Durante el siglo XVIII, España recibió una fuerte influencia francesa o italiana que se manifestaba en hábitos, modas y costumbres. Los reyes fomentaban todo lo venido del exterior, intentando equiparar España al resto de naciones europeas. La corte y los nobles adoptaban vestidos franceses, escuchaban música italiana y organizaban tertulias en ricos salones. Frente a esta cultura elitista, el pueblo llano gustaba de asistir a verbenas, ferias y romerías. Eran éstas fiestas muy populosas, que reunían a gran número de personas en descampados o praderas. Carnavales o una festividad religiosa hacían que el pueblo abandonase por un día sus ocupaciones cotidianas para gozar y divertirse. Muy populares eran las corridas de toros. Prohibidas por Carlos III excepto las que tuvieran carácter benéfico, el pueblo se apresuró a organizar más corridas que nunca, con la excusa de que los beneficios iban a parar a hospitales. Las verbenas reúnen a todo tipo de personas. Algunos hombres aprovechaban para jugar a los naipes. Son los llamados majos, que sujetan sus largas cabelleras con una redecilla en la cabeza. Ellas, las majas, llevan siempre mantilla y peineta. Las mozas casaderas se dejan ver o simplemente descansan. Muchachas y muchachos juegan a la gallina ciega o al pelele. Algunos se columpian, otros se divierten con una pelota, mientras los más intrépidos intentan subir la cucaña. Como en toda fiesta, la música no puede faltar. Majos y ciegos tocan sus tonadas, y rápidamente se improvisa un baile. La danza es ocasión para el galanteo, preludio de la cita nerviosa de los amantes. Majos y majas se divierten con una cometa, mientras los niños trepan a un árbol o juegan a soldados. La merienda sirve para reponer fuerzas, y un buen trago de vino calma la sed al tiempo que alegra el espíritu.
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Dentro del sacerdocio romano, un grupo particular y específico fueron las vestales, seis mujeres cuya misión era vigilar y preservar el fuego sagrado del santuario de Vesta, bajo la autoridad de la Gran Virgen Vestal. Las vestales eran designadas por el Gran Pontífice entre las niñas romanas, antes de que éstas alcanzasen la pubertad. El Gran Pontífice debía decir a los padres una frase ritual en el momento de la entrega: "A fin de celebrar los ritos sagrados que la regla prescribe que celebre una Vestal para el pueblo romano y los Quirites, en tanto candidata elegida según la más pura de las leyes, es a ti a quien escojo para ello, Amada, como sacerdotisa Vestal". La función desempeñada por las vestales se consideraba de primerísima importancia. Los romanos consideraban que el destino de Roma estaba ligado al mantenimiento del fuego sagrado del templo de Vesta y, si éste se extinguía, Roma misma se resentiría. Por este motivo, se trataba de mujeres cuidadosamente seleccionadas, que gozaban de un alto respeto y que, en ciertos momentos, desempeñaron papeles de gran importancia, como cuando fueron depositarias del testamento de César. El mismo Horacio dirá que "mientras suba al Capitolio el pontífice acompañado de la Vestal silenciosa", Roma mantendrá su gloria. Las mujeres escogidas debían permanecer treinta años como vestales. Los diez primeros eran dedicados al aprendizaje; los diez siguientes, al culto de Vesta; y los diez últimos a la enseñanza de las novicias. Las vestales debían mantenerse vírgenes a lo largo de esos treinta años, siendo duramente castigada la infracción de la norma. En algunos casos, podían ser enterradas vivas. A pesar de tantas restricciones y requisitos que conllevaba su cargo, las vestales tenían algunos privilegios que las situaban por encima del resto de mujeres, como el derecho a la custodia de un lictor, testificar ante la justicia, redactar testamento y disponer de sus propios bienes o participar en los sacrificios rituales, para lo que les era entregado un cuchillo sacrificial. Las vestales llevaban un gorro rojo (flammeum) y un peinado característico de seis trenzas, como el de las casadas. Estas sacerdotisas depositaban espigas de almidonero (far) en los canastos de los cosechadores, que ellas mismas debían triturar y moler. Con esta harina (mola salsa) era uncido todo animal destinado al sacrificio para los dioses.
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La construcción de redes viarias, que ya se había iniciado en el período republicano, se intensificará durante los siglos siguientes. El litoral mediterráneo queda articulado mediante la Vía Augusta, que conecta a Hispania con Roma por la costa levantina, dirigiéndose en uno de sus ramales desde Carthago Nova hacia el interior en dirección a Acci -Guadix- para alcanzar el Guadalquivir y, por su cauce, la Baja Andalucía, hasta finalizar en Gades. Los territorios occidentales de la Península se relacionan mediante la llamada Vía de la Plata que une a Asturica Augusta -Astorga- con Emerita Augusta -Mérida-, conectando desde aquí con la que se dirige hacia los centros del Bajo Guadalquivir, tales como Hispalis e Italica. Finalmente, los territorios septentrionales quedan relacionados mediante diversas vías, como la que une Asturica Augusta con Burdigalia (Burdeos) o la que articula todo el valle del Ebro. Los ejes fundamentales de articulación del territorio se complementan con otros de menor proyección, tales como los que unen Bracara -Braga- con Olissipo -Lisboa-, a ésta con Pax Iulia -Santarén-, a Emerita con Caesaraugusta a través de Toletum -Toledo-, o a Gades con Carthago Nova por la costa, a la que conocemos como Vía Hercúlea. La construcción de redes de ámbito local, que relacionan a ciudades concretas, completa la nueva articulación de la Península.
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Las vicisitudes de los escritos de Francisco Hernández Al morir Hernández, en cierto sentido comenzó el camino de su gloria21. La frase --expresión de su más acucioso biógrafo-- es completamente válida, aunque cabe puntualizar que la gloria póstuma de Hernández estuvo en gran peligro de desvanecerse. De hecho sus papeles, sus cuerpos de libros, estuvieron más de una vez a punto de perderse e incluso una parte de ellos desapareció para siempre. Veamos rápidamente las vicisitudes de la obra hernandina y cómo, al menos la parte principal, ha llegado hasta nosotros. Lo que se conserva en El Escorial fue, como ya vimos, sometido al examen de Nardo Antonio Recchi. Este puso en orden y resumió los 16 libros, pero a juicio de los especialistas, no supo conservar los comentarios de Hernández por no estar preparado para interpretar la naturaleza americana. El hecho es que Recchi no hizo realidad se imprimiera su obra en Madrid y, al volver a Italia, la llevó consigo. Fueron sus herederos los que la dieron a conocer a los miembros de la Academia de los Línceos22 y éstos se interesaron en publicarla. Para 1630 ello se había llevado a cabo en parte, aunque fue en 1648 cuando se completó y vendió la edición gracias al empeño del embajador de Felipe IV en Italia, Alfonso Turriano. La obra llevó como título Rerum Medicarum Novae Hispaniae Thesaurus, seus Plantarum Animalium, Mineralium Mexicanorum... Tesoro de las cosas Médicas de la Nueva España o de las Plantas, Animales y Minerales de los Mexicanos.... Tal publicación se conoce con el nombre de edición romana. No se sabe cómo una copia del manuscrito, que había dejado dispuesto para la imprenta Nardo Antonio Recchi, pasó muy pronto a México y fue aprovechada por el dominico fray Francisco Ximénez, en su obra los Quatro libros de la Naturaleza, que vio la luz en la capital de la Nueva España en 1615. Gracias a Recchi y a Ximénez conocemos algo de lo que fueron los famosos 16 libros enviados a Felipe II, ya que poco después, en 1671, perecieron en el gran y trágico incendio de El Escorial. El resto de los manuscritos, que habían quedado en manos de Hernández y luego de sus herederos, pasaron a la Biblioteca del Colegio Imperial de los jesuitas en Madrid. Allí los consultó el padre Juan Eusebio Nieremberg al preparar su obra Historia Naturae Maxime Peregrine Historia de la naturaleza en extremo peregrina, que se publicó en Amberes en 1635. En ella se incluyó los dibujos originales de Hernández. Estas dos obras, la de Ximénez y la de Nieremberg y la ya citada edición romana, contribuyeron a dar a conocer a Hernández en Europa y México. A través de tales aportaciones, nuestro autor entró en los tratados naturalistas y en los diccionarios enciclopédicos de los siglos XVII y XVIII23. Pero la verdadera obra hernandina continuó escondida y así quedó por mucho más tiempo. El cambio vino después de la expulsión de los jesuitas, en la época de Carlos III. Fue entonces cuando, al pasar a manos del Estado los colegios y bibliotecas de la Compañía, se redescubrieron los manuscritos de Hernández. Juan Bautista Muñoz, cosmógrafo mayor de las indias, los localizó hacia 1775 en el Colegio Imperial de Madrid. Después de su hallazgo entró en contacto con Casimiro Gómez Ortega, director del jardín Botánico de la Villa y Corte y una de las figuras de relieve de la Ilustración. Varios eruditos se interesaron por sacar a luz esos manuscritos y lograron despertar el interés de Carlos III. Con no pocos empeños se logró en 1790 la que se conoce como edición matritense de la obra hernandina. Esta lleva por título Francisci Hernandi... Opera cum edita tum inedita ad autographi fidem et integritatem expressa. De Francisco Hernández... obras, tanto editadas como inéditas, sacadas íntegras y con arreglo a lo escrito por el autor. A pesar de todo lo así anunciado, tampoco entonces se lograba lo que se pretendía, pues de cinco volúmenes sólo salieron tres, todos ellos concernientes a la naturaleza mexicana, pero sin ilustraciones. Quizá las vicisitudes políticas --reinaba ya Carlos IV, que se vio envuelto en grandes problemas con Francia e Inglaterra-- y las estrecheces económicas del momento frustraron otra vez la edición completa de los escritos del protomédico. Otros trabajos de Hernández, que estuvieron en manos de particulares, han llegado hasta nosotros por verdadera casualidad. Citaré, como ejemplo, las traducciones de Plinio, las cuales después de pasar por las bibliotecas de varios nobles acabaron en la del Palacio Real a mediados del siglo XVIII. Hoy se conservan en la Nacional de Madrid. Los trabajos de contenido filosófico quedaron en la Biblioteca de los jesuitas, también en Madrid. En cuanto al manuscrito sobre las Antigüedades y el Libro de la Conquista, se pierde todo rastro de él hasta el siglo XIX. En 1830, un señor, Blas Hernández, inspector de la Milicia Nacional, toledano y probablemente descendiente del protomédico, lo regaló a las Cortes. Hoy en día se conserva en la Biblioteca de la Real Academia de la Historia de Madrid. He aquí, en breves páginas, la historia de los manuscritos que dejó Hernández al morir. Siglos habían de transcurrir hasta que por fin quedaron al alcance de los interesados en las cosas del Nuevo Mundo. Pero, para completar este cuadro de la historia de los escritos hernandinos, importa relatar cómo se fueron descubriendo y editando éstos en los tiempos cercanos a nosotros, es decir en los dos últimos siglos.
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El desarrollo técnico de las vidrieras, proceso que conlleva un nuevo concepto simbólico de la luz y una nueva valoración e interpretación de los programas iconográficos, corre paralelo a la evolución de la arquitectura gótica. Es una respuesta congruente con las audacias constructivas que plantearon los maestros arquitectos del siglo XIII en las grandes catedrales. La explicación debe buscarse en la integración de las artes que propugna la monumentalidad enraizada en la estética del estilo gótico, en la que jugó un papel singular la disolución de los muros; en la nueva morfología han perdido en gran medida su función de soporte, para convertirse en una superficie traslúcida con contenido iconográfico. El origen de las vidrieras de la catedral de León, al igual que ocurría con la arquitectura y la escultura, debe rastrearse en la vidriera francesa; un análisis minucioso de los programas y de las técnicas utilizadas durante la segunda mitad del siglo XIII en la sede legionense, remite a los modelos de las catedrales de Reims o Amiens. La dificultad que tal estudio plantea se encuentra en las restauraciones realizadas entre los siglos XIX y XX por Demetrio de los Ríos y Juan Bautista Lázaro. Su intervención, muy positiva para la conservación de las vidrieras, plantea aún hoy muchas dudas sobre la idoneidad de los criterios metodológicos utilizados. El grupo más singular de las vidrieras de la catedral de León está constituido por el conjunto realizado entre 1260 y 1300 que se fue enriqueciendo, con un ritmo de trabajo irregular, con magníficos ejemplares realizados en los siglos XV y XVI, para completar un total de 134 ventanales y 3 rosetones. Es el repertorio más importante y significativo del arte español. La elaboración de las vidrieras a lo largo de distintas épocas, la intervención de diversos talleres y la diversidad temática, aconsejan que su estudio no pierda de vista el orden topográfico. Las vidrieras de las naves laterales fueron realizadas en el curso de las restauraciones de los siglos XIX y XX, excepto las dos rosas que rematan la parte superior de las ventanas. La iconografía de sus medallones centrales se basa en figuras humanas que simbolizan los trabajos -representados por la caza, la hilatura, panadería, etcétera-,los vicios y las virtudes y la alusión a las ciencias y las artes por medio de los elementos constitutivos del trivium y quatrivium. La dispersión de algunas partes y las alteraciones del orden original impiden una lectura iconográfica sistematizada. El triforio, de forma similar a algunas catedrales francesas como la de Amiens, forma parte activa en la iluminación de la iglesia. Los triforios de la sede leonesa son obras de fines de siglo XIX; como los vidrieros no contaban con restos de entidad que permitiesen una aceptable restauración, se decantaron por temas del santoral en el presbiterio y por los heráldicos en el resto que, en el caso del muro Sur, corresponden a los escudos de las personas e instituciones que colaboraron económicamente en la restauración. Las treinta y una ventanas que componen el claristorio crean la mayor superficie traslúcida de la catedral, cerrada con vidrieras de los siglos XIII y XV de variada temática. Las ventanas correspondientes al muro del Norte contienen temas del Antiguo Testamento en los que las figuras de los patriarcas, profetas y reyes, dispuestos de dos en dos, enuncian los designios de Dios en el proceso de salvación. El cambio de disposición de algunas escenas dificulta la lectura del texto iconográfico original; es posible que una de sus significaciones fuese la exaltación de la monarquía, en la medida en que un registro contiene una figura real que puede ser la representación del rey Alfonso X, aspecto que aproximaría este conjunto a Saint-Remy de Reims. Los profetas y patriarcas se pueden identificar por las inscripciones, mientras que ropajes y doseles arquitectónicos inducen a fechar algunas de estas vidrieras a fines del siglo XIII y principios del XIV. Sale de este esquema la denominada vidriera de la cacería, situada en el quinto lugar desde el muro de los pies. Los temas que se distribuyen por sus registros (escudo de Castilla y León, alusiones a la gramática, aritmética, dialéctica, una figura real cabalgando y distintos caballeros con escudos en actitud de caza), hacen de esta vidriera algo atípico en el arte religioso medieval. La hipótesis que se baraja, la sitúa en el palacio real de Alfonso X; más tarde, en el siglo XIV, fue reutilizada en la catedral. El resto de las vidrieras del claristorio fueron realizadas en su mayoría durante el siglo XV y restauradas en el XIX. La documentación informa sobre la participación en la empresa artística de varios maestros vidrieros y pintores. Las cuatro vidrieras del lado Norte del crucero, con temas de reyes y mártires, son obra de Alfonso Díez (1424-1435). Las del brazo Sur contienen temas marianos y una escena de los Reyes Magos; la que se abre al muro occidental del brazo, próxima al rosetón, fue dibujada en el segundo tercio del siglo XV por el maestro Nicolás Francés conforme a su interpretación del estilo internacional, y ejecutada por los maestros vidrieros Valdovin y Anequin. La iconografía reflejada en el presbiterio está dedicada a los Apóstoles que ocupan los espacios superiores, y a los profetas que se dispusieron en los inferiores; en la elaboración intervino, según Fernández Arenas, el vidriero burgalés Juan de Arquer, documentado en León entre los años 1419 y 1425. La vidriera del presbiterio, correspondiente a la ventana situada sobre el eje longitudinal de la iglesia, originalmente del siglo XIII, fue destruida en el XVIII para crear una escenografía barroca. Los restauradores de fines del XIX la reconstruyeron con escenas tomadas de San Isidoro y algunos vidrios originales. El lado Sur del claristorio se compuso en el siglo XV y se restauró en 1897, excepto la ventana más cercana al muro de los pies; los vidrios originales utilizados en su reconstrucción procedían de otras vidrieras que podrían datarse, por sus relaciones formales con la cacería y con el presbiterio, en los siglos XIII y XIV. En las capillas de la girola se conservan los vidrios más antiguos de Santa María de Regla. En una de las rosas de la capilla del Nacimiento se contiene una secuencia de la humanidad peregrina del siglo XIII, mientras que los santos orantes fueron realizados por Diego de Santillana a principios del siglo XVI. Mantienen un número importante de obras del siglo XIII las capillas de la Virgen de la Esperanza y la de San Antonio (o la Consolación). El rosetón Norte está dedicado a la exaltación de Cristo rey, rodeado por los reyes músicos. El conjunto conserva la tracería y vidrios del siglo XIV, pero en el siglo XV fue restaurada a iniciativa del obispo Villalón. Esta composición sirvió de modelo a los restauradores del siglo XIX para la reconstrucción del rosetón Sur, dedicado a la Coronación de María. El rosetón del immafronte, restaurado de forma muy discutible en Barcelona durante el año 1895, desarrolla el tema de la Virgen Madre de Dios, rodeada de ángeles músicos; alguno de sus vidrios se puede datar en el siglo XIV. Otras obras destacables son la vidriera de la Virgen del Dado y las que cierran la capilla de Santiago, antigua Librería. La primera, que está colocada en el paso que comunica la catedral con el claustro, fue realizada en 1454 por el maestro vidriero Anequin, sobre dibujos de Nicolás Francés. Las de la capilla de Santiago revisten un gran interés porque pueden constituir un referente de las instaladas en otras catedrales, como la de Oviedo, y que en la actualidad no existen. Fueron realizadas en 1508 por Diego de Santillana y se atienen a tres ciclos: a) Apostolado con María, San Juan Bautista y San Pablo; b) Padres de la Iglesia y Santos obispos y soldados; y c) santoral.
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Cuando Enrique Alemán emprende el programa de las vidrieras de la catedral de Sevilla el edificio se encontraba todavía en obras. Iniciada la construcción del edificio por la parte occidental era lógico que las primeras vidrieras que se colocaron correspondiesen a los ventanales de la parte occidental. El programa de las vidrieras de la catedral de Sevilla desarrolla, a escala monumental, el esquema iconográfico clásico de las catedrales góticas con representaciones de grandes figuras en la nave central. En este sentido, casi toda la obra de Enrique Alemán está formada por vidrieras de este tipo, salvo alguna obra de su etapa final como La Adoración de los Reyes (1488) de la catedral de Toledo. Sin embargo, en este ciclo, realizado por Enrique Alemán entre 1478 y 1479, se introdujeron novedades importantes desde un punto de vista tipológico. Las vidrieras realizadas por Enrique Alemán son las correspondientes a los ventanales que se abren sobre las capillas y en los de la nave central entre la fachada occidental y el crucero de esta misma parte del edificio. En los primeros representó figuras de evangelistas, apóstoles y santos, sobre pedestales, cobijados por doseletes y destacados sobre un fondo de damasco, representando una figura de santo en vano. En estas vidrieras se introducen algunas novedades en relación con los principios compositivos de este modelo de vidriera. Enrique Alemán, aunque los vanos se lo permitían y, tal vez por imposiciones del programa iconográfico, prescindió de representar las figuras en registros superpuestos, disponiendo una sola figura en cada lanceta. Esto hizo que el vidriero desarrollase en la parte superior unos doseletes de extraordinarias dimensiones y que constituyen la referencia que sirvió a Arnao de Flandes para la serie de vidrieras con figuras de santos que realizara para esta misma catedral en la centuria siguiente. En algunos casos, como en la vidriera de San Antonio de Padua, San Bernardino de Siena, San Francisco de Asís y San Luis de Tolosa, los doseletes desaparecen, sustituidos por un templete que cobija a dos figuras, ignorando las limitaciones impuestas por la estructura del ventanal. En la serie de los profetas de los ventanales de la nave central se siguió esta misma disposición si bien los doseletes no ocupan la misma proporción por ser los ventanales menos altos que los de las naves laterales. Cuando poco después, entre 1484 y 1492, Enrique Alemán realice vidrieras para la catedral de Toledo y utilice los mismos cartones que habían empleado en Sevilla, dispondrá unos enmarcamientos completamente distintos de acuerdo con la forma de los ventanales. Con frecuencia el sistema de trabajo condujo a repeticiones y novedades formales derivadas del empleo de un mismo cartón para vidrieras de edificios diferentes. En este sentido, debe observarse cómo las arquitecturas resultan variadas, diferentes y extraordinariamente imaginativas, frente a la permanencia de unos mismos modelos en las figuras. Lo cual explica que sea precisamente a través de las arquitecturas en las que a principios del siglo XVI, en las vidrieras de Diego de Santillana para la Librería de la catedral de León, aparezcan las primeras formas del Renacimiento. Y en las vidrieras con figuras de Santos realizadas entre 1543 y 1552 por Arnao de Flandes para los ventanales del crucero de la catedral de Sevilla hallamos el mismo fenómeno. Si desde un punto de vista compositivo las figuras son un claro ejemplo de tradicionalismo, las arquitecturas de enmarcamiento con su profusa decoración de grutescos resulta un elemento independiente de una gran novedad en el panorama de la vidriera española. Las vidrieras de Enrique Alemán muestran una plena adaptación y experimentación de las técnicas al servicio del sistema de representación flamenco. En sus vidrieras se aprecia un empleo abundante de colores de base limitando el uso del amarillo de plata para el tratamiento de algunas partes de las figuras como cabellos, elementos ornamentales y arquitecturas. La mayor parte de la obra de Enrique Alemán fue del tipo mencionado de figuras en las que domina un efecto monumental, subrayado por el inteligente control de la luz y la aplicación de la grisalla para configurar los volúmenes. Es evidente que esta monumentalidad constituye una clara referencia al ambiente artístico de origen de este maestro, pero en otras obras, como en el ángel de San Mateo, se hace evidente la obsesión por los paradigmas eyckianos, que aparecen interpretados con una literalidad que los convierte en una auténtica cita del modelo.
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En la curva que forma el río Níger se concentran numerosos pueblos que, en su práctica totalidad, han vivido un pasado semejante: enfrentados en un momento u otro de su historia a los grandes imperios islámicos del Sahel, acabaron huyendo de los jinetes de Malí o de Songhai para buscar refugio más al sur, tras la barrera del río, o en montañas impracticables, o en contacto con las primeras selvas. Sus leyendas épicas relatan estos largos desplazamientos, la conquista del nuevo territorio, y la forja de la identidad de cada pueblo a través de la ocupación de la tierra. Con el tiempo, la oposición islámico-animista se ha ido diluyendo, y el ambiente de las mezquitas atrae cada vez más a las poblaciones tradicionales; pero parece aún lejano el día en que desaparezca el uso de máscaras y esculturas religiosas, de forma que esta región sigue siendo lugar predilecto de etnólogos e historiadores, hasta el punto de constituir, posiblemente, la zona mejor conocida de toda el África Negra. Hoy por hoy, el más antiguo conjunto artístico conocido en este ámbito lo componen las llamadas terracotas de Djenné. El nombre es, en cierto modo, inapropiado, porque, si bien las primeras piezas fueron recogidas en esta ciudad en 1940, después se han hallado muchas otras en el barro del río, y su radio de aparición llega hasta Mopti. Pero todas ellas denotan un estilo muy preciso, blando y curvilíneo, cubierto de apliques, con cabezas alargadas y orgullosamente erguidas sobre los cuerpos. En cierto modo, se advierte ya bastante de lo que serán las posteriores evoluciones locales en madera, pero trasluciéndose, a la vez, una creatividad y un gusto por detalles realistas (enfermedades, posturas asimétricas) que el tiempo acabará por barrer. Su iconografía es muy variada, incluyendo jinetes, parejas, animales, etc., pero destacan sobre todo dos motivos: el de la serpiente, acaso vinculado al simbolismo universal serpiente-río, y el de la mujer. Es posible que tenga razón W. Gillon cuando sugiere la siguiente explicación para este hecho: "El sacrificio de la virgen está relacionado, al parecer, con las peligrosas inundaciones del delta interior del Níger. Con el fin de proteger a las edificaciones de tales inundaciones, se dice que una mujer fue emparedada viva en los cimientos. Es posible que más adelante las vírgenes fuesen sustituidas por figuras en terracota". Según los análisis de termoluminiscencia, las terracotas de Djenné, como las algo diferentes de Bankoni, halladas en la región de Bamako, pueden fecharse entre los siglos XIII y XVII; en ese largo lapso de tiempo, sin duda pasaron por las manos de cuantos emigrantes cruzaron el Níger y pusieron las bases de las culturas hoy vivas en toda esta región. Son estas culturas, y los pueblos que las sustentan, las que habrán de ocuparnos a partir de ahora y hasta el final del presente capítulo. A modo de esquema previo, diremos que, en el complejo mosaico de artes y estilos que cubren Burkina Faso, el sur de la república de Malí y otras regiones próximas, pueden distinguirse sin temor a errar unos pueblos particularmente creativos, a los que nos referiremos con más detalle. El primero que atraerá nuestra mirada será el dogon, orgulloso aún hoy de sus tradiciones y mitos, y del abrupto paisaje que propició su aislamiento secular. Pasaremos después a los bamana, verdadera cabeza, desde el punto de vista artístico y cultural, de todos los pueblos de lengua mande, que llegan hasta las costas del Senegal. El tercer foco a tener en cuenta será el pueblo senufo, ya abierto a ciertos aires del Golfo de Guinea; y concluiremos con el complejo que forman los bobo, los mossi y toda una serie de pueblos intermedios (los nunuma, los winiama, los bwa): son precisamente esos pueblos intermedios los más creativos, pero, en razón de su tamaño y producción, la fama de su arte ha pasado a sus poderosos vecinos de forma manifiestamente injusta.
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La relevancia del papel desempeñado por Tarraco en época romana se refleja también en las características del poblamiento rural de sus zonas de influencia. Sin entrar en el problema de los límites del territorium de la ciudad, podemos afirmar que su hinterland inmediato coincidía con el área actualmente conocida como Camp de Tarragona. En esta llanura costera se documenta una significativa cantidad de asentamientos rurales, villae, que nacen en época tardo-republicana, perduran durante el Alto Imperio y, en algunos casos, presentan importantes fases edilicias en época bajo-imperial. Si bien no sé ha excavado en su totalidad ninguno de estos asentamientos rurales, muchos son los que han proporcionado elementos escultóricos, mosaicos y otros datos de diversa índole. Ejemplos emblemáticos del poblamiento rural tarraconense son la villa dels Munts (Altafulla) y la de Centcelles (Constantí). En el primer caso, nos hallamos ante una suntuosa residencia extraurbana, situada en un promontorio junto al mar, con tres complejos termales, una rica decoración musiva y pictórica y un importante repertorio escultórico, en el que destaca una cabeza de Antinoo. Sabemos que fue propiedad, en época de Antonino Pio, de un alto funcionario imperial que ejercía en Tarraco. Tras una reforma en el siglo IV d. C., siguió en actividad hasta los siglos VI o VII d. C. La villa de Centcelles constituye un punto de singular significación por el hecho de que, en el siglo IV, una sala de las termas de la misma fue transformada con el fin de convertirla en un suntuoso mausoleo de un personaje tradicionalmente identificado con Constante, hijo de Constantino. El mausoleo consiste en una gran sala circular con cuatro ábsides, cubierta con cúpula, bajo la que se excavó una cripta destinada a cámara sepulcral. La cúpula, de 10, 7 m de diámetro, presenta una rica decoración musiva policroma, estructurada en diversas franjas concéntricas articuladas en varios sectores. Por debajo de ésta se conserva todavía parte de la decoración pictórica mural de la sala. La decoración de la cúpula incluye, en su parte inferior, una serie de representaciones de tema cinegético, a las que se superponen dieciséis escenas del Viejo y del Nuevo Testamento, articuladas por columnas salomónicas; una franja de círculos imbricados separa estos motivos de una franja superior con nuevas escenas figuradas que representan, alternativamente, a las cuatro estaciones y a imágenes de personajes entronizados. En la parte superior de la cúpula, en una escena central muy deteriorada, se distinguen dos cabezas y restos de las túnicas de los personajes correspondientes. Si bien la interpretación de este mausoleo es todavía objeto de polémica, existe plena unanimidad en destacar la gran calidad artística y compositiva del mismo, y su importancia como primer ejemplar de mosaico en cúpula, con temática cristiana, en las provincias de Occidente.
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Cuando un arqueólogo o un historiador del arte menciona una villa romana, normalmente se refiere a una edificación aislada en el campo, cualquiera que sea su uso. Esta consideración un tanto imprecisa del término se remonta ya a época romana, cuando el término villa era entendido de forma diferente por distintos autores, que lo usaban para denominar construcciones campestres de características muy diversas. En origen, las villas eran esencialmente casas de labor y a lo largo de los primeros siglos de la historia romana fueron desarrollándose progresivamente como centros de fincas de mayor o menor extensión hasta convertirse en auténticas unidades de explotación agraria. La villa, como tal, comprende unas tierras -el fundus- y unos edificios donde se organiza el trabajo y desde donde se distribuyen los productos, la villa propiamente dicha. Las hay desde las de tamaño reducido, como pequeñas granjas, hasta otras tan extensas como pueblos; unas tienen el carácter modesto que corresponde a pequeñas fincas de uso agrícola, mientras otras parecen tratar de competir con los edificios de la ciudad en monumentalidad y riqueza. Si las villas hubiesen limitado sus actividades a los trabajos propios de la agricultura, hubiese sido difícil concebir un ambiente menos propicio que el de estos lugares para favorecer la creación artística; sin embargo, un gran número de obras sobresalientes del arte romano se han hallado precisamente en estos establecimientos, y muchas de las ideas que hoy tenemos sobre el gusto, las aficiones y la forma de ser de los romanos no pueden ser entendidas sin comprender lo que significaron las villas. Estas fueron mucho más que simples explotaciones agropecuarias: en su seno se produjo esa pluralidad de actividades de las que nos hablan los autores clásicos y que las investigaciones arqueológicas documentan. Los escritores latinos de los que procede nuestro conocimiento literario sobre las villas ponen el acento en distintos aspectos de estas peculiares construcciones: agrónomos como Columela o Varrón centran su interés en la hacienda como centro de producción agrícola y se extienden en las descripciones de almacenes, lagares, establos, herramientas, labores del campo. Poetas como Marcial o Ausonio prefieren deleitarse en describir las ventajas que para su espíritu les ofrecen sus casas de campo; mientras que un estudioso de la arquitectura como Vitruvio o un historiador de la naturaleza como Plinio ponen mayor énfasis en los aspectos constructivos, artísticos o geográficos de las villas. Todos ellos son romanos; todos ellos entienden, en consecuencia, que la propiedad campestre es precisamente eso, una propiedad, un bien inmueble del que es necesario obtener un provecho económico; pero también que al hallarse situada en el campo participa de unas características especiales por las que siempre se sintieron atraídos. Es sabido el profundo amor que los hombres del mundo antiguo sintieron por la naturaleza; buena prueba de ello son los abundantes testimonios que nos ofrece su literatura, que aunque en ocasiones sean meros ejercicios de recreación intelectual, en general evidencian un interés auténtico por las cosas del campo. Es curioso constatar cómo una detenida exposición de los trabajos agrícolas orientados a la explotación no estaba reñida con la apreciación estética o la nueva delectación en estas actividades: en su "De re rustica", una metódica y hasta árida descripción de las faenas del campo, Columela intercala un libro en verso dedicado al cultivo de los jardines. Una pars rustica, una pars urbana: ésta es la doble naturaleza de la villa, éstos son los dos extremos entre los que va a oscilar el establecimiento campestre romano a lo largo del tiempo. Los propietarios de las villas siempre tuvieron presente esta doble necesidad: por una parte, la producción agraria; por otra, su naturaleza de lugar de retiro y de descanso de los propietarios. Este componente de relajación y disfrute de las delicias del campo variaba, naturalmente, según los distintos propietarios, el tipo de propiedad y las épocas y momentos económicos por los que atravesó el Imperio romano. En los dos últimos siglos antes de nuestra Era, Roma se había transformado, desde ser una mediana ciudad del Lacio a convertirse en un gran Imperio; la conquista había proporcionado a los romanos enorme cantidad de territorios, al tiempo que los situaba frente a la necesidad de dominar efectivamente estas extensas propiedades de nueva adquisición. Para ello se hizo precisa la creación de asentamientos desde los que explotar los recursos económicos que brindaba el campo. Primero se crearon las colonias, que incluían el reparto de tierras en centuriaciones, y pronto la organización de la producción agrícola exigió la edificación de villas en el centro de las fincas y propiedades agrarias. En Hispania, uno de los primeros territorios dominados, este proceso fue particularmente temprano, especialmente en las tierras del sur y del centro de la Península. Las victorias militares habían proporcionado un gran número de esclavos, que fueron empleados como mano de obra barata y abundante al servicio de la producción agraria. En poco tiempo, grandes extensiones de tierra pudieron ser explotadas eficientemente, merced a este abundante número de aparceros y siervos; las crecientes necesidades de productos agrícolas por parte de las poblaciones de una Hispania con una vida urbana en aumento facilitaron el desarrollo de estas propiedades, originando cambios que habían de afectar de manera decisiva a estas primeras instalaciones campestres.
contexto
En la campiña cretense han sido excavados y estudiados numerosos edificios minoicos descritos como villas nobiliarias, granjas o casas de campo. Estos edificios, equivalentes a un palacio en miniatura y sin patio central, cumplían la misma función económica, con sus molinos, telares, alfares y almacenes, amén de habitaciones suntuosas, en ocasiones incluso decoradas con pinturas al fresco. Su relación con los palacios es aún discutida ya que, si bien la mayoría de ellos reflejan un contacto intenso con los centros palaciales, su forma, posición geográfica alejada y dominante sobre vías de comunicación, así como el material arqueológico aparecido, indican una condición de cierta independencia con respecto a los principales centros de poder. Algunas de estas villas cuentan con una aldea a su alrededor, llegando a alcanzar una gran extensión, como es el caso de Gurniá, donde las habitaciones y los almacenes de un pequeño palacio se disponen en torno a un pequeño patio central. Incluso existe allí una reducida área teatral y diversas plazas en la aldea. Las casas son de pobre aspecto y no resisten ningún tipo de comparación con las existentes alrededor de los palacios, pues se trata de un emporio comercial más que de un complejo residencial, como sucede también en el caso de Palaikastro, en la costa oriental, o Niru Jani y Amnisos, cerca de Cnosós. Estas mismas características pueden verse en otras casas nobiliarias tales como Tilisós o Slavokampos, al oeste de Cnosós, Vatípetron, en el centro de la isla, o de Vrokastro, Mojlos, Pyrgos y la isla de Pseira, en el golfo de Mirabello. Estas villas rurales se encuentran aisladas en el paisaje, dominando un exiguo territorio y un caserío disperso por las colinas. Son casas construidas con cierta calidad, donde prima el empleo de grandes sillares, muros de mampostería, recubiertos de estuco y suelos pavimentados con losas de piedra. Las habitaciones son numerosas y, en general, dispuestas en dos pisos con cubiertas planas, con terrazas o azoteas y balcones. Existen algunas maquetas de barro, depositadas como ofrendas en santuarios, que nos dan una buena idea de cómo eran estas viviendas rurales; su empleo subsiste tras el período de destrucción de los palacios minoicos ocasionada por la catástrofe de la isla de Thera, hacia 1480. Otros ejemplos de este tipo de casas fueron construidos más allá de la isla de Creta y llegan hasta donde lo hizo su expansión marítima. De entre ellos destacan las aldeas de Akrotiri en Thera, Kastri en Citerea, Ialysos (Trianda) en Rodas y Mileto, en la costa de Asia Menor. Los pueblos actuales del Egeo siguen conservando numerosos ejemplos de arquitectura primitiva mediterránea, cuyas características generales se ven ya en el período minoico.