En el siglo XVII era muy frecuente que un monasterio de una Orden poderosa encargara a un gran pintor y a su taller la realización de una serie sobre la propia Orden. Éste es el caso del cuadro que tenemos delante: encargado en 1629 por los mercedarios de Sevilla, la serie debía adornar e ilustrar el claustro del convento con las figuras de sus fundadores y los monjes más importantes en la historia de la Orden. Fue realizada por Zurbarán en un momento de esplendor para el extremeño, que había visto dificultado su establecimiento en Sevilla por celos profesionales. Este encargo fue el que le concede el respaldo de las jerarquías eclesiásticas para permanecer en Sevilla, contraviniendo toda la legislación vigente en el momento para el gremio de pintores. En el cuadro observamos la figura de San Pedro Nolasco, fundador de la Orden de la Merced, recluido en su celda y a quien se aparece un ángel adolescente. Este ángel le muestra en una visión celestial los muros de la Jerusalén fortificada, símbolo de la fortaleza de la fe cristiana. Esta ciudad fue emblema de urbanismo y teología, siempre caracterizada por sus torres, sus murallas y sus puentes levadizos tendidos a los fieles. En el hábito del santo se contempla el famoso blanco zurbaranesco, del que se han llegado a apreciar hasta un centenar de variaciones tonales en la obra de toda su vida. Ningún pintor logró igualar sus colores y las texturas recias de las pesadas ropas como llegó a plasmarlas Zurbarán. El método para resaltar al santo es recortar la blanca figura contra un fondo neutro, pardo, indefinido, que nos indica que el santo no pertenece ya al espacio real sino que está volcado en la visión sobrenatural. Este recurso de iluminación está muy ligado a la influencia del Barroco italiano, concretamente a las técnicas de Caravaggio. La serie original para el claustro era de seis óleos, dos de Zurbarán (el otro también está en el Prado) y cuatro de Francisco Reina, conservados en la catedral de Sevilla. La Visión de San Pedro Nolasco llegó al Prado como un intercambio entre el comprador original, el deán López Cepero, y el rey Felipe VII, que le cede a cambio una copia de un Velázquez. Al Prado llega a principios del siglo XIX.
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Una de las obras más interesantes de las que realizó Gauguin durante su estancia en Pont-Aven en 1888. Siempre se considera como una de las primeras del estilo simbolista en el que empieza a trabajar desde ahora. Fue pintado para una iglesia de la zona pero el párroco la rechazó; en primer plano vemos a una serie de figuras de mujeres bretonas con sus características cofias, en actitud de rezar, mientras al fondo coloca la supuesta visión que tienen las devotas bretonas tras el sermón, donde aparece Jacob luchando con el ángel, siendo esta escena la parte simbólica, aunque el artista represente ambas imágenes de manera simultánea. Gauguin utiliza, como en obras anteriores, la influencia de la estampa japonesa ya que rehúsa manejar la perspectiva tradicional, por lo que consigue un efecto de figuras planas. Los colores también han experimentado un cambio importante, son colores puros, sin mezclar, que reafirman el efecto de la planitud. El contorno de las figuras empieza a estar muy delimitado, siguiendo un estilo típico de estos momentos llamado "cloisonnisme", inspirado en la realización de esmaltes y de vidrieras, rellenando esos contornos con colores muy vivos. Gauguin está orgulloso de esta pintura y sobre todo de las figuras, "muy rústicas y supersticiosas", como él mismo escribe a Van Gogh.
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El Equipo Crónica parte de unos orígenes humildes plásticamente, y muy acordes, desde el punto de vista visual, con la sociedad española a la que iban dirigidos. Al mismo tiempo que hace una labor crítica y desmitificadora, el Equipo Crónica pone en cuestión el papel del arte -sobre todo de la vanguardia- en relación con la situación política y cultural española.
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Rembrandt representa la escena de la visitación en un ambiente de lujo, no sólo por la casa si no por los sirvientes que acompañan a María. El centro de la composición está ocupado por el abrazo entre las dos primas, embarazadas simultáneamente, que han sido resaltadas por un potente foco de luz procedente de la izquierda. Ese foco lumínico acentúa el contraste entre el rostro joven y bello de María y la envejecida cara de Isabel que cubre su cabeza con un paño. Bajando las escaleras aparece Zacarías, el marido de Isabel, con un gesto de alegría al contemplar a su pariente. Al fondo de la escena contemplamos la ciudad de Jerusalén mientras que en primer plano se aprecia un pavo real que refuerza el lujo y el exotismo de la imagen.El estilo más rápido empleado por el maestro en estos años iniciales de la década de 1640 otorga un efecto más realista a las composiciones y las hace más creíbles, más cercanas al espectador. Rembrandt ha utilizado un escalón para firmar y fechar su trabajo. Hacerlo en lugares curiosos era habitual entre los artistas de la época; por ejemplo, Tiziano en la Bacanal del Museo del Prado firma en el escote de una de las muchachas.
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Según Roberto Longhi, durante la estancia de Ribera en Roma realizó una admirable serie sobre los Cinco Sentidos de la que forman parte este lienzo que contemplamos, el Olfato y el Gusto. Ribera parte de la naturalismo inspirado en Caravaggio y emplea una violenta luz de tradición tenebrista, siendo sus modelos personas de la más absoluta cotidaneidad. Estas características del naturalismo tenebrista se mezclan con la influencia de la pintura de tradición flamenca que el maestro conocía por su estrecha relación con sus vecinos de la Via Margutta donde vivía. La iconografía también ha sufrido un importante cambio ya que Ribera se aleja de las visiones de los Cinco Sentidos realizadas en los Países Bajos -siendo las de Brueghel las más famosas-, cargadas de elegancia y complejidad compositiva. El valenciano se centra en un personaje tomado de la vida cotidiana, con una serie de elementos relacionados con el sentido que representan. En este caso, el hombre tiene entre sus manos un catalejo que le permite contemplar el Universo a través de la ventana. Unos anteojos y un espejo completan la representación de la vista. La figura se sitúa en un interior y recibe el fuerte impacto de la luz en la cabeza y las manos, destacando todos y cada uno de los detalles con intensidad. Las tonalidades oscuras y el fondo neutro sirven para centrar la atención del espectador en el rostro del personaje, cargado de intensidad emotiva.
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Los textos bíblicos como el Éxodo o Isaías advierten a los fieles: No dañarás a la viuda ni al huérfano. Si eso haces ellos clamarán a mí y yo oiré sus clamores; se encenderá mi cólera y os destruiré por la espada, y vuestras mujeres serán viudas y vuestros hijos huérfanos. Aprended a hacer el bien, buscad lo justo, restituid al agraviado, haced justicia al huérfano, amparad a la viuda. Estas palabras responden a una realidad: la de muchas viudas que en aquellos siglos vivieron en una continua precariedad. Varios factores podían contribuir al desamparo de la viuda y la crisis económica de los siglos XVI y XVII no ayudó precisamente a estas mujeres. Es decir, las viudas, como cualquier otro miembro de aquella sociedad, fueron víctimas de la coyuntura del momento (la 'revolución de los precios', las crisis agrarias y de subsistencia son algunos de los ejemplos de esta difícil coyuntura). Pero las mujeres, y más cuando estaban solas, eran especialmente vulnerables ante procesos económicos duros. Los padrones de las diferentes ciudades de la monarquía hispánica nos hablan de un importante porcentaje de viudas que, como pobres, quedaban eximidas de los impuestos. De hecho, algunos autores indican que en las ciudades, además de los 'pobres de solemnidad', las dos clases mayores de dependientes eran las viudas y el clero. Pero además, el estado de viudedad partía de una pérdida y, por lo tanto, de una situación que, por lo general, dejaba a la mujer en una posición más precaria que la anterior. Aunque la esposa contribuyese a la economía familiar, el hombre seguía siendo el responsable del mayor aporte de dinero al hogar y, por lo tanto, la muerte de éste suponía una gran pérdida de recursos para la familia. Además de la pérdida de la mano de obra, su 'industria' y su oficio, si el esposo había muerto tras una enfermedad la viuda habría tenido que costear un sin fin de gastos en medicinas, cirujanos y cuidados, sin olvidar las honras fúnebres, misas y entierros. Si del matrimonio habían quedado hijos la viuda tendría además que alimentarlos, criarlos y dotarlos para un futuro casamiento. Y, finalmente, en muchas ocasiones la mujer tuvo que ocuparse de las deudas acumuladas en vida del esposo. Por todos estos motivos, muchos historiadores han concluido que para la gran mayoría de las mujeres de principios de la Edad Moderna enviudar equivalía normalmente al empobrecimiento inmediato. Gráfico La sociedad fue consciente de esta precariedad y, en consecuencia, otorgó a las viudas una serie de prerrogativas que iban desde el ámbito procesal, al laboral o patrimonial. Esta visión, sumada al concepto de caridad cristiana, llevó a tratadistas como Guevara a: Persuadir a los príncipes que las remedien (a las viudas), y para amonestar a los jueces que las oigan, y rogar a todos los virtuosos que las consuelen; porque es en sí la obra tan divina, que más merece cada uno en remediar los trabajos de una sola que no yo en escribir las angustias de todas ellas juntas. Siguiendo este espíritu caritativo, por toda Europa se promocionaron durante los primeros siglos de la Edad Moderna asilos, hospitales, arcas de misericordia, obras docentes, dotes para doncellas, establecimientos para huérfanos y, como no, para viudas. Además, aun cuando la maquinaria institucional no funcionaba, estas mujeres podían acudir a la solidaridad de sus vecinos, amigos y familiares, los cuales, en general, se ocuparon de sustentarlas.
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La caridad del Estado, la solidaridad de familiares y vecinos, la administración de sus propios bienes o los del marido, o unas segundas nupcias fueron las alternativas de supervivencia que encontraron las viudas de los siglos XVI y XVII. Pero hubo quien no pudo acceder a ninguna de estas alternativas y que, por lo tanto, no tubo más remedio que trabajar. En este caso la realidad chocaba con aquel ideal de viuda virtuosa que, enclaustrada en casa, lloraba la pérdida de su marido. Al fin y al cabo, y pese a las recomendaciones de los tratadistas, ¿qué otra alternativa tenía una mujer que tras la muerte de su esposo había pasado a ser el cabeza de familia, que no podía optar a un nuevo matrimonio y que no contaba con bienes con los que sustentar a su familia? Ninguna. Trabajar era una cuestión de supervivencia. Pero además del trabajo remunerado, la viuda no podía desatender sus obligaciones diarias que, por otra parte, eran duras y ocupaban gran parte de su jornada: buscar leña, hacer fuego, lavar, limpiar, hilar, cocinar, ocupaban buena parte del día de una mujer de aquellos siglos. Gráfico El trabajo en el campo fue la forma de sobrevivir de la mayoría de las mujeres que habían enviudado en la Edad Moderna. Debemos tener en cuenta que en los siglos XVI y XVII una gran parte de la población vivía en ambientes rurales. Y es que, aunque tras la crisis demográfica bajomedieval las ciudades se encontrasen en un periodo de crecimiento, en la Primera Edad Moderna la mayoría de la población europea seguía viviendo en el campo. En el mundo rural estas mujeres debían doblar sus fatigas físicas: a sus quehaceres diarios tenían que sumar el trabajo de la tierra sin ayuda de sus maridos. Es decir, aunque en vida de éstos las mujeres también trabajasen de forma directa en las labores del campo (ciertos trabajos rurales se han considerado como femeninos: la batida del cereal y espigar; quitar las malas hierbas, cuidar el huerto, recolectar los frutos que éste diese y transportarlos; en las vides, atar los sarmientos; criar y cuidar los animales, recoger los huevos, alimentar a los cerdos, ordeñar las vacas, elaborar el queso y la mantequilla, esquilar las ovejas y tejer la lana; además de plantar y trabajar el lino y el cáñamo, que lavaban, batían, hilaban y tejían), al menos, al tratarse de trabajos estacionales, ambos combinaban sus esfuerzos. Está claro que muchas no pudieron afrontar solas tanto trabajo. Por ello a menudo tuvieron que recurrir a la fuerza de trabajo de algún hijo o familiar para las labores más duras. De hecho, parece que la supervivencia de las viudas que vivieron en el mundo agrario fue menos dura que la de las viudas urbanas: los estudios demográficos apuntan a una mayor red de solidaridades, sobre todo familiares, a las que una mujer que hubiera perdido a su esposo podía acudir. Así, los censos estudiados hablan de una menor presencia de viudas al frente de hogares o como cabezas de familia: las viudas del campo vivían con hermanos, padres, suegros o cuñados, e, incluso, junto a sus hijos adultos con mayor frecuencia que las de las ciudades. Por ello, muchas viudas optaron por hacer donación de sus bienes a uno de sus hijos o hijas en el momento de su desposorio. A cambio de dichos bienes la joven pareja trabajaría las tierras y daría de comer a la viuda. Cuando la viuda carecía de estas solidaridades familiares, tenía que recurrir a la contratación de algún trabajador retribuido. En cualquier caso, las viudas sobrevivieron no sólo trabajando directamente sus huertas y viñedos, también gracias a la contratación de mano de obra, a la donación de sus bienes a cambio de sustento y, por supuesto, administrando la tierra. En este sentido las viudas rurales se diferenciaban del resto de mujeres, pues tenían una mayor capacidad de acción que las casadas o solteras. El trabajo de las viudas en las ciudades fue muy activo y variado. Durante la Edad Moderna, la separación campo-ciudad no fue absoluta, pues ambos medios estaban relacionados y dependían mutuamente. Por lo tanto, también en las urbes un buen número de viudas se dedicaron a actividades agrícolas, directa (por ejemplo trabajando sus huertas) o indirectamente (vendiendo los productos procedentes del campo). Pero, dejando a un lado aquellas viudas que, aun residiendo en la ciudad, se dedicaban a actividades agrícolas, en la ciudad una viuda podía desarrollar un buen número de labores remuneradas que permitían a estas mujeres sobrevivir y que no estaban relacionadas, al menos directamente, con el campo. Por lo general, las ciudades del ámbito hispano no reunían las características de otras ciudades europeas como París o Florencia, en comparación las de la Península Ibérica eran medianas o pequeñas urbes. El pequeño o medio comercio y la pequeña o mediana empresa familiar eran las predominantes en las urbes de la Monarquía. Así que, sin restar trascendencia a la contribución de las mujeres a la economía urbana, hay que descartar la idea de que los puestos que ocupaban fueran de gran importancia. Los centros urbanos atraían tanto a campesinas pobres, como a viudas que pensaban que en la ciudad tendrían mayores probabilidades de casarse o a las que contaban con parientes que las podían hospedar. No necesariamente privadas de recursos, tenían buenos motivos para preferir la ciudad, por ejemplo los muchos obstáculos encontrados para continuar con la actividad agrícola del marido descritos. Dentro del estado llano las viudas con escasos recursos ocupaban un lugar importante en las ciudades. Durante la primera Edad Moderna las guerras, las epidemias y la escasez hicieron que la economía empeorase, la población envejeciese con respecto al siglo anterior y las condiciones de vida se volviesen cada vez más duras para los más desfavorecidos. Así que las ciudades de los siglos XVI y XVII terminaron por atraer a gente proveniente del campo que acudía aquí en busca de sustento. Pero la situación en las ciudades no era mejor: los asalariados de las urbes pasaban por una difícil situación en aquella época. De hecho, una de las características de las ciudades castellanas del siglo XVII era la gran cantidad de gente desocupada que habitaba en ellas. Si tenemos en cuenta que las viudas representaban un sujeto tendente a la precariedad, no es de extrañar que las ciudades estuvieran repletas de viudas pobres. Muchas de estas viudas recién llegadas, y otras tantas vecinas, malvivían en cuartuchos y sobrevivían a duras penas sumando a su trabajo lo que conseguían a través de las limosnas y las ayudas de sus vecinos. Entre las viudas más pobres, uno de los trabajos más usuales fue el de coser o hilar la rueca, actividad habitual entre las mujeres desde la Edad Media y que siempre había supuesto un ingreso extra para la familia. Ya en la Edad Moderna europea, el sector industrial que más mano de obra femenina requirió fue el textil. Gracias al creciente número de jóvenes campesinas que se dirigieron a las ciudades y al bajo coste que suponía su fuerza de trabajo este sector vivió un enorme desarrollo en esta época: en Sevilla el trabajo de tejer la seda estaba particularmente asociado a las mujeres, llegando a tener unos tres mil telares a mediados del siglo XVII -gran parte eran pequeños telares a manos de mujeres que trabajaban en sus propias casas-; en Inglaterra el trabajo relacionado con la lana, que era un aporte complementario para la economía familiar, estaba en manos de las mujeres y era ideal para ancianas, a menudo viudas, que, a falta de poder realizar trabajos más duros, podían sustentarse a través del hilado y la costura. Pero además, en el caso de las viudas, se trataba de un tipo de industria casera que se adecuaba perfectamente a los cánones de comportamiento exigidos a estas mujeres: se podía realizar dentro de la protección del hogar, lejos de las miradas y de las tentaciones. El padre Andrade defendía esta tarea, pues: Labrar, coser y ... hacer obra de manos útiles, y provechosas, aunque sean ricas, y no las hayan menester, porque así conviene para el bien de sus almas, y para evitar la ociosidad. A veces el trabajo de costurera no era suficiente para sustentarse y las viudas alternaban esta actividad con otras, como el servicio doméstico. Se trataba de un oficio eminentemente femenino que muchas jóvenes campesinas realizaban en la ciudad para pagarse su dote. En general, se trataba de una labor que se realizaba durante un determinado tiempo, normalmente la juventud, y que se abandonaba al contraer matrimonio. Pero muchas mujeres que habían servido en su primera juventud, al enviudar, decidieron regresar a su antiguo oficio. Éste proceso no sólo se daba entre el estamento llano, también las nobles lo conocían. Entre las camareras mayores de Palacio -las personas más cercanas a la reina en torno a las cuales se organizaban los demás miembros femeninos del servicio- fue relativamente frecuente que, tras haber servido en la Casa Real como meninas y haber dejado el servicio para casarse, al enviudar, volvieran a ocupar un puesto compatible con su nuevo estado. De hecho la Casa Real buscó especialmente a mujeres viudas para ocupar tan importante cargo. La presencia de las viudas en este puesto se debió a que éste conllevaba unas enormes responsabilidades -distribuir funciones, vigilar comportamientos del resto del servicio, entretener y aconsejar a la reina- y que, por lo tanto, requería personas de determinada edad e, incluso, de un determinado estado civil que garantizasen ciertas cualidades. En consecuencia, una amplia mayoría de las camareras fueron viudas, llegando a ser éste un requisito casi imprescindible, pues presuponía madurez, recogimiento y, al no tener que cumplir con las obligaciones propias de una mujer casada, disponibilidad absoluta. Las funciones que la camarera mayor realizaba en la Casa de la reina serían equiparables a la de las dueñas o amas en otros niveles sociales. Las dueñas intervenían en la supervisión de las labores domésticas, en la relación entre la señora y sus criadas y en conservar la buena fama de las doncellas de la casa. Además se encargaban de contratar el servicio, vigilarlo y remunerarlo. El hospedaje fue otro recurso de subsistencia para las viudas de aquellos silos. Aquellas viudas que sobrevivieron ofreciendo este tipo de servicio no respondían al perfil de las más necesitadas, ya que, para poder desempeñar este trabajo, debían contar con varias habitaciones o camas, lo que no podían hacer aquellas viudas que vivían pagando un alquiler. En la mayoría de los casos el hospedaje consistía en acoger una o dos personas, por lo que representaba una fuente de ingresos complementaria y no exclusiva. Pero en los hogares de tipo solitario o de tipo simple encabezados por mujeres viudas y solteras, aunque sólo alojaran uno o dos huéspedes, los ingresos obtenidos con esta práctica eran vitales para su subsistencia. Sus servicios comprendían el alojamiento, pero también la alimentación o el lavado de la ropa de las personas alojadas. Al realizarse en el propio hogar, las viudas podían combinar la atención de los huéspedes con sus quehaceres diarios. Parece que esta actividad fue muy común en las ciudades de la monarquía. Así, por ejemplo, en la capital de Navarra el 13,7% de los hogares alojaban huéspedes y éstos suponían el 5,5% de la población total de Pamplona -cifra que destaca frente a otros lugares de la Monarquía-. Uno de los factores que contribuyeron a ello fue el carácter fronterizo que adquirió el reino pues, tras la conquista de 1512, la Monarquía hispánica amplió sus fronteras y Navarra se convirtió en el último bastión de defensa ante el posible ataqué francés. Ello dio lugar a un amplio contingente de soldados en Navarra que había que alojar. Aunque las Cortes de 1532 dispusieron que las viudas quedasen exentas de la obligación de acoger soldados, éstas no renunciaron al aporte económico que suponía esta actividad y llegaron a ocupar el 20% del hospedaje en Pamplona. El perfil de la mayoría de los huéspedes era el de un hombre joven, soltero y extranjero que llegaba a la villa o ciudad en busca de trabajo. El ejercicio de esta actividad trajo numerosos problemas a las viudas, pues una mujer sola que convivía con hombres suscitaba todo tipo de recelos. De este modo, las viudas que acogían huéspedes se tuvieron que enfrentar a acusaciones de tratos ilícitos, mala vida y alcahuetería con mayor facilidad que las mujeres casadas. Acabamos de comprobar que la variedad de trabajos que una viuda del mundo urbano podía ejercer era amplia: hilar, coser, servir u hospedar, eran algunos de los oficios que permitían sobrevivir a aquellas mujeres. Pero también las viudas fueron protagonistas en los oficios relacionados con la salud y el cuidado. Estas mujeres tenían como ejemplo a Santa Isabel de Hungría o a Santa Mónica, madre de San Agustín, la cual, según fray Martín de Córdoba, al enviudar "seguía y consolaba a los pobres enfermos y vestía y amortajaba los muertos y los huérfanos como a sus hijos guardaba; y cuando veía algunos pobres llagados, lavábales las llagas y alimpiábalas; no mostrando asco ninguno". De hecho, era habitual que aquellos con recursos insuficientes para pagar a un médico acudiesen a las sanadoras. Pero desde principios del siglo XVI se comenzó a mirar con reticencia a aquellas que se dedicaban a la sanidad, pues preocupaba que una mujer tuviera que abandonar su hogar para visitar a los enfermos en sus casas, más si eran viudas, pues no tenían un marido que controlase su actitud. Además, a los ojos de la Inquisición y de la incipiente profesión médica, estas mujeres estaban convirtiendo la medicina en un mundo lleno de supersticiones ya que, mientras que la cultura oficial insistía en una medicina de libros y hombres doctos, las mujeres practicaban una medicina basada en la experiencia y en las fuerzas sobrenaturales. Las parteras sufrieron las mismas reticencias e intrusismo por parte de los hombres en un oficio que había sido tradicionalmente femenino. Aunque posiblemente la presencia de los hombres fue más tardía que en el mundo de la medicina y cirugía. Fruto del interés de los hombres por ganar terreno en el oficio, pero también por el hecho de ser mujeres solas, las viudas que se dedicaron a sanar y asistir los partos fueron a menudo acusadas de emplear modos sospechosos, sobrenaturales y supersticiosos. Finalmente, fue también habitual que las mujeres que habían perdido a sus maridos ejercieran de enfermeras de la cárcel, cuidando el cuerpo y el alma de los presos más pobres proporcionándoles comida y medicamentos, o de seroras: mujeres, por lo general viudas, que, sin pertenecer a ninguna orden religiosa, llevaban una vida casta, a veces en comunidad, vistiendo de forma sobria, y dedicadas al cuidado de los enfermos y de los necesitados en hospitales e iglesias. Pero sin duda, si existió un sector donde la figura de la viuda emergió con fuerza sobre el resto de mujeres, ese fue el artesanal. Los gremios se mostraron ambiguos ante la presencia de las viudas en su terreno: por un lado, y teniendo en cuenta que eran viudas de sus propios cofrades, las colmaron de prerrogativas: pero por otro, intentaron restringir el acceso femenino al gremio (durante la Edad Moderna muy pocos gremios admitieron a mujeres). Las restricciones del gremio hacia las mujeres obedecían en primer lugar a cuestiones económicas. Es importante comprender que la sociedad de entonces entendía que el salario de una mujer era una ayuda para la economía familiar, pero nunca el sustento principal, y por tanto la retribución que recibían fue siempre inferior a la de los hombres. Ante lo que consideraban una competencia desleal, los gremios temían que la presencia femenina hiciese disminuir el sueldo del resto de trabajadores. De hecho, cuando la demanda abundaba y la mano de obra era escasa, los gremios eran relativamente tolerantes hacia la incorporación femenina. Otro factor influyó en este proceso: desde el periodo medieval -época en la que se permitía a las mujeres tener acceso a un aprendizaje formal y, en consecuencia, alcanzar la maestría- los gremios habían ido restringiendo el aprendizaje de las féminas. Por ejemplo, en la Barcelona del siglo XVI los contratos de aprendizaje comenzaron a escasear, siendo prácticamente nulos en el XVII. Como el gremio exigía un período de preparación con el que se alcanzaba la oficialía y después la maestría, desde el momento en el que se negó la formación a las mujeres se cerró su acceso al gremio. A pesar de ello, seguía existiendo un tipo de aprendizaje informal que se impartía en función de las necesidades de cada familia. Al fin y al cabo la presencia de las esposas e hijas en el obrador nunca dejó de darse: ellas ayudaban en la manufactura, en las cuentas de la tienda y en la atención al público. Las mujeres tuvieron que esperar hasta finales de la Edad Moderna para ver derogadas, al menos en parte, estas restricciones. Puesto que la rigidez de los gremios acabó chocando con los cambios económicos y sociales del Setecientos, Carlos III estableció en 1778 la "Libre enseñanza y trabajo de mujeres y niñas en todas las labores propias de su sexo, sin embargo de las ordenanzas de los Gremios". Las viudas del mundo gremial tendían a romper las barreras que otras mujeres sufrían: Ítem, conformaron en que las viudas de maestros de dicho oficio, hermanos de esta Hermandad, puedan tener tienda abierta durante su viudedad ... lo que se permite mirando, con equidad, a las cortas conveniencias con que, regularmente, quedan las susodichas. Las ordenanzas del gremio de latoneros de Pamplona reflejan la otra faceta de la relación de las viudas con los gremios: los propios agremiados, conscientes de que la situación de una mujer que había perdido al cabeza de familia era difícil de superar, otorgaron a las viudas una serie de privilegios en calidad de mujer de agremiado y madre de sus hijos. Los gremios entendían que, tras la muerte de sus cofrades, las mujeres tendrían que encargarse de sacar adelante a los vástagos hasta que éstos pudiesen hacerse cargo del negocio paterno. Es decir, el gremio no reconocía a la mujer como trabajadora de pleno derecho, sino solamente como regente del negocio y oficio del marido. Como se puede comprobar, parte de estas concesiones estaban dirigidas más a proteger a los huérfanos que a las viudas. A consecuencia de esta visión muchas normativas supeditaron la posibilidad de continuar con la bodega a la presencia de hijos que pudiesen y quisiesen heredar y continuar con la actividad paterna. Así, los gremios limitaron su continuidad a cierto periodo de tiempo. El objetivo de este plazo era múltiple: por un lado se pretendía que la esposa del difunto no perdiese la última inversión de tiempo, trabajo y dinero de su marido; por otro lado, gracias a las ventas podría pagar las posibles deudas de su negocio; y, finalmente, la viuda, en los duros momentos que seguían al fallecimiento del compañero, conseguía un respiro para organizar su futuro. Generalmente se estableció que este ínterin correspondiese al año de luto. En Barcelona, por ejemplo, coincidía con el any de plor, es decir, con el año posterior a la muerte del marido, mientras que los cordoneros de Pamplona consideraron en 1613 que "después de la muerte de su marido pueda tener tienda abierta por tiempo de cinco años". Pero existían ordenanzas más duras, aquellas que limitaban la activad a un mes, hasta el cumplimiento de todo el trabajo en curso. Tras este tiempo la viuda no perdía necesariamente su negocio, pero las exigencias y condiciones para que éste siguiese en funcionamiento se endurecían. Los gremios permitieron a las viudas seguir con el negocio de sus maridos no sólo por cuestiones caritativas, también por motivos prácticos. Dado que conocía a la perfección los secretos del negocio, al morir el maestro su viuda resultaba una sucesora natural. Por eso, en momentos de crisis demográficas fueron un recurso habitual: durante el siglo XVI, cuando tantos hombres dejaron Sevilla hacia América u otras empresas, fueron las viudas quienes, en parte, contribuyeron a sacar adelante la ciudad al seguir con el comercio y los negocios de sus maridos; mientras que en Barcelona, tras la peste de 1650-1653, el gobierno municipal permitió trabajar a muchas viudas sin hijos en calidad de maestras. Como vemos, los maestros se encontraban ante una difícil tesitura: por un lado, estaba el deseo de proteger y tutelar a sus familiares -ese era en parte el objetivo fundacional de los gremios, como se demuestra en el caso de los hijos a los que se les facilitaba el acceso y se les cobraba una cuota inferior-; pero, por otro lado, puesto que la viuda no había completado un aprendizaje formal, se temía que ésta no pudiese garantizar la calidad y la uniformidad del producto. Paradójicamente, fueron los propios gremios los que negaron a las viudas un aprendizaje completo; al no acceder al grado de maestras veían limitado el número de trabajadores que podían contratar y, por lo tanto, su capacidad competitiva en el mercado se veía resentida; además, al no ser maestras, una vez pasado el año de luto, debían contratar un maestro examinado. Por supuesto, la cuestión de la calidad no era el único motivo que se escondía detrás de las condiciones impuestas a las viudas; para evitar la saturación del mercado y la caída de los precios y salarios los agremiados mostraron un notable interés por limitar el número de productores de un determinado oficio, y las viudas fueron a menudo las primeras damnificadas cuando la población crecía y la competencia aumentaba. Para conciliar los intereses del gremio con la supervivencia de la viuda muchos gremios animaron a las mujeres que habían perdido a sus maridos a casarse con un agremiado, al cual se le garantizaba la admisión en rango de maestro e, incluso, se le eximía de pagar las cuotas de inscripción. Esta solución contribuía a mantener el status quo y era apoyada por los gremios. Las viudas tuvieron que esperar hasta finales del siglo XVIII para que las instituciones pusiesen fin a esta práctica. Carlos IV promulgó un Decreto Real el 20 de enero de 1790. En él se derogó "la ordenanza gremial de cualquiera arte u oficio que prohíba el ejercicio y conservación de sus tiendas y talleres a las viudas que contraigan matrimonio con quien no sea del oficio de sus primeros maridos, con retención de todos los derechos y bajo la responsabilidad común a todos los individuos de los mismos gremios, con tal de que las tiendas hayan de regirse por maestro aprobado, por cuyo medio se combina el interés público en la bondad de los géneros con el particular de las viudas". Aunque se seguía exigiendo la presencia de un maestro, la concesión hecha por el monarca era, una vez más, una mano tendida a las mujeres que, por haber perdido a sus esposos, se entendía pasaban por una difícil situación.
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La vivienda Viven muchos casados en una casa, o por estar juntos los hermanos y parientes, que no parten las heredades, o por la estrechez del pueblo, aunque son los pueblos grandes, y aun las casas. Pican, alisan y amoldan la piedra con piedra. La mejor y más fuerte piedra con que labran y cortan es el pedernal verdinegro. También tienen hachas, barrenas y escoplos de cobre mezclado con oro, plata o estaño. Con palo sacan piedra de las canteras, y con palo hacen navajas de azabache y de otra piedra más dura; que es cosa notable. Labran, pues, con estas herramientas tan bien y primorosamente, que hay mucho que mirar. Pintan las paredes por alegría. Los señores y ricos usan paramentos de algodón con muchas figuras y colores de pluma, que es lo más rico y vistoso, y esteras de palma sutilísimas, que es lo corriente. No hay puertas ni ventanas que cerrar, todo está abierto; y por eso castigan tanto a los adúlteros y ladrones. Se alumbran con tea y otros palos, teniendo cera; que no es poco de maravillar. Así estiman y elogian mucho ellos ahora las candelas de cera y sebo, y los candiles que arden con aceite. Sacan aceite de chiya y otras cosas, para pinturas y medicinas, y saín de aves, peces y animales; mas no saben alumbrarse con ello. Duermen en pajas o esteras, o cuando mucho, en mantas y pluma. Arriman la cabeza a un palo o piedra, o cuando más, a un tajoncillo de hoja de palma, en que también se sientan. Tienen unas silletas bajas, con respaldo de hoja de palma, para sentarse, aunque comúnmente se sientan en tierra. Comen en el suelo y suciamente, pues se limpian en los vestidos, y aun ahora parten los huevos en un cabello, que se arrancan, diciendo que así lo hacían antes, y que les basta. Comen poca carne, creo que por tener poca, pues comen bien tocino y puerco fresco. No quieren carnero ni cabrón, porque les huele mal; cosa digna de notar, comiendo cuantas cosas hay vivas, y hasta sus mismos piojos, que es grandísimo asco. Unos dicen que los comen por sanidad, otros que por gula, otros que por limpieza, creyendo ser más limpio comerlos que matarlos entre las uñas. Comen toda hierba que no les huela mal; y así, saben mucho de ellas para medicinas; pues sus curas son simples. Su principal mantenimiento es el centli y el chili, y su bebida ordinaria el agua o el atulli.
contexto
Sin lugar a dudas, el edificio básico de la arquitectura etrusca, origen y modelo de todos los demás, es la casa. A mediados del siglo VII a. C. era ya de forma cuadrangular y se esbozaba su división en habitaciones. Después, parece que su evolución se bifurca en dos ramas diversas por completo: una nos lleva directamente -quizá por influjo chipriota o microasiático- al llamado palacio; la otra, de forma más pausada y lógica, desemboca en la creación de la casa típicamente etrusca, la que acabará llamándose casa itálica por antonomasia. Los palacios conocidos son, hoy por hoy, poco numerosos, y de ellos destacan tres bien estudiados: el de Murlo (también llamado de Poggio Civitate), con varias reconstrucciones hasta su hundimiento final en torno al 525 a. C.; el de Acquarossa, con una historia semejante, y la Regia del Foro, en Roma, que sufrirá varios cambios y acabará siendo la casa del rex sacrorum a la caída de los Tarquinios. La característica esencial de estos edificios, aparte de su tamaño, es su organización en torno a un patio; éste puede ser triangular o cuadrado, pero siempre se adorna con pórticos, al menos en parte. Se trata, en cierto modo, de un tipo peculiar de casa de peristilo, procedente de ambientes palaciales asiáticos, pero destinado a pronta extinción; cuando la casa romana, a fines de la República, recupere el patio con columnas, tendrá que dirigirse ya al ámbito helenístico para imitarlo. En estos palacios, por lo demás, hallamos repetida una estructura de habitaciones que, sin ser excepcional en Etruria -la podemos ver, sin ir más lejos, en ciertas casas arcaicas de la propia Acquarossa-, tiene escaso éxito y desaparece pronto: nos referimos al conjunto formado, tras la columnata del patio, por una sala amplia, sin duda lugar de reunión, a la que se abren dos habitaciones menores, una a cada lado; algo muy parecido, en una palabra, al liwan persa. Los palacios, gracias a su gran número de estancias, son autosuficientes. Contienen graneros, quizás algunos dormitorios para siervos -aunque sabemos que éstos, para escándalo de los griegos, solían vivir fuera de la casa de sus señores-, presentan en el patio altares o templetes para el culto de los difuntos, e intentan convertir el propio patio en un gran ambiente de lujo, destinado a las fiestas de los príncipes. En la decoración de tan refinado recinto desempeñan un gran papel las terracotas de tejados y aleros; son, en ocasiones, figuras de antepasados aristócratas, como la hierática imagen con sombrero que se ha hallado en Murlo, pero lo que más abunda son placas de terracota, que exponen escenas de la vida señorial (paseos en carro, cenas, festejos) y hasta de sus ideales míticos (hazañas de Hercle, el Heracles etrusco). Salvo excepciones, como la citada Regia de Roma, estos palacios parecen situarse en el interior de Etruria; allí, en efecto, debió de mantenerse durante mucho tiempo el sistema de vida semiindependiente de los grandes príncipes agrícolas, dueños de sus aldeas y nostálgicos de los oros y marfiles del pasado. Hacia el 600 a. C. aún se construían tumbas principescas en Quinto Fiorentino, junto a Florencia. En las zonas costeras, por el contrario, la estructura de la ciudad, con su animación comercial y su escaso espacio intramuros, imponía soluciones más funcionales; por eso fue allí donde se desarrolló con mayor prontitud y seguridad la casa itálica. No queremos insistir en el detalle de su organización: en uno de los capítulos dedicados al arte romano republicano podrá el lector comprender la importancia de este tipo de morada, basado en su estructura longitudinal y simétrica, con un ambiente básico, el atrio, en el centro, y una sala al fondo, el tablinum, destinada al dueño de la casa. Lo que aquí nos interesa señalar es cómo, a partir de la división esencial en dos habitaciones; se da a fines del siglo VII a. C. el segundo paso evolutivo: surgen nuevas salas, en primer lugar a ambos lados de la entrada, justo antes de entrar en el atrio, y después a ambos lados del tablinum; más tarde, ya desde principios del siglo VI, comenzarán a construirse estancias alrededor del atrio, por lo que se hará necesario, para iluminarlo, abrir una entrada de luz en su tejado. Es la situación, al parecer, que se puede detectar en Marzabotto.