera contribuyó a disipar la atención de las obligaciones monacales. Es ésta idea, por el cual se introdujo luego, a las mujeres monacales en la educación en la fe católica. Los conventos de mujeres proporcionaron además de la estructura urbana, un modelo de cultura que se difundía por medio de la devoción familiar y la educación de niñas españolas e indias. El ideal femenino construido formó parte del sistema devocional popular, el perfeccionamiento de los modales y actitudes que adoptaron dentro los muros, producto de una fusión con las costumbres familiares y sociales, fueron considerados como una expresión de la civilidad. La edad promedio de las mujeres para ingresar en el monasterio era de 15 a 25 años, y la edad de 20 años para recibir los votos solemnes. Por ello, el principal motivo e intención correcta de ingresar en los monasterios era la verdadera vocación de dar gloria a Dios y salvar el alma. Sin embargo; en muchos monasterios tuvieron que convivir mujeres que llegaban voluntariamente, convencidas de que tras cerrar las puertas del claustro se alejaban de las tentaciones y de los peligros del mundo, para asegurarse la vida eterna y otras; que ingresaban presionadas con mal disimulo resentimiento y en rebelión abierta, o tomando la vida religiosa como un mal menor. En ellos, de igual manera se recibieron seculares como niñas educandas, o como sirvientas o "donadas". Gráfico La Orden monástica femenina más numerosa y pionera en América fue la de las Concepcionistas de Santa Beatríz de Silva. Tuvieron también relevancia las Clarisas, Carmelitas, Dominicas y Agustinas. Hubo otras con una representación mucho más limitada como, por ejemplo, las Cistercienses o las Brígidas; mientras que a mediados del siglo XVIII llegaron las Ursulinas y la Compañía de María introduciendo nuevos métodos educativos que contribuyeron a desterrar la nociva convivencia de educandas y monjas en los monasterios y elevaron el nivel cultural del sector acomodado de la mujer americana. Sus edificaciones no solo han merecido reconocimientos por su valor artístico, sino que igualmente se le atribuyen a estos monasterios, no solo una importancia social en el influjo de las costumbres sino también, aportaciones en la actividad económica, puesto que introdujeron la pastelería, la confitería, la floristería y el bordado y su comercio.
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Una de las constantes de la mentalidad española a lo largo del Siglo de Oro será la religiosidad, reforzada especialmente a raíz del Concilio de Trento y la Contrarreforma. El pecado y la penitencia sería el programa de la vida española. Tras el sexo llegaba la inmediata solicitud de perdón o incluso tras el asesinato. Los clérigos se preocuparían especialmente en dotar a las clases populares de la suficiente mercancía religiosa con la que cambiar sus hábitos de conducta. Y es que las blasfemias eran frecuentes entre esas clases populares, poniendo en evidencia cierto desprecio hacia la misa o el rosario al tiempo que se manifestaba cierto escepticismo hacia algunos misterios como el Purgatorio, la Trinidad o la virginidad de María. En el Siglo de Oro se produjo toda una campaña para ofrecer elementos religiosos a las masas populares. Se publicarían numerosas vidas de santos -"Vida de San Jerónimo" de J. Sigüenza o "Vida de Santo Tomás de Villanueva" de Quevedo-, se beatificaron a 23 personas en el siglo XVI mientras que 20 serán canonizadas y se promocionó la milagrería. Catástrofes naturales y hechos curiosos y extraños serán utilizados con fines apologéticos, como el misterioso tañido de la campana de Velilla que tras considerarse signo de mal agüero se convertirá en milagro desde 1652. Pero el fenómeno religioso que más destacó en el siglo de Oro será la devoción a la Inmaculada Concepción. Buena prueba de ello serán la cantidad de pinturas que se realizaron en su honor, trabajando en este tema todos los maestros, desde Velázquez a Zurbarán pasando por Murillo o Valdés Leal. El 19 de noviembre de 1621 los procuradores a Cortés de Castilla juraron a la Santísima Trinidad y a la Beatísima Virgen Madre de Dios, juramento que se repetirá en las principales ciudades del reino. Surgieron infinidad de cofradías que se marcaron como objetivo difundir el culto de la Inmaculada y la celebración de ese misterio. El 24 de mayo de 1622 el papa Gregorio XV permitía a la Inquisición perseguir a todos aquellos que "negaren que Nuestra Señora fue concebida sin pecado original".
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El enorme esfuerzo de renovación espiritual e institucional que la reforma gregoriana trajo consigo significó también, desde el punto de vista de las creencias y practicas religiosas, la definitiva escisión -anunciada desde mucho antes- de los mundos laico y clerical. Fue precisamente a partir de entonces que los términos Iglesia, eclesiástico y hombre de Iglesia se aplicaron exclusivamente a los clérigos, en tanto que la masa del "populus christianus" quedaba encuadrada en la categoría de los "pauperes". En el IV Concilio de Letrán (1215) la separación estaba plenamente asumida, y así se distinguía entre el clero secular y los religiosos (monjes, canónigos y frailes) por un lado, y los laicos por el otro. Naturalmente la distinción establecida entre clérigos y laicos servía para resaltar la superioridad de aquellos respecto de éstos. Convertidos definitivamente en intermediarios naturales entre Dios y los hombres, los clérigos juzgaban peyorativamente a un mundo que como el laico, se definía ante todo por su trabajo físico y su vocación matrimonial. Aunque no imposible, la salvación resultaba difícil para esta categoría de hombres, hasta el punto de que, a ojos de los clérigos, decir mal cristiano era tanto como decir laico (more vivere laicorum). Aunque durante la Alta Edad Media los milites habían seguido integrándose en la categoría laical, a partir del siglo XI esta denominación quedó reservada exclusivamente al último de los órdenes sociales, que a pesar de sus enormes y crecientes diferencias internas siguió enjuiciándose como básicamente uniforme. Ajena a las formas privilegiadas de perfeccionamiento y salvación de clérigos, monjes y guerreros, la masa del pueblo cristiano desarrollaría durante los siglos centrales del Medievo, en parte por sí misma, en parte por el magisterio eclesiástico, vías propias de piedad que se identificarían hasta casi nuestros días con la esencia misma del cristianismo europeo.
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En la Plena Edad Media se produce un significativo auge de la religiosidad. En las órdenes religiosas se viven aires de reforma, en un principio en Cluny y posteriormente con San Bernardo y el Cister. También aparecen órdenes militares y hospitalarias fruto de las Cruzadas que tienen su momento de esplendor en estas fechas. El clero secular también manifiesta un importante proceso de renovación al igual que las órdenes mendicantes -dominicos, franciscanos, espirituales y órdenes menores-. El espíritu religioso reformista afectará de igual manera a los laicos, adquiriendo una gran importancia los sacramentos y nuevas formas de culto y piedad. Sin embargo, estos aires reformistas en ocasiones se alejarán de la ortodoxia provocando diversas corrientes heréticas -comunales, mesiánico-milenaristas, antijerárquicas, a favor de la pobreza- siendo la más conocida el catarismo. La reacción eclesiástica no se hizo esperar y la represión del catarismo traerá consigo la creación de la Inquisición.
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La realidad de los hombres de religión en aquellas áreas de Europa en las que el protestantismo se impuso estuvo estrechamente ligada a la propia concepción que tenían las diferentes Iglesias reformadas acerca de la organización eclesial. De esta forma, aunque el Lutero joven soñó con una Iglesia espiritual, no necesitada de estructuras ni de jerarquías, pasados los años hubo de transigir con la existencia de una organización eclesiástica sujeta al control de los príncipes, con autoridades episcopales y que era, en realidad, escasamente original y con demasiadas herencias del papismo (T. Egido). La teocracia calvinista ginebrina se basó, por su parte, en una rígida organización eclesiástica. Calvino convirtió a Ginebra en una auténtica ciudad-iglesia, en la que los asuntos civiles y religiosos se hallaban muy imbricados. Unas Ordenanzas, promulgadas en 1541, establecían las bases organizativas de la Iglesia de Ginebra. En ella se instituyeron cuatro ministerios, cuya relación no se concebía como jerárquica, sino de servicio: los pastores, encargados de la predicación de la Palabra y de la administración del Bautismo y la Cena; los ancianos, designados por la ciudad y teóricos responsables de los asuntos disciplinarios; los doctores, que se ocupaban de la enseñanza, y los diáconos, a cuyo cargo corrían las labores asistenciales. Entre ellos, eran los pastores quienes más se aproximaban al modelo del sacerdocio católico, aunque, en realidad, constituían una réplica al mismo. Por su parte, la Iglesia anglicana mantuvo también una estructura episcopal, lo que le valió la acusación de papista por parte de los puritanos, cuya "alternativa eclesial, heredada del calvinismo escocés, tenía aires democráticos, y su organización (...) se cifraba en el sistema presbiteriano sinodal de comunidades regidas por laicos y pastores (presbíteros) elegidos por la comunidad". Más radicales, los congregacionalistas ingleses propugnaron un sistema asambleario basado en una concepción de la Iglesia sin sínodos ni autoridades superiores (T. Egido).
termino
acepcion
Son los restos de un santo, bien de su cuerpo, sus vestidos o de los instrumentos con que le torturaron. Suelen ser veneradas entre los cristianos.
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Un aspecto fundamental de la religiosidad popular fue sin duda la veneración a las reliquias de los santos, elemento motor a su vez de no pocos movimientos de peregrinación. Verdaderas o falsas, las reliquias fundamentaban en todos los fieles una de las más firmes creencias de la época. Expresión del favor divino que los santos gozaron ya en vida, sus restos corporales y objetos de uso cotidiano tenían para cualquier fiel una "virtus" de carácter taumatúrgico incontestable. Mas de ahí también la importancia de su posesión, que desató una verdadera fiebre por las reliquias en las que los factores políticos y económicos tuvieron gran importancia. Naturalmente las reliquias más apreciadas eran las que se relacionaban con la vida de Cristo, llegando a contarse -aparte del caso bien conocido de la Vera Cruz- más de 40 sudarios y 35 clavos de la pasión. Estas falsificaciones, que siglos más tarde desatarían el celo mordaz de Voltaire, no eran sin embargo privativas del Redentor, sino que se extendían a cualquier personaje celestial. El saqueo de Constantinopla por los cruzados en 1204 produjo en efecto una enorme inflación de supuestos restos sagrados por todo Occidente, alimentada no tanto por el expolio de la ciudad cuanto por la creciente oferta de talleres orientales especializados en la fabricación de tales supercherías. Cualquier método era valido pare lograr las preciadas reliquias, como lo demuestra la expedición pirática de los marinos de Bari en el siglo XI contra Mira pare conseguir el cuerpo de san Nicolás, o los acuerdos diplomáticos, en esa misma centuria, entre Fernando I de Castilla y el rey taifa de Sevilla relativos a los restos de san Isidoro. San Luis de Francia se trajo de Tierra Santa nada menos que la corona de espinas, para la que hizo construir la Sainte-Chapelle. Otros, menos afortunados, tuvieron que conformarse con algunas plumas del arcángel san Gabriel (sic) o, incluso, como Andrés II de Hungría, con el aguamanil utilizado por Jesús en las bodes de Caná. De nada sirvieron las admoniciones de espíritus más avisados como Guiberto de Nogent, quien a principios del XII en su "De pignoribus sanctorum" denunciaba ya el tráfico de falsas reliquias. O la regulación, por el IV Concilio de Letrán, del procedimiento de autentificación de los restos sagrados. Íntimamente ligadas al culto a los santos y a sus reliquias, las peregrinaciones constituían una de las formas privilegiadas de piedad popular. Durante la Alta Edad Media la motivación de estos viajes había sido básicamente expiatoria. A partir del siglo XI, sin embargo, con la fijación de los itinerarios sagrados en función de las reliquias previamente descubiertas, la penitencia pública tomó también como objetivo los centros habituales de peregrinación, si bien se vio ya claramente relegada a un segundo puesto por el peregrinaje devocional, típico de la Plena Edad Media. Aparte de razones secundarias como el deseo de aventuras o el conocimiento de otras tierras, la gran mayoría de peregrinos viajaban por una decidida motivación religiosa. No se peregrinaba en efecto a cualquier lugar, sino allí donde esperaba conseguirse un don divino. Tampoco todos los destinos sagrados ofrecían idénticos beneficios. Si a ello se le unen las dificultades materiales del viaje, que la Iglesia equiparaba no en vano a los méritos obtenidos mediante una rigurosa ascesis, resultará obvio concluir que el peregrinaje respondía a un consciente acto de voluntad, minuciosamente preparado hasta en sus más mínimos detalles. Desde tiempos altomedievales la Iglesia se había preocupado por regular ritualmente estos viajes. Los peregrinos, tras confesarse y hacer penitencia, asistían a una misa con liturgia especifica (desde mediados del siglo XI) en la que no era infrecuente la comunión colectiva. Con posterioridad al acto eucarístico el cura les impartía la bendición, entregándoles también el bastón y las alforjas, indumentaria característica del peregrino. Aunque a veces se añadiera un salvoconducto, a menudo tales signos externos eran más que suficientes pare acogerse a la paz, civil como eclesiástica, que les protegía a lo largo de toda la Cristiandad. El viaje se realizaba en grupo y siguiendo un itinerario previamente establecido (por ejemplo, la "Guía del peregrino" de Amalarico Picaud, c. 1140), con lo que el riesgo era similar al asumido por los comerciantes de la época. Durante su ausencia, tanto bienes como familiares estaban protegidos por una legislación también particular, suspendiéndose incluso cautelarmente toda acción judicial hasta el momento del regreso. Respecto a las metas de peregrinación, tres ciudades destacaban sin duda por encima del resto, debido a su enorme prestigio religioso: Jerusalén, Roma y Santiago de Compostela. En Tierra Santa, y más concretamente en Jerusalén, "la tierra estaba más próxima al cielo" (Paul). Los lugares recorridos por la Virgen, los apóstoles y Jesucristo durante la pasión habían atraído a multitud de fieles desde tiempos constantinianos. Aunque la conquista islámica dificultó estos viajes jamás llegó a impedirlos, y con la cristianización de los magiares en torno al año 1000 y la apertura de la ruta danubiana, la peregrinación cobró nuevos bríos. Ya incluso antes de las cruzadas se alcanzó un máximo histórico en 1033 cuando, coincidiendo con el milenario de la Pasión, una gran multitud confluyó sobre la ciudad. La permanencia en Jerusalén, más que simplemente la peregrinación a ella, constituía para muchos un seguro práctico de alcanzar la salvación. Después de todo la cruzada, expresión violenta dc este viaje sagrado, perseguía idénticos objetivos, hasta el punto de que sin los peregrinos la presencia de los milites encargados de protegerles y asegurar su regreso no hubiera tenido razón de ser. Peregrinación y cruzada eran las dos caras de un mismo fenómeno religioso. Los fieles que acudían a Roma a visitar los sepulcros de los apóstoles san Pedro y san Pablo, aparte de las numerosas basílicas que albergaban los restos de infinidad de santos y mártires, estaban reafirmando consciente e inconscientemente el papel de la urbe como cabeza de la Cristiandad. Sin duda, la consolidación de la primacía pontificia debió mucho a estos viajes. Centro asimismo de la peregrinación expiatoria, por albergar al Papa y a la curia, el apogeo religioso de la ciudad se alcanzó sin duda en 1300, cuando Bonifacio VIII proclamó el año jubilar, concediendo a todos los peregrinos la tan deseada indulgencia plenaria. Santiago de Compostela, cuya importancia como santuario regional alcanzó ya notables cotas apenas descubierto el supuesto sepulcro del apóstol Santiago el Mayor en el siglo IX, alcanzó a partir de fines del XI una enorme fama que le situó, junto a las sedes anteriores, a nivel claramente internacional. Con el desplazamiento de la frontera con al-Andalus al Tajo, y gracias también al decidido apoyo que le prestaron la monarquía castellana y las instituciones eclesiásticas, la ruta jacobea comenzó a ser recorrida por infinidad de viajeros de todo Occidente. Una complicada red de calzadas en Francia, flanqueada por lo demás por multitud de santuarios menores, enlazaba por Roncesvalles con el denominado Camino francés hasta Compostela. Accesos secundarios como el marítimo (puerto de La Coruña) utilizado por ingleses y escandinavos o el portugués por tierra (Tuy-Pontevedra), atestiguan el auge alcanzado por este centro de peregrinación. Sin llegar a la importancia de estos tres centros, otras muchas localidades en Occidente fueron objeto de viajes devocionales, tanto a nivel regional como nacional. En Francia, y aparte de santuarios menores vinculados a la ruta jacobea, como Vezelay, Rocamadur, Conques, Limoges o Moissac, destacó especialmente san Martín de Tours, verdadero santo nacional desde época merovingia. A idéntico patrón respondían los centros de Nidaros en Noruega, sepulcro del rey san Olaf (muerto en 1301) y Canterbury en Inglaterra, cuya catedral albergaba los restos de santo Tomás Becket (muerto en 1170), canonizado apenas tres años después de su muerte por obvios motivos políticos. Carácter puramente regional tuvieron por su parte los santuarios de Monte Gargano en Lombardía, Mont St.-Michel en Francia, ambos bajo la devoción de san Miguel, san Isidoro de León, en pleno camino francés y Colonia, donde se encontraba el supuesto sepulcro de los tres Reyes Magos.
monumento
El reloj Anker está situado en Hoher Markt, la plaza más antigua de Viena, donde se asentaban los mercados y donde se llevaban a cabo las ejecuciones. El reloj escultórico de bronce y cobre, conocido como Reloj Anker, une dos edificios de oficinas de la plaza. Recibe este nombre porque su construcción fue encargada por la Anker Insurance Company, siendo diseñado por Franz Matsch, terminándolo en 1914. Cada vez que da la hora, sale una procesión de personajes históricos, como el emperador Marco Aurelio, el duque Rodolfo IV o Haydn, al son de una música de órgano. Conviene verlo a mediodía ya que a esa hora desfilan todos los personajes.