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Pero los caminos artísticos tienen en España en el siglo XVIII una serie de virtualidades por zonas, que plantean la necesidad de su contemplación, aunque en esta ocasión se aborden de manera muy somera. Cada región tiene sus recursos culturales propios y a veces surgen producciones de lo más inesperado y jugoso.Castilla, con su vaguedad de contornos y su multiplicidad de jurisdicción, vio nacer centros urbanos de importancia. Fue la zona del campesinado rico, con un epicentro, Madrid, que se había congelado desde su ampliación en el siglo XVII en un cuadrilátero de tres por dos kilómetros y una población que alcanzaba en 1800 los 180.000 habitantes. Carecía de un monumentalismo acumulado y fueron los Borbones quienes quisieron subsanar muchos defectos.La fijación de la Corte, la consideración de que Monarquía y Estado son dos conceptos inseparables, convierten a la capital en sede de la administración central elevándose el nivel de su dinámica política y económica. Reagrupa e irradia fuerzas distintas que se traducen en centros fabriles dedicados preferentemente a la explotación textil y acumula experiencias del más acertado extranjerismo.La arquitectura tiene como finalidad el autorizar la intervención de nuevos términos. Por un camino se otorga cierta preeminencia a factores de interés práctico y funcional y, por otro, nace una arquitectura monumental cuyas formas son una mina de ideas, con carácter y particularidades significativas. La capacidad de los artistas locales por adaptarse al ambiente da lugar al paso de un lenguaje flexible, que avanza en términos de invención y que suscita licencias y caprichos de gran imaginación. La nueva arquitectura influye sobre la forma interna de la ciudad a nivel urbano y arquitectónico y representa un nuevo valor sobre el legado del siglo XVII.Teodoro Ardemans, Maestro Mayor del Rey y de la Villa desde 1702, es el arquitecto de la transición que transforma la primitiva Granja de San Ildefonso en un palacio real de volumen cuadrado y torres en los ángulos, advirtiendo en la estructura lineal de los planos una leve modulación ornamental, con la que tímidamente corrige la seca versión lineal y volumétrica del edificio. Sirviéndose del mismo criterio formal realiza el proyecto de la Iglesia de San Justo y Pastor de Madrid, pero es más creativo en el terreno estrictamente decorativo, recreando la tradición churrigueresca en retablos, túmulos o capillas como la de Santa Teresa en la iglesia madrileña del Espíritu Santo, en la que al cuerpo convencional envuelve en prodigiosa ornamentación de fino estilo. Su actividad se centró en una labor burocrática al frente del Ayuntamiento de la capital que le absorbió de manera excesiva. Fruto de su labor municipal sería la redacción de sus Ordenanzas, útiles y sustentadas en otras más antiguas de Juan de Torija.A nadie escapa ya el interés que encierra la novedad planimétrica de Pedro de Ribera (1681-1742), cuya obra discurre hasta 1730 bajo la protección del Corregidor de Madrid, don Francisco Antonio Salcedo y Aguirre, Marqués de Vadillo. Construye el Puente de Toledo (1720) con dinámico diseño y particularismos decorativos, en los que se manifiesta innovador. Por encargo del Monarca realizó el Cuartel de Guardias Valonas (Cuartel del Conde Duque, 1722) sobre un recinto de 228 por 83 metros, con tres patios, inspirado en esquemas franceses y portada monumental en el estilo libre que le caracterizará, con contenido propio distributivo y funcional, indicativo no sólo del arquitecto-artista sino del arquitecto-ingeniero, planteando problemas arte-técnica en un criterio ideal que se verá en otras obras.Trató el espacio eclesiástico de manera insólita, como se manifiesta en el trazado para las iglesias madrileñas de San Antón, Virgen del Puerto o Teatinos, superando la tradición y motivando la correlación de espacios en antítesis. Creó una tipología doméstica para las grandes familias denominada por la prepotencia volumétrica y la carga alegórica, de la que son ejemplos el palacio madrileño de Perales, Goyeneche, Torrecilla, Oñate, Montellano, Arcos, etc. Se implicó en invenciones teatrales y dio lo mejor de su imaginación en modelos ornamentales para túmulos, arcos y manifestaciones varias de carácter efímero como una de las experiencias del lazo vital que une al artista con su tiempo y la idea orgánica empirista de la arquitectura objetual como expresión intensa y flagrante del arte que, en el amplio horizonte artístico de Ribera, hallaría su colofón en sus fachadas instrumentales con pleno vigor, con sus elementos fuertes y dulces, con sus significados históricos y su altísima calidad escultural. El paso fue audaz, como lo fue también el de su entendimiento de un nuevo urbanismo periférico que aplicara en el Paseo occidental de la capital y en el valor irradiante del Puente de Toledo.Pedro de Ribera creó una escuela en la que destacaron arquitectos como los Moradillo, Manso, Arredondo, etc. Pero también se sintió incorporado al quehacer cortesano internacional. Dibujó el nuevo Palacio Real, entrando en competencia con los italianos y franceses. Su concepto en el plano no es tradicional. Obedece a ideación europeísta en la que se expone la unidad y el fasto de una renovada imagen áulica.En Madrid la Academia controlará el desarrollo de las Artes y la investigación que conduce hacia un nuevo idealismo arquitectónico. De ella surgirá un gran plantel de nuevos arquitectos que contribuyen parcialmente al desarrollo constructivo de la segunda mitad del siglo XVIII. Ventura Padierne, Villegas, Durán, Ballina, Bradi, etc., se vinculan al desarrollo de hospitales, asilos, colegios y viviendas verificados en un formulario escueto matizado por elementos plásticamente definidos. Hemos aludido en páginas anteriores a la concepción de carácter áulico y representativo de la capital y a las figuras sobresalientes. La capital en los dos últimos tercios del siglo fue lugar de un gran ensayismo de carácter foráneo en el que se asimilan las más variadas influencias.En Valladolid, como un manifiesto de carácter laico, la fachada de la Universidad ilustra el abandono de la narrativa sacra y ofrece en clave de la ciencia la nueva posibilidad ornamentalista de la estructura en retablo. En ella se destaca la personalidad de Fray Pedro de la Visitación y la empresa colectiva escultórica de los Tomé. Una nueva posibilidad de interpretación la ofrece Matías Machuca en el templo de San Juan de Letrán, con su ritmo mixtilíneo y bien elaborada talla. Se subraya en el foco vallisoletano el ornamento a través de la labor de yesería, de gran detalle en la Iglesia de las Comendadoras de Santa Cruz en su carácter geométrico y vegetal. El arquitecto Manuel Serrano añade una importancia suplementaria a la escuela, con la construcción de la Iglesia de Rueda, de nave única, con capillas ovaladas. La fachada con encuadre cilíndrico utiliza el ritmo cóncavo y este juego de la curvatura en contraposto será magnificado en la sutil obra realizada por Serrano en Sigüenza con destino a la Orden franciscana.En Salamanca se constituye una escuela organizada en torno a la gran empresa colectiva de los Churriguera. Su obra general no es posible separarla del valor que otorgan a la decoración, pues quizá en ella se contenga la velada polémica del barroco por lo que representa como capricho o autoriza los arbitrios de la invención. En los Churriguera la secuencia del ornamento tiene valor autónomo y es fuente en la que se recrea el inquieto y serpenteante repertorio gráfico del barroco castellano. Pero el arte de los Churriguera es fruto también de una tentativa prospéctica del espacio, en la que a pesar de sus términos escuetos y racionalistas, no se advierte ninguna contradicción dialéctica. El ornamento, en numerosas ocasiones, es absorbido e integrado en la proyectiva arquitectónica estricta. Seguirá siendo un fenómeno de superficie, una vía de escape que no interrumpe el limpio desarrollo espacial. José Benito (1665-1725) define el dibujo ornamental, agolpado y vivamente animado en los retablos de San Esteban de Salamanca y Capilla del Sagrario de la Catedral de Sigüenza que abunda en hallazgos tipológicos que han de tener larga trascendencia. Pero la concreción alternativa de su aportación está en el diseño de la ciudad industrial de Nuevo Baztán de la que fue impulsor Don Juan de Goyeneche. El proyecto es referencia indispensable para definir el concepto estructuralista de Churriguera, su carácter práctico y la refinada elegancia del espacio cultivado como función social y como imagen del poder representativo. Es modelo de planimetría urbana, disuelta en planos disimétricos bien trabados y organizados, en el que se confrontan ideas españolas y extranjeras. Este diálogo con la reflexión, profunda arquitectónica fue aplicada también al afortunado plano del palacio de Goyeneche, hoy sede de la Academia de San Fernando.Joaquín (1674-1724) parte también de la retablística salmantina y del ornamento que le es intrínseco, pero también se manifiesta su talento en tipos constructivos en los que se aprecian modelos desacostumbrados. La cúpula de la Catedral salmantina o la hospedería de Anaya y colegio de Calatrava, le hacen deudor de un legado renacentista que recrea y reanima asumiendo, a través de un lenguaje de tendencia serena y equilibrada, esa confrontación de autonomía clásica sustentante y estructura plástica adherida.Alberto (1676-1750) colaboró con José Benito y formuló su peculiar repertorio ornamentista en el muro del cierre del Coro de la Catedral salmantina, y en el tabernáculo para el altar mayor del mismo edificio, de particular inspiración plateresca. Terminó la fachada de la Catedral de Valladolid, pero su obra más brillante fue la Plaza Mayor de Salamanca, lugar para un activo comercio y espectáculos. En ella el Pabellón Real cumple su tradicional función de límite o fachada en el pórtico. Resalta sobre el vacío frontalmente, por su vigor y finura escultural. En su traza se establece el valor de la amplitud, la regularidad, y el sentido de ornato y beneficio de la ciudad. Es obra de imperiosa estructura en su génesis y desarrollo. Alberto Churriguera construyó asimismo el Colegio de Anaya de templado diseño, y la Iglesia de Orgaz, en la que rinde un tributo al edificio ornamentado.Andrés García de Quiñones (1709-1784) absorbe la herencia de Churriguera y sobrepasa en algunos casos sus límites. Fue gran constructor, como se demuestra en las Torres y en el Patio de la Clerecía de Salamanca, en la que sobrepone a la atenuada arquitectura de Juan Gómez de Mora, el énfasis ornamentista del siglo XVIII. Su obra más destacada fue el Ayuntamiento de la Plaza Mayor de la ciudad salmantina, dominada su fachada por la retórica de un juego escultórico figurativo erudito. Su volumen emerge repartiendo las fuerzas de jerarquización del recinto con el Pabellón Real. Juan de Sagarvinaga (1710-1785) reedifica la cúpula de la Catedral Nueva salmantina con elegancia y serenidad formal y realiza la Sacristía de la Clerecía recurriendo al motivo rococó.En Cuenca, José Martín de Aldehuela se influye del barroco levantino. Fue Maestro Mayor de la Catedral. Evolucionó hacia un arte austero que quedó reflejado en la iglesia de la Concepción de monjas franciscanas. En una actitud contrapuesta realizó la iglesia de San Antón, en la que se recoge su oscilación hacia un polo opuesto cercano a la sutil dialéctica barroca de Ventura Rodríguez en la iglesia de San Marcos, de aguda fisonomía borrominiana.En Toledo, a pesar de la decadencia que mantiene en la época, la presencia de Tomé para la construcción del Transparente de la Catedral ofrece el esplendor de la identidad de pintura, escultura y arquitectura, conciliando la concepción rococó y barroca en un diseño imaginativo erizado de complejidades formales y términos figurativos de nueva inspiración. Regula y filtra la luz sobre el encuadramiento del altar-fachada, visible desde el perímetro de la giro la invirtiendo la curvatura en el modulado plástico, ambiguo y estimulante, como culmen de la lírica arquitectónica barroca.En Andalucía, Sevilla se beneficia del reformismo borbónico a partir de 1730 lo cual repercute en su producción agraria, mercantil e industrial. En la transición entre los dos siglos, Leonardo de Figueroa participa muy activamente en la edilicia sevillana. Su parcial intervención en el hospital de los Venerables Sacerdotes determina su profesionalismo al igual que la remodelación de la iglesia de San Pablo, en la que exhibe un repertorio de yeserías que expande en claroscuros difuminados. El ornamento acapara su entusiasmo, como demuestra en San Salvador y en el Colegio de San Telmo, su obra más destacada. El bloque palacial con torres en los ángulos, con su fachada articulada de manera maestra, tiene la fuerza atractiva en este edificio de la gran obra. El tono arquitectónico de San Telmo fue la demostración de la sabia planimetría de Figueroa, lo cual no disocia la actividad de decorador, de creador de un ornamento sevillano de diseño propio, sensible al contrapunto lumínico y cromático del ladrillo avitolado. En la iglesia de San Luis de los Franceses se convierte en hábil intérprete de un proyecto de posible ascendencia romana, índice también de una orientación en su obra extranjerizante. Su edificio tiene cierto esplendor en la Capilla Sacramental de la iglesia de Santa Catalina, de gran efecto escenográfico. Tuvo un ferviente continuador en su hijo, Matías José de Figueroa.Lorenzo Fernández Iglesias construyó la portada del Palacio Arzobispal con armonioso diseño. Diego Antonio Díaz también se inclinó al impulso poético de la decoración en la iglesia de Santa Rosalía de Sevilla, en la fachada de San Miguel de Morón de la Frontera y en la iglesia de Umbrete. Fray Antonio Ramos se especializó en solemnes escaleras. Sin embargo, en el marco sevillano dieciochesco, un edificio se constituye en polo ineludible de la nueva va dialéctica, a caballo entre la razón y la imaginación: la Fábrica de Tabacos, que engloba el valor de la tradición clásica y el barroco. La obra, fiel producto de I. Salas, D. Bordick y S. van de Bosch, en su línea conservadora es un espacio pensado para el cumplimiento de su función y a la par es una imagen para el ornato y emblema de la autoridad, matizada con el sutil ornamento de la tradición local.Sevilla tiene un largo repertorio de arquitectura doméstica urbana y rural que florece en Osuna, Ecija, Estepa, Carmona, etc. y un representante singular, Alonso Ruiz de Florindo. También se enriquece con una rica tipología de torres de interpretación vistosa.En Granada, Francisco Hurtado Izquierdo se destaca como excepcional tracista de espacios de devoción popular. Sus escenarios se han comparado con "escenarios de un teatro abierto sobre un palcoscenio iluminado". Concentra la máxima luz en el altar y expande el espacio convergente en la imagen sobre un camino visual de precisas sugerencias, a través del lenguaje de fusión de las artes, la luz y el color. El Sagrario de la Cartuja, de la Catedral, y Sagrario del Paular en Segovia, sistematizan el preciso significado de sus espacios persuasivos y saturados de carga simbólica. En la escuela granadina, la sacristía de la Cartuja es un edificio en busca de autor, en el que se ha sugerido una relación con José de Bada y Alonso del Castillo. La Sacristía goza de prioridad estilística en la historia arquitectónica española por las ataduras geométricas que aprisionan la materia, por las superficies pulidas y quebradas por donde la luz se diluye, por la disonancia del tema ornamental abstracto y el quiebro casi estridente del plano. José de Bada realizó la portada del Sagrario de Granada, remodeló el Ayuntamiento y construyó la iglesia de San Juan de Dios, con el resalte plástico de un gran camarín.En Málaga, Bada y Antonio Ramos terminaron la Catedral cerrando bóvedas y levantando los cubos que cierran el crucero. Felipe de Unzurunzaga construyó el Camarín de los Clérigos Menores con el complemento de la cripta para enterramiento de los Condes de Buenavista. Fue arquitecto relevante José Martín de Aldehuela, que trabajó en la diócesis y creó los jardines del Retiro de Santo Tomás del Monte de Churriana en la línea del jardín francés barroco. Construyó la iglesia de San Felipe Neri sobre planos de Ventura Rodríguez en los términos del barroco tardío. En la región malagueña tiene especial invocación Antequera, donde el convento de San José o la Torre de la Colegiata de San Sebastián alcanzan cierta relevancia barroca.En Córdoba, Teodosio Sánchez de Rueda recrea los espacios del convento de la Merced en términos decorativos y Francisco Gómez traza la Escalera de Santa Catalina con ostentosa escenografía. La provincia aglutina algunos de los espacios de devoción más representativos como puede testimoniar el Sagrario de la iglesia de la Asunción de Priego, de Francisco Javier Pedrajas y el recinto, Sacramental también, de la iglesia de San Mateo, obra de Leonardo de Castro. En estas dos obras se interioriza, no en el tema espacial concatenado, sino la expresión de la materia reducida a un ejercicio ornamental pulido y virtuoso.En Cádiz, el auge económico da lugar a una arquitectura doméstica y religiosa relevante. Vicente Acero da los planos para la Catedral evocando a Silóe en la Catedral de Granada. El interior es más dinámico y la fachada fue transformada por Torcuato Cayón previo diseño de Manuel Machuca y Vargas. Cayón dirigió la fachada de la Colegiata de Jerez. En Jaén, José Gallego cerró las bóvedas de la Catedral y construyó el Coro. Algunos pueblos de la provincia, Linares, Ubeda, etc., erigieron algún edificio de cierta consideración.En Huelva, la arquitectura estuvo mediatizada por la escuela sevillana, destacando edificios como la iglesia de San Juan Bautista de Palma del Condado y la de Moguer.En Extremadura, el barroco tuvo una amplia manifestación en ermitas, capillas y algunos palacios, como el de Monsalud en Almendralejo realizado en 1752. Pasó por la tierra el salmantino Manuel de Larra Churriguera, que intervino en remodelaciones de la Catedral de Coria y en la construcción de la iglesia Nueva de Guadalupe.El Levante, el foco valenciano tiene especial relieve por la presencia de Conrad Rudolf y la inquietud intelectualista de V. Tosca. Felipe Rubio trazó la Aduana, en la que se dio a conocer Antonio Gilabert en su sobriedad constructiva, y su adscripción al tema oval en la Capilla de San Vicente de Ferrer en Santo Domingo. En el Palacio de Dos Aguas se subraya el dominio y asimilación del arte rococó por I. Rovira e I. Vergara, y en la fachada de la Catedral, Conrad Rudolf abría el barroco dieciochesco con un diseño que hemos enjuiciado desde su valor estructuralista europeizante.En Alicante, la portada suntuosa de Santa María, obra de Manuel Violat muestra la influencia de Rudolf. En Murcia se vierte una influencia del rococó francés y por contraste una arquitectura de apariencia templada y clásica. El arquitecto más destacado fue Jaime Bort, artífice de la fachada de la Catedral, un esquema clásico en el cual todo se mueve libremente, una forma de teatro urbano culto y laborioso que contribuye al noble aspecto de la ciudad. El Palacio Arzobispal de Martín Solera, Pedro Pagan y José Alcani es altamente expresivo de una arquitectura palacial representativa, cuya dignidad debe mucho a la colaboración en la obra de Baltasar Canestro. En Albacete, la arquitectura se influencia de la escuela murciana como puede constatarse en la Iglesia de Chinchilla.Cataluña vive un proceso histórico represivo por circunstancias políticas, pero elevó sus recursos al impulso del reformismo borbónico. Su proceso arquitectónico es austero y en él, el hecho más sobresaliente fue la construcción de la Ciudadela, en 1715, en Barcelona, como recinto de control y seguridad de la ciudad. Supuso el derribo del barrio de la Ribera. Se trazó en forma de pentágono, con baluartes en los ángulos. Fue realizada por Jorge Prosper de Verboom, ingeniero militar. La Plaza Mayor estuvo presidida por el palacio del Gobernador y a los costados cuarteles, arsenal e iglesia. Alexandre Rez trazó la Capilla en 1727. La obra desapareció casi en su totalidad en 1888. La Barceloneta fue un original complejo urbano realizado por Juan Martín Cermeño sobre proyecto de Verboom. Es de planta cuadrada con 15 calles longitudinales y 9 transversales, retícula que aloja viviendas uniformes. En el recinto destaca la iglesia de San Miguel del Port trazada por Pere Martín Cermeño. En Barcelona se construyeron algunos edificios de gran relieve, como la iglesia de la Merced a cargo de José Mas, un ejemplo del barroco ponderado de la escuela. El Palacio de la Virreina, construido por José Aurich, presenta dos fachadas de armonioso escueto diseño.En Cervera (Lérida), el edificio de la Universidad destaca por su elegante fachada y ornato rococó. También la fachada de la Catedral de Gerona terminada por Pere Costa, que llevó a cabo el barroco rosetón. José Morato sorprende con el Camarín de San Juan de las Abadesas. Su hijo José Morato realizó la portada de Vic con aire italianizante y francés.En Baleares coinciden influencias diversas. Resalta en Mallorca la iglesia de San Antoni Abad, de elipses cruzadas y el claustro oval. También en Menorca la iglesia de Maó y San Luis es de influencia francesa.En Aragón, varios edificios fueron remodelados con adiciones de estucos. Destacan en Zaragoza las de Nuestra Señora del Portillo y S. Felipe y Santiago. El recinto más vistoso es el del templo del Seminario de San Carlos Borromeo, decorado en 1723 por Pablo Diego Lacarre. Tienen relieve también el templo de las Escuelas Pías y la Asunción de Almunia de Doña Godina por planos de Julián Yarza, realizada en 1754. En Alcañiz, la Colegiata de Santa María la Mayor es grandiosa.En la Rioja, la fachada en Logroño de Santa María la Redonda se basa en una exedra romana realizada por J. B. Arabaiza y Juan Raón. Al nicho-retablo se suman dos torres gemelas de bella traza realizada por Martín de Beratua.En Navarra, tiene gran interés la Basílica de San Gregorio Ostiense en Soslada con portada absidal.En el País Vasco, la portada de Santa María de San Sebastián persiste en la tipología de fachada-hornacina. Destaca Ignacio Ibero que colabora en la terminación del Santuario de Loyola. El palacio de Valdespina en Ermua tiene escalera de gran magnificencia.En Asturias y Cantabria, destaca la Capilla del Rey Casto en la Catedral de Oviedo. El Palacio de Camposagrado se vincula a Pedro Antonio Menéndez y viene a ser ejemplo característico del género en la región.En Galicia, se desarrolla una destacada actividad que tiene como epicentro la obra de la Catedral. F. Casas y Novoa es el artífice de mayor dimensión y su obra en el Obradoiro y torres de la Catedral una de las aportaciones de mayor categoría en el amplio panorama nacional. El Claustro de San Martín Pinario se suma al esplendor barroco gallego, obras que influyeron decisivamente en el quehacer arquitectónico de Santiago de Compostela y de otras ciudades de la misma región. Lucas Antonio Ferro Caaveiro realizó el Ayuntamiento de Lugo. Las Agustinas de Abajo y la fachada de la Azabachería de la Catedral de Santiago cierran un panorama monumental que enriquece Simón Rodríguez, autor de la escalera de las Platerías en Santiago y la iglesia de Santa María de Dodro en Padrón. Su obra más significativa fue la fachada de la Portería de la Iglesia de Santa Clara en Santiago, con formas ornamentales de trazado audaz. La decoración en placas fue característica de la escuela y queda un gran testimonio en la iglesia santiaguesa de San Francisco. Clemente Fernández Sarela, en la Casa del Deán y del Cabildo, también muestra originalidad, manteniéndose en la unidad de estilo que caracteriza el arte arquitectónico gallego, monumental en el diseño y en la nobleza de los materiales. Es digna también de mención la iglesia de la Peregrina, en Pontevedra, realizada por Antonio Souto con ritmo circular.En Canarias, la Iglesia de la Concepción de la Orotava, para la que envió trazas desde Madrid Ventura Rodríguez, es muestra del clasicismo barroco especialmente en su fachada de gran rigor formal.
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La decisión de la duquesa de Sesa de controlar directamente las obras que se realizaban la llevó a trasladarse a un lugar cercano al monasterio, situado en el extrarradio urbano. Esta decisión será acompañada por otros nobles, que van a crear el embrión de lo que se denomina barrio de la Duquesa, atento a un plan ortogonal de rasgos renacentistas y, a su vez, van a convertir el claustro principal del monasterio de San Jerónimo en lugar de enterramientos nobiliarios (los de Francisco Bobadilla, Díaz Sánchez Dávila, Ponce de León, Rivera, etcétera). En lo referente a la arquitectura asistencial, el Hospital Real va a ser un ejemplo claro dentro de la cultura del Quinientos, de lo que significa el mantenimiento de estructuras góticas. El Hospital como apéndice ideológico del nuevo Estado Absoluto, buscará en modelos extraños a su propio suelo las fórmulas aptas de representación de la monarquía. Y las encuentra en el programa de dotación ciudadana iniciado por Francesco Sforza en Milán. Efectivamente, el Ospedale Maggiore de Filarete se instituye como culminación y modelo perfecto, que será exportable y que encontrará eco incluso en construcciones ajenas funcionalmente a la intención asistencial que le ve nacer. No obstante, los primeros programas decorativos en alzados y cubiertas responderán al léxico gótico; prueba de ello es la magnífica bóveda rebajada de nervios situada en el crucero bajo. Posteriormente asistimos a un cambio de estética, que se concretará al final de la segunda década del siglo. A partir de 1521 se inicia una nueva etapa dirigida por Juan García de Pradas -para la parte de cantería- y Juan de Plasencia -para las obras de carpintería-. En 1526 el emperador Carlos ordena el inicio de la vida hospitalaria, apareciendo a partir de este momento dos mundos paralelos, el de los enfermos, con sus problemas y necesidades, y la obligada presencia de canteros, albañiles y carpinteros que durante largos años deberán ocuparse de finalizar la construcción del edificio. La nueva etapa supone el triunfo absoluto de la arquitectura renacentista. Esta entrará de la mano de Silóe que, aunque no participa directamente, dejará su cuño a través de sus discípulos. Así, el patio de los Mármoles es realizado por Martín de Bolívar y la cúpula del crucero del piso superior, aprobada por el propio Silóe, es obra de Melchor de Arroyo. Se desconoce, por lo demás, el tracista y realizador del único patio que llegó a terminarse completamente, el de la Capilla, en 1536. Este espacio mantiene una estrecha relación con los desarrollos de la arquitectura civil granadina determinados por Silóe, por su estructura de dos pisos con arquerías de medio punto, pero su sistema de proporciones y el repertorio ornamental difieren del paradigma siloesco. En efecto, el tracista es un conocedor del diseño clasicista, pero la ejecución se muestra vinculada a tradiciones protorrenaoentistas, con resabios góticos, por ejemplo, la deficiente labra de los capiteles o la epigrafía gótica (Concepción Félez).
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Hablar de arquitectura cortesana española precisa definir de entrada el ámbito físico al que nos referimos, que es la Corte y los Sitios Reales. Las posesiones así llamadas configuraban en torno a Madrid un sistema de lugares de esparcimiento que había ido formándose desde el siglo XIV, pero cuyo impulso y forma característica se deben a Felipe II, en evidente conexión con el asiento estable de la Corte en esa Villa. En los bosques y casas reales de Valsaín y El Pardo, definidos ya en el "Libro de la Montería de Alfonso XI" y tan frecuentados por Enrique IV, y en el heredamiento de Aranjuez incorporado a la Corona por Isabel y Fernando, Felipe II sistematizó y amplió los territorios y construyó palacios de nueva planta, continuando a veces lo empezado por su padre, como en los casos de El Pardo y del Alcázar de Madrid; añadió a éste la Casa de Campo, al otro lado del río, y, sobre todo, fundó el Monasterio de San Lorenzo el Real de El Escorial, incorporado a la Corona como patronato y como patrimonio. Otras casas menores -evocadas en el memorable libro de Iñiguez- servían de etapas intermedias en los viajes entre la Corte y los Reales Sitios. Durante el siglo XVII, aparte del paréntesis vallisoletano, en el que hay que señalar las obras en el palacio real de aquella ciudad y sus casas de campo -Huerta de la Ribera y Bosque del Abrojo-, Felipe IV incorporó a El Pardo la Casa Real de Zarzuela, creó el nuevo Real Sitio del Buen Retiro, y tanto el Alcázar de Madrid como El Escorial experimentaron importantes obras de conservación y enriquecimiento, por no citar las más rutinarias de que fueron objeto los demás Sitios. Por tanto, cuando Felipe V ocupó el trono en 1700 encontró un sistema completo de casas reales y una estructura administrativa ya antigua para su mantenimiento, dominada por la Junta de Obras y Bosques. Los Borbones sustituyeron de hecho este organismo por un funcionario -a modo de superintendente- que dependía directamente del primer ministro o Secretario de Estado, y dedicaron sus fuerzas a enriquecer el sistema de Reales Sitios aumentado bajo Felipe V con el nuevo de La Granja de San Ildefonso, con la incorporación de La Quinta de El Pardo y con el ensanche de la Casa de Campo realizado por el Príncipe, quien al ascender al trono como Fernando VI dedicó sus esfuerzos a Aranjuez, al nuevo Real Sitio de San Fernando y a la conclusión del nuevo Palacio Real de Madrid, iniciado por orden de su padre en 1737. Mientras la reina viuda, viviendo en San Ildefonso, adquiría el coto de Riofrío para crear un nuevo Sitio del que sería ama absoluta y del que sólo llegó a concluirse el palacio, la reina Bárbara hacía levantar en Madrid el convento de las Salesas, también planteado como lugar de retiro, que no llegó a disfrutar. El advenimiento de Carlos III en 1759 supuso la imposición de una nueva imagen más sólida y sobria dentro de los patrones establecidos por el clasicismo barroco romano. Por último, Carlos IV atendió más al enriquecimiento mobiliario interior de los palacios que a nuevas edificaciones, si bien entre éstas, aunque escape al objeto de estas páginas, hay que destacar una tan importante desde el punto de vista de la arquitectura interior como la Casa del Labrador, en Aranjuez. Durante los quince primeros años del reinado de Felipe V, su esposa María Luisa de Saboya, la princesa de los Ursinos y la evolución de la guerra de Sucesión apoyaron plenamente la influencia francesa, evidente en las escasas realizaciones posibles durante aquellos años, como la reordenación interior del Alcázar de Madrid donde, como ha estudiado Barbeito, se desarrollaron las salas públicas y de ostentación en perjuicio de las habitaciones privadas. Esta obra, efectuada por el maestro mayor Teodoro Ardemans, hubiera supuesto la decoración completa a la francesa del Palacio Real, de haberse llegado a realizar los diseños encargados al primer arquitecto de Luis XIV, Robert de Cotte. Mucho más importante hubiera sido la realización de alguno de los proyectos pedidos al propio De Cotte por el ministro Orry y la omnipotente princesa de los Ursinos para un nuevo palacio en el Buen Retiro. Las primeras ideas consistían en regularizar el edificio existente, eliminando partes y añadiendo otras, con antepatios y patios de honor al modo francés. Finalmente se optó por levantar un palacio de nueva planta junto al antiguo, ideando De Cotte dos variantes, ambas articuladas con un orden gigante sobre basamento almohadillado en un diseño fuerte y unitario claramente deudor de Bernini. La primera sigue el esquema tradicional francés de patio abierto; la segunda constituye un bloque de parecidas dimensiones, pero cerrado y dividido en cuatro patios mediante cuatro crujías que albergan la gran escalera y otros espacios de representación. Este plano prefigura el concebido por Vanvitelli para el palacio de Caserta, en Nápoles. Para tomar las medidas del terreno tanto en el Buen Retiro como en el interior del Alcázar había venido de Francia un oscuro ayudante de De Cotte, René Carlier, quien fue nombrado arquitecto real sin perjuicio de Ardemáns. La boda del rey en 1714 con Isabel de Farnesio marcó el abandono de aquellos proyectos y el final de la influencia francesa directa, en beneficio de la italiana, pero ésta tardó unos diez años en ir tomando forma gracias a Procaccini. Mientras, el rey decidió construirse un Sitio para su retiro, dominado por unos grandes jardines "à la mode de Paris", que constituyen el máximo exponente de la influencia en España de la nación originaria de Felipe de Borbón: La Granja de San Ildefonso.
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Es el Barroco uno de los períodos álgidos de la Historia del Arte gallego, en especial en lo que afecta a la arquitectura y la retablística, de tal modo que desde el Románico no se había asistido a un tal afán de renovación de las fábricas religiosas como el que se va a desarrollar desde mediados del siglo XVII hasta la segunda mitad de la siguiente centuria. Galicia asiste entonces, tanto a nivel urbano como rural, a un fenómeno de transformación de sus estructuras arquitectónicas y urbanas sólo comparable a los momentos culminantes de épocas históricas anteriores. No deja de llamar la atención el hecho de que este fenómeno renovador coincida con un prolongado periodo de estancamiento económico, consecuencia de la pérdida de cauces comerciales, el hundimiento de la incipiente industria y los enormes gastos derivados de la guerra con Portugal, fenómenos sólo en parte paliados por las prebendas reales y, sobre todo, por el sistema de foros que dominaba la posesión y el trabajo de las tierras. Es el clero, tanto urbano como monástico, el principal poseedor de estas tierras, y por consiguiente el más directo beneficiario del sistema foral que le reporta unos enormes beneficios capaces de permitir abordar el remozamiento o la renovación total de las viejas fábricas románicas que habían subsistido, con mayores o menores transformaciones, desde el siglo XII. Hay que resaltar asimismo el papel que juega el Cabildo de la catedral de Santiago en todo este impulso renovador, pues su privilegiada situación económica, así como el afán por conservar la catedral como uno de los edificios más significativos de la Cristiandad, le van a convertir en el decidido defensor de una opción artística nueva, la barroca, que desde allí irradiará por toda la región de la mano de arquitectos como Andrade, Fernando de Casas o Ferro Caaveiro. La evidente recuperación económica que se detecta en Galicia a partir de los primeros años del siglo XVIII va a propiciar la aparición de una nueva clientela, la pequeña nobleza, muchas veces de segundones de grandes familias cuyos primogénitos se habían trasladado a la Corte. Estos acometerán en ese momento la construcción de palacios ciudadanos, contrapunto de la arquitectura eclesiástica, al mismo tiempo que, en sus posesiones campesinas, construyen esas peculiares viviendas, mezcla de villa de recreo y vivienda campesina, que son los pazos. Aparte de estos dos grandes estamentos promotores de las obras arquitectónicas más significativas y de mayor empeño, no podemos olvidar el enorme esfuerzo constructivo centrado en las pequeñas parroquias rurales, donde el fervor popular intervino para dar un aire nuevo, con frecuencia imitando a los edificios ciudadanos, a cada una de las iglesias dispersas hasta los más apartados rincones de la geografía gallega; en todas ellas, con mayor o menor empeño y humildad, se llevaron cabo obras durante los años que nos ocupan. Hasta mediados del siglo XVII no podemos hablar en rigor de la voluntad innovadora en la arquitectura gallega, sino que las obras que se llevan a cabo en estos momentos continúan con un planteamiento clasicista de raíz palladiano vignolesca llegado, ya sea a través de la escuela de Valladolid (piénsese en el Colegio del cardenal Castro de Monforte, la iglesia del monasterio de Montederramo o la de Monfero) o del influjo siloesco que aporta Bartolomé Fernández Lechuga. Por otra parte, salvo en los monasterios, la actividad constructiva durante esta primera mitad del siglo está bastante paralizada, no se acometen grandes proyectos ni siquiera en la catedral de Santiago, que parece sumida en un letargo del que saldrá, a partir del año 1649, cuando entra a formar parte de su Cabildo don José de Vega y Verdugo, el verdadero promotor de toda la renovación barroca de la catedral y, por ende, el gran impulsor del barroco gallego.
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En 1663 fray Lorenzo de San Nicolás escribía: "hoy está España, y las demás provincias, no para emprender edificios grandes, sino para conservar los que tienen hechos". Estas palabras reflejan la difícil situación económica que padeció España en el siglo XVII, especialmente en las décadas centrales del siglo. La actividad constructiva se vio, en general, afectada por la falta de recursos: materiales pobres, lentitud en los trabajos, interrupciones y demoras... Tampoco se llevaron a cabo empresas arquitectónicas ni programas urbanísticos importantes, como sucedió en otros países. Sin embargo, se levantaron numerosos edificios religiosos, debido a que la Iglesia fue el estamento que menos sufrió la recesión económica, recibiendo, además, la ayuda de la monarquía y de la alta nobleza para financiar sus construcciones. Asimismo, justifican este predominio de la arquitectura eclesiástica la hegemonía de lo religioso en la vida del país y la proliferación de órdenes monásticas, que incrementaron en esta centuria su política de fundaciones para poder acoger a todos los que por entonces profesaron en ellas, buscando el prestigio social que proporcionaban y también evitar la dureza de la vida civil.En general, las construcciones conventuales presentan escaso interés, siendo las iglesias el ejemplo más definitorio y destacado de la arquitectura barroca del XVII. Sin aportar soluciones novedosas, evolucionan a lo largo del siglo desde la sobriedad y planitud del geometrizante estilo posherreriano a una concepción más efectista y decorativa, que se generalizó en la segunda mitad de la centuria, abriendo el camino al lenguaje pleno de libertad y fantasía que imperará en el siglo siguiente.En las fachadas es donde más claramente se aprecia esta evolución. Los elementos constructivos ganan en plasticidad a medida que avanza el siglo, produciéndose una intensificación de los contrastes luminosos, que son también enriquecidos por el destacado relieve de los motivos ornamentales (escudos, placas geométricas, formas orgánicas). Las tipologías son variadas, pero la más frecuente es la que presenta un diseño vertical, con tres cuerpos entre pilastras gigantes y remate de frontón. Siempre están concebidas hacia el exterior, en función del entorno urbano, perdiendo su correspondencia con el interior según es característico en el arte barroco, que considera la fachada como un foco de atracción y comunicación, es decir, como un gran cartel de anuncio destinado a atraer al fiel.Aunque existen algunas plantas centrales (Bernardas de Alcalá de Henares, San Antonio de los Alemanes de Madrid, capilla de los Desamparados de Valencia), los esquemas longitudinales son los más frecuentes. Una sola nave, capillas laterales entre contrafuertes y protagonismo de la cúpula, levantada sobre ancho crucero de brazos poco desarrollados, es la organización más habitual en las iglesias españolas de la época, que recogen tanto la tradición anterior como la influencia jesuítica.En los interiores, el espacio y la luz son utilizados por los arquitectos para crear el clima emocional adecuado para la exaltación de la fe católica. Los muros son generalmente estáticos, pero las superficies se activan mediante elementos decorativos superpuestos.Capítulo importante también dentro de la arquitectura religiosa de la época es la serie de sacristías, sagrarios, torres, fachadas y camarines que se añadieron a edificios ya existentes. Con ello se pretendía no sólo mejorar construcciones anteriores, sino también adaptarlas a las exigencias de las nuevas ideas contrarreformistas. Sin duda, su éxito se debió, en gran parte, a que resultaba una actividad constructiva asequible para una economía en precario.La arquitectura civil tuvo un desarrollo bastante menor que la eclesiástica. La falta de recursos y el descenso de población en muchas ciudades, abandonadas también por las familias nobles que emigraban a la corte, motivaron que este tipo de actividad fuera muy poco relevante o casi inexistente en amplias zonas de la geografía española. Sólo Madrid escapó a esta situación por su condición de capital, y además reciente. El aumento de población, el asentamiento de la nobleza, las necesidades generadas por la corte y el deseo de dotarla de una imagen representativa por parte de la monarquía favorecieron el auge de las construcciones de carácter civil. Arquitectura doméstica, edificios públicos y residencias palaciegas fueron realizadas en número importante a lo largo del siglo. La reforma y ampliación del Alcázar de los Austrias y la construcción del palacio del Buen Retiro son los principales ejemplos de las obras emprendidas por los reyes en este período.Plantas cuadradas o rectangulares con patio interior, empleo del ladrillo visto y la piedra como materiales constructivos, e interés por los volúmenes cúbicos, disponiendo torres con chapiteles en los ángulos son las características más habituales en este tipo de edificios, cuyo diseño se relaciona con estructuras anteriores, aportando escasas novedades. En general, los exteriores eran monumentales, pero muy sencillos, en contraste con la riqueza de obras de arte que ornaba los interiores.La arquitectura civil y la religiosa son, por consiguiente, los principales ejemplos constructivos de la arquitectura española del siglo XVII. No obstante, para completar su estudio es necesario analizar también los planteamientos urbanísticos -escasos-, los retablos y las decoraciones efímeras, así como la aportación teórica. Todo ello configura el panorama arquitectónico de la época, que tiene como principal campo de acción a Madrid, que por ser la capital irradió una vigorosa influencia sobre amplias zonas de la Península, aunque algunos focos regionales desarrollaron un lenguaje muy personal.
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Si bien no es posible seguir hablando de estilo jesuita, no deja de ser evidente la enorme responsabilidad que como usuaria, comitente y constructora tuvo la Compañía de Jesús (más que ninguna otra orden) en el triunfo del Barroco, marcando unas pautas edilicias a partir del modelo romano de Il Gesù, su iglesia matriz, y poniéndolas en práctica por medio de su método de gestión operativa, il modo nostro, que desde Roma centralizaba la revisión de las propuestas locales. Esto hizo que el hecho autóctono y diferenciador regional conviviera con el lenguaje importado de Italia en las fábricas erigidas por la Compañía.Por eso, aunque propagaron la arquitectura italiana en Flandes -la iglesia del Colegio, de Douai (hoy en Francia), fue una de las pocas construidas según el prototipo romano (1583)-,los jesuitas flamencos fueron unos fieles continuadores del gótico tardío, usando en sus edificios la planimetría gótica y las bóvedas de crucería junto a un vocabulario decorativo, entre indígena y vignolesco, como hicieron los hermanos Henri Hoeymaker y Jan Du Block en las iglesias del Seminario (1603) y del Noviciado (1608-10) de Tournai. Siguiendo esos mismos criterios, Du Block (1583-1656), en fecha tan avanzada como 1620-33, levantó la iglesia de la Compañía en Saint-Omer (hoy en Francia), desparramando el novedoso ornato barroco, entremezclado con los recursos decorativos manieristas, por todo un edificio ligado a un contexto tardo gótico y concentrándolo, según progresaba la fábrica, en su maciza y elevada fachada, llena de columnas, frontones, nichos, tarjas y volutas.Buscando sobre todo amplitud espacial para acoger a la población, acústica para escuchar los sermones, visibilidad para atender al culto y funcionalidad para impartir los sacramentos, además de esplendor en la ornamentación del edificio y belleza en su decoración escultórica y pictórica -sin desdeñar el fasto deslumbrante en el desarrollo de las ceremonias- para maravillar por los sentidos a los fieles, inspirando su veneración, esa tendencia a modelar organismos híbridos, a caballo entre un armazón gotizante y una decoración cada vez más alocada en su barroquismo, subsistiría a lo largo del Seiscientos. Con una idea de la arquitectura similar, que valora como esencial la decoración, el citado hermano Pieter Huyssens (Brujas, 1577-1637), arquitecto amigo de Rubens, fijó la fórmula y marcó la tendencia en la iglesia de la Compañía, de Maastricht (hoy en Holanda) (1610-14); en Sint-Walburga, de Brujas (1619); en Saint-Goup, de Namur (1621-38), en dónde el plan basilical se difumina bajo una obsesiva, pero coherente, decoración de estucos, maderas y mármoles rojos y negros; y la integró -vuelto de un viaje de estudios por Italia (c. 1625)- en Sint-Pieter, de Gante (1629-45), variando la planimetría tradicional al situar ante las tres naves longitudinales un espacio de planta cuadrada, cubierto por una alta y estrangulada cúpula.Sin embargo, la verdadera obra maestra del hermano Huyssens fue Sint-Ignatius, hoy Sint-Carolus Borromeus, de Amberes (1615-21), cuyos diseños se debieron (no es extraño en la Compañía) a un arquitecto por afición -amigo también de Rubens-, el padre François Aguillon (1567-1617), físico preocupado por la Optica y profesor de Matemáticas del Colegio de Amberes, que no llegaría a verla terminada. Tres proyectos inspirados en modelos clásicos presentó el padre Aguillon, ejecutándose uno de planta basilical de tres naves, con matroneos laterales y dobles arquerías de columnas que soportan la bóveda central acasetonada. Tras la muerte de Aguillon, desde 1617 se encargó de la fábrica el hermano Huyssens, que trazó la fachada y la torre del templo. Muy lejos del espíritu de anticuario que animó a su predecesor, Huyssens se remitió a modelos manieristas toscanos para diseñar la estructura decorativa de la dilatada portada de tres pisos, de perfil clásico a la italiana, pero en extremo ornamentada de relieves y estatuas. Obra atribuida por error a Rubens, a él sólo debemos asignarle, con verosimilitud, una cierta colaboración en la decoración arquitectónica y plástica del interior (así, suya fue la idea y el modelo para las esculturas que H. van Mildert realizó para el ático del retablo del altar mayor (boceto, en Yorkshire, Colección Lady Beckett), evacuando consultas con su amigo el hermano Huyssens y proponiendo orientaciones para elaborar el engarce y enmarcado ornamental de las pinturas de los techos de las naves, las tribunas y el nártex que acababa de contratar (1620), y que, según sus bocetos, ejecutarían sus colaboradores, entre ellos Van Dyck.Incendiada la iglesia en 1718 (excepto su portada y la capilla de la Virgen), la fría y débil reconstrucción no logró emular el frenesí decorativo seiscentista, y menos aún el toque áureo de las 39 pinturas quemadas. Hoy debemos contentarnos con la vista de algunos cuadros y estampas que ofrecen panorámicas de su antiguo aspecto (A. G. Gheringh, La iglesia de los jesuitas de Amberes (c. 1663, Madrid, Prado). Sólo la aneja Capilla de la Virgen (1621) da una idea del lejano esplendor de la iglesia (que hacía soñar en la morada celestial), por el que fue conocida como el Templo de mármol: en sus muros, cubiertos por placas de mármoles de colores, traídos desde Italia, se encajan cuadros de H. Van Balen y del jesuita D. Seghers, además de paneles con rosetas y racimos esculpidos; en el altar, entre columnas salomónicas, nichos y consolas con estatuas, se alza una mesa eucarística de mármol, ornada con flores y cabezas de ángeles, y a los lados, unos confesionarios de madera tallada, adornados con querubines y guirnaldas; ángeles y otros ornamentos, dorados sobre fondo blanco, se distribuyen por la bóveda. En verdad, que si Rubens no colaboró en la construcción de la iglesia jesuita, la magnificente y curiosa belleza de esta capilla portan su inconfundible sello.Si el reinado archiducal puso fin a las dificultades políticas y económicas de los Países Bajos meridionales, reactivando sus vivencias socio-culturales, con tintes de solemnidad áulica. Y si la adhesión de Flandes a los ideales de la Contrarreforma, sobre todo por la difusión de la Compañía de Jesús, afirmo el espíritu de la Iglesia de Roma y su prestigio religioso, asumiendo rasgos del renovado humanismo católico. La activa personalidad, el genio multiforme y la ingente producción de Pieter Paul Rubens (Siegen, Westfalia, Alemania, 1577-Amberes, 1640) fueron determinantes en la renovación del arte flamenco del siglo XVII y en la ascensión europea del Barroco en el ámbito de una sensibilidad sensual y vitalista, basada en una intensa y enérgica complacencia, más hedonista que epicúrea.
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El siglo XVI es el Siglo de Oro de la historia burgalesa. El tiempo en que se produce la conjunción de los diversos factores -estéticos, sociales, políticos, económicos... - que dan como feliz resultado el brillante quehacer en todos los campos de una sociedad que se siente, a la vez, orgullosa de su pasado, dueña de su presente y con pleno sentido de futuro. En suma, una sociedad que conoce su historia y se sabe sujeto activo de la historia. La arquitectura burgalesa del siglo XVI es una muestra de ese tiempo de plenitud sentido por los hombres que la hicieron. Que sigue viva por la pervivencia de sus más importantes manifestaciones, como testimonio del momento histórico en que fueron creadas no sólo por la categoría de sus edificios, sino también porque responden a un consciente y variado ideario individual y colectivo, a cuyo servicio pusieron el rico programa constructivo que a través de dichos edificios se nos muestra. Ideario eminentemente humanista cual correspondía, a la cultura del momento, si bien de origen muy diverso, resultado de la fusión de ideas procedentes de fuentes diversas en el tiempo y en el espacio. En este caso las de todos los países europeos que, a través de las relaciones comerciales y financieras, formaron el extenso entorno de la vida de los burgaleses. En fin, ideario que, como es lógico, dada la riqueza y variedad de su origen, fue expresado a través de formas arquitectónicas igualmente diversas, pero perfectamente lógicas e identificables en sus formas y funciones en relación con el tiempo y el lugar en que nacen. De acuerdo con lo dicho, no es posible ver en la arquitectura burgalesa del siglo XVI tanto de la ciudad como del territorio afecto a la misma, es decir, en la Diócesis, una arquitectura renacentista entendida como tal y que, considerada desde un punto de vista formalista purista, sería acorde con los postulados teóricos y formas constructivas del Renacimiento italiano. No es así. Las características esenciales de la arquitectura burgalesa del período no responden a un postulado único o, al menos, dominante, que en este caso serían los modelos italianos, sino que, por razones que podemos calificar de fidelidad histórica, nos ofrece una variedad de formas puras, fundidas o, simplemente, yuxtapuestas en las que se manifiesta el amplio muestrario estilístico del siglo XVI. No encontramos reflejada en estas edificaciones la lineal pureza teórica de los tratadistas italianos, sino el real y omnipresente sentido de la acumulación. Pero no se trata de una arquitectura fruto del capricho, sino de una conducta en la que, a poco que se analiza, se observa el rigor de las formas y la plena adaptación de las mismas a su función, aspectos visibles en cada edificio. A lo largo del siglo XVI se extiende por toda la Diócesis burgalesa una ola de actividad artística que, abarcando todas las artes, tiene su arranque en la arquitectura. Primero se construyen templos y edificios civiles, después se completan con obras escultóricas y pictóricas. El punto de arranque se encuentra en la ciudad en la que durante la segunda mitad del siglo XV se desarrolla una pujante y nueva arquitectura que supone, por un lado, la revitalización del gótico y, por otro, la superación de dicho estilo, sin que ello suponga su olvido y abandono. Así, la arquitectura burgalesa del siglo XVI resulta ser el fruto de la fusión de la tradición gótica y de la modernidad renaciente. Fusión, no eclecticismo, de formas sedicentemente góticas, fundidas con formas renacentistas, para mostrar un espíritu que se mantiene a caballo entre ambas corrientes. Formas y contenidos que se aprecian igualmente en todas las manifestaciones vitales del pueblo, a la vez apegado a la tradición de la tierra y abierto a las más modernas corrientes culturales europeas, cual corresponde a una sociedad agrícola en los medios rurales y mercantil y financiera en la ciudad, pero ambos medios en constante y necesaria relación. Todos conocen lo viejo y lo nuevo, cada uno toma lo que de cada parte le conviene, de tal modo que los elementos nuevos se emplean de la misma manera consciente con que se emplean los tradicionales. Sobre todo, el uso de estos últimos no debe entenderse como anacronismo, sino como resultado de libre elección, la misma que hará que se empleen los caracteres renacentistas plenos en un retablo y, simultáneamente, en la nueva iglesia aparezcan formas tradicionales góticas.
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Los restos arquitectónicos más antiguos de los cassitas, el nuevo pueblo que había ocupado Babilonia a finales del siglo XVI, y que se reveló como excelente constructor, fueron hallados en Uruk, en el área del Eanna, el antiguo recinto sagrado de la diosa Inanna. Allí, el rey Kara-indash, hacia el 1440, levantó un templo, cuya planta -de disposición axial- y alzado eran algo totalmente distinto a lo anterior: de pequeñas proporciones (23 por 17,5 m), carecía de patio interior, espacio que era ocupado por una cella rectangular con vestíbulo, todo ello flanqueado por dos alargados vanos laterales que al unirse formaban una especie de deambulatorio. Sin embargo, la personalidad del templo le venía dada por sus fachadas exteriores (hoy parcialmente reconstruidas en los museos de Berlín y de Iraq), cuyos paramentos estaban constituidos por un decorativo zócalo que era parte integrante, y no sólo adorno, de la estructura del muro. Tal zócalo, que se repetía por todo el exterior de la construcción, consistía en una serie de pilastras y nichos, adornados con figuras en altorrelieve (2 m de altura) de dioses de la montaña y diosas del agua, dispuestas alternativamente. Todas las figuras, todavía toscas y fabricadas en arcilla de acuerdo con un molde, son de forma alargada; sostienen en sus manos un vaso manante, del que brotan chorros de agua que trepan por las pilastras de separación en ornamentales ondas y descienden sobre una especie de estelas lisas. Esta innovación plástico-arquitectónica tuvo su continuidad en otros edificios mesopotámicos (Ur, Nippur y Dur Kurigalzu, ciudad de la que después hablaremos) e incluso extramesopotámicos (Elam, por ejemplo). Otro rey cassita, Kurigalzu I (1430-1401), restauró y reformó algunos sectores del magno complejo religioso de Ur, sede del dios Sin. Allí, en la zona sudeste, levantó un nuevo y original templo a la diosa Ningal, la esposa de Sin. De reducidas proporciones (17 por 15 m), estaba provisto de un patio anterior, al cual daban acceso dos monumentales puertas situadas a los lados. El templo era asimétrico en -la disposición de sus estancias, pero en su centro geométrico se hallaba una sala cuadrada, cubierta con cúpula sobre pechinas, ejemplar que constituye el prototipo más antiguo de este tipo de bóvedas. Al mismo rey se debieron las profundas reformas que hizo en otra de las construcciones del complejo de Ur, el Edublalmakh (Casa de las tablillas ensalzadas), lugar en cuya puerta se administraba justicia. Si en su origen fue una puerta con peristilo de columnas que permitía el acceso al santuario del dios Sin, ahora se convierte en una construcción con fachadas cerradas, sobre zócalo y paredes ornamentadas con los típicos nichos cassitas. Su planta contó sólo con dos estancias, una de ellas con cúpula y con un portal de acceso de 3 m de altura con bóveda de cañón. Este mismo rey, Kurigalzu I, por razones de tipo político y religioso, decidió abandonar Babilonia y construir una residencia propia, que convirtió en capital, llamándola con su propio nombre, Dur Kurigalzu (Fortaleza de Kurigalzu), que funcionó como centro administrativo hasta el 1170, año en que fue incendiada por los elamitas. De la misma (hoy Aqar-Quf), situada no lejos de Bagdad, quedan importantes restos, pero el hecho de no estar excavada en su totalidad impide que conozcamos la urbanística cassita. Lo más importante de sus ruinas es la ziqqurratu (69 por 67,60 por 70 m), llamada Egirim, que fue dedicada al dios Enlil y de la que todavía se mantienen en pie 57 m de altura. Es toda de adobes y ladrillos y su construcción venía a testimoniar el respeto que Kurigalzu I demostró por las tradiciones religiosas del país. Las fachadas estaban adornadas con siete pilastras y se accedía a los pisos superiores por una triple escalera; por su lado sudeste se levantaron los Templos bajos (al menos tres comunicados entre sí), de los que han llegado grandes y medianos patios rectangulares, no habiéndose localizado, en cambio, las cellae o capillas, que estuvieron consagradas a Enlil, Ninlil y Ninurta. Por la zona occidental, y a corta distancia de la torre escalonada, en el montículo A se hallaba otro santuario, el Egashanantagal, alzado sobre un zócalo de ladrillos, dedicado a Enlil y a su consorte Ninlil. Lo poco excavado permite saber que se trataba de un templo de alargada planta rectangular con distintas estancias. A poco más de 1 km del complejo religioso, en las colinas de Tell al-Abyad, está la residencia real cassita (Palacio A), una gran estructura con numerosas habitaciones abovedadas, destinadas a viviendas, administración, almacenes y a cámaras de tesoros, ordenadas en torno a grandes patios cuadrangulares o rectangulares. Dado que esta residencia estuvo habitada durante casi dos siglos, su construcción conoció diferentes fases, lo que motivó, lógicamente, reformas y ampliaciones. Tras ser destruida por el asirio Tukulti-Ninurta I a finales del siglo XIII -en la misma acción militar también saqueó Babilonia-, volvió a ser reconstruida, levantándose además un nuevo palacio (Palacio H) en el sector nordeste, del que nos ha llegado un ala con estrechas galerías, desde la que se accedía a un amplio patio. Las paredes de los pasadizos estaban decoradas con pinturas murales de tema humano, floral y geométrico. En cualquier caso, los cuatro niveles diferentes de ocupación de este último complejo palacial presentan muchos problemas de tipo histórico, arquitectónico y artístico. También el Templo Ebabbar (Casa brillante) de Larsa, dedicado a Shamash, y que había sido abandonado a su suerte a finales del siglo XVIII, conoció una profunda restauración por parte del rey cassita Burna-buriash III (1375-1347) y alguno más de sus sucesores. La originalidad del templo residía en la decoración de sus fachadas: un juego de salientes y entrantes a modo de gruesas columnas de ladrillo, dando la impresión de grandes cordones retorcidos. Esta refinada decoración, que no tenía paralelos en Mesopotamia, fue conocida poco después en Karana (Tell al-Rimah), no lejos de Nínive, y en Tell Leilan (Siria). Finalmente, dentro de las escasas muestras de la arquitectura cassita, hay que señalar el complejo religioso que Kadashman-Enlil I (1400-1376) y otros reyes levantaron en Isin, dedicado a la diosa Gula y al dios Ninurta. Era de planta rectangular y reproducía prácticamente en todo la antigua arquitectura paleobabilónica.
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La Orden del Císter, por el número y envergadura de los monasterios que a ella pertenecieron -no importa ahora la modalidad de integración-, ocupa un lugar de excepción en el panorama histórico del Reino de León. Sobre todo en la etapa central de la Edad Media, esto es, en el siglo que transcurre entre los años nucleares de la duodécima centuria y el mismo momento de la siguiente. Su protagonismo, reconocido y valorado ya por la historiografía más antigua, se ha visto espectacularmente reforzado por las aportaciones de la más reciente investigación, que ha realzado su significación no sólo en el contexto cisterciense específicamente peninsular, sin también, en algunos aspectos, en el ámbito general de la Orden. En la bibliografía tradicional sobre la llegada y posterior colonización de la Península por los monjes cistercienses, una abadía ubicada en territorio leonés, Santa María de Moreruela (hoy en la provincia de Zamora), se presenta como la primera que la Orden poseyó en tales dominios. Su incorporación a ese Instituto monástico habría tenido lugar, según las fuentes utilizadas, en 1131 o en 1132. Esa primacía, a pesar de los sólidos argumentos que en su contra esgrimieron dos autores del siglo XVIII, fray Manuel de Calatayud y fray Roberto Muñiz, ambos religiosos cistercienses, permaneció inmutable hasta 1959. En este año, en el transcurso de la Semana de Estudios Monásticos celebrada en la abadía cisterciense de Viaceli, Cantabria, otro miembro de la Orden, el padre Maur Cocheril, utilizando curiosamente buena parte de los datos que dos centurias antes habían manejado los estudiosos ya citados, rechazó la fecha usualmente asignada a la integración de Moreruela en el mundo cisterciense (para él ese acontecimiento se habría producido entre 1153 y 1158), otorgando por su parte el galardón de la prioridad en la Península Ibérica al cenobio -navarro en la actualidad, castellano en origen- de Santa María de Fitero. Fundado, según él creía, en 1140, pertenecía a la filiación de Morimond y no a la de Clairvaux, como era el caso de Moreruela. Su propuesta, criticada con virulencia en algunos sectores, fue abriéndose paso poco a poco, siendo sus criterios claramente dominantes durante casi tres décadas. En 1986, sin embargo, tuvimos ocasión de refutar sus planteamientos confiriendo la preeminencia peninsular, tras haber analizado pormenorizadamente las circunstancias que concurrían en todos los monasterios que en algún momento habían aspirado a ostentar tal título, a la abadía de Santa María de Sobrado (La Coruña), repoblada en febrero de 1142, tras su abandono en la segunda mitad del siglo XI, por un grupo de religiosos procedentes del cenobio de Clairvaux, en Borgoña (Francia), lo que implicaba que el Reino de León y la rama de Clairvaux recuperaban de nuevo su presencia auroral. La situación hoy, con respecto a la fecha de introducción de la Orden en la Península, no ha sufrido modificaciones de ninguna clase ni parece que pueda haberlas en un futuro inmediato porque, con los datos conocidos, sea cual fuere la opción que se tome, un hecho se impone con rotundidad: en el documento fundacional del Sobrado cisterciense tenemos la primera referencia explícita segura de la presencia de la Orden en tierras peninsulares. Esa mención, sin embargo, en modo alguno puede interpretarse en términos absolutos como el primer contacto de la Orden del Císter con las tierras peninsulares. Dejando a un lado el proyecto fallido de fundación de un monasterio, en los años veinte del siglo XII, no sabemos exactamente dónde, por parte de la abadía de Preuilly -conocemos el dato por una carta, fechada hacia 1127-1129, de san Bernardo a Artaud, abad de aquel cenobio, que acabará aceptando sus recomendaciones y desistirá de asentarse en la Península Ibérica-, debe recordarse que en torno a la fecha de redacción de la misiva de san Bernardo y sobre todo en los años inmediatamente posteriores -cuarta década de la duodécima centuria- se produce en diversos territorios peninsulares, entre ellos el propio Reino de León, tal como han señalado en fechas recientes numerosos investigadores (Portela, Mattoso, Valle y otros), la recepción de buena parte de las innovaciones que singularizaban a los monjes blancos en el panorama espiritual de su tiempo. Sin su irrupción, posibilitada por los fluidos contactos que propiciaba el Camino de Santiago, difícilmente podríamos explicar lo esencial de las premisas (eremitismo, advocación mariana, elección de emplazamientos, etcétera), que se detectan en los múltiples centros monásticos que se fundan o se revitalizan por esas fechas. La práctica totalidad de estos núcleos religiosos marcados desde su arranque o desde su renacimiento, según los casos, por la huella cisterciense -y el hecho, como repetidamente se ha destacado, es muy esclarecedor-, antes o después adoptará la decisión de incorporarse a la Orden del Císter, gozando de un favor particular a ese respecto la línea de Clairvaux, acaso por haber sido esta poderosa abadía, fundada en 1115 por san Bernardo -sin discusión la figura culminante de la Iglesia occidental de su época- la primera que se implantó pleno iure en el Reino de León. De esta Casa borgoñona, que en los dominios territoriales que nos incumben intervino siempre directamente, sin mediación de otras abadías ultrapirenaicas, dependerá, por fundación y muy especialmente por afiliación, tal como ya se dijo, la totalidad de los monasterios integrados en la Orden en el siglo XII y gran parte también de los incorporados en la centuria siguiente. Citeaux, por su parte, aparecerá en momentos ya relativamente tardíos mediante la absorción, acaecida hacia 1201-1203, del cenobio berciano de Carracedo (León), abadía de la que dependían, a su vez, otros centros monásticos que poco a poco fueron siguiendo también los pasos de su Casa madre. Morimond, borgoñona como las dos anteriores, no intervino para nada, en cambio, en el oeste de la Península. Su presencia se concentró en las tierras del centro y este peninsular (Reinos de Castilla, Navarra y Aragón). A tenor de lo dicho, pues, la implantación de iure de los cistercienses en el Reino de León -que es lo mismo que decir en la totalidad de la Península Ibérica, dada su prioridad absoluta con respecto a los restantes existentes en ese espacio territorial- tuvo lugar a finales de la primera mitad del siglo XII, con la fundación, en 1142, de Santa María de Sobrado. Cenobio que es entregado a la Orden por sus propietarios por indicación expresa de Alfonso VII, el primer gran impulsor de los monjes blancos. Durante la segunda mitad de la duodécima centuria y en el primer tercio de la siguiente, es decir, en el transcurso de los reinados de Fernando II (1157-1188) y Alfonso IX (1188-1230), se producirá la culminación de su esplendor en el Reino de León. Tras el fallecimiento, en 1230, del último de los monarcas citados y en virtud de la combinación de un complejo cúmulo de circunstancias -internas unas, externas otras, imposibles de reseñar aquí detalladamente- la Orden del Císter comenzará lenta pero inexorablemente también su declive. Empieza a manifestarse esa pérdida de protagonismo, de un lado, en la parca entidad de los cenobios, casi todos femeninos, además, que desde entonces se integran en el Instituto. Escasez más tarde superada por la interrupción total de incorporaciones. De otro lado, se muestra en la drástica reducción de mercedes que le asignan los monarcas, limitados las más de las veces a confirmar donaciones o prebendas otorgadas por sus antecesores. Habrá que esperar al tramo final de la Edad Media o, mejor aún, a los umbrales de la Moderna, con el desarrollo pleno de la Congregación Cisterciense de Castilla -primera, por cierto, en separarse del tronco común de Citeaux, lo que supone introducir una novedad incompatible con el contenido de la Carta de Caridad- para que la Orden resurja y vuelva a recuperar de nuevo el esplendor y brillantez que había conocido en la fase inicial de su presencia en las tierras occidentales de la Península Ibérica.