Muchas fueron las construcciones militares de los almohades, tanto en el Norte de África como en al-Andalus. En el Magreb destacan las murallas que alzaron en Marrakech y en Rabat, donde abrieron arcos monumentales, algunos de los cuales tienen varios recodos. Los almohades generalizan la gran entrada en recodo, defendida por un muro avanzado, de donde se accede a un patio, desde el cual se entra al recinto por otra puerta que en muro frontero se coloca a escuadra de la primera. En al-Andalus destacan fortificaciones almohades construidas o reconstruidas en el Algarve y en Extremadura. Una de sus obras más espléndida es la Alcazaba de Badajoz, modernamente excavada por Fernando Valdés. Según el cronista almohade Ibn Sahib al-Sala, el segundo califa de aquella dinastía, Abu Yaqub "defendió Badajoz contra los infieles, construyó su alcazaba, imponente e inaccesible, con entrada del agua desde el río, cortando la esperanza de los infieles de apoderarse de ella, pues la llenó de máquinas, provisiones, armas y hombres escogidos".También el califa Abu Yaqub, según el mismo cronista Ibn Sahib al-Sala, "construyó en Sevilla la alcazaba de dentro y la de fuera, al exterior de la Puerta de al-Kuhl".En las fortificaciones almohades son una característica defensa de los lugares débiles las torres albarranas, unidas a la muralla por un arco o por un muro alto que deja paso a sus pies por la barbacana. La torre poligonal fue también usadísima en al-Andalus en este período, como se aprecia en algunas que aún subsisten: una en la cerca de Cáceres, tres en la de Ecija. Ochavada y albarrana es la de Espantaperros, en la alcazaba de Badajoz. La más monumental es la Torre del Oro sevillana, alzada en 1220-21, conclusión de cerca que, desde el Alcázar, protegía el acceso al río.
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Al arquitecto catalán se le pide que utilice un lenguaje que aluda a la nostalgia de una ciudad preindustrial, que se identifique con la Edad de Oro de Cataluña, pero al mismo tiempo proyectar una ciudad que coincida con los intereses de la nueva burguesía. En 1902 el arquitecto Puig i Cadafalch reconocía "haber conseguido entre todos un arte moderno, a partir de nuestro arte tradicional, adornándolo con bellas materias nuevas, adaptando el espíritu nacional a las necesidades del día". Habría que rentabilizar la más autóctona tradición: el ladrillo. La unión de tradición y progreso tendrá su expresión más afortunada en la utilización sistemática de la bóveda tabicada ligada con tirantes de hierro. Apostar por el historicismo medievalista, sobre todo el neogótico, supone algo más que el mantenimiento de un repertorio formal. Se trata de mantener vivas todas las evocaciones ideológicas que comportaba. Porque si en algo se basa el modernismo es en la recuperación de la cultura catalana unida a una firme voluntad de modernizar el país. Las soluciones que aporta un arquitecto como Lluís Domènech i Montaner (1848-1923) lograrán crear una auténtica alternativa arquitectónica, siempre en busca de una arquitectura nacional. Junto con J. Vilaseca se pronuncian por un nuevo eclecticismo progresista. La técnica, las posibilidades constructivas de los nuevos materiales y la decoración tendrán que ir ligadas a un estilo moderno e internacional. Lo importante será lograr un carácter unitario entre técnica/forma/ornamentación. Domènech sigue a Viollet-le-Duc, pero también los modelos eclécticos de la Europa central, Schinkel y Semper, atento sobre todo a la defensa que este último hace del tecnicismo y las relaciones entre arte e industria, forma y función. Las preocupaciones del arquitecto catalán se resumen en su Hotel Internacional y el restaurant de la Exposición de 1888. En él se combinan la nueva técnica, el ladrillo visto, la cerámica vidriada, la bóveda catalana, los arcos metálicos... Habrá que esperar a las Exposiciones de París de 1900 o Turín de 1902 para que, junto a las revisiones neomedievalistas, aparezcan elementos característicos del Art Nouveau internacional, si bien muchas veces quedarán circunscritos a los elementos ornamentales. Ahora es cuando Domènech inicia lo que Bohigas denomina su estilo floral interior de la Fonda España del carrer de San Pau, (1902-1903). Tanto Doménech como Puig i Cadafalch se preocuparán por las relaciones arquitectura/sociedad, mientras que Gaudí está más volcado a resolver la arquitectura a partir del hecho constructivo. Josep Puig i Cadafalch recogerá e interpretará las propuestas de Doménech acerca de la revisión de los estilos históricos y la búsqueda de la identidad nacional. Todo ello acometido por una persona que, además de ser arquitecto, es historiador del Arte, profundo conocedor del arte medieval en Cataluña y también de lo que se hace entonces en Europa. La casa Martí, en cuyos bajos estará situada la cervecería Els Quatre Gats (1895-98) o la reforma de la casa Ametller en el paseo de Gracia, contendrán elementos tanto de la tradición catalana como otros originarios de los Países Bajos o del gótico alemán. El neogótico estará revisado en las Caves Codorniú (1904). El gótico era para él un estilo que iba "fins als ossos, fins a dintre de las pedras". Antoni Gaudí (1852-1926) se confiesa partidario de un tradicionalismo viviente: "he hecho la columnata dórica arcaica del Parque Güell -dice- como lo habrían hecho los griegos de una colonia mediterránea; la casa medieval de Bellesguard es tan profundamente gótica del Parque Güell -dice- como lo Caspe está bien emparentada con el barroco catalán. Es cuestión de ponerse dentro del tiempo, del ambiente y de los medios y coger su espíritu". Es precisamente esta adecuación al espíritu lo que hace pensar que la adopción del gótico sea algo más que la apropiación de un lenguaje formal. En una primera etapa, que denominaremos historicista, Gaudí se empapa de los estilos artísticos. La tradición arquitectónica catalana sintetiza corrientes culturales contrapuestas. De todas ellas beberá Gaudí. En la Casa Vicens, en la entrada de la Finca Güell y El Capricho de Comillas quedaron plasmados los logros que Gaudí había extraído de la arquitectura árabe: el manejo de la luz, la plasticidad de la decoración de azulejos. De la fábrica gótica de ladrillo, tomará las bóvedas tabicadas que ofrecían la posibilidad de cubrir el máximo volumen de espacio con el mínimo de material posible, además, por su flexibilidad, se adapta muy bien a sus formas sinuosas. En el gótico de la catedral de Mallorca encuentra la fusión de estructura y luminosidad. En esa recurrencia al pasado no es poca la ayuda que extrae de las investigaciones de Viollet-le-Duc. Y siempre la naturaleza como constante. La relación entre los elementos constructivos y la decoración acaba por establecerse con plena libertad y, a veces, la decoración conquista autonomía respecto a la estructura. Otras, es ésta la que se hace autónoma, adquiriendo incluso valores plásticos y expresivos. Para ello debemos suponer que Gaudí conoce perfectamente el comportamiento mecánico de las estructuras, así como la utilización de nuevos materiales. De todo ello surge un nuevo modelo, un mundo propio, personal, que es lo que caracteriza ese vértigo surrealizante de su arquitectura. ¿Por qué un arquitecto capaz de liquidar la herencia clásica con sus revolucionarios hallazgos estructurales no pudo incorporarse plenamente al mundo moderno? La respuesta no puede ser otra que un deseo de marginación consciente y querido. Por su fuerte conservadurismo fue incapaz de aunarse a la nueva sensibilidad que los cambios sociales y políticos demandaban. En el Parque Güell, la Casa Milá, la Casa Batlló logra ya un estilo propio, que consigue una vez que ha digerido y asimilado las influencias históricas y que desarrolla en una delirante e imparable libertad experimental. En el mobiliario de la Casa Calvet, la fachada y la cubierta de la Casa Batlló, el Parque Güell, la fachada y la azotea de la Casa Milá y la cripta de la Iglesia de la Colonia Güell ya se funden la forma y la estructura configurando un hábitat nítidamente gaudiniano: la concepción de un espacio dinámico, en expansión, el uso del color en el que vive inmerso, color que unido a la forma y a la textura crearán una segunda naturaleza. A través de ella consigue definir una plástica que hoy reconocemos como específicamente suya. Parece que se propone naturalizar los entornos artificiales y artificializar la naturaleza. Su lógica estructural evoca un pasado extraño y primitivo: originalidad es volver al origen diría Gaudí. Es obligado hablar de Joan Rubió i Bellver (1871-1952) y Josep María Jujol (1878-1949) sus dos grandes colaboradores. El primero de ellos interviene en el estudio mecánico de la iglesia de la Colonia Güell y en los pórticos del parque Güell. Es uno de los principales teóricos del gaudinismo. El segundo siempre tuvo un compromiso plástico y espiritual con Gaudí. Colabora con él en la decoración del Parque y de la Casa Milá; muy dotado para la composición plástica, es corresponsable de la delirante decoración. Gaudí quería unir en un mismo edificio la planta central y la basilical. Para ello debía encontrar un nuevo mecanismo estructural. Construye una maqueta funicular y la Cripta de la colonia Güell le servirá de laboratorio experimental para la obra que realmente le apasionaba: la Sagrada Familia. En la Cripta encontramos su estilo desgarrado llevado a las últimas consecuencias. Pretende llevar ese bosque de piedra a la catedral y trabajar sobre la luz como esencia del hecho plástico. Gaudí parece aferrarse al significado político, social y religioso que tenía la catedral en los tiempos preindustriales. Su arte está cargado de intenciones redentoras.
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Dentro de esa especie de constante histórica que hace alternar los estilos entre el casticismo y el internacionalismo, el gusto neoclásico -cuestionando críticamente la aportación de antiguos y modernos, la mímesis y la invención, la novedad y la originalidad, la verdad estable (el Dios creador, pero ausente; eterno, pero no constante) y la causalidad del desarrollo histórico- significa una internacionalización estilística de los más sólidos principios arquitectónicos del pasado, aticismo ideal en el que cree escépticamente para, desde esa fe crítica y autocrítica del que sigue investigando, hacerlo realidad, presente y contemporáneo. En la deseada restauración de la Antigüedad greco-romana influyen, desde dos focos principales -Roma y Venecia- eruditos y diletantes depositarios del debate crítico-filosófico, a los que se debe buena parte de los avances de la arquitectura de las Luces. Una generación de teóricos racionalistas, nacidos en torno a 1720 -los Algarotti, Laugier, Cochin, Winckelmann, Piranesi o Milizia-, publica sus ensayos, observaciones, cartas, historias y opiniones sobre arquitectura en torno al año 1760. En ellos hay que buscar la más virulenta refutación del Barroco en aras de los ideales de sencillez, conveniencia, adecuación y carácter con los que reconocer la verdadera arquitectura, aquella que sabe dar de todo una razón fundada y que reduce a un mismo y único problema el interior y el exterior con el que la arquitectura se demuestra, es decir, se presenta y se explica a sí misma. Una periodización del neoclasicismo internacional, no exenta de oscilaciones ideológicas, permitiría establecer una primera fase de estabilización de los ideales de la Razón entre 1740-80; un segundo período revolucionario de desarrollo y consolidación se establece entre 1780-1805, cuando los ideales se ven materializados y los ejemplos de la nueva arquitectura son ya tangibles, no sólo en los edificios, sino también en los aspectos urbanísticos; la instrumentalización política del estilo Imperio, entre 1805-14, supondría otro momento diferenciado y reconocible en la arquitectura neoclásica que, entre 1814-48, se ve contaminada de un ecléctico y fluctuante modo proyectual entre el academicismo y el nuevo ideal historicista. Para España cabría una periodización que corrige bien poco la anterior, quedando nuestro Neoclasicismo marcado por cinco sucesivas generaciones de arquitectos y ceñido a un siglo exacto -1744-1844- desde la creación de la Junta Preparatoria de la Academia de San Fernando hasta la creación de la Escuela Superior de Arquitectura en Madrid, momento en el cual la formación de los arquitectos se ve desplazada de una institución a otra, quedando la primera como organismo consultivo y sancionador de titulaciones y competencias. Entre 1744-80 podemos situar el período protoneoclásico de teorización e instrumentación de medios con los que intentar arraigar en España el cambio deseado en las artes. Entre 1781-95 podemos reconocer la puesta en práctica de los ideales ilustrados con resultados concretos parangonables a los obtenidos por la mejor arquitectura europea de la Razón, y en ello la actividad del arquitecto madrileño Juan de Villanueva tiene una responsabilidad casi exclusiva. El período 1796-1810, de escasas iniciativas constructoras, estaría dominado por los arquitectos de la tercera generación neoclásica discípulos de Rodríguez y Sabatini, como Silvestre Pérez (1767-1825) e Ignacio Haan (1758-1810); Isidro González Velázquez (1765-1840), discípulo predilecto de Villanueva, tuvo entonces un escaso protagonismo ya que sus mejores obras para Madrid, el proyecto de la plaza de Oriente (1816) y el Colegio de Cirugía de San Carlos (1831), son más tardías y no pasaron del papel. Pasado el entreacto de la ocupación francesa, entre 1814-1844, otras dos generaciones de arquitectos, nacidos en torno a 1780 y 1800, mantienen en la corte un academicismo todavía neoclásico, que podemos considerar agotado con el edificio del Congreso de los Diputados en Madrid, comenzado en 1843 y proyectado el año anterior por Narciso Pascual y Colomer (1808-70). Tras lo anterior es necesaria una breve digresión: La peculiaridad de la aportación española al panorama arquitectónico europeo desde el siglo XVII consiste prácticamente en su falta de influencia, en su rareza. Desde 1600, pasado ya el rigorismo y la "tiranía estilística" (Kubler) o el yugo asfixiante (Chueca) de lo herreriano, la obra de nuestros autores desaparece de las historias de la arquitectura occidental más o menos generalistas, salvo escasas excepciones o la aditiva revisión del que traduce un libro extranjero. Tan largo período de ausencia, de ignorancia o de olvido de la aportación española, ha acostumbrado al estudioso del panorama occidental a prescindir de todo lo que no sea italofranco-anglogermano, hasta el punto de que el relato histórico de lo ocurrido en ese ámbito de mutua influencia supranacional sólo se entiende poniendo en relación a sus componentes, mientras el correlato de lo español sólo se desarrolla desde una visión interna e incluso autocomplacida de su endogamia disciplinar. Este hecho ha permitido a la historiografía prescindir de nuestra arquitectura también para momentos posteriores, aun cuando participe de aquel ámbito de influencia foránea, quizá porque ésta se produce sólo en un sentido, el de la naturalización de la influencia importada, y raramente en el contrario, el del reconocimiento de la ejemplaridad de la aportación española al panorama europeo. Al hilo de lo anterior, un problema de una complejidad imposible de analizar en estas páginas de síntesis apretada, es necesario recordar que la llegada a España de la nueva dinastía borbónica supone para nuestro panorama artístico una incorporación de la influencia italofrancesa al gusto y a la sensibilidad nacionales, no tanto durante el reinado de Felipe V, al final del cual comienza, como en el de Fernando VI y muy especialmente con Carlos III.
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Antes de la llegada del florentino Juan de Moreto, que dejaría muestra de su excelente hacer como mazonero en la capilla de San Miguel de la catedral jacetana (1525), asistimos a una temprana aparición de las formas clasicistas en Aragón de la mano deGil Morlanes el Viejo y Damián Forment, escultores de profunda formación gótica. Obra excepcional, por lo madrugadora y por la calidad en traza y labra, es la portada de la iglesia conventual de Santa Engracia de Zaragoza, iniciada por el primero de los Morlanes y continuada desde 1515 por su hijo, que sorprende como solución renacentista en fundación real frente a la apariencia hispanoflamenca de las promovidas en Castilla, a la par que difiere sensiblemente en lo ornamental y en lo plástico de las primeras propuestas alcarreñas, toledanas y burgalesas. El esquema retablístico de la portada de Santa Engracia viene a ser reinterpretado algunos años después por el escultor Esteban de Obray y el seguntino Juan de Talavera en la también notable portada de la colegiata de Santa María de Calatayud (h. 1525), con mayor complejidad decorativa y capricho, usando de soportes abalaustrados varios, polseras con grutescos o festones. A esta profusión ornamental responde el trascoro de la Seo, obra del más característico de los mazoneros aragoneses, Juan Sanz de Tudelilla, que oculta mediante balaustres, exuberantes revestimientos agrutescados, remates ediculares y figuras emergentes el equilibrio esencial de su articulación binaria. El peso de la tradición constructiva enraizada en lo mudéjar define algunas de las muchas peculiaridades de la arquitectura aragonesa del Renacimiento. El uso del ladrillo es determinante de una frecuente severidad en las fachadas, que contrasta con las aplicaciones ornamentales y figurativas de yeso endurecido, en las que, entre citas clásicas y manieristas, persiste un espíritu fronterizo con lo plateresco, primando aún la idea de magnificencia sobre la de armonía y proporción. El fuerte arraigo de lo gótico supuso en Cataluña un freno considerable a la penetración de las formas renacentistas en arquitectura, a diferencia de la escultura italiana o la pintura. Apenas cabe citar aisladas aplicaciones ornamentales de filiación lombarda, más usuales en la arquitectura civil (torre Pallaresa, casa de L. Centelles). Y hay que destacar como excepcional la desaparecida casa Gralla de Barcelona, aún dentro de su tradicional esquema torreado, de su imperfecta simetría y de la defición gótica de su patio, pero la labor ornamental de sus ventanas pudiera deberse a cierto Pedro Fernández, castellano. Algo distinto sucede en Valencia, donde tras tempranas aplicaciones ornamentales (palacio de Oliva) se afirma una presencia directa de lo italiano (capilla de Todos los Santos, en Porta Coeli; palacio Vich) o se dan pautas precisas para trabajar a la romana (Casa de la Ciudad). Infrecuente resulta sin embargo lo plateresco, del que apenas hay muestra en el Hospital de Játiva y en la iglesia de San Martín, y que surge con más fuerza en conexión con lo castellano y lo murciano en obras de modesta identidad, tierra adentro (iglesias de Biar, Andilla, Villena). Mientras que en Baleares, donde hay que anotar la temprana labor clasicista del aragonés Juan de Salas (Portada del coro, catedral de Mallorca), poco hay más allá de la decoración emblemática de unas mansiones nobiliarias que mantienen su esencia gótica (casas Vivot, Juny, Palmer) y que se aproximan a lo catalán (casa Dezcallar).
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El territorio burgalés que constituía la Diócesis, a excepción de la zona de la Montaña propiamente dicha, no de los puertos cantábricos, vive durante el siglo XVI una larga etapa de plenitud visible en todos los aspectos. La arquitectura religiosa de este tiempo es un fiel testimonio de esa prosperidad temporal y pujanza espiritual. Todos los pueblos se empeñan en la tarea de renovar sus viejos templos, construyendo otro en lugar del anterior, como hacen los feligreses de Villahoz, Rubena, Sedano, Padilla de Abajo, Santa María Rivarredonda..., o ampliándolo mediante la sustitución de algunas partes que quedan unidas a otras partes de la iglesia anterior generalmente románica, de la que conservan el ábside -iglesias de Castrillo Solarana, San Juan de Castrojeriz, Hermosilla, Arlanzón, Oquillas... -, la portada -iglesias de Miñón, Madrigalejo, Hormaza... - o la práctica totalidad del edificio románico al que se añade una nueva cabecera, según vemos en la iglesia de Moradillo de Sedano. En estas actuaciones se manifiesta una conducta rica en matices en la que se unen la necesidad de contar con un templo más grande, capaz de acoger a la totalidad de la creciente población, y al mismo tiempo -y no se trata de un motivo secundario - de un edificio de mayor categoría que exprese adecuadamente la de los que lo construyen. Pero, ante todo, en estas actuaciones se manifiesta un claro sentido del -tiempo histórico en su totalidad: el del presente, en las nuevas construcciones y, el del pasado, en el respeto mostrado al conservar aquellas partes del viejo templo que destacan por su valor estético. La fusión de tradición y modernidad, total o parcialmente, es la característica más visible de la arquitectura religiosa del siglo XVI. Todos los factores señalados, actuando en feliz conjunción, explican la importancia de las construcciones religiosas del momento. Esto, unido a la extensión que alcanza, convierte este período en uno de los culminantes de la historia de la arquitectura burgalesa, sin duda el más importante junto con la etapa románica, sobre todo si se considera la duración temporal y la difusión que alcanza, que se extiende a todo el vasto territorio diocesano. Considerado con absoluto rigor, basando el juicio en la capacidad de creación y brillantez de las soluciones, no hay duda de que el período estelar de la arquitectura burgalesa es el que se desarrolla en el corto tiempo que media entre los años 1448, comienzo de la construcción de las agujas de las torres catedralicias por Juan de Colonia, y el año 1490, en que estaba prácticamente terminada la capilla del Condestable, también en la catedral, obra de Simón de Colonia. Breve período que se completa con la construcción de las capillas de la Visitación y de Santa Ana, igualmente en la catedral, la Cartuja de Miraflores, la iglesia de San Nicolás y, en lo civil, la Casa del Cordón. Período que, aun cuando no pertenece cronológicamente a este estudio, es imprescindible recordar, ya que de él y, ante todo, del nuevo concepto espacial o, mejor, de la maduración del nuevo concepto espacial nace la arquitectura religiosa del siglo XVI. En la capilla del Condestable su autor, Simón de Colonia, desarrolla con plena madurez el concepto de espacio de ámbito único que constituye uno de los aspectos que mayor fecundidad tendrán en el siglo XVI en tierras burgalesas. En este punto es obligado recordar el antecedente que constituye la capilla de Santa Catalina, en el claustro de la catedral, construcción del siglo XIV, en la que ya aparece con evidente claridad el espacio de ámbito único. Un adecuado estudio de esta capilla, cuyo sentido espacial aparece igualmente en otros lugares antes de que Simón de Colonia proyectara la capilla del Condestable, acaso nos aclarara lo que, de verdad, hay de tradición y de novedad en el espacio de ámbito único madurado; nos referimos exclusivamente a Burgos, a fines del siglo XV y divulgado durante la centuria siguiente. De momento, en relación con el tema que tratamos, lo importante es que durante el siglo XVI burgalés, una vez más vemos que no se crean tipos arquitectónicos originales, sino que la actividad se basa en la adaptación y, en casos, maduración de los anteriores. Pero, eso sí, con una riqueza que en algunos casos llega hasta la ostentación en las variantes que se introducen en aspectos secundarios, meramente formales, que no superan el carácter funcional de lo decorativo pero que, precisamente por ello, son las más visibles y los que mejor muestran el proceso evolutivo y el de la fusión o simple mezcla de los elementos tradicionales -góticos- y los modernos tomados del Renacimiento italiano. Formas que, al margen de su mayor o menor presencia e incidencia en las distintas etapas que partiendo de ellas pueden establecerse, hacen que, por unos autores, se hable de arquitectura gótica del siglo XVI; en tanto que por parte de otros -entre los que me cuento- se piense en una arquitectura de concepto espacial renacentista que se define a través de formas góticas en sus cubiertas, en las bóvedas, -góticas, que no ojivales, y sólo en el diseño de sus ricas tracerías meramente decorativas- y renacentistas en sus soportes y vanos, que son los lugares donde mejor se aprecia el avance de lo renacentista. En los soportes encontramos la más clara lectura de un proceso evolutivo que nos lleva desde el pilar con rica molduración en la que se prolongan, sin interrupción, las nervaduras de las bóvedas, propio de las primeras décadas del siglo, con magnífico ejemplo en la iglesia de San Juan de Castrojeriz; pasando por el liso pilar cilíndrico, con o sin molduración a modo de capitel, en el que intestan, se embeben, los nervios de las bóvedas, característico del segundo tercio del siglo XVI, del que se pasa al empleo del pilar con pilastras adosadas, formando cuatro caras, rematado por un faja capitel de orden toscano dórico, vigente durante el último tercio de la centuria, como muestra de un mayor avance del clasicismo renacentista que, como carácter peculiar de algunos autores, especialmente los relacionados con el maestro Juan de la Puente, se enriquece con retropilastras y, en los capiteles, con una singular decoración a base de gotas o lagrimones. Los dos tipos más característicos de la arquitectura religiosa responden al mismo concepto espacial que, según hemos señalado, es el llamado de ámbito único, si bien se manifiestan en dos formas distintas: la capilla funeraria y la iglesia de planta de salón. Para la primera el punto de arranque se encuentra en la capilla del Condestable, en la catedral, en tanto que para la segunda, no existen antecedentes en Burgos, se trata de un modelo importado.
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Las ceremonias de culto en época minoica se realizaban en lugares diversos: cuevas, santuarios en picos de montañas, colinas, templetes y altares campestres y, sobre todo, en los palacios, donde existen habitaciones especiales en las que se concentran las ofrendas a las divinidades. La mayor parte de la arquitectura religiosa nos es conocida gracias a los exvotos en formas de capillas, altares y fachadas de templetes, como el descrito en el patio de Cnosós. Estos exvotos se depositaban en cuevas (más de 200 en Creta tienen restos de culto), y en edificios aislados en lugares sagrados, en lo alto de cimas montañosas o dispersos en la campiña. La mayoría de ellos está dedicada a la Diosa Madre, garantía de la fecundidad de los campos y animales. Muchas de estas cuevas y lugares del campo han sido santificados por la iglesia ortodoxa, construyendo en ellos ermitas e iglesias. De los edificios religiosos poco ha quedado, aunque destacan los estudiados en Kumasa o en Jamaizi, donde ídolos, joyas, cerámica y otras ofrendas se ocultaban en bóthroi, agujeros excavados en el suelo. El edificio de Jamaizi es muy notable, pues tiene una forma ovalada y numerosas habitaciones en su interior, datada entre 2000 y 1800, en el Minoico Medio I. A la época de los primeros palacios corresponde el templo de Anemospilía, cerca de Arjánes, hallado en 1979. Se trata de un edificio con tres habitaciones paralelas precedidas por otra transversal. Su importancia radica, además de los exvotos y los pies de barro de una estatua de culto de material perecedero, en el hallazgo de un aspecto de la religión minoica hasta ahora desconocido. En una de las habitaciones transversales se encontraron los restos de un sacrificio humano realizado, con toda probabilidad, para implorar a la divinidad el cese del seísmo de hacia 1700. El terremoto acabó con la vida de tres personas, los oficiantes en el sacrificio de un joven que ya se había desangrado en el momento en que se produjo la caída de la techumbre del templo. Este hallazgo, junto a otros restos de sacrificios humanos ha hecho oscurecer un tanto el brillante aspecto que la civilización minoica tenía hasta entonces. Los restantes templos minoicos consisten en habitaciones de culto integradas en los conjuntos palaciales, dando una clara idea sobre la organización, por parte de éstos, de las ceremonias cultuales.
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Los conocimientos que se poseen de la arquitectura religiosa del período paleobabilónico son todavía muy incompletos, por los escasos restos que de tan agitada época histórica se van descubriendo, y por lo poco significativo, en líneas generales, de lo ya descubierto. La ciudad de Mari adquirió gran importancia a comienzos del siglo XIX, dada su situación geográfica, que la convirtió en un gran centro económico y político. Sin embargo, no sabemos nada de las reformas o ampliaciones que probablemente recibiría el Templo de Ninkhursag, que había fundado Niwar-Mer, ni tampoco de las del Templo de Dagan, levantado por Ishtup-ilum (aunque el culto a Dagan desaparecería), que quedó en un segundo término al ser ocultado por otros santuarios autónomos, levantados en su explanada por orden de Zimri-lim (1782-1759). Por otra parte, la ciudad-Estado de Eshnunna recuperó a comienzos de esta nueva etapa histórica algo de su pasado prestigio, lo que se tradujo en la erección de algunos templos (sólo ha llegado una Sala de audiencias, posible componente de un espacio religioso articulado en patios, y una pequeña capilla dedicada al dios Tishpak). Una de sus ciudades dependientes, Neribtum (hoy Ischali), en el curso del Diyala, contó con un magnífico templo, dedicado a Ishtar-Kititum, levantado por el rey de Eshnunna Ipiq-Adad II (h. 1840). Asentado sobre una plataforma, era de considerables dimensiones (101 por 67 m) y seguía en su disposición las plantas del anterior período neosumerio. El conjunto contaba con tres grandes puertas de acceso, flanqueadas cada una por dos torres, lo que contribuía, junto a sus muros con contrafuertes, a dar a toda la masa volumétrica el aspecto de una verdadera fortaleza. En su interior se hallaba el templo de Ishtar-Kititum y otros dos santuarios menores. Asimismo, Shaduppum -hoy Tell Harmal-, centro administrativo que perteneció a Eshnunna, contó con dos pequeños y sencillos templos, que seguían las características generales de la arquitectura religiosa neosumeria. El mayor, de modestas proporciones (28 por 18 m), dedicado a la diosa Nisaba, presentaba una puerta sencilla con gradas flanqueadas con leones de terracota; le seguía un vestíbulo que daba acceso a un gran patio, en el que se abría la puerta del segundo tramo arquitectónico, decorada a su vez con gradas y leones. Este nuevo sector estaba formado por una antecella y una cella, anchas y poco profundas, siguiendo el esquema del eje axial. A sus lados se levantaban las dependencias auxiliares así como un pequeño santuario anejo, en donde se veneraba a Haia, el esposo de Nisaba. El otro templo, situado no muy lejos de este de Nisaba, constaba de dos estancias prácticamente semejantes (era en realidad un templo doble) sin vestíbulo ni antecella; una habitación interior, entre las dos estancias, y dividida en dos sectores, era compartida independientemente por cada una de las capillas.
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Este apartado, durante el quinientos, quedaría, en general, limitado a intervenciones o adiciones en edificios preexistentes. No obstante, existe una construcción de nueva planta, iniciada en 1532 y cuyas obras se prolongarán casi durante un siglo, que representa un interesante compromiso entre lo nuevo (gótico) y lo antiguo (clasicismo); se trata de la iglesia de San Eustaquio de París. La iglesia de planta, estructuras y proporciones góticas, presenta arcos de medio punto, pilastras y decoración clasicista aunque esta última no es excesiva. Esta híbrida construcción resulta, de este modo, muy sobria respecto al gótico flamígero, fase del gran estilo medieval dominante en la arquitectura del siglo XV; por tanto, no estaríamos exactamente ante una prolongación del gótico, con elementos clasicistas. Si a esto unimos el sentido que adquiere el interior, iluminado con luz natural y no mediante vidrieras coloreadas, esencia de la espacialidad gótica, podremos entender quizá que se haya dicho, respecto a San Eustaquio, que estamos más bien ante un uso critico de los repertorios medievales, con fines polémicos ante el clasicismo, o que para hallar ejemplos góticos comparables debamos retrotraernos acaso a iglesias del siglo XIII, más sobrias que las del XV. La última idea señalada resulta particularmente interesante en el caso de la fachada de San Miguel de Dijon, comenzada en 1537; insistiendo en el uso de elementos clasicistas -sobre todo, los arcos de medio punto- góticamente ensamblados, la estructura se nos convierte en una suerte de hastial románico.
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Es a partir de la multiplicidad y riqueza de opciones de la arquitectura francesa, en la que los piranesianos que habían pasado por Roma cumplieron un papel decisivo, como comienzan a ensayarse no sólo nuevos tipos arquitectónicos, de mercados a hospitales o salas de fiestas y otros equipamientos, sino toda una nueva concepción de la arquitectura que unas veces al margen de la Revolución y otras comprometida con ella, ha necesitado de un término que asumiera las nuevas circunstancias políticas. El simple enunciado de este epígrafe plantea, sin duda, un problema historiográfico aún abierto. Kaufmann inauguró el debate en los años treinta hablando de arquitectos revolucionarios, que para él no eran otros que Boullée, Ledoux y Lequeu, y haciendo de la Revolución un problema más específicamente disciplinar que político. Sin embargo, esa hipótesis de trabajo ha sido sometida a recientes críticas, en un marco más amplio sobre las relaciones entre arte y política, entre arte y libertad, en las que ha podido plantearse la existencia de una arquitectura comprometida con la Revolución, aunque no necesariamente revolucionaria en términos compositivos, lingüísticos o tipológicos, pero siempre atenta a principios como los que llegara a definir el arquitecto Léon Dufourny (1754-1818) en 1794 y según los cuales los edificios de los particulares debían ser "simples como la virtud", reservándose la "magnificencia" para los "monumentos nacionales". Es más, si en el Ancien Régime, los "pervertidos cortesanos rebosaban de lujo", hoy, sigue Dufourny, cuando todo ese "cortejo de la tiranía" ha desaparecido, "los artistas reservan su genio para los triunfos de la virtud. Los grandes monumentos deben producir grandes impresiones; los muros deben hablar; las consignas multiplicadas deben convertir nuestros Edificios en Libros de Moral... la Arquitectura debe regenerarse en la Geometría..''. Todo un programa arquitectónico y político que también está presente en Boullée y en Ledoux, aunque posiblemente sus posiciones ideológicas nunca fueron tan transparentes.Posiblemente sea Boullée el más célebre de los arquitectos revolucionarios: al arquitecto italiano Aldo Rossi le sirvió, a finales de los años sesenta del pasado siglo, para formular la idea de la pertinencia de un racionalismo exaltado, absolutamente disciplinar y antifuncionalista, incluso sus proyectos dibujados fueron usados a finales de los años ochenta del siglo pasado para hacer un proyecto de decorado para "Parade" de Erike Satie, pero es más conocida, sin duda, la película de Peter Greeneway, "The Belly of an Architect" (El Vientre del Arquitecto) que hizo definitivamente popular la arquitectura de Boullée.Etienne-Louis Boullée (1728-1799), autor de algunos edificios, muchos de ellos destruidos, elegantemente clasicistas, a la manera francesa, durante los años sesenta y setenta del siglo XVIII, como su Maison Alexandre, de 1763 o la reordenación y ornamentación del Hôtel d'Evreux, hoy palacio de l'Elysée, de 1774-1778, fue, sobre todo, un profesor y dibujante de arquitecturas con una enorme influencia en la arquitectura francesa de la segunda mitad del siglo XVIII. Piénsese que desde la Academia de Arquitectura de París controlaba no sólo los concursos, sino también la actividad de los pensionados en Roma, así como desempeñó también una notable influencia en los procedimientos de dibujo y en los sistemas de representación usados en la formación de los ingenieros civiles franceses a través de la Ecole des Ponts et Chaussées.Fruto de esa compleja y rica experiencia dejó un tratado manuscrito sobre arquitectura y una serie de proyectos absolutamente decisivos para comprender la transformación del pensamiento arquitectónico y la modernidad de sus propuestas. El texto, titulado "Architecture. Essai sur l'art", redactado durante los años noventa del siglo XVIII, se abría con una piranesiana afirmación de principio: "Y yo también soy pintor". El abandono de la regla y el compás por el pincel no sólo fue un gesto pintoresco, sino que supuso un cambio decisivo en la forma de pensar la arquitectura, de representarla, de apropiarse de su figura e imagen, arrebatándosela a otros procedimientos tradicionales e incluso a la eficacia y al orden proyectual de los ingenieros. No es la construcción lo que interesa a Boullée, sino su concepción, su idea. Por eso es antivitruviano y es capaz de vislumbrar que la arquitectura se encuentra, en su época, en la aurora de su historia. Historia que muchos historiadores y arquitectos han creído ver en su plenitud en Le Corbusier y en la arquitectura del siglo XX, por eso se remontaron hasta Boullée para legitimar los orígenes de una nueva forma de pensar y hacer arquitectura.Boullée, con sus textos y proyectos, hizo poesía con la arquitectura, la buscó en sus proyectos y midió sus efectos en función de la forma y figura de sus objetos. No era la utilidad o la construcción lo que hacía posible la arquitectura, sino, según Boullée, la forma de los edificios, su escala (ese insistente proyectar en grande, megalómanamente), la perfección de las figuras geométricas que permitían su existencia, de tal forma que en su claridad, rotundidad y simplicidad pudiesen conmover, emocionar, educar... Es más, quiso que la arquitectura fuese monumental, que fuese funcional cívica y moralmente, vinculándola al silencio, a las sombras, a la Naturaleza, a la Razón, al valor de lo infinito. Por eso no fue clásico ni neoclásico, sino que redujo la arquitectura a sus formas originarias, al cubo, a la pirámide, a la esfera y la llenó de sombras y luces. La iluminó o la oscureció según debiera el edificio anunciar alegría o tristeza.No fueron Grecia ni Roma, Paestum o Vitruvio, los que pudieran responder de sus proyectos, sino la idea de una arquitectura originaria, primera, universal, arquetípica. Una arquitectura que sólo parecía posible "poniendo en obra la Naturaleza", como él decía en su tratado. Una arquitectura que, por esos motivos, él quería "parlante y con carácter", pero no se trata ya de hablar con las palabras del clasicismo o la arqueología, sino con la geometría, con la figura, con la dimensión, con la luz y con la sombra: se trataba, para Boullée, de "hacer lo que la poesía no puede sino describir". Por eso inventó, y lo escribía orgulloso, la arquitectura de las sombras y la Arquitectura "ensevelie" (enterrada), y las hizo secundar sus pirámides, sus conos, sus metáforas babélicas, sus cubos, sus esferas, sus muros casi siempre desnudos, para que la luz o las sombras pudiesen resbalar por ellos, y los convirtió en monumentos: palacios, cárceles, puertas de ciudad, edificios conmemorativos, cenotafios, templos, etc. y los aumentó de escala, dotando de carácter urbano a un solo edificio.Pirámides y esferas semienterradas, sombríamente iluminadas, casi absolutamente despojadas, constituyen los versos habituales de la poesía arquitectónica de Boullée. Así, dibujó con sombras las sombras, construyó el vacío, lo infinito, incluso con su célebre Cenotafio a Newton, pretendió, como él mismo señalara, construir "la luz de una noche pura". Su defensa de la especificidad de la arquitectura, atenta, no a la tradición, sino a la Naturaleza y a la Razón, a la Poesía, a sus sublimes dimensiones, que hacen parlante, elocuente, un proyecto, permitieron a Boullée encerrar revolucionariamente su idea de la arquitectura en el papel. Papel que como hojas volanderas o pasquines acompañaron no sólo la arquitectura de la Revolución Francesa sino toda la arquitectura moderna. Ni clásica, ni neoclásica, ni romántica, la arquitectura pensada y dibujada de Boullée no puede ser atrapada por esos calificativos y, en todo caso, se presenta como una máquina imperfecta que reivindica su autonomía frente a la técnica, la industria y los programas políticos y de equipamientos que caracterizarán la arquitectura del siglo XIX. Es ese aparente sustraerse al tiempo, a la historia, lo que convierte sus monumentos en profundamente históricos.Si Boullée pudo comprometerse con el poder revolucionario, Claude-Nicolas Ledoux (1736-1806), el otro gran arquitecto del periodo, siempre anduvo distante, incluso sufrió prisión en un edificio reformado por el primero. Un contemporáneo de ambos arquitectos, representante del antirracionalismo latente entre los dos siglos, Charles-François Viel de Saint-Maux reprochaba, en 1800, a Ledoux el carácter ruinoso de sus edificios y a Boullée su "imaginación vagabunda y desordenada". Sin embargo, Ledoux, como el venerable profesor Boullée, fue, sin duda, un arquitecto de éxito, al menos antes de la Revolución de 1789 y, durante el periodo revolucionario, dedicó su esfuerzo a preparar un ambicioso y deslumbrante tratado que publicaría en 1804 con el título de "L'Architecture considerée sous le rapport de l´Art, des Moeurs et de la Législation". Un tratado que era, en cierta medida, autobiográfico, ya que en él eran comentados sus propios proyectos, construidos o no, y que, en opinión de Viel de Saint-Maux, constituyeron "una verdadera revolución en la ordenación de los edificios".Formado, como tantos otros arquitectos franceses de la época con el clasicista y académico Jacques-François Blondel, aunque también con el griego Leroy, durante los años sesenta y setenta construyó varios hoteles y reformó otros, como el Hôtel d'Hallwyl, de 1766, el Hôtel d'Uzés, de 1768, el Hôtel de Montmorency, de 1769, en París, o el Château de Bénouville, del año siguiente, cerca de Caen, y todos de un elegante clasicismo, a medio camino entre la tradición paladiana y la tradición nacional francesa. Sin embargo Ledoux, entre esos años y los de la Revolución no sólo introdujo novedades teóricas o compositivas, sino que tuvo la oportunidad, rara entre sus contemporáneos, de ensayar la eficacia de sus ideas en numerosos edificios que parecen recorrer todo el repertorio tipológico de la arquitectura. De este modo, proyectó y construyó palacios y hoteles, puentes, casas particulares, incluso edificios de habitación, teatros, como el de Besançon, de 1779, edificios industriales, bibliotecas, cárceles, palacios de justicia, pontazgos para la recaudación de impuestos y, además, imaginó nuevas arquitecturas parlantes. Proyectos que le permitieron participar de una forma muy significativa en todo el debate de la arquitectura llamada neoclásica, aunque no para someterse al dictado de lo antiguo, sino para usar sus recursos, y los de Palladio y Piranesi, como confirman su Hôtel Guimard, de 1770, el Pabellón del Château de Louveciennes, construido para Madame du Barry en 1771, o el Hôtel de Thélusson, de 1778, en una revolucionaria idea de la composición, de los lenguajes y de la función social de la arquitectura.Ledoux, con sus arquitecturas y con su tratado, del que sólo publicó el volumen ya citado y que ha ido progresivamente completándose, se situó en el límite del clasicismo, lo desordenó y lo recompuso geométrica y poéticamente. Es decir, produjo inquietantes arquitecturas simbólicas, sublimes, en el sentido en el que formuló este concepto Edmund Burke en su "A Philosophical Enquiry into the Origin of our Ideas of the Sublime and Beautiful", publicado en 1757, que fue traducido al francés en 1765. Para Ledoux lo "sublime artificial" de Burke podía convertirse en lo "sublime público". Pero, ciertamente, sus ideas fueron precisadas en sus edificios, en sus proyectos no construidos y, sobre todo, en su tratado, en el que su texto parece a veces independizarse de las imágenes que representan sus proyectos, oscilante entre la razón y la poesía. Vitruvio no servía, como tampoco la tradición clasicista o académica, para comentar sus proyectos y, por eso, se vio obligado a inventar un lenguaje que fuera capaz no de describir los edificios, sino de acompañarlos metafóricamente, exaltando los efectos y los sentimientos que aquellas figuraciones de lo arquitectónico podían producir, casi una guía para enfrentarse a una arquitectura contradictoriamente moderna, posiblemente la única oportunidad que el clasicismo tenía de perpetuar su valor, sustituyendo las reglas y normas por la tensión compositiva de los volúmenes y de los espacios, a los que se someten las palabras de un vocabulario conocido, incluidos los órdenes, pero cuyo sonido y significado ya no podían ser los mismos.Una arquitectura, la de Ledoux, que no es clásica ni participa de las modernas tendencias que la conducen hacia la geometrización, matematización y reproductibilidad del proyecto. Al contrario, son los sentimientos los que parecen dar la razón última al carácter simbólico, elocuente, parlante, de los perfectos volúmenes de sus proyectos, ya se trate de cubos, esferas, pirámides, cilindros o conos, ya que, para él, lo necesario era saber "leer en el círculo inmenso de los afectos humanos". Se trataba, por tanto, de hacer y pensar una arquitectura que hablase y emocionase, casi como la había teorizado Le Camus de Mézieres en su "Le génie de l'architecture, ou de l'analogie de cet art avec nos sensations", publicado en París, en 1780. El arquitecto, según Ledoux, debía situar "en el gran libro de las pasiones, la variedad de sus temas". Temas que ya no eran el sistema de los órdenes, ni los nuevos descubrimientos arqueológicos, ni las tipologías tradicionales, sino la variedad de los tipos humanos, de las costumbres y de la legislación, tal como rezaba en el título de su tratado.Los experimentos tipológicos, la insubordinación de las partes ya nunca más jerarquizadas, la alteración de las escalas, el antropomorfismo no proporcional sino psicológico de las fachadas e incluso de algunas plantas, la alegoría y los símbolos son absolutamente decisivos en la arquitectura parlante de Ledoux. Y todo eso no sólo lo construyó, sino que lo describió y dibujó en su tratado haciéndolo formar parte de una ciudad ideal que, en realidad podía leerse como una utopía o como un dispositivo real e histórico. De hecho, el texto es una suerte de viaje iniciático a una ciudad industrial parcialmente construida por Ledoux en los años setenta del siglo XVIII y que en el tratado aspira a la metáfora. La ciudad del Antiguo Régimen se transforma, en el tratado, en una "gota de agua" transparente depositada en el territorio.La ciudad industrial de Chaux, dedicada a la producción de sal en las salinas de Arc-et-Senans, en el Franco Condado, fue comenzada, después de unos proyectos previos, a mediados de los años setenta. En forma semicircular, Ledoux dispuso en ese recinto las fábricas de producción, la casa central del director, las de los trabajadores y otros equipamientos. La ciudad es, como toda su obra, inquietantemente tradicional y moderna, simbólica y productiva. La forma parece inspirada en las recomendaciones vitruvianas sobre cómo trazar la morfología y las calles de la ciudad atendiendo a la dirección de los vientos y, a la vez, en la forma del teatro romano, descrito por el mismo Vitruvio. La entrada, en el eje axial compositivo de la planta, constituía el cuerpo de guardia, con un pórtico de seis columnas dóricas, sin basa, casi como era preceptivo en la época, pero sin estrías, convirtiendo esa desnudez en una metáfora de la simplicidad. El pórtico, sin duda influido por los Propíleos de la Acrópolis de Atenas reproducidos por Leroy, daba acceso a una suerte de gruta artificial, característica en los jardines desde el Renacimiento, con una serie de urnas de las que brota esculpida la salmuera de la salina, alusión literal al destino y función del edificio. Pero la gruta y el dórico griego podían leerse también en clave teórica, haciendo alusión al origen natural, mineral, de la arquitectura, que muchos arquitectos y teóricos defendieron frente al mito, vitruviano y racionalista a la manera de Laugier, de la cabaña primitiva de madera como origen de aquélla, además, de la lectura simbólica de carácter masónico atribuible a la presencia de la gruta, comienzo de un itinerario iniciático que habría de culminar en la casa-templo del director de las salinas. Esa casa, junto con los pabellones laterales de la fábrica, formaba la escena de este teatro simbólico que Ledoux quiso convertir en utopía, cuando en realidad presentaba una de las disposiciones más sutiles y eficaces del ejercicio del poder del Antiguo Régimen.La casa-templo del director, con un emblemático orden dórico rústico, almohadillado y con basa ática, aparece dispuesta como punto focal de toda la ciudad y como lugar privilegiado de observación, como lugar de mirada vigilante, para que todo funcionase con precisión, además de contener un templo iluminado por una luz cenital y es que, para Ledoux, la arquitectura era, precisamente eso, luz. El espectáculo arquitectónico de Chaux presenta diferentes niveles de lectura, ya sea arquitectónica, política o simbólica, como casi toda su arquitectura. Cuando en su tratado quiso hacer de esa ciudad una ciudad ideal, sencillamente la duplicó, dando lugar a una forma elíptica que para el arquitecto no era sino una figuración geométrica del trayecto del sol, fuente originaria de la arquitectura, como demostró en uno de los más célebres grabados de su tratado, L'abri du pauvre, cuya primitiva vivienda no era sino el firmamento. Transparencia de la arquitectura, y del poder, unas veces metafórica, como las columnas que como vigilantes cuidan de la producción, otras literal, como es el ejercicio de la vigilancia. Michel Foucault entendió que la ciudad de Chaux constituía una anticipación del Panóptico de Jeremy Bentham, que desde la década de los años noventa se convertiría en el modelo tipológico más afortunado de las cárceles y hospitales de Europa y América durante el siglo XIX.Para la ciudad ideal de Chaux, Ledoux había previsto un complejo repertorio de equipamientos y viviendas en los que ensayó un nuevo lenguaje arquitectónico, desprendiéndose de la historia y de la tradición y exaltando su idea de una arquitectura pura, atenta a la perfección de los volúmenes, esferas, cubos o pirámides que, sin embargo, no cumplen funciones exclusivamente simbólicas o conmemorativas, sino que, democratizándolos, disminuyendo sus dimensiones, se convierten en humildes viviendas, haciendo elocuentes los trabajos y funciones desempeñados por sus ocupantes, como el piramidal taller de leñadores, la esférica casa de los guardas, la cilíndrica casa de los guardas del río, la fálica planta de la casa de educación sexual u Oikema y así edificios y tipos arquitectónicos para todas las actividades y profesiones. La arquitectura funcional y utilitaria proporciona, en manos de Ledoux, emociones y sentimientos. El manejo desinhibido de las formas y de los lenguajes, de las luces y sombras, de composiciones que aspiran a la quietud son, sin embargo, producto de una insólita manipulación de fragmentos reconocibles; esto convirtió a Ledoux en un arquitecto a la vez "terrible", "revolucionario" y "metafísico" como alcanzaron a definirlo sus contemporáneos. Se trata de procedimientos que este defensor de la arquitectura pura y autónoma llevaría a la experimentación más radical en las más de sesenta Barrières o portazgos, para el control fiscal y económico, que construyó en el perímetro de la ciudad de París, entre 1784 y 1789, cuyo carácter impositivo, verdaderos dispositivos funcionales del poder, fue pronto revelado por la Revolución.La lección de Ledoux, a medio camino entre la revolución y la arquitectura, acabaría sirviendo para legitimar su modernidad con independencia de la historia e incluso sirvió como modelo privilegiado para Le Corbusier y el Movimiento Moderno, como alcanzara a definir el canónico y discutido estudio de E. Kaufmann, "De Ledoux a Le Corbusier", publicado en 1932.El tercero de los llamados arquitectos revolucionarios por Kaufmann es también el más extraño, incluso algún historiador ha llegado a hablar del caso Lequeu. En efecto, Jean-Jacques Lequeu (1751-1825), arquitecto, discípulo de Soufflot y de Leroy, dibujante de pesadillas y sueños, apasionado por lo irregular y lo asimétrico, inventor de una nueva iconografía arquitectónica, con estrechas relaciones con la masonería, como tantos arquitectos franceses de la época, no fue arquitecto en sentido estricto, sino más bien un comentarista satírico y pornográfico de los lenguajes arquitectónicos, no muy distante del marqués de Sade; incluso hay quien ha afirmado que se trataba de un impostor, hasta el punto de no resultar desdeñable la idea de su no existencia o que tras su nombre se ocultasen varios arquitectos, o ninguno. Sea como fuere, de Kaufmann a Dubois, de Guillerme a Vidler, es habitual tomar en serio sus bromas dibujadas que, más que anticipaciones de fenómenos históricos posteriores, hay que entenderlas en su historicidad como síntomas de un profundo cambio conceptual con respecto a la forma y lenguajes de la arquitectura. En ellas, los proyectos son, más que arquitectura, imágenes, bricolages de signos herméticos y neuróticos, como puede comprobarse, además por sus numerosos y particulares autorretratos. Funcionario del catastro y cartógrafo, sus cuidados dibujos de arquitectura, con gestos intencionados de "mal gusto", según observación de Guillerme (incluso cuando firmaba sus dibujos lo hacía alterando frecuentemente su apellido, convirtiéndolo, entre otros significados paradójicos, en la queue (el rabo) o le queux (el cocinero), recorren y abren todas las posibilidades figurativas de la arquitectura). No es extraño que, en ese sentido, sus representaciones y fantasías aparezcan con frecuencia tratadas como si de pinturas o retratos de arquitecturas se tratara, renunciando casi siempre a la planta: sólo fachadas y secciones ortogonales o perspectivas le sirven para formular su galería de variaciones arquitectónicas en las que el gótico, lo egipcio, la tradición clásica, lo chino, lo asimétrico, la revolución y la reacción, los cambios de escala, la ironía figurativa y todas las asimetrías y heterodoxias posibles, tienen cabida.Pero durante la Revolución, el Directorio y el Imperio de Napoleón Bonaparte, las lecciones de Boullée y de Ledoux sirvieron, sobre todo, para ocupar un vacío figurativo que, sin duda, el nuevo poder político reclamaba. Aunque muchos arquitectos comprometidos con la Revolución intentaron dotar de un lenguaje y de una iconografía arquitectónica a la nueva situación, lo cierto es que en muchas ocasiones las novedades sólo parecían figurativas, mientras que la revolución arquitectónica podía ser descubierta en las propuestas de Boullée o de Ledoux, incluso planteamientos más eficaces procedieron de otros ámbitos ligados a la cultura científica y técnica, especialmente a través de la Ecole Polytechnique o de la Ecole des Ponts et Chaussées, sin olvidar la tradición arquitectónica de los ingenieros.En efecto, para la cultura arquitectónica en torno a 1800 y buena parte del siglo XIX, tuvieron una importancia fundamental tanto las nuevas aportaciones del racionalismo pendiente de la arquitectura como construcción, especialmente a través de Jean Rondelet (1743-1829), discípulo de Soufflot y autor de la terminación de Sainte-Geneviéve, que escribió uno de los tratados de construcción más importantes de la época, el "Traité théorique et pratique de l'art de batir", París, 1802-1817, como la racionalidad compositiva y geometrización del diseño propuesta en sus tratados, posiblemente los más influyentes del siglo XIX, por Jean Nicolas-Louis Durand (1760-1834), discípulo de Leroy y Boullée (piénsese que, en los años cuarenta del Ochocientos, Charles Garnier, arquitecto de la Opera de París, juró "odio" al racionalismo gótico de Eugéne Viollet-le-Duc (1814-1879) sobre un tratado de Durand).No carece de significación el hecho de que los maestros de Durand hayan sido dos de los más importantes profesores y arquitectos del siglo XVIII como Leroy y Boullée. Si el primero orientó su actividad hacia la historia, el segundo lo hizo hacia la razón y la poesía. Con semejantes puntos de partida, Durand llegó a la abstracción y propuso modelos que constituían un procedimiento metodológico para componer, fácilmente reproducibles y basados no en la autoridad de la historia, sino en su matematización, en su economía de gestos gráficos. De hecho las obras más conocidas de Durand, el "Recueil et paralléle des édifices en tous genres", París, 1799-1801 y el "Précis des Leçons d'architecture données á L'Ecole Polytechniqué", París, 1802-1805, tienen su diccionario secreto en los concursos del Grand Prix de Roma, en los proyectos de Boullée y en las piranesianas obras, ya mencionadas, de M. J. Peyre.Durand se oponía, de esta forma, a las ideas de Laugier sobre el carácter imitativo de la arquitectura y buscaba la regularización de los procedimientos compositivos como argumento último de la historia. Su idea de la misma estaba atravesada por la prioridad que otorgaba a los materiales de construcción, a las costumbres y tradiciones constructivas y a una defensa a ultranza de la simplicidad, casi una "estética de la precisión", como la ha denominado Szambien, para proyectar edificios. Una estética que atiende, sobre todo, a la conveniencia y a la economía, la primera para responder de los datos técnicos del edificio, la segunda para mantener como principios de la composición los valores de la simetría, la regularidad y la simplicidad y, ambas, expresables en las tramas geométricas cuadriculadas y ortogonales del plano. Si Boullée compuso la arquitectura en términos figurativos, Durand lo hizo en términos planimétricos y combinatorios. A partir de ahí, de la bondad de la planta, el edificio se puede vestir con cualquier atributo: Durand ideó la garantía de corrección de los historicismos y eclecticismos del siglo XIX, incluso los hizo posibles como arquitectura.
contexto
La arquitectura carolingia experimentará múltiples soluciones para configurar un espacio templario que haga posible el desarrollo funcional de los usos litúrgicos romanos que, a partir de estos momentos, se irán generalizando a todas las iglesias cristianas europeas. Si no se puede decir que ahora se crean las principales tipologías, es indudable que las experiencias carolingias son el germen del que arrancan no sólo soluciones espaciales de carácter funcional, sino también aspectos básicos de la estética monumental del templo medieval. La renovación del espacio v las formas templarias se inicia ya en la época de Pipino, cuando se producen las primeras manifestaciones de la liturgia romana sustituyendo al viejo ritual galicano.El valor carismático de la Roma constantiniana introduce en la orientación de las basílicas un cambio radical que ya hacía tiempo había sido superado. Los ábsides de los templos romanos del siglo IV se ubicaban en la parte occidental, de tal manera que sólo el celebrante de la eucaristía permanecía correctamente orientado hacia el nacimiento del sol. Este defecto se corrigió en la segunda mitad de siglo, pero las grandes construcciones constantinianas mantuvieron su orientación. Los constructores carolingios, en su afán de mimetismo, adoptaron la moda de situar al Occidente los santuarios de algunos de sus templos, dando también un tratamiento monumental al extremo oriental. De esta manera el conjunto basilical adquiría un característico aspecto bipolar que terminará por convertirse en una constante arquitectónica de los templos renanos.La iglesia monástica de Fulda, construida durante el abadiato de Ratgar (791-819), disponía al oeste, sobre la tumba de san Bonifacio, el santuario; a su vez, existía otro oriental. La causa de esta occidentalización nos la aclara la "Vita Eigilis", donde se nos dice que se imitaba el uso romano (in parte occidua Romano more peractam). Aunque esta fórmula no era la más frecuente, tal como nos explica Walafrido Estrabón (escritor del siglo IX), son muchos los templos que nos ilustran sobre su uso: iglesia del plano de Sankt-Gallen, la de Saint-Maurice de Agaume y catedral de Colonia entre otros.La monumentalidad del extremo occidental se conseguía en otras ocasiones, con una compleja estructura torreada. Después de los estudios del alemán Effman sobre la iglesia de Centula, se ha aceptado por los historiadores de la arquitectura el término de "westwerk" para denominar esta parte del templo. Viejas descripciones y excavaciones arqueológicas han denunciado la existencia del "westwerk" en numerosas iglesias carolingias; sin embargo, tan sólo ha llegado hasta nosotros íntegro en un monumento, la abadía de Corvey (Westfalia). La iglesia se construye por Wala, antiguo abad de Corbie, entre el 822 y el 844; antes del 873, se iniciaron las obras del cuerpo torreado occidental. El esquema de Corvey puede servimos de modelo genérico que nos informe de su estructura. Una fachada torreada abre en su centro la puerta que comunica con el vestíbulo en la planta baja, llamada cripta; sobre ésta, un piso, conocido por quadrum, sirve de tribuna a la iglesia, pero, a su vez, es una iglesia en sí misma que tiene en su centro un altar y un piso de palcos en su entorno. Tardíamente, se coronará con un cuerpo de campanas (Turris clocaria).Tan compleja edificación ha servido para que los investigadores hayan aventurado múltiples y mixtificadas interpretaciones funcionales. Desde la antigua y ya desechada tesis de la historiografía alemana, que explicaba su origen en un posible uso imperial, hasta la más reciente de Carol Heitz que veía en estos conjuntos un santuario monumental dentro del templo. Esta última función podría ser compatible con otras más específicas, como "schola cantorum", "galilea" o templos para laicos en iglesias monásticas, tal como veremos en construcciones del primer románico. Junto a una función concreta, es evidente que esta construcción también tuvo una importante significación simbólica: los textos coetáneos la denominan "turris" o "castellum", viendo en ella el símbolo de la fortaleza espiritual que se enfrenta a las fuerzas del mal. En este mismo sentido se ha interpretado el epígrafe existente en Corvey que alude a la Jerusalén celeste, pues sus constructores veían en su "westwerk" la materialización de un símbolo. Este carácter emblemático contribuyó en la cristalización de un conjunto de nártex y fachada torreada que, a través del románico y del gótico, terminó por convertirse en un estereotipado anagrama del templo cristiano.La sociedad carolingia fundamentó muchos aspectos de su fe en un excesivo culto a las reliquias de los mártires. La problemática iconoclasta bizantina contribuyó a que la jerarquía político-religiosa permitiese ciertos excesos en la veneración de los cuerpos santos para evitar en Occidente una crisis similar a la oriental. Comunidades monásticas y catedralicias atesoraban un número cada vez más creciente de reliquias sacras, los fieles acudían en masa a los templos para postrarse suplicantes ante ellas. Todo esto obligó a una reordenación del espacio templario, que permitiese la creación de ámbitos, donde se celebrasen ceremonias litúrgicas martiriales, y se facilitase el acceso de los fieles para su contemplación y veneración. La creación de estos microespacios y su articulación con la gran nave eclesial obligó a multitud de riquísimas experiencias constructivas, algunas de ellas contribuyeron decisivamente en el origen y desarrollo de elementos del templo medieval tan importantes como la girola.La cripta, como espacio destinado a albergar los cuerpos de los mártires cristianos, había surgido en las basílicas romanas durante el pontificado del papa Gregorio el Grande (590-604). Al difundirse por todo el imperio carolingio los cuerpos de los mártires romanos, también se adoptaron las fórmulas arquitectónicas que los contenían en sus lugares de origen. Se trataba de un tipo sencillo, conocido por los historiadores como cripta anular: bajo el santuario, teniendo el piso de la nave a un nivel intermedio entre éste y la cripta, se desarrollaba un pasillo semicircular que contorneaba todo el interior del ábside, abriéndose en el centro una cámara (confesio), donde se depositaba el sarcófago de las reliquias. Saint-Denis, Saint-Maurice de Agaume y San Lucio de Coira podrían ejemplarizar una secuencia cronológica, de fines del VIII y comienzos del IX, para el inicio de la serie, mientras que en la catedral de Colonia, durante la segunda mitad del IX, tendríamos el tipo más evolucionado y maduro.La necesidad de crear varias cámaras para las numerosas reliquias obligó a vaciar el subsuelo de partes, cada vez más amplias, de los templos y articular una red de pasillos que las comunicasen. Este tipo de cripta se llama mina y los ejemplos más significativos los podemos ver en la basílica de Eginardo en Steinbach o en Saint-Médard de Soissons. El deseo de concitar en torno al cuerpo santo un número mayor de fieles que asistan a la celebración de determinados actos rituales en honor del mismo obliga a abrir espacios más amplios, verdaderos oratorios o pequeñas iglesias subterráneas. Algunas veces, estas criptas estaban condicionadas en su desarrollo espacial por mantener estructuras arquitectónicas previas, así ocurre en Saint-Germain d'Auxerre, donde el cuerpo de San Germán se conserva en un pequeño espacio basilical de tres naves. Otras veces se consigue un espacio más amplio mediante el empleo de cuatro soportes (columnas o pilares), por lo que se la denomina cripta baldaquino.Un gran espacio central, situado al este del conjunto de criptas, se construyó en Saint-Germain d'Auxerre y en San Pedro de Flavigny. Su advocación a la Virgen y el sentido funerario de estas dependencias demuestran claramente la intención de los constructores, un oratorio mariano a la manera de una Sancta Maria Rotunda. En cierta manera se conjugaba aquí, cristianizándolo, el tema clásico de la diosa madre que acoge en su seno a sus hijos, los hombres muertos. La viejísima tipología arquitectónica de los enterramientos circulares y cupulados, utilizada para grandes mausoleos cristianos en época constantiniana, es asimilada, a partir de este período, con edificios de culto relacionados con la muerte. La iglesia del cementerio de San Miguel de Fulda presenta ya la forma circular que definirá tantas iglesias funerarias del medievo. Por lo que sabemos, su constructor, el abad Eigil (820-822), dispuso que fuese realizada a imitación del Santo Sepulcro de Jerusalén.El monacato benedictino consolidó definitivamente su protagonismo hegemónico entre las diferentes órdenes monásticas de la Europa carolingia. Será ahora cuando se fije, casi definitivamente, el arquetipo de conjunto monasterial. La clausura monástica se centraba sobre el claustro y las dependencias de su entorno. El esquema de estas edificaciones, que permanecerá invariable durante siglos, presenta tal madurez y funcionalidad que demuestra ser fruto de una larga experimentación previa. Las realizaciones arquitectónicas de monjes norteafricanos, insulares, galos e hispanogodos contribuyeron decisivamente en la configuración de este esquema.