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Merece la pena tener en cuenta estos datos a la hora de enfrentarnos con los edificios destinados a espectáculos en Hispania; porque, si bien es cierto que, a lo largo de todo el Imperio, pudieron mantenerse, en ciudades menores, teatros ambulantes con sus escenas de madera, circos reducidos a meros llanos con dos postes clavados en tierra, y foros acondicionados para los breves días que durasen los combates gladiatorios, parece evidente, en principio, que la monumentalización de los edificios de espectáculos es reflejo de la que se da en Italia, y que, por tanto, los teatros, anfiteatros y circos de nuestra península que han dejado huellas hasta hoy han de ser todos -salvo algún caso aislado que merece especial análisis- de época imperial. Ahora bien, ¿cuáles son esos monumentos? Antes de centrarnos en los efectivamente conservados, cabría aludir a otros que debieron o pudieron existir, dadas las noticias que han llegado hasta nosotros. Cierto que no nos valen como testimonio todos los epígrafes que hablan de juegos -puesto que éstos pudieron celebrarse en ámbitos efímeros-, y que lo mismo puede decirse de hallazgos muy sugestivos a primera vista -los graffiti con figuras de gladiadores en Gades, las armas gladiatorias de Pollentia (Alcudia)-, pero hay lápidas y textos antiguos de particular valor, por lo concreto de sus alusiones. En Castulo, por ejemplo, podemos recordar cómo un procurador de Augusto puso estatuas junto al teatro, y sabemos por otro epígrafe que el seviro L. Licinio Abascantión, en el siglo II d. C., pagó dos sesiones en el anfiteatro y unos recitales en el teatro. Algo semejante ocurre en Hispalis, si no se equivoca el Pasionario Hispano cuando relata que el cuerpo de Santa Rufina fue llevado al anfiteatro para ser quemado; y más claro aún es el caso de Balsa (Tavira) y Zafra, donde unas inscripciones dan los nombres de quienes pagaron la construcción de sectores concretos del muro del podium en los circos locales: acaso en tales circos sólo fuese de piedra este elemento, quedando todo el resto en madera o tierra, pero al menos hay un indicio seguro de monumentalización, igual que en Siarum (cerca de Utrera), donde otro personaje levanta con piedras, desde el suelo, una grada para ver espectáculos, ignoramos de qué tipo. Si la arqueología actual aún no ha solucionado estos problemas, lo mismo ocurre con el -aún más curioso- que plantean los múltiples circos, teatros y anfiteatros que han sido vistos, o imaginados, por escritores de pasados siglos, y que todavía hoy esperan su confirmación o (como ha ocurrido ya con los pretendidos teatro y anfiteatro de Barcelona) una desmentida clara. ¿Quién sabe si hubo en Toledo un teatro, aparte del probable anfiteatro del barrio de Covachuelas?, ¿qué pensar de los posibles anfiteatros de Bracara Augusta, Calagurris, Ilici y Malaca?, ¿fue anfiteatro, o circo, la ruina que se destruyó en Gades en el siglo XVIII?, ¿dónde estuvieron en realidad los circos y los anfiteatros que sin duda, y dada su entidad, tuvieron las ciudades de Hispalis y Corduba, y que han sido hallados en diversos puntos? Por desgracia, carecemos aquí de espacio para tratar por separado de estos monumentos aún misteriosos. Esperemos llegar a tener noticias futuras sobre ellos, igual que sobre otros con restos conocidos, y hasta analizados por arqueólogos en la actualidad, pero que siguen planteando dudas sobre su identidad, o que no han sido dados a conocer con detalles suficientes para permitir una definición indudable. Tal es el caso, del posible teatro de Castulo; o por ejemplo, del pretendido anfiteatro de Capera (Cáparra), cuya estructura circular sugiere más bien un depósito de agua; o de las huellas informes del posible anfiteatro de Acinippo (Ronda la Vieja); o de las curiosas gradas talladas en la roca de Termes, que pudieron servir de cavea para un rústico teatro o anfiteatro; o del posible circo de Itálica, que pudo ocupar un espacio junto al teatro, pero que exigiría excavaciones para ser reconocido; o, finalmente, del teatro de Corduba, que algunos han querido ver en los restos aparecidos con motivo de las obras del Tren de Alta Velocidad. Apartados, en fin, todos los monumentos dudosos, quedan ante nosotros los 21 teatros, 12 anfiteatros y 6 circos que, actualmente, componen el catálogo de los monumentos dedicados a espectáculos en la Hispania romana. Muchos de ellos serán conocidos por el lector por su asombroso tamaño o por la fortaleza de sus evocadoras y grandiosas estructuras.
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En el área de los grandes templos de Ugarit se hicieron durante las primeras campañas de excavaciones diferentes hallazgos de piezas egipcias. Entre ellas, y aparte de un sinfín de escarabeos y vasos de alabastro con cartuchos de diferentes faraones, la más antigua era la perla de un collar, hallada entre diversas estatuillas egipcias del Imperio medio, decapitadas, que portaba grabado el nombre del faraón Sesostris I (1970-1936 a. C.). Próxima al Templo de Daban se halló la estatua en basalto negro, también mutilada, de la princesa Chunumet-Nefret-Hedjet, hija de Amenemhat III. En la entrada del Templo de Baal fueron encontrados los restos de dos esfinges rotas en numerosos pedazos: una llevaba el cartucho de Amenemhat III. Asimismo, se descubrieron una magnífica estela con la representación de Seth, dios de la región de Djapouna, a quien Mami, jefe de la tesorería real, ofrecía sus plegarias; la estatua de un principalísimo sacerdote egipcio de Heliópolis, acéfala; así como un grupo (tríada), bárbaramente troceado; por sus inscripciones sabemos que este grupo había sido ofrecido en memoria y resposo de un tal Senussit-Ankh, visir y juez, embajador egipcio en Ugarit. Estas y otras piezas, que por razón de espacio no pueden figurar aquí, aparecieron decapitadas o mutiladas, circunstancia no explicada satisfactoriamente por los expertos. Entre las opiniones emitidas quizás la más correcta sea la que argumenta que la destrucción de tales estatuas fue debida a una revolución local antiegipcia.
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Muchas tumbas se encuentran señaladas por simples losas de piedra, casi siempre con inscripción, que se refieren a los datos personales del difunto: nombre, origen, relaciones familiares, carrera en la administración pública o en el ejército, etc. Suelen estar labradas en un bloque de piedra, cuya forma varía considerablemente, puesto que puede tratarse de una simple losa inscrita que era empotrada en el propio monumento funerario, o tener forma de altar o de ara, esto es, de un bloque de piedra paralelepipédico con la inscripción en una de sus caras laterales, que podía complicarse con el añadido de molduras, decoraciones ornamentales o figuradas, etc. Importantes conjuntos de estelas funerarias aparecen en casi todas las necrópolis romanas; son los vestigios más abundantes, porque en la mayor parte de los casos se han conservado, dado el prestigio que de siempre han tenido las piedras inscritas, en tanto que el resto de materiales han sido destruidos. En los últimos tiempos, los estudios sobre estas estelas se han hecho muy numerosos, tomando en consideración tanto su valor epigráfico como arqueológico, esto es, lo que se ha escrito y el soporte sobre el que se ha escrito. Han podido identificarse así talleres epigráficos, que preparan las piedras de una determinada forma, incluyendo en ocasiones motivos decorativos complementarios muy concretos. Dentro de estos monumentos en forma de estela, podemos destacar el importante conjunto de cuppae que se encuentra en el Occidente de la Península Ibérica, y especialmente en torno a Mérida, la antigua Augusta Emerita. Las cuppae son sillares con la cara superior redondeada, que en algunos casos pueden estar decorados con molduras y cartelas que albergan la correspondiente inscripción funeraria. Otro conjunto muy significativo es el de las estelas en forma de casa (oicomorfas) de la región de Poza de la Sal, en Burgos, aunque ejemplares similares se encuentran también en otros lugares. Como indica su propio nombre, se trata de estelas funerarias que en ocasiones constituyen la propia urna cineraria y en otras -la mayoría- son simples elementos indicadores del lugar de la tumba; a veces pueden tener canales que desembocan en la cara inferior y que debieron servir para dirigir hacia la tumba los líquidos de las libaciones. Con frecuencia, las casas tienen labrados en relieve algunos detalles propios, con puertas y ventanas, y a veces se puede complicar con algún elemento de tipo simbólico, como las características rosetas. Dentro de este conjunto podemos incluir también los numerosos monumentos en forma de altar, formados por un cuerpo principal con o sin pilastras laterales, y rematado por un frontón central flanqueado por una especie de roleos que reciben el nombre de pulvini; en la cara principal pueden llevar asimismo la inscripción conmemorativa. Se trata de un tipo de monumentos que entronca directamente con las estelas funerarias, pero que constituye al mismo tiempo la variante más simple de un amplio grupo de monumentos que tienen en común el carácter cuadrangular y la búsqueda de una sensación de verticalidad. Algunos llegan a adquirir dimensiones considerables y a convertirse en una importante superestructura compuesta de uno o de varios pisos. El conjunto más antiguo de este tipo de edificios son los denominados monumentos de friso dórico. Están compuestos por un zócalo moldurado, un cuerpo cuadrangular coronado por un friso dórico con triglifos y metopas decorados, casi siempre, con cabezas de toros y rosetas; son éstos los motivos que encontramos, por ejemplo, en varios sillares de un monumento de Sagunto, identificado hace algunos años por Almagro Gorbea; muchos de estos monumentos eran en realidad el basamento de un cuerpo superior sobre la que se alzaba un pequeño templete en cuyos intercolumnios podrían situarse diversas estatuas; en algunos casos se han recuperado también figuras de togados y palliati que se ubicarían en estos intercolumnios.
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De Cádiz procede un elemento arquitectónico que nos permite alcanzar una idea aproximada del aspecto de estos lugares. Es un capitel de caliza blanca, formado por cuatro pétalos enroscados en espiral, de forma parecida a las volutas de los capiteles jónicos; su modelo, sin embargo, no está en la arquitectura griega, sino en la egipcia, mucho más remota, en la que se empleaban estas estilizaciones vegetales para los soportes arquitectónicos. El capitel de lirios de Cádiz, no estaba destinado a soportar nada, puesto que su parte superior es redondeada, sino que remataría un pilar exento, colocado como exvoto, o destinado a recibir sobre él la manifestación de la divinidad, en forma de ave, que podría ser interpretada por los sacerdotes; en cualquier caso, es la única obra de un orden arquitectónico fenicio que se conoce en todo Occidente, y su antigüedad podría situarse en el siglo IX o en el VIII antes de Cristo. Son relativamente numerosos los monumentos funerarios fenicios conocidos en España, aunque de notable uniformidad, puesto que corresponden a pocas necrópolis. Los de mayor interés son las tumbas de Trayamar, situadas junto a la desembocadura del río Algarrobo, al este de Málaga, con cámaras de unos tres metros de lado, construidas con grandes sillares, en las que se depositaban los cadáveres incinerados dentro de urnas. Se ha podido estudiar el sistema de cubierta de madera, con una estructura a dos aguas sobre techo plano y también el pasillo inclinado de entrada, lo que remite con certeza a ejemplos orientales. Otros enterramientos fenicios de incineración son pozos o pequeñas cámaras excavadas en el terreno natural y hay también simples fosas cubiertas de tierra, pero este ritual deja paso en el siglo VI a. C. a las inhumaciones. La necrópolis de Jardín, también de la costa malagueña, la de Villaricos (Almería) y la del Puig des Molins en Ibiza, poseen cámaras hipogeas con sarcófagos de inhumación, normalmente con más de un enterramiento por cámara, pero desde el siglo IV las dimensiones de las tumbas se empobrecen y es frecuente alternar inhumaciones con incineraciones, como si no existieran unos principios religiosos o unas fórmulas rituales muy estrictas. En Cádiz hay incineraciones antiguas depositadas en las mismas fosas en las que se efectuaba la cremación; en el siglo VI a. C., los cadáveres se colocaban en estrechas cámaras, hechas de sillares revestidos de cal, en grupos de hasta una docena de departamentos paralelos; más adelante, las cámaras son más pequeñas y llegan a convertirse en simples fosas revestidas de sillares y separadas entre sí.
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Si descartamos un arco de Galieno que la posteridad no tuvo el celo de conservar, Roma no había visto levantar un arco de triunfo desde el de Septimio Severo. Sin embargo, como otro signo de recuperación, Diocleciano construyó el Arcus Novus para celebrar sus decennalia personales en el año 294. De él sólo se conservan los pedestales de algunas columnas, con relieves de Victorias y trofeos, Dioscuros y los habituales prisioneros bárbaros. Lo bastante para mostrar hasta qué nivel podían trabajar los talleres de la Urbs en los últimos decenios del siglo III, cuando disponían de artistas formados en el clasicismo galiénico y buenos observadores de lo mucho que la Roma de entonces ofrecía. Técnicamente muy hábiles, podían hacer una cabeza femenina de aspecto puramente helénico y de muy buen estilo; sabían dar a las figuras el debido escorzo para adentrarlas en la tercera dimensión, modelar y diseñar con tino el plegado de sus ropajes, sin renunciar por todo ello a darles cierto sabor de época: unos bustos estrechos; y algo cortos, unas piernas largas y una pelvis que con ellas forma una elipse más ancha que el torso. Se habla de vientre de abeja, cuerpo piriforme, etc. Diez años después se celebran las decennalia de la Tetrarquía y con ese motivo se erigen en el Foro cinco columnas honoríficas rematadas por otros tantos bustos, el de Júpiter en el centro y los de dos tetrarcas a cada lado. El pedestal de una de esas columnas, conocido como la Basa de las Decennalia, se encuentra en el Foro junto al Arco de Septimio. Los relieves son de otro taller y de otro estilo, que el del Arcus Novus con muchas reminiscencias del arte popular severiano; por ejemplo, en el modo de siluetear las figuras con un profundo surco de trépano y de dibujar los pliegues por el mismo procedimiento, sin finuras de transición a los primeros planos. El desfile de los senadores es una estampa de antología: actitudes casi iguales, cabezas iguales -unas con barba, otras sin ella-, las mismas togas contabulatas... Estos eran los escultores progresistas de la época, a quienes volveremos a encontrar enseguida en el Arco de Constantino. Ha pasado otro decenio. Entre 312 y 315 el senado y el pueblo levantan el mayor de los arcos existentes en honor a Constantino, con el sibilino pretexto de "quod instintu divinitatis mentis magnitudine cum exercitu suo tan de tyranno quam de eius omni factione rem publicam iustis ultus est armis" (porque por inspiración de la divinidad y por la grandeza de su espíritu al frente de su ejército liberó a un tiempo, a la república, de un tirano y de sus seguidores, haciendo uso de justas armas...). Era flagrante la imitación, pero no la copia, del Arco de Septimio Severo. Los fustes de giallo antico de las columnas y las placas de pórfido que respaldan los relieves adriáneos, remiten a la arquitectura polícroma de los Flavios y Antoninos. El diseño y la composición del arco así como el ajuste de los relieves al contexto arquitectónico merecen el calificativo de clásicos. La mayor parte de los relieves procede de monumentos de Trajano, Adriano y Marco Aurelio. Se diría que es una exposición o un museo del relieve clásico romano, si no fuera porque las cabezas de los emperadores citados han sido reemplazadas por la de Constantino. Pero de todos modos el arco es tan tradicionalista como pudiera serlo el más acendrado manifiesto de una restauración, por lo menos en el terreno de la estética. Tal fue sin duda la intención que inspiró el programa artístico. Los relieves de Victorias y trofeos de los pedestales de las columnas se inspiran en los del Arcus Novus de Diocleciano y seguramente lo mismo las Victorias y estaciones, y personificaciones de ríos que rellenan las enjutas de los arcos, todas ellas en la línea del clasicismo del siglo III. Lo mismo los dos tondos de los lados cortos del arco, complemento de los ocho de Adriano, discos de 2,35 m de diámetro, uno dedicado al dios Sol, importantísimo entonces, y otro a la diosa Luna, ambos en sus carros de caballos precedidos por los correspondientes luceros. Ambos procuran imitar el refinado estilo de sus modelos y lo consiguen hasta cierto punto, en el ajuste de la composición al marco circular e incluso en la construcción del cuadro. Pero la forma se ajusta al modo de hacer vigente entonces en cuestiones tales como el tratamiento de los paños, de rígidos pliegues paralelos y gran revuelo ornamental de mantos y cendales. Por lo regular no se busca, en el clasicismo constantiniano, el ajuste del ropaje al movimiento natural de la figura, sino a lo sumo a su forma. Y quedan seis relieves de un metro de altura que ciñen el arco por encima de las archivoltas de los vanos laterales. En ellos persiste el friso convencional del triunfo, de los arcos de Tito y Severo, pero enriquecido con las peripecias de la guerra que Constantino desató contra el poder central detentado por Majencio: partida de Milán; asedio de Verona; batalla del Puente Milvio; entrada de Constantino en Roma; discurso desde los Rostra del Foro republicano, distribución de dinero en efectivo (congiarium) en el Foro de César a un público entusiasta y agradecido. Centenares de figuras apretadas, vivaces, que repiten sin apenas variaciones un mismo gesto de títeres de retablo, con las cabezas casi iguales y a la misma altura (isocefalia). El emperador puede parecer un gigante en escenas como la del congianum, porque la estatura es también un exponente de la escala jerárquica. Es el lenguaje sencillo y directo del arte popular, dispuesto a sacrificarlo todo a la comunicación rápida del mensaje. Nunca se había hecho así en la Antigüedad, pero si iba a hacerse en la Edad Media. El modesto relieve sepulcral de tiempos de Trajano que comentábamos al tratar de la escultura del siglo II, recibía aquí el espaldarazo de un monumento oficial de gran porte. La muestra más importante del relieve histórico romano trasplantado a las provincias orientales la ofrecen los dos pilares conservados del que fuera Tetrápylos de Galerio en Tesalónica. Los pesados machones están rodeados de frisos superpuestos, separados por medias cañas horizontales recubiertas de un follaje que prefigura la ornamentación bizantina. Los relieves narran las campañas del tetrarca contra los partos de Mesopotamia y de Armenia con la misma infatigable continuidad que las columnas de Trajano y M. Aurelio, sin interrupción alguna en las esquinas. Esto último podía invocar la autoridad del Partenón, pero era una falta de consideración a la categoría arquitectónica del arco. La técnica de labra, a base de surcos, la estatura de las personas según su rango, la superposición de filas, son las mismas que en Occidente, pero la corporeidad de las figuras es tal, que a su lado las del friso de Constantino en Roma parecen recortes de una tablilla. Ni siquiera en fecha tan avanzada (297-305) Grecia olvida que es Grecia, y que la figura humana tiene tres dimensiones. Pronto, con la fundación de Bizancio, la Hélade va a experimentar un resurgir del que el Arco de Galerio es mero anticipo. Muy del gusto de su tiempo fue en Roma el Arco Cuadrifronte que deslindaba el Foro Boario del Velabro. Erigido con materiales de acarreo, mármoles, ladrillos y cascajo, a principios del siglo IV, era una versión tardía del tetrápylon (ianus en latín), conjunción de cuatro arcos asentados en cuadro, sobre un podio desprovisto de ornamentación. Las caras de los pílonos que miran al exterior ofrecen dos órdenes superpuestos de hornacinas, en grupos de tres, precedidas antaño de columnillas corintias sobre ménsulas salientes, que parecían encerrar entre rejas al edificio. Era el mismo gusto puesto de manifiesto en la Porta Aurea del palacio de Spalatum y antes en los sarcófagos griegos columnados. Cada hornacina terminada -sólo las de las fachadas principales lo fueron- culminaba en el dosel gallonado de una venera cuyo tacón asoma al exterior bajo las claves de las boquillas. Una bóveda de crucería cubre el espacio interior, a partir de las intersecciones de las bóvedas de cañón de los cuatro arcos del ianus. El ático, de ladrillo, antaño revestido de mármol, fue demolido en 1827 por creerlo medieval. Sobre él se alzaba probablemente una pirámide como las del Arco de Vienne, en Francia, y la del destruido Arco de Malborghetto en la Vía Flaminia. El mismo lenguaje de la arquitectura enrejillada lo habla una manifestación espléndida del vidrio soplado de esta época: los vasos encerrados en una canastilla de cristal calado conocidos como diatreta.
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Emparentados también con los monumentos turriformes se encuentran aquellos que tienen apariencia de templo; esta semejanza puede limitarse a la fachada principal, pero también puede extenderse al resto del edificio, llegando a configurar un verdadero templo en cuanto a la forma, aunque su finalidad sea básicamente funeraria. El ejemplo más característico de este tipo de templos-tumbas es en la Península Ibérica el llamado Mausoleo de Fabara, en la provincia de Zaragoza. Se trata de un edificio de planta casi cuadrada, que reproduce un templo próstilo, tetrástilo y seudoperíptero, de orden toscano; la cámara funeraria, abovedada, se abre en el podio y se comunica con la cámara principal, también abovedada. En el frontón se conservan aún huellas de la inscripción que indica que el edificio estuvo dedicado a Lucius Aemilius Lupus. A un monumento naomorfo profusamente decorado debieron corresponder en su momento los escasos restos de Sádaba (Zaragoza). Lo que se conserva es sólo una pared compuesta por un zócalo y una parte media dividida por varias pilastras ricamente decoradas, que aíslan varios paneles decorados a su vez con guirnaldas y arcos y que figuran servir de soporte al entablamento; todo ello se coronaba con tres frontones, simulando que cada uno de ellos descansa en dos de las pilastras, quedando un vano desprovisto de frontón entre ellas. En el friso se conservan aún vestigios de la inscripción que permite adscribir este monumento a la familia de los Atilios. Similar debió ser un monumento de Sagunto dedicado a los Sergios, un edificio conocido por los dibujos y la descripción de un viajero italiano, Michelangelo Accursio, quien visitó el monumento en el año 1526. Se trataba de un edificio rectangular, cuyas dos fachadas mayores tenían seis pilastras sobre las que volteaban cinco arcos, delimitando unas a modo de edículas en las que estaban colocadas las inscripciones de los Sergii que han dado nombre al monumento, algunas de las cuales aún se conservan; una de las fachadas menores -posiblemente la trasera, porque carece de ingreso- tenía cuatro pilastras también estriadas y carecía de pilastras de esquina. Por comparación con otros edificios conocidos, en concreto con los de Sádaba y Chiprana, J. L. Jiménez ha propuesto su reconstrucción como un edificio de planta rectangular, con las fachadas laterales decoradas con pilastras e inscripciones, la posterior maciza y, posiblemente, una entrada porticada a la manera del monumento de Fabara. En época tardorromana encontramos variantes de estos monumentos naomorfos que incluyen ya los caracteres propios de la época. Así, el monumento de La Alberca, cerca de Murcia, presenta dos naves superpuestas, por encima de una cámara funeraria excavada en la tierra y cubierta con un pavimento de mosaicos, del que se han encontrado algunos restos. El edificio principal era de forma rectangular, terminaba en ábside semicircular y tenía la pared exterior reforzada por contrafuertes. Todo ello lo aleja de los templos de tipo romano y lo acerca más a las construcciones basilicales cristianas, y especialmente a un conjunto de edificios de la costa adriática con el que presentan no pocas similitudes algunos de los edificios hispánicos de este momento.
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En la Corona de Castilla, el final del siglo XIV fue poco brillante, como consecuencia de la revuelta situación que se vivió incluso después de terminado el conflicto entre Pedro el Cruel y su hermanastro Enrique. Aunque la corte de Juan II fue brillante en las letras y en la música, la debilidad de la monarquía y los enfrentamientos entre Alvaro de Luna y la nobleza tampoco favorecieron un programa constructivo de mucho alcance. A pesar de ello, hay que recordar que el comienzo de la recuperación tiene que ver mucho con Alvaro de Luna. El hizo construir su palacio de Escalona, desgraciadamente en ruinas, que era suntuoso y en el que se combinaba el gótico occidental con los adornos mudéjares. Pero también pudo tener algo que ver, personalmente o a través de tercera persona, con la llegada de Hanequín de Bruselas y su importante equipo. Antes de 1448 está Hanequín en Toledo. La capilla de Alvaro de Luna se abre en la cabecera de la catedral de Toledo. Al margen de que para ello quebró la unidad de la antigua girola del siglo XIII, es un magnífico polígono en base que se alza doblando sus lados en altura, mientras los muros se organizan en distintos niveles y en vanos y zonas macizas se despliegan tracerías flamígeras de dinámica elegancia. Después, todo el equipo bajo la misma dirección trabaja en la Puerta de los Leones, lateral sur de la catedral. A partir de este momento, Toledo se convierte en uno de los grandes focos de la arquitectura peninsular. Juan Guas será el más importante arquitecto. En San Juan de los Reyes crea un gran complejo de líneas esenciales relativamente sencillas, aunque en ciertas partes incluya bizarrías tales como arcos en esviaje. Los volúmenes se cubren con una espesa decoración en la que tiene mucho que ver un destacado grupo de escultores. El monasterio debía tener una iglesia que, además de festejar el triunfo militar de los Reyes Católicos, sería su lugar de enterramiento, aunque más adelante estos propósitos se modificaran. Juan Guas trabajará en el palacio de los Duques del Infantado, capricho florido, donde la incorporación de motivos decorativos de raíz islámica reafirma el asumido hispanismo mudejarizante del arquitecto. En Burgos, las cosas habían seguido otros caminos con resultados parejos. Allí fue el obispo Alonso de Cartagena quien trajo a Hans o Juan de Colonia, que se encargará de transformar la fachada tan francesa del siglo XIII de la catedral en algo distinto, con las dos famosas agujas caladas culminadas en estatuas que luego habrá que apear. Otras obras del mismo arquitecto se vinieron abajo, como aquel cimborrio sobre el crucero que produjo el asombro de algún culto viajero. De nuevo son las generaciones segundas las que se hispanizan, siendo éste el caso de Simón de Colonia. Velasco y Mendoza le encargan una capilla funeraria de ubicación, forma y sentido similar a la toledana anterior, a la que supera en ciertos aspectos. También en este momento trabaja con un nutrido grupo de buenos escultores que tanto ayudan en las labores ornamentales, como en aquellas imágenes sacras o profanas relacionadas con las ostentosas armas de las familias que el proyecto requiere. Seguramente la bóveda estrellada con el calado central es la parte más llamativa, aunque pudiera ser que la primera de este tipo hubiera estado en el cimborrio de su padre. En distintos lugares de Burgos, y a veces en relación con Simón, se realizan un cierto tipo de ornamentadas fachadas, calificadas de estandarte o tapiz, colgadas a una cierta altura del suelo y cubiertas por compleja tracería y ornamento. La de San Pablo de Valladolid se atribuye a Simón de Colonia, siquiera sea el proyecto original luego modificado. La de San Gregorio, mejor compuesta, a Gil de Silóe, el escultor. Tal vez existió una similar en Burgos en alguna de las grandes iglesias que hoy han desaparecido. En la provincia, un ejemplo singular, cuyo diseño ha. sido atribuido con dudas al mismo Simón, es la gran portada sur de Santa María de Aranda. En la zona del reino de León la actividad es menos importante. Tal vez habría que recordar a la familia de los Badajoz que se adentran bastante en el renacimiento. La biblioteca de la catedral es un espacio limpio de gran dignidad. Pero si se buscan obras de más fuste hay que volver la mirada hacia varias empresas poco creíbles: las últimas grandes catedrales. La primera y mayor es la de Sevilla. La conquista del siglo XIII no trajo consigo una actividad constructiva grande. Muchos edificios islámicos fueron reaprovechados, comenzando por los alcázares sevillanos que usaron como residencia los reyes. Las grandes mezquitas mayores de Córdoba y Sevilla se convirtieron en catedrales. Pero hay que esperar a fines del siglo XIV para que en la segunda ciudad se decidan a derribar la gran construcción almohade (al menos el haram o sala de oración). La obra se concibió de unas dimensiones y con una complejidad que no se pudo terminar hasta el siglo XVI, sobre todo en cubiertas, lo que quiere decir que por allí pasaron diversos arquitectos. En Salamanca, entonces muy notable centro universitario y religioso, la catedral románica se consideró insuficiente, y sin derribarse, se comenzó ya en los tiempos del renacimiento una imponente catedral gótica. Otro tanto ocurre en Segovia en cuanto a fechas y empeño. Pero esta ciudad, además, vio levantar fuera de los muros algunas obras notables como el convento de Santa Cruz o el monasterio del Parral. El paso de siglo no significó la desaparición de los recuerdos del último gótico en ninguna zona peninsular. Tal vez en el reino de Granada las cosas ocurrieron de otro modo y, como excepción, debido a la conquista tardía (1492). En Portugal las grandes construcciones son escasas hasta llegar a Batalha. El monasterio fue fundación real. Las obras no se detuvieron desde su inicio hasta bien avanzado el siglo XVI. Por ello se encuentran huellas importantes del último gótico, la influencia inglesa del perpendicular a partir de la intervención del arquitecto Ouguete y manifestaciones destacadas del espléndido manuelino del siglo XVI.
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Monumento excepcional lo constituye el llamado dístilo sepulcral de Zalamea de la Serena, en Badajoz. Se trata de un impresionante edificio de más de veinte metros de altura, que durante mucho tiempo sirvió de torre a la iglesia del pueblo, lo que sin duda lo salvó de una destrucción cierta. Hoy, sin embargo, y tras una obra de consolidación y restauración, el monumento aparece nuevamente exento.Se trata de una construcción cuadrangular, con un zócalo decorado con pilastras de orden corintio, que sostienen su correspondiente arquitrabe y sirven de base a dos grandes columnas, cuya parte superior se ha perdido, pero que debieron ser también de orden corintio. García y Bellido supuso que lo que hoy se conserva es sólo parte de un edificio más amplio, que posiblemente contara también con una cámara funeraria, abovedada, adosada a la fachada trasera del edificio, aunque no exista resto alguno de ella. Este tipo de edificio funerario, poco frecuente como ya hemos dicho, tiene no obstante paralelos en otros lugares del Imperio, y especialmente en la región de Siria.
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Aparte del citado sistema de enterramiento, propiedad del encargante, prolifera el tipo más frecuente, más económico, el sepulcro en sus variadas formas, tanto en catedrales, iglesias y capillas, como en los claustros. La catedral de León, donde se conservan los ejemplares más bellos y novedosos en el interior del templo, correspondientes al siglo XIII, desarrolla una notable actividad en la construcción de sepulcros del tipo lucillo, excavados en los muros del claustro, con el fin de no impedir el paso de las procesiones y paseos devocionales de los canónigos y clérigos. Los sepulcros del siglo XIV siguen las pautas de los obrados en el siglo anterior. El de don Diego Ramírez de Guzmán repite fielmente las fórmulas del de don Rodrigo (muerto en 1232), que se copia puntualmente en el don Martín Fernández. En ellos se desarrolla el tema de las exequias, de hondo predicamento en Castilla. El sepulcro de Diego Yáñez, muerto en 1309, tiene en el tímpano la escena de la Coronación de la Virgen. El del arcediano de Triacastella (muerto en 1335) alberga la Virgen y el Niño. También se hizo enterrar en la catedral leonesa Don Alfonso, hijo de don Juan el de Tarifa, que repite fórmulas típicas de sepulcros de nobles en Castilla: escudos que pregonan su prosapia en un frente lateral y la yacente ataviada de caballero encima. En el sepulcro de la condesa doña Sancha se recuerda su muerte violenta a manos de su sobrino, que se recoge en el "Libro de las Estampas", en uno de los frentes laterales. Si la influencia leonesa de varios sepulcros del siglo XIII se deja sentir literalmente en Ávila durante finales del mismo, se advierten algunos ecos burgaleses en el siglo siguiente, como el yacente de obispo, hoy en el Museo, inspirado en el de don Mauricio. El de don Diego de las Roelas, en cambio, es obra toledana. También se deja sentir la huella leonesa en Salamanca. En la catedral Vieja se conservan varios sepulcros del siglo XIV -obispo dominico don Pedro (1324), doña Elena y obispo don Rodrigo Díaz (muerto en 1339)-, con pinturas, variante decorativa de gran notoriedad, en la capilla de San Martín. El de don Juan Lucero (muerto en 1359), en la capilla de Santa Bárbara, es un interesante ejemplar con yacente y un Calvario en el fondo del lucillo, todo ello de acusada estilización. La calidad en los sepulcros antedichos está muy por debajo de la de los espléndidos ejemplares burgaleses, que alcanzan valores extraordinarios durante el presente siglo. Se disponen programas iconográficos y escenas en relación con el Evangelio y las exequias, analizados en profundidad por M. J. Gómez Bárcena. Ejemplos significativos son el sepulcro del obispo don Pedro Rodríguez Quijada, de la primera mitad del siglo -capilla del Condestable-, cuya iconografía se repite en el de don Gonzalo de Hinojosa, de hacia mediados de siglo -capilla de San Gregorio-. En ellos se desarrolla la liturgia de los funerales desde la casa mortuoria hasta la iglesia, donde se cubre con la tapa. Este tema tuvo hondo predicamento en toda Castilla. En la catedral de Cuenca se figura en dos sepulcros de la capilla de Santiago de la catedral, el del obispo don Álvaro Martínez, y especialmente el de un caballero de la Orden de Santiago. El estilo, sin embargo, está ligado a escuelas catalano-aragonesas, y debieron de labrarse hacia 1400. En la misma catedral de Burgos, el sepulcro de don Lope de Fontecha, contemporáneo del de don Gonzalo de Hinojosa y ubicado en la misma capilla, es obra de muy cuidada calidad, que recoge un programa iconográfico en función de la salvación. El frente del sarcófago está decorado con escenas del ciclo de Navidad, sigue la yacente y las exequias, éstas en el fondo del lucillo, que se comparten con un Juicio Final, e inscrita en el airoso gablete, que enmarca el conjunto, la Coronación de la Virgen y Cristo en el remate. El sepulcro del obispo don Domingo del Arroyuelo, aunque del último cuarto del siglo, adopta fórmulas tradicionales. En Galicia se conservan sepulcros análogos al de Fernán Pérez de Andrade, de gran rudeza y expresividad, en iglesias de órdenes mendicantes de Betanzos, Pontevedra, Lugo y Santiago, cuya expansión por la citada región ha sido analizada por C. Manso. Delicada estilización presenta el sepulcro de doña Juana de Castro (muerta en 1374) en la catedral de Santiago. En Orense se conserva un interesante grupo de sepulcros de prelados en la catedral, entre los que destaca el de don Vasco Pérez Mariño, en el brazo norte del crucero. Una modalidad muy interesante en la escultura funeraria es la de sepulcros de madera. El más antiguo ejemplar conservado es el de doña Mayor Guillén, en el convento de las clarisas de Alcocer (Guadalajara) datado por Azcárate a finales del siglo XIII. Existen notables ejemplares en el Museo de Burgos, procedentes de Villasandino, Vileña y Palacios de Benaver. Son obras datadas entre finales del siglo XIII o comienzos del XIV. Repiten la tipología de los sepulcros en piedra o mármol. Se componen de yacente y sarcófago, y en sus frentes se desarrollan escenas de los funerales. El yacente de don Pedro González de Agüero (Museo Regina Coeli, Santillana del Mar, Santander) es de tamaño mayor que el natural, y va acompañado de perro, azor y espada, como corresponde a un caballero. Durante el último tercio del siglo es importante la labor desarrollada por el taller toledano de Ferrand González, en cuyo desarrollo fue muy importante la figura del arzobispo Pedro Tenorio. En el centro de la capilla de San Blas ideada por él para su enterramiento, se disponen su sepulcro y el de don Vicente Arias de Balboa (muerto en 1413), canónigo y arcediano de Toledo y más tarde obispo de Plasencia. Ambos monumentos son analizados por T. Pérez Higuera dentro del citado taller, cuya labor sitúa entre 1385 y 1410. Es posible incluso adelantar el comienzo unos años si tenemos en cuenta el estilo similar de las obras realizadas por Pedro Suárez en las casas de San Antolín, en la misma ciudad. Su propio sepulcro, obrado tras su muerte en la batalla de Troncoso (1385), es realización del mismo. Los caracteres privativos de los sepulcros del taller trascienden a provincias más o menos distantes, como Ávila, Sevilla y Álava, y su influencia penetra incluso en Portugal. En directa relación con los sepulcros de la capilla de San Blas están entre otros el de Juan Serrano en el monasterio de Guadalupe, el del obispo Diego de las Roelas, en la catedral abulense, y el de un obispo en el coro del convento de Santa Clara, de Toledo, que B. Martínez Caviró ha identificado con fray Juan Enríquez.
contexto
Estos monumentos de friso dórico no son sino una variante de un tipo de edificio funerario que tiene su origen en época prerromana y que alcanzan su mayor difusión durante el Imperio Romano: los monumentos turriformes. El más antiguo de los conservados en la Península Ibérica es el de Cartagena que tradicionalmente se ha venido conociendo como la Torre Ciega, y que resulta al mismo tiempo el menos canónico de todos ellos. En el año 1598, un cartagenero, Francisco de Cascales, lo describió con prolijidad, y desde entonces ha despertado la atención de los investigadores. Nicolás de Montanaro la dibujó ya a principios del siglo XVIII. Poco a poco, y como testimonia una amplia serie de documentos de los siglos XVIII y XIX, el edificio se fue deteriorando, hasta llegar a amenazar ruina total a mediados del siglo XX, por lo que fue objeto, en los años 40, de un primer intento de consolidación a cargo de A. Beltrán, y de una obra ya más completa en los años 60, dirigida por Pedro Sanmartín. Según lo que puede observarse en los dibujos y las descripciones antiguas, el monumento constaba de un basamento de tres hiladas de sillares, coronado por una moldura, sobre la que se alzaba el cuerpo principal, ligeramente retranqueado y coronado por otra moldura; el remate lo constituía un tronco de cono terminado en una semiesfera; lo más interesante de todo ello, aparte de la forma general del edificio, es el revestimiento que cubría tanto el cuerpo principal como el remate troncocónico: un reticulado formado por pequeñas pirámides de piedra volcánica clavadas en la masa del mortero aún fresca, dejando visible al exterior sólo su base, que aparece dispuesta en forma de tombo; la sucesión de estas pirámides confiere a la superficie un aspecto de tablero reticular que le da el nombre de opus reticulatum con que se designa esta técnica. En este caso concreto, los ángulos del cuerpo principal estaban formados por una hilera de piedras escuadradas que terminaban en ángulo para adaptarse al reticulatum. En la cara principal, un marco de piedras de este mismo tipo rodeaba una inscripción funeraria que aún hoy se conserva, aunque muy deteriorada, en la que todavía se advierten rasgos suficientes como para confirmar la mención de un Titus Didius de la tribu Cornelia, que debía ser la persona para la que se construyó el monumento. La torre de Cartagena resulta anómala en el conjunto de edificios funerarios romanos. Su cuerpo principal presenta considerables similitudes con algunos de los monumentos funerarios en forma de altar, pero su relación con uno superior, cónico rematado en una semiesfera o, más posiblemente, en una piña, sólo encuentra lejanos paralelos en el centro de Italia durante los últimos siglos de la República, entre los cipos de algunas necrópolis etruscas y, especialmente, entre los betilos sobre podio cubiertos con una red que se reproducen en algunas urnas volterranas; en arquitectura monumental, lo más próximo es el edificio llamado de los Horacios y de los Curiacios, cerca de Arezzo, compuesto por varios cuerpos de tipo similar. Muy importante es también el hecho de que la técnica constructiva sea el opus reticulatum, poco frecuente fuera de Italia, casi siempre de época tardorrepublicana o augustea y en relación con personas vinculadas a la Italia central o a la Campania o con actividades del ejército o de la propia casa imperial. Su cronología correspondería al siglo I a. C., siendo, como más moderno, de época augustea. Pero mucho más frecuentes son otros tipos de torres funerarias, algo más tardías, que abundan especialmente en el litoral mediterráneo español. Dos de los mejores ejemplos, que también hemos estudiado personalmente, son los de Daimuz y Villajoyosa, en las provincias de Valencia y Alicante, respectivamente. Ambos son bastante similares, aunque el primero resulta más lujoso que el segundo, y se conocen desde antiguo, gracias a los dibujos del siglo XVIII del ilustrado valenciano Antonio de Valcárcel, conde de Lumiares, y del viajero francés Alejandro de Laborde. El monumento de Villajoyosa, que hoy se encuentra adosado al edificio social del camping Sertorio, en las afueras de la población, conserva un basamento de cuatro gradas y un cuerpo central, separados por una moldura; las esquinas presentan pilastras lisas, labradas en los mismos sillares de la pared; carecen de capitel, aunque debió pertenecerles uno que se encuentra hoy en las proximidades del monumento; es éste de orden corintio y aparece, como las demás partes del monumento, sin terminar de labrar; también debieron corresponder en su día a este monumento varios sillares moldurados visibles en las cercanías y que hemos identificado como partes de su arquitrabe y cornisa. El monumento era hueco, y estaba formado por una cámara cubierta por una poderosa bóveda de medio cañón cuyo arranque lo constituían los propios sillares de las paredes. No existía subdivisión interna alguna en esta cámara, ni tampoco entrada a la misma, ya que la que actualmente se conoce debe ser consecuencia de la rotura de un sillar hecha con posterioridad, posiblemente, y a juzgar por los materiales aparecidos en el interior del monumento, durante la Edad Media. La única comunicación original con el exterior era un pequeño orificio abierto en uno de sus lados, que debía servir para recibir las libaciones desde el exterior, ya que la forma en que está labrado, con una marcada inclinación hacia el interior, así permite atestiguarlo. No se ha conservado vestigio alguno de la cubrición, aunque suponemos, dado el elevado número de paralelos que se conocen, que pudo ser una pequeña pirámide, elemento de honda tradición funeraria desde su empleo en el Antiguo Egipto. Pirámides de lados rectos, o de lados curvos, resultan bastante frecuentes como coronamiento de edificios funerarios en todo el mundo antiguo. El monumento de Daimuz era muy similar al de Villajoyosa, aunque más complejo. Se conservó en bastante buen estado hasta principios del siglo XX, cuando fue desmontado para evitar las visitas de aquellos que acudían a contemplarlo, y sus sillares se reutilizaron en las construcciones de las casas próximas. Se componía de un basamento de hormigón y de una zapata de sillería, sobre la que se alzaba un basamento cuadrangular sin escalones, también de sillería. El cuerpo principal era similar al de Villajoyosa, aunque tenía las pilastras de sus ángulos estriadas y los capiteles corintios completamente labrados; en la cara principal se abría una pequeña seudoedícula, una especie de nicho de escasa profundidad, flanqueada por dos pilastras similares a las de las esquinas, sobre un basamento común en el que se leía la inscripción "Baebia Quieta ex testamento suo", esto es, el nombre de la difunta -Baebia Quieta-y el motivo por el que se construyó: una disposición testamentaria suya. Es posible que en el interior de esta pequeña hornacina, que carecía de fondo para albergar una estatua, se dispusiera un relieve en estuco o una pintura, como sabemos que ocurría, por ejemplo, en la Torre de los Escipiones de Tarragona. También en este caso el interior era hueco, formado por un solo vano cubierto con una bóveda de medio cañón, todo lo cual ha desaparecido en la actualidad. Estos monumentos se incluyen en un grupo relativamente amplio de edificios similares que encontramos en muchos lugares del Imperio Romano. En la Península Ibérica podemos citar como más famoso el denominado Torre de los Escipiones de Tarragona, por la falsa creencia de que las dos figuras que adornan la fachada principal son las representaciones de los dos Escipiones muertos durante la Segunda Guerra Púnica, pero que en realidad corresponden a sendas representaciones de Atis, la divinidad funeraria oriental también aparece en la tumba del Elefante de la necrópolis de Carmona. Este es uno de los monumentos turriformes mejor conservados, y ha sido también objeto de un estudio concienzudo de Hauschild, Niemeyer y Mariner. Se trata de un edificio de varios pisos, con un basamento inferior cuadrangular, sin gradas, un cuerpo principal en una de cuyas caras, precisamente aquella que daba a la vía romana que abandonaba Tarraco, se alzan, sobre sendos pedestales, los altorrelieves de Atis a los que ya hemos hecho referencia, que sirven de soporte a una cartela con la inscripción, hoy casi totalmente perdida; un cuerpo superior, separado del anterior por una moldura, presenta en varias de sus caras nichos muy poco profundos en algunos de los cuales aún se vislumbran relieves figurados; en el de la fachada principal, precisamente aquella donde también se encuentran las figuras de Atis, se identifican dos figuras, un hombre y una mujer, que debieron en su momento estar completadas con estuco o con pintura. Tampoco en este caso se conoce la cubrición del edificio, aunque con buen criterio los autores han supuesto que se trata de una pequeña pirámide. Monumentos turriformes son también la Torre del Breny de Barcelona, las de Villablareix en Barcelona, Iglesuela del Cid en Teruel y Basilipo en Sevilla, entre otras varias. Es un tipo que se extiende, con algunas variantes, por casi todas las provincias del Imperio, desde Asia Menor hasta el Norte de Africa, aunque con algunas características propias en cada lugar. Del estudio de sus aspectos más significativos: fachada exterior y cámara interna especialmente, pero también de otros no menos importantes, como la forma del podium, los elementos decorativos y ornamentales, etc., deducimos que al menos los edificios de Daimuz y Villajoyosa fueron realizados por el mismo taller y pudieron tener una cierta relación con monumentos similares del Norte de Africa.