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El Consejo Municipal de Barcelona encarga a Lluis Dalmau la magnífica Virgen dels Consellers. La escena queda enmarcada en una arquitectura goticista de evidente aire flamenco. La Virgen, con el Niño desnudo en su regazo, se sienta en un trono, apoyado sobre cuatro leones y decorado con figuras de profetas. Entre las ventanas del fondo encontramos a dos grupos de ángeles cantores mientras que en los laterales se sitúan los santos que presentan a los consellers: en la derecha San Andrés y en la izquierda, santa Eulalia, ambos con las cruces que simbolizan su martirio. Arrodillados y en actitud de oración observamos a los cinco consellers que encargaron la obra: Johan Lull, Francesc Llobet, Mosen Johan de Junyent, Ramón Saavall y Antoni de Vilatorta. Cada uno de los consejeros dirige su mirada a la Virgen y viste la gramalla característica de sus cargos. Dalmau busca la inspiración en los modelos de Jan van Eyck, tanto en la iconografía como en la caracterización de los retratos, buscando el máximo realismo tal y como se le exigía en el contrato. Otros aspectos a destacar son la riqueza cromática, la importancia concedida al espacio o la minuciosidad y el detallismo con el que se trabajan las indumentarias.
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Comparte todas las características con su pareja, la Piedad, ya que ambas son producto de un mismo encargo de Cassiano dal Pozzo a Poussin, destinadas a permanecer juntas.
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Alberto Durero entró en contacto con el círculo del emperador gracias a la tremenda fama que le habían proporcionado sus grabados, difundidos por la imprenta a todos los rincones de Alemania. El emperador le hizo varios encargos, que afectaron al estilo de Durero. Este se volvió más decorativo, más emblemático y elegante. La Virgen que ahora contemplamos es un producto de esta etapa.El aspecto general de la estampa es desbordado, exhuberante, lleno de líneas, curvas, florituras. Parece más un diseño para una vidriera que una imagen tridimensional, como las había concebido hasta el momento. El efecto decorativo y el horror vacui, es decir, el horror al vacío, llevan al artista a llenar literalmente la superficie del papel con todo tipo de objetos, personajes, nubes, briznas de hierba... en un paseo agotador para la vista del espectador.
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Ezequiel, bajo la mirada del padre Eterno, asiste al momento en que los huesos humanos se revisten de carne, escena claramente vinculada con la resurrección. Las figuras de Dios, Ezequiel y el hombre desnudo de primer plano parecen forzar los límites reales de la tela al disponerse en pronunciados escorzos con los que aumentan el dramatismo y la tensión de la escena. Las tonalidades rojizas y las luces están inspiradas en Tiziano y Veronés pero la monumentalidad de los personajes es una herencia de Miguel Ángel.
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Algunos especialistas consideran este episodio bíblico como una prefiguración de la Resurrección de Cristo y de la Ascensión de Cristo. La figura de Jacob, en la parte inferior, aparece de espaldas, a contraluz mientras en la parte superior se halla el Padre Eterno, envuelto entre rosadas nubes. La escalera que une a ambas figuras es un escorzo más de los que dominan el conjunto, cargado de dinamismo e intensidad emocional, como todo el conjunto de "telari" pintados por Tintoretto para la Scuola Grande di San Rocco.
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En el siglo XVII era muy frecuente que un monasterio de una Orden poderosa encargara a un gran pintor y a su taller la realización de una serie sobre la propia Orden. Éste es el caso del cuadro que tenemos delante: encargado en 1629 por los mercedarios de Sevilla, la serie debía adornar e ilustrar el claustro del convento con las figuras de sus fundadores y los monjes más importantes en la historia de la Orden. Fue realizada por Zurbarán en un momento de esplendor para el extremeño, que había visto dificultado su establecimiento en Sevilla por celos profesionales. Este encargo fue el que le concede el respaldo de las jerarquías eclesiásticas para permanecer en Sevilla, contraviniendo toda la legislación vigente en el momento para el gremio de pintores. En el cuadro observamos la figura de San Pedro Nolasco, fundador de la Orden de la Merced, recluido en su celda y a quien se aparece un ángel adolescente. Este ángel le muestra en una visión celestial los muros de la Jerusalén fortificada, símbolo de la fortaleza de la fe cristiana. Esta ciudad fue emblema de urbanismo y teología, siempre caracterizada por sus torres, sus murallas y sus puentes levadizos tendidos a los fieles. En el hábito del santo se contempla el famoso blanco zurbaranesco, del que se han llegado a apreciar hasta un centenar de variaciones tonales en la obra de toda su vida. Ningún pintor logró igualar sus colores y las texturas recias de las pesadas ropas como llegó a plasmarlas Zurbarán. El método para resaltar al santo es recortar la blanca figura contra un fondo neutro, pardo, indefinido, que nos indica que el santo no pertenece ya al espacio real sino que está volcado en la visión sobrenatural. Este recurso de iluminación está muy ligado a la influencia del Barroco italiano, concretamente a las técnicas de Caravaggio. La serie original para el claustro era de seis óleos, dos de Zurbarán (el otro también está en el Prado) y cuatro de Francisco Reina, conservados en la catedral de Sevilla. La Visión de San Pedro Nolasco llegó al Prado como un intercambio entre el comprador original, el deán López Cepero, y el rey Felipe VII, que le cede a cambio una copia de un Velázquez. Al Prado llega a principios del siglo XIX.