El emperador Carlos V amó profundamente a su esposa Isabel de Portugal, pero en el tiempo que no estuvo casado con ella tuvo dos relaciones de las que nacieron dos hijos naturales: el famoso Don Juan de Austria y Doña Margarita de Parma. Esta última era hija de Juana van der Gheyst y fue educada en los Países Bajos, siendo legitimada a los siete años para participar en la política matrimonial de su padre. Ese año de 1529 era prometida en matrimonio a Alejandro de Médicis, casándose en 1536. Un año más tarde quedaba viuda, por lo que Carlos buscó un nuevo esposo a su hija. El elegido fue Octavio Farnesio, miembro de una de las casas más ilustres de Italia y nieto del papa Paulo III. Octavio y Margarita recibieron los títulos de duques de Parma y Piacenza, teniendo dos hijos gemelos: Carlos, muerto siendo niño, y Alejandro, famoso militar. En 1559 Margarita era nombrada gobernadora de los Países Bajos por su hermano Felipe II, con el objetivo de controlar este importante y conflictivo territorio. Pronto se manifestó la impopularidad de la gobernadora, muy vinculada a las decisiones de Madrid, a pesar de sus intentos de atraerse a la nobleza del país. La entrada de las tropas del Duque de Alba en las provincias flamencas motivará la renuncia de Margarita a su cargo, renuncia que fue aceptada por Felipe II. Margarita marchó a Italia donde permanecerá, excepto un breve periodo de dos años que regresó a Flandes, hasta su fallecimiento en 1586.
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obra
Este es un retrato extraordinario por varias razones. En primer lugar, muestra a la esposa del pintor, lo cual lo convierte en uno de los primeros retratos de este cariz en la historia del arte europeo. No era natural que un artista tomara a su esposa para retratarla en estos años, por lo que el cuadro se convierte en un auténtico acto de amor conyugal. Margarita van Eyck se casó con Jan en 1434 y ese mismo año nació su primer hijo. Se desconoce el apellido de soltera de Margarita, aunque se ha considerado que el Hombre con turbante rojo era el retrato de su padre, y suegro del pintor. Margarita fue pintada cuando contaba 33 años, una edad bastante madura para la época. Su rostro posee los rasgos de la vejez ya. No es una mujer hermosa, pero el pintor la retrata con amabilidad y su rostro traduce inteligencia, voluntad y eficacia. En su retrato podemos apreciar la última moda femenina para los Países Bajos: frente rapada para darle mayor amplitud, y una toca en forma de cuernos, que es la misma que llevan otras damas de los retratos de Van Eyck, como la joven desposada del Matrimonio Arnolfini. El otro dato que convierte este retrato en una obra excepcional es la manera en que se conservó a lo largo de los siglos. Por no sabemos qué medios, el cuadro pasó a ser propiedad de la guilda de pintores de Brujas. Lo mantenían en un cofre cerrado por cinco llaves que custodiaban cinco miembros diferentes de la guilda. Sólo podría abrirse con la presencia de todos los guardianes, y se exponía una sola vez al año, el día de San Lucas, patrón de los pintores. Y aun así, se exponía atado a una gruesa cadena. Este tratamiento casi de reliquia religiosa demuestra la temprana apreciación que se sentía por la obra de Van Eyck, que llegó al nivel de mito de la pintura.
Personaje
Religioso
Nacido en Valencia, estudió teología y Escolástica, viajando a América en 1683. Durante su viaje recorrió Yucatán, Tabasco y Soconusco, alcanzando la frontera con Guatemala en 1685. Fue nombrado guardián del convento de Querétaro, en Zacatecas, región en la que fundó dos conventos. En 1717 creó las misiones de Dolores y Adaes, en la región desértica septentrional, permaneciendo allí durante cuatro años. El cansancio y la enfermedad hicieron que fuera llevado al convento de San Francisco en México, donde falleció.
contexto
La existencia de una gran desigualdad en el reparto de la renta provocaba que miles de personas vivieran al límite de la subsistencia en los campos y en las ciudades de España acotando los linderos de la marginalidad social por razones esencialmente económicas. En época de dificultades no era extraño que los campesinos pobres y los menestrales menos cualificados acabaran en las tinieblas de la ruina material y el desempleo. Eran los pobres. Para atender a estos pobres (especialmente a los considerados coyunturales) y evitar la conflictividad social derivada de la miseria, las autoridades se inventaron una especie de pobreza legítima que encarnaban los denominados pobres de solemnidad. Los huérfanos, los ancianos, los enfermos y las viudas sin recursos eran en cierta medida amparados por la sociedad que les otorgaba el derecho a la beneficencia. A mediados del siglo es posible que en situación de pauperismo vivieran al menos 100.000 españoles. Al lado de estos pobres se encontraban los vagabundos, personajes sin domicilio ni ocupación fijos que andaban por los caminos en busca de trabajo eventual y del socorro de las instituciones benéficas. Entre ellos no era inusual ver a numerosos mendigos que vivían cuasi profesionalmente de la limosna. Pobres, vagabundos y mendigos formaban un cuadro social de difícil delimitación no siendo infrecuente que de sus huestes surgieran las más variadas formas de delincuencia, a veces incluso la del bandido generoso al estilo de Diego Corrientes. La mano de obra potencial (para el Estado o la iniciativa privada) que representaban los grupos marginales, su condición de grupo de alto riesgo en la formación de algaradas populares y la consideración de predelincuentes que muchos de ellos tenían a ojos de la sociedad, consolidaron un buen arsenal de motivos para que las autoridades borbónicas tomaran cartas en el asunto de la pobreza y la ociosidad, aunque sus resultados finales no permitan el optimismo. En el caso de vagabundos y mendigos, las medidas adoptadas fueron de carácter represivo y superficial sin vocación de plantear los asuntos de fondo y destinadas a recoger a los marginales para darles un empleo conocido, habitualmente en las fuerzas armadas. En lo referente a los pobres, a los inválidos o a los niños huérfanos, se propugnó una caridad estatal regida por un pensamiento filantrópico alejado de la teología fatalista. La nueva caridad civil consideraba a las instituciones eclesiásticas mal dotadas para estos menesteres y también ineficaces en el caso de los más jóvenes para insertarlos en la vida laboral. Así nacieron hospicios, asilos y casas de expósitos que provocaron un serio enfrentamiento con la caridad religiosa, que veía en los pobres la manifestación de una voluntad divina que cabía atender mediante la piedad de los más ricos. Pero no sólo había marginación económica. En medio de una sociedad con tendencia a la homogeneidad seguían persistiendo dos minorías étnicas con antigua presencia en la historia de España: los gitanos y los judíos. El pueblo gitano fue el que mayores atenciones concitó entre las autoridades. A los viejos prejuicios existentes en la sociedad hispana vinieron a unirse las ideas de uniformidad y universalidad que las Luces patrocinaban, ocasionando una verdadera intolerancia con la alteridad, comportamiento que no era nuevo en la sociedad española puesto que había tenido su máxima expresión en tiempos de los Reyes Católicos. La vida nómada, la lengua diferente y la negativa a renunciar a sus viejas costumbres eran motivo de desasosiego para unos ilustrados que deseaban construir una única y homogénea comunidad. En general, la política fue de represión y violencia para reducir a los gitanos, afincarlos en territorios conocidos y anular su cultura en beneficio de la dominante. Se tratara de Ensenada, Aranda o de Campomanes, el objetivo era poner en vereda a una multitud de gente infame y nociva. Los presidios, las minas de Almadén, los arsenales fueron lugares de frecuente destino para los gitanos. En tiempos de Carlos III, la situación mejoró un tanto dado que los gitanos pasaron a ser considerados un problema cultural antes que racial o religioso: si admitían las costumbres mayoritarias podían vivir en paz; si no, pasarían a ser tratados como vagos. Pese a la relativa mejora no desparecieron del imaginario colectivo de los españoles los viejos prejuicios heredados: tantos años de desconfianzas y discriminaciones basadas en la intolerancia no podían evaporarse por efecto de una legislación más suave. Los gitanos continuaron siendo vistos como una gente sin casa ni religión conocida, un foco de peligrosidad social compuesto por ociosos, ladrones y maleantes. No menos denostada aparecía a ojos de la sociedad española la minoría judía. Tras los avatares de la Guerra de Sucesión, habían quedado en España alrededor de 4.000 judíos dedicados especialmente a los negocios y a las tareas artesanales. Algunos de estos judíos, como en el caso de la familia Losada, lograron en el reinado de Carlos III alcanzar la categoría de duques y grandes de España. De hecho, ante la ausencia teórica de judíos a causa de la expulsión, el problema central se situaba en la pervivencia del criptojudaísmo, es decir, de la insincera conversión que pueblo y autoridades creían apreciar en algunas familias aparentemente católicas. También en este caso los tiempos más duros fueron los de Felipe V, con una Inquisición especialmente beligerante, mientras que el reinado de Carlos III resultó de mayor tolerancia al intentar las autoridades anular la condición marginal que tenían los sospechosos de judaísmo. La oportunidad de demostrar el nuevo talante la ofreció una minoría declarada de 400 familias de cristianos nuevos que vivían en Mallorca: los chuetas. Una minoría que trató durante la centuria de acabar con su situación de marginación social, política y laboral. Desoyendo la opinión hostil de las autoridades locales, entre 1782 y 1788 se dictaron una serie de disposiciones que posibilitaron a los chuetas la libertad de domicilio, así como el derecho a ejercer cualquier oficio y servir al Estado en el ejército o en la armada. Actitud más tolerante e integradora de las autoridades reformistas que, como en el caso de los gitanos, no tuvo un efectivo reflejo en la mayoría del pueblo español, sempiterno desconfiado de los unos y los otros. Los extranjeros fueron menos frecuentes en la geografía hispana que en siglos precedentes. El auge demográfico y la equiparación de los salarios hicieron que España resultara menos atractiva para los foráneos. Estas causas facilitaron que la inmigración se centrara especialmente en las colonias de comerciantes ligados al tráfico colonial, en los grupos que vinieron a las nuevas colonizaciones de Andalucía, en especialistas industriales y en algunos hombres de gobierno o de letras. Todos ellos estuvieron siempre protegidos por el fuero de extranjería y por sus propios consulados. Los casos de integración no resultaron raros, pero tampoco parece que fueran lo habitual, en especial en los sectores más pudientes de la inmigración. Los que tuvieron una presencia mayoritaria fueron los franceses. Además de los hombres del primer gobierno felipista (Orry, Amelot), predominaron los asentamientos de comerciantes, menestrales y campesinos, a los que vinieron a sumarse a final de siglo un importante contingente de eclesiásticos que se instalaron en el norte peninsular huyendo de la revolución. Los italianos aportaron también numerosos altos gobernantes (Alberoni, Grimaldi, Esquilache), bastantes artistas (Farinelli, Tiépolo, Scarlatti, Sabatini) y colonias de comerciantes que tuvieron una fuerte presencia en los puertos mediterráneos, sobre todo los genoveses y los malteses. Por su parte los alemanes proporcionaron técnicos industriales como los ingenieros que trabajaron en las minas de Almadén y campesinos que sirvieron para las colonizaciones andaluzas. Finalmente, la más reducida colonia holandesa se centró esencialmente en el asentamiento de hombres de negocios en las principales plazas mercantiles. La actitud de los españoles ante esta presencia foránea resultó ambivalente. En el pueblo las simpatías fueron menores aunque las muestras de xenofobia fueron muy escasas. A veces la hostilidad era por cuestiones políticas, como en el caso de Esquilache, cuando sectores de las clases dominantes y el pueblo llano vieron con malos ojos que un extranjero gobernase España. En la mayoría de los casos las desconfianzas procedían de motivos económicos. Los comerciantes veían crecer sus competidores, los artesanos peligrar sus trabajos y los jornaleros descender sus salarios. Esta situación era particularmente evidente en tierras de la antigua Corona de Aragón respecto a los franceses. En cambio, las autoridades tuvieron una actitud más benévola, pues consideraban la presencia extranjera como un posible bien para el crecimiento económico. Sabedores de la opinión popular llevaron una política prudente de abrir la mano sólo cuando se demostraba la real utilidad de los foráneos en cuestiones técnicas, científicas o económicas. Y ello con una doble salvedad: que fueran católicos (limitación que Godoy eliminó en 1793) y que no fueran personas marginales. Por último, no debe olvidarse que algunos extranjeros vinieron contra su voluntad. Nos estamos refiriendo a los esclavos procedentes en su mayoría del norte de África (con modestas aportaciones de negros centroafricanos) y que se situaban en los lugares marginales de los propios grupos sociales marginados. Capturados por los navíos españoles en corso o por las incursiones realizadas desde las plazas norteafricanas, los esclavos eran una mano de obra que dado el aumento demográfico del país dejaron de suscitar el interés que habían tenido en la centuria anterior. Lo característico del siglo fue la utilización de los esclavos como un signo de distinción de las clases pudientes. A pesar de esta realidad, tampoco debe olvidarse que fueron usados como trabajadores baratos y obedientes entre algunos sectores socioprofesionales y, sobre todo, por el propio Estado que los empleaba profusamente en sus instalaciones mineras, en sus arsenales, en las obras públicas o en las galeras reales.
obra
El famoso doctor Paul Gachet es quien nos informa de la identidad de esta atractiva joven. Se trataría de Margot Legrand, una de las modelos más estimadas por Renoir y que en aquellos momentos estaba afectada de un dolencia de la que fue tratada por el doctor. En agradecimiento a sus cuidados, Renoir regaló a Gachet este retrato de MargotLa joven modelo aparece de perfil, vistiendo un traje negro con un pañuelo blanco al cuello y un sombrero negro cubriendo sus rubios cabellos. Las pinceladas son rápidas y empastadas, recurriendo a un sutil dibujo en el rostro para abocetar el resto de la composición, siguiendo una técnica que recuerda a Manet, de la misma manera que las tonalidades sobrias empleadas.Los herederos del doctor Gachet donaron el retrato al Museo del Louvre en 1951, pasando después al Museo d´Orsay donde hoy se conserva.
obra
Con el paso del tiempo, Manet sufre un importante cambio a la hora de realizar retratos. Son ahora mucho más intimistas, como éste de Marguerite de Conflans, una bella joven de la clase alta parisina con la que el artista se relacionaba gracias a las visitas de su madre a la casa de los Manet, para acompañar en las veladas musicales a Suzanne Manet. Otras jóvenes que también sirven de modelo al pintor son Eva Gonzalès y Berthe Morisot. La modelo aparece en primer plano, inclinándose hacia el espectador. El fondo negro sobre el que se recorta acentúa el contraste cromático y hace avanzar la figura hacia delante, como ya hacía Tiziano en el Renacimiento. La factura de Manet es muy rápida y las pinceladas se aprecian claramente en el vestido. El rostro está más modelado, sirviéndose de sus excelentes dotes de dibujante aprendidas en el taller de Couture. La informalidad de la pose, apoya su cabeza en el brazo, resalta la intimidad de la escena. Con este tipo de obras, Manet se encuentra a un paso del Impresionismo, que pronto inaugurará su primera exposición, concretamente en 1874.
Personaje
Otros
Literato
Educada en Vietnam sobrevive al fallecimiento de su padre, además de sufrir una importante pérdida económica ante las inundaciones. Cuando se traslada a París decide cursar la carrera de Derecho y Matemáticas al tiempo que trabaja como secretaria en el Ministerio de las Colonias. En estos días se relaciona con los círculos intelectuales e inicia su carrera como escritora. Una de sus obras más famosas fue "El amante". También es entonces cuando dirige sus primeras películas. De su filmografía hay que destacar: "Les enfants" o "India Song". Algunas de sus novelas fueron llevadas a la gran pantalla por otros autores, aunque ella se encargó personalmente de los guiones. En los últimos años de su vida su labor fue reconocida con importantes galardones como el Premio Goncourt y Hemingway.
obra
Cuando Van Gogh llegó a Auvers se instaló en una pensión para después alojarse en un acogedor café. Sus mejores amigos en el pueblo serán los Gachet, la familia del médico homeópata que debía vigilarle. Vincent elaboró varios retratos de los miembros de la familia; precisamente uno del doctor Gachet fue vendido en subasta pública por 8.500 millones de pesetas en mayo de 1990. En este lienzo observamos a la hija del afamado médico, tocando el piano. La figura de perfil se recorta sobre un fondo neutro de dos colores, aludiendo al suelo y a la pared. La casi ausencia de perspectiva se deberá al contacto con el simbolismo de sus amigos Bernard y Gauguin. La figura de la joven está elaborada a través de largas pinceladas, apreciándose claramente la textura del óleo. El piano está algo más dibujado, recurriendo a marcar los contornos con líneas más oscuras. El rostro de la joven casi pasa desapercibido pero sí apreciamos la concentración de la pianista para no defraudar a su audiencia. Y es que Vincent sigue en sus retratos la tradición barroca holandesa al interesarse por las personalidades de sus modelos.
obra
Durante los dos meses que Van Gogh pasó en Auvers fue atendido por el doctor Gachet, famoso homeópata, pintor aficionado y amigo de Pissarro. Vincent se relacionó estrechamente con la familia siendo los miembros de ésta los protagonistas de algunos de sus lienzos como éste que contemplamos. Marguerite tenía 20 años y era una joven dulce y candorosa. Aquí aparece entre las flores del jardín, destacando la sintonía de su vestido blanco con las rosas que la rodean al igual que el sombrero y el cabello dorado. Notas de rojo se aprecian al fondo correspondiendo a los tejados de las casas vecinas. El resto de la composición está dominado por el verde en sus diferentes tonos así como el malva del cielo. El color es aplicado con la soltura que caracteriza a Van Gogh, suprimiendo las formas al igual que hacía Monet. La pincelada intenta crear dichas formas para no caer en la abstracción. La luz del atardecer enlaza con el Impresionismo que tanto admiró en París.
obra
La modelo preferida de Ferdinand Khnopff fue su hermana Marguerite. Aquí la vemos ataviada con un casto vestido blanco y altos guantes de piel, recortando su figura ante una puerta. La composición es concebida desde una posición frontal, interesándose el artista por la simetría para alcanzar una perfecta armonía de líneas, proporciones y colores, envolviendo la escena en una atmósfera simbolista. La majestuosa figura es una representación clásica del romanticismo, recordando imágenes de los pre-rafaelitas ingleses. La delicadeza de su estilo y su refinamiento técnico convierten a Ferdinand Khnopff en uno de los mejores exponentes del simbolismo figurativo de Europa.