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monumento
El alcázar sevillano parece que fue levantado como mansión fortificada de los monarcas musulamanes sobre un primitivo castro, apuntándose a Abd-el-Azis como el promotor de la obra, aunque también se piensa que fue Abd al-Rahman III quien encargó el palacio. Buena parte de los materiales empleados en su construcción fueron traídos del palacio que Almanzor levantó en las afueras de Córdoba. De este siglo XII se conservan en el actual edificio algunos espacios como el salón de embajadores, la sala de los Reyes Moros o el Patio del Yeso, uno de los mejores ejemplos de arquitectura civil almohade que se conservan. En el lado occidental del patio del Yeso, Alfonso XI ordenó construir la Sala de Justicia para conmemorar su victoria en la batalla del Salado. Pedro I también aportó su granito de arena en la edificación del alcázar sevillano al levantar, entre 1364 y 1366, un palacio en estilo mudéjar que rivaliza en belleza con el palacio de Leones en la Alhambra de Granada. Se reutilizó parte del palacio abbadí de al-Mutamid, del siglo XI, en la zona del Salón de Embajadores, distribuyéndose las dependencias en torno a los patios de las Doncellas, público y de mayores proporciones, y de las Muñecas, privado y más pequeño que el anterior. En las numerosas estancias, patios y salones del alcázar se combinan una amplia gama de estilos e influencias que van desde el arte islámico al neoclásico, haciendo de él una obra ecléctica de gran belleza en la que no podemos olvidar hacer mención de sus fuentes y jardines.
contexto
La población de la India en el siglo XVIII giraba en torno a los 125 millones de habitantes y su organización social se basaba en un sistema de castas, desde el brahmán hasta la última categoría formada por los intocables, dedicados fundamentalmente al trabajo de la tierra. Por otra parte, ante la inexistencia de una auténtica clase media se produce una polarización social, fenómeno que se observa, sobre todo, en las ciudades, donde contrasta la opulencia de las elites y la miseria de la mayor parte del pueblo. Las castas suponían no sólo separación, sino jerarquía. La noción de impureza incluye toda una elaboración en función de las creencias, e incluso de la propia estructura social: al ser el ganado, y en particular la vaca, objeto de una especie de veneración, los que descuartizan los animales, curten las pieles y tocan la piel de los tambores, son doblemente impuros, son los intocables. El mismo hecho de comer carne entraña impureza. No faltan, pues, criterios que permitan distinguir entre superiores e inferiores y se explica que, aunque la idea de jerarquía sea muy restrictiva, resulte difícil ordenar de manera lineal las diferentes castas de una región determinada. Pero eso no es lo fundamental, lo esencial está en el principio de una polaridad jerárquica vinculada a todo criterio de distinción. El sistema de castas entraña y expresa, pues, en un lenguaje religioso una división del trabajo. En general, en cada aldea hay una casta que dispone del derecho superior sobre la tierra, reproduciendo así, a ese nivel, la función de la realeza; es la casta dominante. El resto, arrendatarios o aparceros, especialistas y trabajadores no libres, gravita directa o indirectamente alrededor de ella, con la excepción quizá de los comerciantes o artesanos pagados en dinero, que representan la economía mercantil de la aldea. El brahmán puede ser el servidor de la casta dominante, pero todos lo respetan en el plano jerárquico y dependen estrechamente de él para sus ceremonias y se honran con mantenerlo y dotarlo, a la vez que reciben de él sus valores. La India del siglo XVIII es un mundo rural, caracterizado por la existencia de numerosas comunidades que viven por sí mismas, gobernadas por un jefe o por un consejo de ancianos. Los artesanos adscritos a la comunidad recibían, en compensación de sus servicios, una parte de la cosecha. En algunas aldeas existían también esclavos al servicio de los campesinos acomodados. La comunidad era colectivamente responsable de los impuestos y de las prestaciones que reclamaba el Estado o el señor más próximo. El impuesto servía como nexo de unión entre la ciudad y los pueblos que no carecían del poder adquisitivo necesario para demandar las mercancías que la ciudad fabricaba. Dos acontecimientos principales habían determinado la evolución socioeconómica de la India desde el siglo XVII. El primero fue que en su territorio surgió y se consolidó un imperio poderoso y centralizado, el Imperio mogol; el segundo factor fue que se establecieron agencias comerciales europeas en varias ciudades, puertos y centros del interior, y la India se vinculó aún más estrechamente con los mercados europeos. Desde el siglo XVII las actividades de los europeos favorecieron la expansión de la demanda de algunos bienes entre los cuales se incluían en considerable proporción las artesanías y las manufacturas. En consecuencia, desde esa centuria hubo en la India una notable tendencia hacia el crecimiento de una economía monetaria. Antes incluso del establecimiento del gobierno mogol, la economía india no era, por supuesto, una simple economía natural de subsistencia. Desde tiempos muy remotos, en la India se practicaba un considerable comercio interno, así como intercambios externos con los países ubicados hacia el Occidente y el Oriente. En numerosos centros del país, la manufactura artesanal -sobre todo en los diversos tipos textiles y metales- ya era bastante especializada. Las manufacturas urbanas estaban destinadas a la exportación y en el interior solamente a la corte imperial y a la nobleza. Aunque cada población fuera autosuficiente y basara su economía en un sistema autárquico, la existencia de grandes ciudades implicaba la aparición de una considerable circulación regional de productos agrícolas; asimismo, el comercio exterior se intensificará en esta centuria por el aumento de los intercambios marítimos con Europa. Sin embargo, varios factores impedían que la economía alcanzara un mayor desarrollo: las aldeas eran casi autosuficientes y sólo satisfacían una mínima parte de sus necesidades desde el exterior; el comercio se realizaba sólo entre las grandes ciudades y estaba bastante restringido, por el costo del transporte, los malos caminos y, muchas veces, por el incumplimiento de las leyes y el desorden que reinaba en muchas partes. Otro factor limitativo era el volumen del excedente y, en especial, del excedente en dinero del que disponía la clase dirigente, que provenía esencialmente del campesinado. En una palabra, era un ingreso inelástico y restringido por leyes tradicionales. Estos factores continuaron vigentes a lo largo de la Edad Moderna, pero desde el siglo XVII nuevas fuerzas venían influyendo sobre la sociedad: la expansión acelerada de las ciudades, la emigración de los campesinos hacia los centros urbanos, las operaciones comerciales hacia las que se orientó preferentemente la economía de la nobleza mogol. Comenzó a existir una clase urbana, ociosa, que vivía de sus rentas provenientes de propiedades urbanas y también la tierra comenzó a ser objeto de compraventa. Hay una gran cantidad de documentos que demuestran la existencia de una inequívoca tendencia hacia el crecimiento de la economía monetaria. ¿Hasta qué punto era, pues, compatible el crecimiento de la economía monetaria con el tradicional aislamiento económico o la autosuficiencia de la aldea india? Parece que si bien las bases de la organización de la sociedad aldeana india eran bastante similares en todas las zonas, no debe perderse de vista la existencia de importantes variaciones regionales y locales. Así, en algunas de ellas, como las habitadas por las castas superiores, que no tocaban el arado, debió existir una gran cantidad de trabajadores asalariados o semiserviles. Algunas aldeas se especializaban en determinadas tareas y producían productos, como el índigo, el azúcar de caña, las semillas oleaginosas, no sólo para el consumo local sino también para un amplio mercado. No sabemos hasta qué punto el estilo de vida de las aldeas de esas regiones coincidían con el de aquellas en las que prevalecía ampliamente la agricultura de subsistencia. A medida que se desarrollaba la economía monetaria, los campesinos y artesanos de las zonas más desarrolladas iban siendo absorbidos por el torbellino del mercado mundial. También la política impositiva de los mogoles fomentó el desarrollo de la economía monetaria. En la zona central del Imperio se fijó el impuesto sobre la tierra en dinero y se exigió que así se pagara, aunque no se abandonó del todo el pago en especie. Con el crecimiento de la economía monetaria, los negociantes-comerciantes en granos comenzaron a actuar también como prestamistas y cambistas o shroff, especializados en transacciones financieras y en la compra y venta de oro y plata. Además, siempre que se hacían pagos en efectivo, se necesitaban los servicios de un cambista, pues el valor de una moneda dependía del año de su emisión, de su pureza metálica y otras consideraciones y nadie aceptaba el pago en dinero, si no estaba certificado por un shroff. Las letras emitidas por un shroff eran aceptadas en toda la India e inclusive en muchas partes de Asia. Las tasas de descuento de esas letras eran sorprendentemente bajas, lo que demuestra que se debía disponer con facilidad de dinero, y que el sistema financiero estaba muy desarrollado. Por último, hay constancia de la existencia de una clase con un considerable capital monetario, tanto en la región costera occidental de la India, vinculada sobre todo con el comercio con el Asia occidental y Europa, como en la india meridional, relacionada principalmente con el comercio con el Asia sudoriental. Sin embargo, esos procesos no pueden considerarse fuera del contexto de los numerosos obstáculos institucionales que impedían que se desarrollara plenamente en la India una economía monetaria. Y el obstáculo principal era el sistema de castas que interponía una formidable barrera a la movilidad social. Pero la avanzada economía monetaria bien desarrollada no implicó el maquinismo industrial. La diversidad de razones, tales como la herencia del despotismo industrial y de los recurrentes ciclos de anarquía que inhibirían la acumulación y la inversión de capital y las técnicas primitivas y el espíritu de resignación, opuesto al espíritu de empresa, entre otras, serían las culpables del funcionamiento casi exclusivo de una economía de subsistencia. No faltan, no obstante, los argumentos contrarios al imperialismo, asociado a la presencia británica en la Península, que atribuyen el atraso del país, sobre todo, a los efectos estrangulantes del dominio británico, a la destrucción de las artesanías, al peso de los impuestos y a la discriminación contra la industria y el capital indio.
estilo
Tras la explosión emocional que supone el Romanticismo, frecuentemente alineado con los nostálgicos del Antiguo Régimen, los artistas y escritores sienten la sacudida de las oleadas revolucionarias de 1830 y 1848, ésta última en especial, debido a las brutales represiones que provocaron los gobernantes (Luis Felipe, el emperador francés, anuló la libertad de prensa, de reunión, de expresión y ordenó matanzas indiscriminadas en las barricadas parisinas). Al mismo tiempo que la agitación, se introducen con fuerza las teorías filosóficas del positivismo de Compte, mientras que en economía se practica el primer liberalismo salvaje de la historia, con terribles consecuencias sobre la formación del proletariado rural y urbano. El socialismo utópico trata de compensar la situación y muchos de los pintores y escritores realistas se sienten atraídos por su ideología: Balzac encabezó el movimiento literario de un realismo descarnado. En pintura, el precedente más inmediato es el paisajismo de la Escuela de Barbizon, en la cual se incluyó Millet. Éste pintó temas de labores campesinas, aunque con más naturalismo que reivindicación social, pese a lo cual tuvo que trasladarse a Gran Bretaña durante la revolución de 1848. El más destacado en la pintura combativa del Realismo fue Courbet, seguido en el grabado por Daumier. Ambos son ejemplos de lucha a través de las armas del arte; muy combativos, fueron encarcelados y liberados, protagonizando continuos escándalos con las fuerzas de seguridad y la autoridad del Estado. La sátira y la crítica periodística estaban muy unidas a sus obras, que solían aparecer publicadas en panfletos, libelos y periódicos clandestinos. A ellos les acompañó con frecuencia el verbo mordaz de Baudelaire, profundo admirador de su pintura. Goya fue un pilar básico en la pintura del Realismo francés, como lo había sido, de otra manera, durante el Romanticismo. El aprovechamiento que de sus series caricaturescas se hizo durante este período fue extraordinario, sólo es necesario comparar sus grabados de Caprichos con los de crítica costumbrista de Daumier. Respecto a la estética realista, resulta innecesario comentar que se suma al detallismo y la verosimilitud, y se aleja de las composiciones extravagantes. Sus óleos pretenden ser claros y directos en la transmisión de su mensaje, para lo cual se remiten a una perfecta captación de la psicología de sus personajes, así como de las calidades materiales, recuperando en cierta medida la lección pictórica de realismo que ofrece el Siglo de Oro español.
contexto
De menor formato que los cuadros de historia y ejecutados con gran habilidad técnica, la temática recorrida por este género fue muy variada. Los oficios serían el motivo de obras como El viejo zapatero (Madrid, Museo del Prado), de Domingo Marqués (1842-1920), o La fragua (Museo de Valencia), de José Benlliure (1855-1937). Los niños darían pie para esa aproximación a lo inmediato y anecdótico, como en Los pequeños naturalistas (La Coruña, Museo de Bellas Artes), de José Jiménez Aranda (1837-1903), pintor preciosista que en su última etapa se incorporó al realismo con composiciones de acentuado signo fotográfico, o como en numerosas representaciones de monaguillos, cuya proliferación justificó la utilización del término monaguillismo. Por último, sería también muy frecuente la escena familiar, en un propósito de mezclar lo cotidiano, la ternura y las costumbres, como en el caso de El pesebre, del catalán Juan Brull (1863-1912), donde abuelos y nietos aparecen reunidos en torno a un nacimiento navideño. Hay que esperar la llegada de la década de los 90 para que irrumpa definitivamente el realismo social propiamente dicho, es decir, un realismo más comprometido. Una irrupción impulsada por la aceptación que el género suscitó en los jurados de las Exposiciones Nacionales. Fue el caso de Vicente Cutanda (1850-1925), que obtuvo una primera medalla con La huelga de mineros de Vizcaya, o de Ramón Casas (1867-1932), premiado con Garrote vil (Madrid, Museo del Prado), una obra de captación casi fotográfica y que representa una ejecución pública ocurrida realmente en Barcelona. En Y aún dicen que el pescado es caro (Madrid, Museo del Prado), el valenciano Joaquín Sorolla (1836-1923) encuentra la fórmula ideal para combinar el tema marinero con el realismo social, representando la muerte de un joven pescador en el mar, obra con la que consiguió por unanimidad una primera medalla y a la que siguieron otras composiciones también de éxito, como Trata de blancas (Madrid, Museo Sorolla), fechada en 1895, y en la que se denuncia la prostitución que sufrían las jóvenes aldeanas que se desplazaban a la capital en busca de trabajo. Los temas hospitalarios ocuparon cierto espacio emocional entre las inquietudes de la época, tal como ya lo había puesto de manifiesto la obra de Luis Jiménez Aranda premiada en París. No extraña, pues, que fueran explotados por los artistas de la época y que aparecieran numerosas obras relativas a este asunto. ¡Desgraciada! (Diputación de Alicante), de José Soriano Fort, premiado con una segunda medalla en la Exposición Nacional de 1897, y Ciencia y caridad (Barcelona, Museo Picasso), distinguido con una mención de honor en esa misma edición, de un Pablo Picasso que a la sazón sólo contaba con diecisiete años de edad, son dos ejemplos significativos. Más efectista en esta línea de la medicina social resultaría el cuadro Y tenía corazón (Museo de Málaga), obra remitida como mérito de pensionado en Roma por Enrique Simonet (1864-1927), en el que, aplicando una técnica fotográfica, el artista plasma un depósito de cadáveres con la representación destacada de una joven mujer a la que un médico acaba de extraer el corazón. Una composición en la que el pintor se mueve entre lo científico y lo sentimental. El compromiso social con implicaciones políticas llega a institucionalizarse hasta tal punto que, para acceder a la ansiada pensión romana, el tema propuesto para la convocatoria de 1900 fue La familia del anarquista el día de la ejecución (Madrid, Facultad de Bellas Artes). El premio lo obtuvo el pintor Eduardo Chicarro (1873-1949), autor de la obra citada. Ya iniciado el siglo XX, en 1901, continuaron siendo galardonados los temas sociales. José M? López Mezquita (1883-1954), joven pintor granadino, obtuvo una medalla de primera clase con Cuerda de presos (Madrid, Museo del Prado), cuadro en el que con gran soltura de pincel reproduce el ambiente lluvioso y nocturno de una calle por la que es conducido un grupo de presos bajo la custodia de la Guardia Civil. También fue premiado con una medalla de primera clase Ramón Casas (1864-1931) por Barcelona 1902 (Museo de Olot), donde patentiza la dureza de una carga a caballo protagonizada por la Benemérita en el transcurso de una manifestación obrera. En este cuadro, el paisaje fabril del fondo compositivo, el apiñamiento de las figuras y el hombre que en primer plano aparece caído delante del jinete que le persigue, se trasluce la práctica y originalidad de un pintor moderno. No en vano, Casas ha pasado a encuadrarse dentro del movimiento modernista catalán, de incuestionable influencia francesa. Los temas sociales seguirían gozando del beneplácito de las Exposiciones Nacionales hasta bien entrado el siglo XX, si bien, más que ejemplos meritorios del mismo, no llegó a ser otra cosa que simples demostraciones penosas de ese desfase protagonizado por la pintura española en relación con las vanguardias europeas.
contexto
La fundación en 1873 de la Academia de Bellas Artes de Roma, con el propósito de "ofrecer a nuestros artistas algún campo de estudio, algún lugar de recogimiento y ensayo, en la ciudad que será eternamente la Metrópoli del arte: Roma", desempeña un papel decisivo en la generación de los pintores españoles del último cuarto de siglo y en la pervivencia del género histórico hasta fechas tan avanzadas. Este papel vino determinado por la suerte de círculo vicioso que presentaba el panorama artístico de la época. La gran mayoría de los pensionados cultivaban la pintura de historia por ser el género que más se valoraba, hasta el punto de que los artistas becados para Roma tenían como compromiso y como prueba de aprovechamiento la realización de un cuadro de historia. Una prueba que, además, podía proporcionarles fama y honores en las Exposiciones Nacionales, dado que los premios de estas muestras eran otorgados por jurados compuestos por pintores de la generación anterior y, en consecuencia, sensibles al género histórico. El resultado de este círculo vicioso no podía ser otro que la proliferación de pintores históricos, movidos más por obtener el reconocimiento oficial que por cultivar sus personales gustos estéticos. No obstante, también se simultanearon otros géneros menos aparatosos, como el retrato, el paisaje y la decoración de interiores. Este último aspecto vendrá propiciado por la etapa de paz y de estabilidad política que reinaba en España durante esos años, que animó la construcción y posterior decoración de palacetes de cierto empaque, sobre todo en Madrid, donde cabe citar los de Linares, Aglona y Santoña, no todos hoy conservados. También se emprendieron por entonces las obras de remodelación y decoración de la iglesia madrileña de San Francisco el Grande, donde participaron muchos pintores y escultores. Esta segunda generación de pintores de historia guarda, no obstante, una diferencia esencial con respecto a su antecesora, genuinamente romántica. Pues si bien ambas plasmaban temas de cierta semejanza, los pintores del último tercio del siglo XIX incorporarían a sus representaciones un lenguaje realista, evidenciado en los detalles compositivos y en su predilección por llevarlos a cabo al aire libre. El más dotado de todos ellos fue Francisco Pradilla (1848-1921), quien, natural de Zaragoza y pensionado en la Academia Española de Roma en 1874, llegó a ser su director siete años más tarde. También fue director del Museo del Prado a partir de 1887. La consagración de este pintor aragonés le vino dada por su cuadro Doña Juana la Loca ante el cadáver de su esposo (Madrid, Museo del Prado), fechado en 1877, con el que consiguió una primera medalla en la Exposición Nacional de 1878, además de ser galardonado en París, Viena y Berlín. A raíz de este éxito el Senado le encarga La rendición de Granada (1882) para decorar su sede. En ambas obras, el pintor proporciona a sendas evocaciones del pasado histórico de España un tratamiento absolutamente realista, no sólo por la precisión de los detalles indumentarios, sino también por la ambientación del paisaje y por la atmósfera invernal con que las dota. A estos lienzos seguirían otras obras de tema igualmente histórico y, asimismo, de ejecución realista: El suspiro del moro (1892), del que existen varios bocetos en colecciones privadas, y Doña Juana la Loca en Tordesillas (Madrid, Museo del Prado), fechada en 1906. De Pradilla es también reconocida su participación en las labores decorativas del madrileño palacio de Linares, así como el virtuosismo de sus acuarelas, muchas de ellas realizadas durante su estancia en Roma. Otros dos nombres destacados que mezclaron historicismo y realismo fueron Antonio Muñoz Degrain (1843-1924) y José Moreno Carbonero (1860-1924). Ambos coincidieron como pensionados en Roma en 1882 y ambos coincidieron también en la precisión y minuciosidad de los detalles, a pesar del desmesurado formato de sus cuadros. Los amantes de Teruel (Madrid, Museo del Prado), fechado en 1884, del primero, y La conversión del duque de Gandía (Granada, Museo de Bellas Artes), pintado en 1883, del segundo, fueron los ejercicios obligados que, como pensionistas, realizaron en Roma. Ambas obras, junto a La conversión de Recaredo, de Muñoz Degrain, La entrada de Roger de Flor en Constantinopla, de Moreno Carbonero, y el sorprendente Combate naval de Lepanto, de Juan Luna y Novicio (1857-1899), todas ellas encargadas por el Senado en 1888, conforman una brillante muestra de esa pervivencia en fechas ya tardías del historicismo romántico, alentado, como se ve, por las instituciones del Estado. A pesar de tan elocuentes muestras del género histórico, estos pintores también cultivaron otras trayectorias y estilos. Así, Muñoz Degrain, uno de los más originales creadores del fin de siglo español, estuvo abierto a una gran variedad temática, incluyendo la faceta orientalista. Siempre inclinado por el paisaje, que ejecutó con fantasía, cromatismo y luminosidad desbordada, llegó a ocupar la cátedra de esta disciplina en la Escuela de Bellas Artes de San Femando, beneficiándose de su docencia toda una generación de pintores, entre ellos el joven Picasso, quien siempre le consideró como su primer maestro.
contexto
El momento que marca el punto de partida del reconocimiento de la pintura realista española puede situarse en la Exposición de París de 1889, habida cuenta de que, siendo la primera ocasión en que se conceden premios a cuadros de alcance y contenido social, entre los galardonados figura La visita al hospital (Sevilla, Museo de Bellas Artes), del andaluz Luis Jiménez Aranda. No obstante este reconocimiento, la prensa internacional, al hacerse eco de dicha muestra, denunció el desfase que evidenciaba la pintura española; a tenor del conjunto de obras enviadas para su exhibición. Todo ello resultaría un revulsivo en los medios artísticos españoles, provocando que a partir de 1890 se multiplicara la producción de obras representando temas como los premiados en París. Sin embargo, esta apuesta por reflejar la realidad se bifurcó en dos vertientes claramente diferenciadas. Una, de resultados suaves y agradables, y otra, de connotaciones más críticas y comprometidas socialmente. Esa primera vertiente es la que más éxito tuvo entre la sociedad burguesa de la época y la que, al igual que hoy, estaría bien cotizada. Se trata de un realismo centrado en asuntos cotidianos, donde prevalece la visión endulzada y anecdótica de la vida y donde se evita lo feo y desagradable. Se trata, en definitiva, de una pintura que parte de un realismo verdadero para acabar en un realismo falso y rayando en lo costumbrista.