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Político
Recesvinto continuó con la política de fortalecimiento monárquico iniciada por su padre, Chindasvinto. En los primeros momentos del reinado hizo frente a una rebelión encabezada por un noble llamado Froya, apoyado por los vascones. Los rebeldes realizaron una expedición devastadora por el valle del Ebro y pusieron sitio a Zaragoza, consiguiendo un cuantioso botín. La llegada de Recesvinto a la capital aragonesa significó la derrota de los rebeldes y la ejecución de Froya. Consciente del aviso lanzado por Froya, el monarca estrechó sus relaciones con la nobleza y la Iglesia para evitar nuevas revueltas, restituyendo confiscaciones anteriores y haciendo sustanciosas donaciones a ambos estamentos, separando claramente los bienes personales y los que formaban parte del patrimonio regio. La labor legislativa iniciada por Chindasvinto tendrá continuidad durante el reinado de Recesvinto al promulgar el "Liber Iudiciorum", cuya versión en lengua romance es el famoso "Fuero Juzgo". Se promulgó después del año 654 y era de obligado cumplimiento para todas las personas bajo la potestad regia. Las leyes antiguas quedaban derogadas y se prohibía la costumbre y el libre criterio del juez, siguiendo pautas del derecho romano. Su sucesor, Wamba, continuó su línea política.
contexto
Desde la Primera Guerra Mundial los intereses norteamericanos en la región aumentaron de forma constante, lo que explica su gran interés por América Latina. La Revolución Cubana fue vista con bastante temor, especialmente por los efectos multiplicadores que podía tener en los restantes países. El diagnóstico de la flamante administración del presidente John F. Kennedy fue bastante similar al de los estructuralistas. Se pensó que con un rápido crecimiento económico (a tasas anuales del orden del 2,5 por 100 del PIB per cápita) se podían desalentar nuevos estallidos revolucionarios a imitación de lo ocurrido en Cuba y así nació la idea de la Alianza para el Progreso, una especie de reedición continental del plan Marshall. En agosto de 1961 se reunió en Punta del Este, Uruguay, el Consejo Interamericano Económico y Social, que sentó las bases políticas de la Alianza. La industrialización (el despegue) y el crecimiento autosostenido eran el mejor, y el único, camino para salir del subdesarrollo, lo que invalidaría otras formas de crecimiento económico. Algunos países, como Brasil, Argentina o México podían lograrlo y así se incorporarían al núcleo de países desarrollados. La integración económica regional debía complementar estas políticas de desarrollo. La idea de los planificadores y los políticos era la de crear las condiciones que permitieran integrar a las masas a la vida política en un marco democrático, para lo cual había que combatir el analfabetismo y mejorar las condiciones sanitarias de las poblaciones. La reforma agraria formaba parte del paquete de actuaciones y con ella se trataba de romper el estancamiento rural, a la vez que se garantizaba el abastecimiento de alimentos a los centros urbanos y se creaban mejores condiciones para la industrialización. La reforma agraria chilena impulsada por el gobierno demócrata cristiano de Eduardo Frei es uno de los mejores ejemplos de las reformas impulsadas por la Alianza para el Progreso. La reforma chilena tuvo efectos positivos, y entre 1964 y 1970 algunos propietarios modernizaron sus dominios para evitar la expropiación y la producción agrícola aumentó. Para lograr sus objetivos, la Alianza debía movilizar 20.000 millones de dólares en diez años, la mitad sería invertida por Washington y la otra mitad por empresas privadas. Los gobiernos latinoamericanos debían aportar una cantidad semejante, especialmente con fondos estatales. Para completar el panorama, los Estados latinoamericanos debían transformarse para poder aumentar su efectividad y cumplir nuevas funciones, entre ellas la reforma fiscal, que mejorara la gestión, aumentara los ingresos del Estado y permitiera una mejor redistribución de la renta. Tras el asesinato de Kennedy, el gobierno de Lyndon Johnson cambió las prioridades para la región, abandonando el ideal del crecimiento económico por el de un mayor intervencionismo en el continente. La Alianza para el Progreso muy pronto se desinfló y los objetivos de desarrollo económico y democratización pasaron a un segundo plano, al igual que las reformas agrarias, que sólo sirvieron para realizar algunos tímidos repartos de tierras. La seguridad y la defensa continental ocuparon el centro de la política regional norteamericana.
contexto
El gabinete Grenville comenzó por elevar los derechos aduaneros de ciertos productos como el azúcar, vino, té, café y textiles (Sugar Act Ley del Azúcar de abril de 1764); exigió que todos los periódicos y documentos legales (escrituras, licencias matrimoniales, etc.) se escribieran o imprimieran en papel sellado que debía comprarse en distribuidores oficiales (Stamp Act "Ley del Timbre" de marzo de 1765); ordenó el acantonamiento de 10.000 soldados regulares en las colonias, cuyos gastos serían sufragados por los americanos (Quartering Act "Ley de Acuartelamiento" de mayo 1765), a la vez que se esforzaba en que sus medidas fiscales se cumpliesen a rajatabla, tratando de evitar que la habitual venalidad y tolerancia de los administradores de aduanas hicieran inútiles sus órdenes: empleó patrullas navales frente al contrabando, transfirió la jurisdicción fiscal de jueces y jurados a tribunales militares (del Almirantazgo) y continuó la expedición de "mandamientos de asistencia" (writs of assistance) que facultaban a las autoridades a entrar en cualquier domicilio en busca de artículos ilegales.La reacción que suscitaron en América estas leyes -absolutamente habituales en la mayoría de los países europeos desde hacía siglos pero inaceptables para un pueblo educado en la tradición británica- fue un claro aviso de lo que podía llegar a suceder si Londres no rectificaba: hubo tumultos, agresiones a soldados y, mucho más significativo, se celebraron juntas de representantes de varios territorios para aunar esfuerzos en la primera muestra de colaboración intercolonial, cosa inconcebible años antes ya que las trece colonias británicas en Norteamérica habían mantenido entre sí una absoluta separación desde la fundación de cada una de ellas. Hasta esa década y durante siglo y medio, los habitantes de Maryland, Nueva York, Pennsylvania, Virginia, Massachusetts, New Hampshire, Rhode Island, Connecticut, New Jersey, Delaware, North Carolina, South Carolina y Georgia no se habían sentido unidos en nada. En octubre de 1765 se reunieron en Nueva York delegados de nueve de esas trece colonias para protestar por la Stamp Act, aunque aún en tono conciliatorio y sin dejar traslucir un deseo de independencia o de desafío a la Corona.Pese a las protestas de los colonos y a las advertencias de hombres como Benjamín Franklin (muy respetado en los círculos intelectuales y políticos ingleses y que vivió en Londres desde 1764 hasta 1775 e hizo las veces de portavoz de los colonos), el Gobierno y la clase política británica no cedieron y si bien es verdad que se derogó en febrero de 1766 la Stamp Act (contra la que también se habían alzado algunas voces inglesas en las Cámaras de los Comunes y de los Lores, como las de Edmund Burke o las del propio William Pitt), un mes después el Parlamento afirmaba, por la Declaratory Act, su plena soberanía sobre todas las colonias y su potestad para imponer tributos a sus habitantes.Al año siguiente serían gravados nuevos productos de importación (vidrio, plomo, papel, pinturas y té) por las leyes tributarias del ministro Townshend (Townshend Revenue Acts de junio y julio de 1767) y el clima general contra ellas provocó nuevas asambleas de protesta, artículos de prensa contra la política de Londres (entre los que destacaron las "Cartas de un granjero" que escribiera el rico propietario, y admirador de los ingleses, John Dickinson) e, incluso, el boicot de muchos colonos a los productos metropolitanos. La asamblea local de Massachusetts envió una circular a las otras colonias el 11 de febrero de 1768 para concitar esfuerzos contra estas medidas; y cuando parecía que dicho acto, claramente sedicioso, iba a pasar desapercibido, el gobernador real, azuzado por el secretario de asuntos americanos, lord Hillsborough, ordenó clausurar la Asamblea al negarse 92 de los 107 representantes a desdecirse de su alegato antibritánico. Desde ese instante aquellos 92 "héroes de la libertad" serían aclamados en las otras colonias (en Virginia comienza a destacar la figura del coronel de milicias George Washington, por entonces diputado por el condado de Fairfax) y varias de sus asambleas fueron, asimismo, cerradas. La agitación antibritánica creció a la vez que se atisban ciertos deseos de mancomunar las acciones "americanas". A estas alturas, aunque aún no estaban rotos del todo los lazos que unían a la metrópoli con sus territorios ultramarinos, eran bastantes los colonos que habían visto erosionarse gravemente esos vínculos de afecto e interés, imprescindibles para el funcionamiento del pacto colonial. Y la siguiente chispa surgió, como en tantas ocasiones en la historia, de un fútil incidente entre paisanos "patriotas y soldados del rey", convenientemente magnificado por los partidarios de la ruptura. Las disputas con los "casacas rojas" -soldados profesionales al servicio de Jorge III- menudeaban. Conviene recordar aquí que entre las clases populares y poco instruidas había menos odio o rechazo intelectual hacia lo que podían simbolizar esos mercenarios de su majestad como defensores del Imperio británico u opresores de la libertad que sentimientos de rivalidad en el mercado de trabajo: eran, ocasionalmente y en particular en coyunturas de crisis, competidores aventajados a la hora de encontrar ciertos empleos. Por ejemplo, se les contrataba fuera de las horas de servicio en el cuartel- como estibadores del puerto por su fortaleza física prefiriéndolos a algunos paisanos. Así se llega a la "Masacre de Boston" de 5 de marzo de 1770; ese día los soldados repelieron con balas una agresión de piedras y bolas de nieve y murieron cinco americanos (uno de ellos, por cierto, negro). Los articulistas y líderes más activos de la campaña antibritánica lo exageraron; se había vertido la sangre de los primeros mártires y había que explotar propagandísticamente los hechos. Pese a ello, meses más tarde volvió la calma a América.
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Recibimiento que hicieron a Cortés en Cempoallan No pareciéndoles buen asiento aquel donde estaban, para fundar la villa, acordaron de pasarse a Aquiahuiztlan, que era el abrigo del peñón que decía Montejo; y así, mandó entonces Cortés meter en los navíos gente que los guardase, y la artillería y todo lo demás que estaba en tierra, y que se fuesen allá, y él que iría por tierra aquellas ocho o diez leguas que había de uno de los cabos al otro, con los caballos, con cuatrocientos compañeros, dos medios falconetes, y algunos indios de Cuba. Los navíos se fueron de costa a costa, y él echó hacia donde le habían dicho que estaba Cempoallan, que era recto hacia donde el Sol se pone, aunque rodeaba algo para ir al peñón; y después de andar tres leguas, llegó al río que parte término con tierras de Moctezuma. No halló paso, y se bajó al mar para vadearle mejor en el reventón que hace al entrar en él, y aun allí tuvo trabajo, porque pasaron a volapié. Cuando hubieron pasado, siguieron la orilla del río arriba, porque no pudieron la del mar, por ser tierra anegadiza. Tropezaron con cabañas de pescadores y casillas pobres, y algunas labranzas pequeñitas; mas a legua y media salieron de aquellos lagunajos, y entraron en unas buenas y muy hermosas vegas, y por ellas había muchos venados. Prosiguiendo siempre su camino por el río, y creyendo hallar a la ribera de él algún buen pueblo, vieron en un cerrito unas veinte personas. Cortés entonces envió allí cuatro de a caballo, y les mandó que si haciéndoles señal de paz, huyesen, corriesen tras ellos, y le trajesen los que pudiesen, porque era menester para lengua, y para guía del camino y pueblo, pues iban a ciegas y a tientas, sin saber por dónde echar a poblado. Los de a caballo fueron, y cuando ya llegaban junto al cerrillo, y les gritaban y señalaban que iban de paz, huyeron aquellos hombres, medrosos y espantados de ver cosa tan grande y alta, que les parecía un monstruo, y que caballo y hombres era todo una cosa; mas como la tierra era llana y sin árboles, en seguida los alcanzaron, y ellos se rindieron porque no llevaban armas. Y así, los trajeron todos a Cortés. Tenían las orejas, nariz y rostro con grandes y feos agujeros y zarcillos, como los otros que habían dicho ser de Cempoallan; y así lo dijeron ellos, y que estaba cerca la ciudad. Preguntados a qué venían, respondieron que a mirar; y por qué huían, que de miedo de gente desconocida. Cortés los aseguró entonces, y les dijo que él iba con aquellos pocos compañeros a su lugar, a ver y hablar a su señor como amigos, con mucho deseo de conocerle, pues no había querido venir ni salir del pueblo; por eso, que le guiasen. Los indios dijeron que ya era tarde para llegar a Cempoallan, mas que le llevarían a una aldea que estaba de la otra parte del río y se parecía, donde, aunque era pequeña, tenía buena posada y comida por aquella noche para toda su compañía. Cuando llegaron allá, algunos de aquellos veinte indios se fueron, con licencia de Cortés, a decir a su señor que habían quedado en aquel lugarejo, y que al día siguiente volverían con la respuesta. Los demás se quedaron allí para servir y proveer a los españoles y nuevos huéspedes; y así, los hospedaron y dieron bien de cenar. Cortés se recogió aquella noche lo mejor y más fuerte que pudo. A la mañana siguiente, muy temprano, llegaron a él hasta cien hombres, todos cargados de gallinas como pavos, y le dijeron que su señor se había alegrado mucho con su venida, y que por ser muy gordo y pesado para caminar, no venía; mas que le quedaba esperando en la ciudad. Cortés almorzó aquellas aves con sus españoles, y se fue luego por donde le guiaron muy dispuesto en ordenanza, y con los dos tirillos a punto, por si algo aconteciese. Desde que pasaron aquel río hasta llegar a otro caminaron por muy buen camino; le pasaron también a vado, y en seguida vieron a Cempoallan, que estaría a una milla de distancia, toda llena de jardines y frescura, y con muy buenas huertas de regadío. Salieron de la ciudad muchos hombres y mujeres, como en recibimiento, a ver a aquellos nuevos y más que hombres. Y les daban con alegre semblante muchas flores y frutas muy diversas de las que los nuestros conocían; y hasta entraban sin miedo entre la ordenanza del escuadrón; y de esta manera, y con este regocijo y fiesta, entraron en la ciudad, que era todo un vergel, y con tan grandes y altos árboles, que apenas se veían las casas. A la puerta salieron muchas personas de lustre, a manera de cabildo, a recibirles, hablarles y ofrecérseles. Seis españoles de a caballo, que iban delante un buen trecho, como descubridores, volvieron atrás muy maravillados, ya que el escuadrón entraba por la puerta de la ciudad, y dijeron a Cortés que habían visto un patio de una gran casa chapado todo de plata. Él les mandó volver, y que no hiciesen demostraciones ni milagros por ello, ni de nada de lo que viesen. Toda la calle por donde iban estaba llena de gente, embobada de ver los caballos, tiros y hombres tan extraños. Pasando por una gran plaza, vieron a mano derecha un gran cercado de cal y canto, con sus almenas, y muy blanqueado de yeso de espejuelo y muy bien bruñido, que con el sol relucía mucho y parecía plata; y esto era lo que aquellos españoles pensaron que era plata chapada por las paredes. Creo que con la imaginación que llevaban y buenos deseos, todo se les antojaba oro y plata lo que relucía. Y en verdad, como ello fue imaginación, así fue imagen sin el cuerpo y alma que deseaban ellos. Había dentro de aquel patio o cercado una buena hilera de aposentos, y al otro lado seis o siete torres, por sí cada una, y una de ellas mucho más alta que las demás. Pasaron, pues, por allí callando muy disimulados, aunque engañados, y sin preguntar nada, siguiendo todavía a los que guiaban, hasta llegar a las casas y palacio del señor. El cual entonces salió muy bien acompañado de personas ancianas y mejor ataviadas que los demás, y a cada lado suyo un caballero, según su hábito y manera, que le llevaban del brazo. Cuando se juntaron él y Cortés, hizo cada uno su reverencia y cortesía al otro, a estilo de su tierra, y con los farautes se saludaron en breves palabras; y así, se volvió luego a entrar en palacio, y asignó algunas personas de aquellas principales que aposentasen y acompañasen al capitán y a la gente, los cuales llevaron a Cortés al patio cercado que estaba en la plaza, donde cupieron todos los españoles, por ser de grandes y buenos aposentos. Cuando estuvieron dentro se desengañaron, y hasta se avergonzaron los que pensaron que las paredes estaban cubiertas de plata. Cortés hizo repartir las salas, curar los caballos, asentar los tiros a la puerta, y en fin, fortalecerse allí como en campamento y junto a los enemigos, y mandó que ninguno saliese afuera, por mucha necesidad que tuviese, sin expresar licencia suya, bajo pena de muerte. Los criados del señor y oficiales del regimiento proveyeron largamente de cena y camas a su usanza.
contexto
Recibimiento y servicio que hicieron en Tlaxcallan a los nuestros Mucho sintieron en gran manera los embajadores mexicanos la venida de Xicotencatl al real de los españoles, y el ofrecimiento que a Cortés hizo para su rey de las personas, pueblo y hacienda. Y le dijeron que no creyese nada de aquello ni confiase en palabras; que todo era fingido, mentira y traición, para cogerlo en la ciudad a puerta cerrada y a salvo. Cortés les decía que aunque todo aquello fuese verdad, decidía ir allá, porque menos los temía en poblado que en el campo. Ellos, cuando vieron esta respuesta y decisión, le rogaron que diese licencia a uno de ellos para ir a México a decir a Moctezuma lo que pasaba, y la respuesta de su principal recado, que dentro de seis días volvería sin falta ninguna; y que hasta entonces no partiese del real. Él se la dio, y esperó allí a ver qué traería de nuevo, y porque, en verdad, no se atrevía a fiarse de los otros sin mayor certeza. En este intermedio iban y venían al campamento muchos de Tlaxcallan, unos con gallipavos, otros con pan, cuál con cerezas, cuál con ají, y todos lo daban de balde y con alegres semblantes, rogando que se fuesen con ellos a sus casas. Vino, pues, el mexicano, como prometió, al sexto día, y trajo a Cortés diez piezas y joyas de oro muy bien labradas y ricas, y mil quinientas ropas de algodón, hechas de mil maravillas, y mucho mejores que las otras mil primeras. Y le rogó muy ahincadamente de parte de Moctezuma que no se pusiese en aquel peligro, confiándose de los de Tlaxcallan, que eran pobres, y le robarían lo que él le había enviado, y le atacarían sólo con saber que trataba con él. Vinieron asimismo todos los capitanes y señores de Tlaxcallan a rogarle les hiciese el honor de ir con ellos a la ciudad, donde sería servido, provisto y aposentado; Pues era vergonzoso para ellos que tales personas estuviesen en chozas tan ruines; y que si no se fiaba de ellos, que viese cualquier otra seguridad o rehenes, y se los darían; pero que le prometían y juraban que podían ir y estar con toda seguridad en su pueblo, porque no quebrantarían su juramento, ni faltarían a la fe de la república, ni a la palabra de tantos señores y capitanes, por todo el mundo. Así que, viendo Cortés tanta voluntad en aquellos caballeros y nuevos amigos, y que los de Cempoallan, de quienes tenía muy buen crédito, le importunaban y aseguraban que fuese, hizo cargar su fardaje a los bastajes, y llevar la artillería, y partió para Tlaxcallan, que estaba a seis leguas, con tanto orden y recado como para una batalla. Dejó en la torre y campamento, y donde había vencido, cruces y mojones de piedra. Salió tanta gente a recibirle al camino y por las calles, que no cabían de pies. Entró en Tlaxcallan el 18 de septiembre, se aposentó en el templo mayor, que tenía muchos y buenos aposentos para todos los españoles, y puso en otros a los indios amigos que iban con él; puso también ciertos límites y señales hasta donde podían salir los de su compañía, y no pasar de allí, bajo graves penas, y mandó que no tomasen sino lo que les diesen; lo cual cumplieron muy bien, porque para ir a un arroyo, que estaba a un tiro de piedra del templo, le pedían licencia. Mil placeres hacían aquellos señores a los españoles, y mucha cortesía a Cortés, y les proveían de cuanto necesitaban para su comida; y muchos les dieron sus hijas en señal de verdadera amistad, para que naciesen hombres esforzados de tan valientes varones y les quedase casta para la guerra; o quizá se las daban por ser costumbre suya o por complacerlos. Les pareció bien a los nuestros aquel lugar y la conversación de la gente, y disfrutaron allí veinte días, en los cuales procuraron conocer las particularidades de la república y secretos de la tierra, y tomaron la mejor información y noticia que pudieron del hecho de Moctezuma.
monumento
Las murallas que rodean el cerro de Estepa fueron levantadas en época califal, fechadas en el siglo X. En las siguientes centurias fueron reconstruidas, tanto por los almohades, en el siglo XII, como por la Orden de Santiago entre los siglos XIII y XVI. Al tratarse Estepa de una zona fronteriza de alto valor estratégico, la fortaleza sufrió diferentes asedios, tanto por parte de los cristianos como de los nazaríes, siendo el último el que realizó Muley Albohacen en 1460, durante la batalla del Madroño. Formando parte de este recinto amurallado se encuentra la Torre del Homenaje.