A través de cualquiera de los tipos arquitectónicos señalados puede verse la relación existente en la arquitectura burgalesa del siglo XVI con las etapas anteriores, ya que, en rigor, ninguno de ellos se trata de una nueva creación. Todos parten de construcciones medievales, de las que se toman los elementos esenciales, adaptándolos a nuevas formas, pero para desempeñar funciones semejantes, cuando no iguales. Así el tipo de hospital de planta basilical de tres naves, cuyo mejor ejemplo lo encontramos en el Hospital de la Concepción, repite en esencia el tipo de enfermería creado en el Hospital del Rey, construcción del siglo XIII a cuya fecha se adaptaron los soportes octogonales y cubiertas planas. En el Hospital de la Concepción, aun cuando se cambia, de acuerdo con la época de construcción, a partir del año 1545, el tipo de soporte, no se alteró en modo alguno el concepto espacial y funcional. Consta, como se ve igualmente en el Hospital del Rey, de tres naves, con la central muy elevada respecto a las laterales, concebida como amplio espacio longitudinal de tránsito, que culmina en la capilla, en tanto que las naves laterales, más bajas y estrechas, estaban destinadas a alojar las camas de los enfermos, que podían ser fácilmente aisladas y, al mismo, estaban situadas de forma que los pacientes podían asistir a los oficios religiosos sin abandonar el lecho. Se trata de una consideración distinta del alojamiento y atención a los enfermos que se traduce en una también distinta concepción y uso de los espacios que, a la vez, son comunitarios y susceptibles de total individualización, algo imposible de hacer en una enfermería concebida como ámbito único. La misma organización se repite en las enfermerías destinadas a los hombres y la de las mujeres, totalmente separadas en cuanto al espacio, pero unidas con la zona destinada a albergar los servicios comunes que se levanta perpendicular a las enfermerías, con amplia fachada a la calle. La gran innovación que se introdujo en este Hospital de la Concepción, respecto a su modelo medieval, fue la construcción de una galería de convalecientes, a finales del siglo XVI, casi al mismo tiempo que se levantó la del monasterio de El Escorial. Este tipo de hospital, que podemos llamar burgalés, tuvo su continuidad en las nuevas enfermerías construidas en su lugar de origen, el Hospital del Rey, durante el reinado de Felipe V, rehabilitadas recientemente para usos universitarios. La construcción de palacios o casas señoriales fue una de las actividades constructivas que mayor auge alcanzó durante el siglo XVI. La casi totalidad de estos edificios fue levantada por los mercaderes enriquecidos con los negocios que mantenían con los diversos países europeos, de tal manera que aplicaron sus caudales a la erección de sus viviendas y en sus sepulcros y capillas funerarias. Sin embargo, el modelo que se siguió en todas ellas, con ligeras variantes, fue el ya existente en Burgos, que encontraron como ejemplo a seguir en la Casa del Cordón, el palacio de los Condestables de Castilla que, a su vez, ofrecía un doble ejemplo: la planta de patio central y la de mirador porticado o loggia abierto al jardín, éste aprovechado de una construcción anterior, del siglo XIV, en que se unían la arquitectura y la Naturaleza. El primer tipo, el palacio de planta central, acaso por ser el más aristocrático, no se siguió en Burgos más que en un solo caso, la Casa de Miranda, en la que el Abad de Salas, don Pedro de Miranda Salón, Protonotario Apostólico residente en Roma, nos dejó la impronta de su saber humanístico, según ha demostrado el profesor Santiago Sebastián, dotándola del simbolismo de casa del amor espiritual, especialmente visible en el patio de dos pisos, en que los dinteles descargan sobre columnas con precioso capitel -zapata- y el antepecho de la planta alta se decora con los escudos familiares y relieves representando parejas de amantes clásicos. La fachada principal presenta la típica organización de planta baja en piedra y las superiores en ladrillo, marcada la división por una imposta en nacela, que es el material y disposición que adoptan todas las fachadas civiles burgalesas, a diferencia de los edificios públicos cuya fachada principal es toda la piedra. El palacio de Peñaranda de Duero es una de las construcciones civiles más interesantes de la provincia. Aunque construido por el conde de Miranda, hijo de una Fernández de Velasco, conserva la tradición de esta familia en la decoración interior a base de cubiertas de madera y yeserías mudéjares. La gran fachada principal, que forma uno de los lados de la irregular y monumental plaza, pertenece a la primera fase constructiva, destacando la portada con decoración renacentista muy plana, coronada por un busto de Hércules, que sirve de arranque a un programa iconográfico que se desarrolla en los medallones con cabezas de las enjutas del gran patio central, de construcción posterior, en el que destaca la gran escalera de tipo conventual con tribuna. La fachada principal se atribuye a Felipe Bigarny. El modelo más seguido en la arquitectura de las casas señoriales es, como se ha dicho, el de patio posterior de tres lados con los laterales muy estrechos, abierto a través de su pórtico al jardín o huerta anejo a la vivienda. La fachada principal, siempre de piedra en el basamento y ladrillo en las plantas superiores, adopta dos formas peculiares. Una de ellas es la limitada por cuerpos semicilíndricos que sobresalen a ambos lados del plano de fachada, a modo de cubos, de origen militar que, en unos casos, alcanzan toda la altura del edificio, como es el caso del Colegio de San Nicolás -con fachada totalmente en piedra, cual corresponde a un edificio de uso público -, o enmarcan solamente las plantas superiores, que es la organización visible en la llamada Casa de los Cubos, igual a la que ofrecía su vecina, la Casa de los Lerma, de la que sólo se conserva la planta baja. El otro tipo de fachada es el que, partiendo de la de la Casa del Cordón, presenta dos torres laterales, que es la disposición que vemos en la casa de Iñigo de Angulo, construida por don Lope Hurtado de Mendoza, embajador de Carlos I en Portugal, y la antigua Casa de los Gamarra, conocida como Palacio de Castilfalé, sede del Archivo Municipal desde su reciente y magnífica restauración. Este tipo de construcción, con origen en la ciudad, se extendió por todo el territorio burgalés, conservándose un elevado número, con una mayor concentración de edificios en aquellas zonas en que existía una mayor tradición histórica, en relación con el origen de los distintos apellidos y linajes que se ligaban a un determinado lugar, razón que llevó a muchos prohombres a construir no tanto un palacio o casa para residir, como un edificio para dejar constancia de la antigüedad y nobleza de su linaje, ya que, en su mayor parte, estas casas solares fueron erigidas por personajes que desempeñaban altos cargos al servicio del Rey, por lo que residían en la Corte o fuera de ella, pero, en todos los casos, fuera del lugar en que levantaron tan majestuosos edificios. Las razones señaladas explican la abundancia de este tipo de edificios en el norte de la provincia, sirviendo a título de ejemplo las construcciones de Espinosa de los Monteros, en especial el Palacio de los Chiloeches, y localidades próximas y las del valle de Valdivielso, a las que deben unirse numerosos edificios en otras localidades de la zona, destacando los excepcionales palacios, en estado de ruina, de Cadiñanos y Villasana de Mena, entre otros, y la fachada original de la Casa de los Valtierra, en Sasamón. La simple enumeración de todos los conservados en todo o en parte es imposible. En general, todos estos edificios responden a un tipo común con artística fachada que, a diferencia de las de la ciudad, son en su totalidad de piedra, con decoración renacentista de grutescos en los vanos; especialmente destacada es la portada coronada por el o los escudos del constructor que alcanzan inusual desarrollo, y la fachada posterior abierta al jardín, que no falta en ningún caso. Dentro de este amplio muestrario de casas -palacio destacan por su singular concepción varias construcciones que, sin detrimento de su significación como casas señoriales, más bien subrayando y afianzando el señorío de sus constructores, suman a la misma la función de residencias de campo o, acaso con mayor exactitud, para disfrutar de la vida del campo, naturalmente y como correspondía a tales poderosos señores, sin experimentar al mismo tiempo ninguno de sus inconvenientes. A este tipo de residencias campestres pertenecen el Palacio de Saldañuela y el de los Salamanca, en las afueras de Huérmeces. En ambos casos, que no son únicos, la presencia de amplios miradores, más bien terrazas porticadas, a modo de loggia o belvedere, es signo inequívoco de su función de lugar destinado al reposo y la contemplación del paisaje. En el Palacio de Saldañuela la terraza centra y define la fachada principal, en tanto que en el de Huérmeces se levanta en uno de los laterales, desde donde se disfruta la mejor vista del paisaje. En ambos casos, se han asociado estos elementos con precedentes renacentistas italianos, de los que se ha supuesto son mera copia. Idea que si no es falsa -opinamos que, en efecto, lo es- resulta, al menos, muy discutible si se consideran los antecedentes vistos en la Casa del Cordón y otras construcciones civiles burgalesas. Análoga finalidad, pero con caracteres muy distintos a las anteriores, presenta la llamada Torre de Olmosalbos, construida por el matrimonio Gamarra de la Serón, acaudalados comerciantes, que en las proximidades del Palacio de Saldañuela levantaron su residencia campestre o de recreo siguiendo el modelo medieval de torre señorial, de aspecto defensivo, desarrollada en altura, coronada de almenas y con escasos vanos. Al mismo tipo responde una casa en Quintanapalla, que se levanta en el núcleo de la población, y que responde a un modelo de vivienda propio de los hidalgos o pequeña nobleza rural. Si bien las casas de estos hidalgos, en general, responden a una forma tradicional que se identifica con la llamada casa de labrador, de dos plantas, construida en piedra, y con alargada fachada principal, con ventanas y, más raramente, con balcón central, en la que sobresale únicamente la portada de arco de medio punto de amplia rosca coronada por el escudo o los escudos familiares, completado con algún elemento decorativo renacentista. Las estancias de la planta baja solían quedar reservadas para servir de cuadras y almacenes, en relación con la agricultura, a la que se asocia igualmente el gran patio posterior. Es el tipo de casa que definido en estos momentos pervivirá con escasos cambios hasta fecha reciente. Un bello ejemplar es la Casa de los Miranda Salón, en Villaverde Peñahorada, que presenta hasta cinco escudos de armas, que llenan la rosca del potente arco. No faltan ejemplos de palacios en los que no se siguen los modelos vigentes en Burgos. El construido por don Fernando López del Campo, señor de la Villa, en Melgar de Fernamental, hoy Ayuntamiento, es el más claramente italiano, como obra que es de los arquitectos italianos Baltasar Carlone y Angelo Bagut. En tanto que en Sotopalacios se levantó la llamada Casa de los Toros, con un bello balcón de esquina, insólito en Burgos. Aunque no presentan un especial valor artístico, es interesante recordar las llamadas casas de vecindad, de estrecha fachada y gran desarrollo en altura, tal y como es posible ver en el catastro de algunos lugares de la ciudad, aun cuando en su mayoría se trate de edificios de construcción posterior. Una de las de este tipo mejor conservadas es la que, frente a la Puerta Real de la catedral, albergó la imprenta de los Junta, herederos del impresor Fadrique de Basilea.
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Los restos de las viviendas y poblados contemporáneos de las tumbas de pozo son casi inexistentes y muy endebles. Hay que esperar a las reconstrucciones de las ciudades aqueas, a partir de fines del siglo XV y del comienzo del Micénico Reciente, para estudiar y definir las principales características de la arquitectura micénica: - El hábitat se dispone siempre sobre una colina destacada, de fácil defensa y situada estratégicamente, en los bordes de los valles o en las proximidades del mar, en posición dominante sobre el territorio sometido. - Dentro de la aldea, ocupando la parte más alta de la colina, se construye la residencia principesca según el esquema del mégaron. La disposición de las diferentes habitaciones alrededor del mégaron principal se realiza ordenadamente, con un claro sentido urbanístico, dando lugar a la ciudadela o acrópolis dentro de la ciudad. - La fácil defensa de la colina se apoya en unas potentes murallas, construidas con enormes bloques de piedra sin tallar y colocadas unas sobre otras, en seco. Es el denominado aparejo ciclópeo, debido a que los griegos clásicos atribuyeron su construcción a los Cíclopes, al pensar que esta obra excedía la fuerza y las necesidades de los humanos. Algunos tramos de murallas midieron hasta 15 m de altura. - El acceso, en empinadas rampas, es controlado por entradas monumentales, construidas en bloques más o menos trabajados y ajustados entre sí. Sobre el dintel de entrada se sitúa el llamado triángulo de descarga, formado por la aproximación de las hiladas de piedra, para evitar su ruptura; ello sucedería si se cargase sobre él el peso del muro. - Además de la puerta principal, es común la existencia de otras entradas, generalmente más reducidas (poternas), protegidas por torres y estructuras en forma de U, haciendo casi imposible el acceso por las malas, debido al control del lado indefenso de los atacantes. Este dispositivo militar de entrada en embudo parece una invención indoeuropea, presente tanto en Grecia como en Asia Menor (Troya y el Imperio hitita). - La ciudadela o acrópolis, donde se ubica el palacio micénico y sus edificios anejos, cuenta con su propio sistema de defensa, a base de otros recintos amurallados interiores. El camino de entrada hacia ella asciende por la colina a través de rampas y escalinatas. De trecho en trecho y llegada la ocasión, poderosas puertas cierran el paso; todo parece indicar una necesidad de aislar el palacio más bien de un posible enemigo interior que de otro externo. - El palacio constituye un edificio cerrado, organizado por un eje longitudinal, en contraste con el palacio minoico. La base del palacio es el mégaron, tal como el descrito para el nivel de Troya II. La fachada es un dístilo in antis, es decir, dos columnas sostienen el porche, entre dos paredes rematadas en antas. A través del vestíbulo se accede a las habitaciones, unas detrás de otras. La habitación principal o salón del trono está centrado en torno a la eschara u hogar, rodeado por cuatro columnas que sostienen el piso superior y la abertura de salida de humos, convertida a la vez en pozo de luz. - La columna está tomada del modelo minoico: su grosor desciende de arriba abajo y su basa es una rodaja de piedra, cuando no está encajada en el suelo del mégaron, en un hueco dispuesto a tal efecto. El fuste es, con frecuencia, acanalado, tal como lo señalan las huellas dejadas por las estrías en el pavimento que, en tierra batida y cada vez que se renueva, capa a capa, va cubriendo la parta baja de las columnas, haciendo las veces de un molde. - Los suelos, como ya se ha dicho, eran de tierra batida de gran calidad. Su acabado incluía la pintura de motivos geométricos y algún que otro animal estilizado (casi siempre pulpos y delfines), en un motivo de cuadrícula al modo de los actuales suelos de terrazo. - Las paredes, construidas de mampostería y sillares en las esquinas y algún zócalo, están armadas con postes de madera. Los paramentos se recubrían de estuco y eran decorados con pinturas al fresco. No se han conservado las cubiertas, aunque es de imaginar que fuesen de carpintería, con el tejado plano y aterrazado. - Las casas son generalmente de un piso, aunque hay algunas que muestran la existencia de escaleras de subida a otro superior. Se disponen más o menos ordenadamente, en terrazas escalonadas siguiendo el contorno de la colina, con calles anchas y escalinatas que unen unas partes con otras. - A fines del Minoico Reciente, a partir de 1300, las principales acrópolis se dotan de unos accesos monumentales a las fuentes, desde dentro de las murallas, que aseguren el aprovisionamiento de agua en caso de sitio. - Tanto dentro como al exterior de las murallas, muchas casas han dejado huellas que revelan su función de almacenes, talleres artesanales, lagares, cocinas y cuerpos de guardia. Las ciudades micénicas vienen a ser el trasunto continental de los palacios minoicos; grandes centros administrativos, políticos y artesanales, aunque muy diferentes en cuanto a su disposición, carácter y extensión. Pilos es una de las ciudades micénicas más amplias y llega tan sólo a la cuarta parte de la superficie de Cnosós. Las principales ciudades-palacio micénicas fortificadas que conocemos hoy día son Micenas, Tirinto, Pilos, Atenas, Tebas y Gla (Arpe, en Beocia, no muy citada en las fuentes literarias, pero de enorme extensión). Otras ciudadelas menores, algunas fortificadas, son Iolkos (Tesalia), Orcómenos (Beocia), Delfos (Fócida), Maratón, Brauron, Espata, Menidi, Thórikos y Eleusis (Atica), Midea, Lema y Asine (Argólida) y Amiklai (Laconia). En las islas, Delos y Keos (Cícladas) junto a Ialysos (Rodas) han dejado restos de una etapa de fuerte dominio micénico.
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Para el estudio de la arquitectura civil de este período -edad de oro de los grandes palacios- contamos con las ruinas de uno de los más famosos de toda Mesopotamia, verdadera maravilla en su tiempo no sólo por sus extraordinarias dimensiones, sino también por su espléndida decoración y riqueza artística. Nos referimos al palacio de Mari, complejo arquitectónico resultante de diferentes yuxtaposiciones constructivas, cuya forma más acabada correspondió al reinado de Zimri-lim, el último de sus ocupantes. La planta de tal palacio, de forma trapezoidal, tenía dimensiones espectaculares (237 y 148 m, los lados mayores; 135 y 155, los menores), que posibilitaban hasta doce sistemas de patios para un total de casi 300 estancias. Todo el complejo se hallaba rodeado por una muralla de espesor variable (entre los 15,30 y 1,80 m) según los sectores, y de unos 675 de perímetro, con una única puerta de acceso, defendida con torres y precedida por una escalinata, abierta en su lado septentrional. Realmente, el palacio constituía un ente urbano autónomo dentro de la ciudad de Mari. De un espacioso vestíbulo se pasaba a un patio y desde éste a otra estancia alargada que se debía recorrer obligatoriamente para llegar al patio más grande del palacio (49 por 33 m), ambientado con multitud de palmeras. Al sur de este Patio de las palmeras (así lo llamaba una tablilla del Archivo), se encontraba la Sala de audiencias, a la que se accedía mediante una majestuosa escalera semicircular, con tres peldaños de ladrillo. Por otra puerta, abierta en el oeste del gran patio, se pasaba al Archivo y a un corredor que desembocaba en otro patio de planta casi cuadrangular (29,55 por 25,65 m), uno de los más lujosos del palacio. Al fondo del mismo, y por el lado meridional, se abría la grandiosa puerta de una estancia (25,10 por 7,70 m), con podio de doble escalera lateral en el centro de la pared, verdadera antecámara del Salón del trono, que ocupaba la estancia adyacente, aún de mayores proporciones (26,35 por 11,70 m): en uno de sus lados -el occidental- se ubicaba el regio trono y en el opuesto, una tribuna con una escalinata de once peldaños. Todo el sector oeste estaba destinado a complejo residencial: en su tramo norte se hallaban los apartamentos privados de la familia real, formados por 23 salas ordenadas en torno a un patio interior, abierto, al que daban siete puertas. Aquí se localizaron la Cámara del rey y la de la reina, así como la Sala del baño, de especial refinamiento. Ocupando la zona central de este mismo sector, estaban las dependencias administrativas (con la escuela y las oficinas de los escribas). En el ángulo meridional de este lado se levantaban las residencias de los funcionarios, dotadas de muchas comodidades, así como numerosos almacenes. En el lado oriental del palacio, por el nordeste, una decena de cámaras, con patio interior, estaban destinadas a los viajeros extranjeros (embajadores, comerciantes, correos); por el sudeste, y después de haber dejado el gran Patio de las palmeras, otra serie de estancias permitía el paso hacia una especie de capilla, que constaba de dos salas (una antecella y una cella) con un podio, lugar en donde oraron no sólo Zimri-lim, sino también sus antecesores, entre ellos Idi-ilum y Laasgaan, según las estatuas que aquí se han encontrado. Más al sur de este sector oriental, y en otra sala, aparecieron varios altares, de épocas diversas, que testimoniaban la presencia de un lugar sagrado de antiquísima veneración. Tal vez aquí se habría rendido culto a la tumba de Ansud (o Ilshu), el fundador de la antiquísima dinastía de Mari, recogida en las listas reales sumerias. Lamentablemente para la Historia del Arte y de la Cultura, en 1759 el palacio fue saqueado y luego incendiado por las tropas de Hammurabi de Babilonia, quien había acudido personalmente a Mari para sofocar la rebelión de Zimrilim, que era vasallo suyo. De menor importancia arquitectónica fue el Palacio de la ciudad de Larsa (Tell es-Senkereh), también de comienzos del II milenio, estructurado, como los de su época, en torno a un gran patio central. Algunos de los ladrillos recuperados portan impreso el nombre de Naplanum (2025-2005), el fundador de la dinastía; sin embargo, la construcción fue debida a Nur-Adad (1865-1850). Al no haberse hallado cacharros de cerámica ni objetos muebles se piensa que nunca fue habitado y que se dejó inacabado. Conocemos muy pocas cosas, dado el estado en que ha llegado, del palacio que Sin-Khasid (h. 1865), un amorreo fundador de una dinastía paleobabilónica en Uruk, ordenó levantar en aquella ciudad. Comprendía un conjunto de patios rodeados de cámaras, sin organización arquitectónica aparente, siguiendo la disposición del antiguo palacio de Ur.
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Con el pontificado de Alejandro VII, Bernini no sólo retomó la responsabilidad de los trabajos de San Pietro, sino que para el nuevo papa realizaría la mayoría de los proyectos de arquitectura civil y religiosa. El trabajo volvió a desbordarle, de ahí que al lado de sus delicadas intervenciones restauradoras en Santa María del Popolo, en especial en la capilla Chigi (1652-61), desatine bastante en el pórtico del Panteón (hacia 1660), que flanqueó con dos campanarios, bajos y agudos, las orecchie d'asino (abatidas), proyectando aislar el edificio y regular la plaza delantera. Sin disminuir su producción escultórica al frente del más activo taller de Roma, Bernini, agobiado por los encargos papales, se entregó a una cada vez mayor actividad arquitectónica: portal principal del palacio del Quirinale (1656-59) y proyecto del arsenal de Civitavecchia (1659-63, destruido), que en las comisiones familiares hallaría una vía de expresión innovadora. Así, aunque alterado por ampliaciones posteriores, en la elegante fachada del palacio Chigi, luego Odescalchi, en la plaza de los Santi Apostoli (1664-67), Bernini se desentendió de la tradición romana y fijó el modelo de palacio mobiliario europeo del pleno Barroco. Entre dos alas retranqueadas de tres vanos, dispuso un cuerpo central avanzado de siete vanos, coronado por una balaustrada decorada de estatuas y articulado por pilastras de orden gigante que, apoyándose en la planta baja (que actúa como basamento del edificio), abrazan las dos plantas nobles. De esta manera, el movimiento aumenta gradualmente desde los extremos hacia el centro, donde se condensa una pausada tensión, provocada por la densificación de elementos, todo lo contrario a la dilatación del palacio de Montecitorio.Una idea más dinámica y espectacular de la arquitectura se impone en las tres iglesias que por entonces ejecutaría, elaborando otras tantas propuestas sobre el motivo de la planta central. La menos notable es la capilla pontificia de Santo Tommaso di Villanova, en Castelgandolfo (1658-61), en la que adopta un esquema de cruz griega, de raíz tardo cuatrocentista. Las austeras formas que definen exterior e interiormente al edificio, contrastan con la decoración de su cúpula -de mayor alzada que sus modelos renacentistas-, origen del tipo berniniano de cúpula con nervios y casetones hexagonales, decorada en su zona de arranque, o por encima del tambor, con putti y/o ángeles en movimiento, sosteniendo guirnaldas suspendidas entre nervio y nervio. Con mayor conciencia arquitectónica, aunque con similar decoración interior, en la iglesia de la Assunta en Ariccia (1662-64), para los Chigi, Bernini -ocupado esos años con la planificación del Panteón- propone una planta circular precedida por un pórtico, que recerca con un muro exterior circundante, terminado en dos alas porticadas.Pero mucho más verdadera y propia arquitectura es la iglesia del Noviciado de la Compañía de Jesús, Sant'Andrea al Quirinale (1658-61, aunque los trabajos continuaron hasta 1670), decorada con estucos por A. Raggi (1662-65). Aquí, sin duda que atraído por los efectos de dilatación que suscita, Bernini retoma la planta elíptica con el eje mayor paralelo a la fachada, esquema que ya había empleado en la capilla del Collegio di Propaganda Fide (1634) -luego sustituida por la estructura de Borromini- y que por entonces aplicaba en la columnata de San Pietro. Controlando los efectos de dilatación, obliga a la mirada del espectador a seguir un recorrido orbital, según la dirección de las pilastras y los entablamentos, que termina en la capilla mayor, donde los ritmos son interrumpidos por el edículo con dos columnas de mármol verde a cada lado, sobremontadas por un frontón curvo partido, con el espectacular San Andrés en vuelo, lo que genera una significativa ruptura entre la zona del altar mayor y la del espacio oval. La policromía de los mármoles, el oro y blanco de los estucos, la luz tamizada de las ventanas y la más brillante y uniforme de la linterna concentran la máxima intensidad lumínica en la capilla mayor que, frente a la oscuridad de las capillas laterales, es explotada con suma habilidad a fin de concentrar la atención en la teatralidad del acontecimiento milagroso: la ascensión del Santo.Con igual maestría, disfrutando de una idea de Pietro da Cartona, materializada dos años antes en Santa Maria della Pace, resuelve en el exterior la interrelación funcional y comunicativa entre el edificio y el ámbito urbano. El viandante es invitado a entrar en la iglesia por una dilatada exedra de alas muy sobresalientes que, a partir de unas gradas, conduce a la dinámica y airosa pronaos convexa que se abalanza para acogerlo. Siempre conductor de secretos teatrales y psicopompo de sentimientos, Bernini presenta en el pórtico un motivo que repetirá en el templete que abre la capilla mayor, pero invirtiendo sus vectores dinámicos al trocar convexidad exterior por concavidad interior.
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Antes de que Julio II accediese al solio pontificio e iniciara sus grandes empresas constructivas con las que engrandeció Roma y el enclave vaticano, el modelo de templo cristiano alternaba la planta de cruz latina, como las iglesias basilicales de San Lorenzo y Santo Spirito de Brunelleschi en Florencia, que aún seguían pautas románicas o góticas traducidas al nuevo lenguaje clásico, con los esquemas de plan central, con cubierta resuelta en cúpula, como el mismo Brunelleschi resolvió en edificaciones de menores dimensiones como la Sacristía Vieja de San Lorenzo, la Capilla Pazzi y Santa María de los Angeles, las tres igualmente en Florencia. Tras Brunelleschi y su éxito asombroso en la gran cúpula del Duomo florentino, la espectacular fórmula de una gran cubierta de media naranja llevó a Alberti a adaptarla sobre templos de cruz latina como en su irrealizado crucero del Templo Malatestiano de Rímini o en San Andrés de Mantua, en la cabecera de la Annunziata de Florencia, alternativamente con la planta de cruz griega con pórtico en el ingreso que dio a San Sebastián de Mantua. Francisco di Giorgio Martini dispuso su iglesia de Santa María de las Gracias de Cortona, de 1484, en cruz latina no muy acusada, con cubierta ochavada sobre el crucero, y el florentino Giuliano de Sangallo coetáneamente adosaba a Santo Spirito la sacristía octogonal que emulaba el prisma ochavado del Baptisterio de Florencia, y entre 1485 y 1492 erigió en Prato, ya decididamente sobre cruz griega, una cúpula brunelleschiana sobre ligero tambor. La adopción de la planta centrada con cúpula continuó privando cada vez más en las preferencias de los arquitectos de finales del XV, como demuestran los varios diseños conservados de Leonardo da Vinci. Es sabido que éste se ofreció hacia 1482 en carta al duque de Milán Ludovico Sforza para satisfacerle en arquitectura, tanto pública como privada. Cuando se le pidió dictamen un lustro después, confirmó su capacidad para dar varias soluciones a la cúpula de la catedral de Milán (Códice Atlántico) y también para resolver el cimborrio de la catedral de Pavía. Entre sus numerosos diseños arquitecturales, algunos tan curiosos como la cuádruple escalera para un palacio (Códice B) o tan atrevido como el puente sobre el Bósforo que concibió para el sultán Bayaceto II en 1502, o el proyecto de circulación de calles a dos niveles, con túneles bajo las vías, en que se adelantó en siglos al urbanismo actual, abundan los referentes a templos centrados coronados por cúpulas. Los hay tanto de planta octogonal con ocho ábsides adosados y cubiertas esquifadas, como de cruz griega con cuatro ábsides y torres entre ellos, todo arropando una gran cúpula sobre tambor. Algunos de estos dibujos, pensados para el cimborrio milanés o para el Duomo de Pavía, presentan cercano parecido, y en proporciones también grandiosas, con el futuro proyecto de Bramante para San Pedro del Vaticano y con la bramantesca Consolación de Todi.
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Al margen de las diferentes opciones lingüísticas, aunque en cierta medida relacionadas con ellas, el arte hispanoamericano ensayó determinadas tipologías, centradas principalmente en el campo de la arquitectura conventual. La instalación en América de las órdenes religiosas españolas -principalmente franciscanos y dominicos-, insustituibles en la misión evangelizadora emprendida desde los primeros momentos de la Conquista, trajo consigo la construcción de determinados tipos conventuales, a los que hubo que añadir algunos elementos imprescindibles para que aquéllos pudieran cumplir convenientemente con su misión. Estos modelos conventuales, que alcanzaron en México gran desarrollo, estaban formados por una iglesia -fortificada como la de Tepeaca, según las zonas- y un claustro de proporciones variables, algunas veces decorados con pinturas al fresco, como el caso de los conventos mexicanos de Acolman y Actopan, con temas religiosos o de carácter ornamental, ordenándose en torno a este núcleo principal todos los edificios auxiliares del conjunto. Pero la novedad principal de estos modelos respecto a las tipologías españolas radica en el gran desarrollo del atrio donde se situaban, frente a la portada principal de la iglesia y en cada una de las esquinas, las posas o humilladeros que, como las de los conventos de Calpan, Cholula y Huejotzingo, estaban formadas por unas estructuras en forma de templete que servían para enseñar y difundir, según sexo y edades, la nueva doctrina. El carácter ritual y docente de estos espacios abiertos, coincidente con la sensibilidad de los pueblos indígenas acostumbrados a realizar sus ritos paganos al aire libre, se complementaba con la construcción de las capillas de indios que, situadas en uno de los lados de la fachada principal del convento, estaban pensadas para que las poblaciones autóctonas pudieran seguir desde el exterior la realización del sacrificio de la misa. Esta nueva tipología, cuyos orígenes hemos de buscarlos tanto en España como en América, estaba compuesta de tres estancias dedicadas al Santísimo, sacristía y dependencias auxiliares, siendo esta elemental disposición el núcleo de los más variados modelos, que van desde los de sala única como la del convento de Actopan, a los de varias naves de grandes proporciones comunicadas con el atrio mediante arquerías, pasando por aquéllas que, como la de Teposcolula, organizan una o dos naves ante el presbiterio. A pesar de estas novedades tipológicas, durante la primera mitad del siglo XVI el arte hispanoamericano persistió en el mantenimiento de ciertas ambigüedades lingüísticas efecto de la hibridación de elementos locales y foráneos. Aunque ésta no desapareciera de gran parte de la producción artística, hemos de esperar a la segunda mitad del siglo para constatar el desplazamiento de estos comportamientos por otros, fundamentados en el éxito de determinadas propuestas clasicistas, cuyas manifestaciones más significativas estaban relacionadas con la construcción de las grandes catedrales americanas y el ordenamiento para la construcción de nuevas ciudades decretado por Felipe II.
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La utilización del hierro en la arquitectura no puede ser considerada una novedad propia del siglo XIX. Desde muy antiguo se habían servido de él, aunque siempre de manera episódica, como complemento, a base de piezas limitadas que difícilmente podían alcanzar medidas excesivamente grandes. Todo ello debido en buena parte a la falta de conocimiento que hasta mediados del siglo XVIII se tuvo de su elaboración. Con el desarrollo industrial se logran progresos acelerados para, en los primeros años del siglo XIX, encontrarnos con las primeras obras de envergadura. Inglaterra es la pionera en este tipo de construcciones, gracias al desarrollo mucho más avanzado de su industria, de modo que en 1801 aparece ya realizada la fábrica de hilados de algodón Philip & Lee en Manchester. En 1818 Nash emplea estructuras de este material para el pabellón real de Brighton... Pero la revolución industrial trajo otros muchos cambios de la índole más diversa; el desarrollo poblacional fue gigantesco, necesitándose como consecuencia nuevos servicios o mejora de los ya existentes. Todo ello dentro de una política de superación en el rendimiento que obligaba a nuevos sistemas de productividad. Junto al hierro figura como novedad el vidrio, que experimenta grandes progresos técnicos hasta el punto de que a comienzos del siglo XIX se logran fabricar piezas de dimensiones insospechadas hasta el momento. También es Inglaterra en este caso la adelantada, aunque el verdadero empuje no se logre hasta la derrota de Napoleón. Se investigan las posibilidades de este material y entre otras se descubren los recursos de la combinación hierro-cristal (Pabellón de Cristal de la Exposición Universal en Londres de 1851). El acero también se incorpora por sus excelentes cualidades a la construcción, pero ahora los caminos divergen, de modo que es sobre todo en América donde se aplicará a la construcción, cosa que apenas ocurre en Europa. Por último, el hormigón, descubierto, según Javier Hernando, en 1849 por J. Monnier, no es aceptado en principio y sólo a comienzos de siglo XX lo vemos usado mayoritariamente en algunos lugares y por algunos técnicos (Augusto Perret). Aún así, estos dos últimos materiales resultan minoritarios si se comparan con el uso que se da al primero. Indudablemente el nuevo material resultaba atractivo por las ventajas que podía ofrecer: unos espacios interiores diáfanos, mayor garantía a ciertos siniestros bastante frecuentes con los materiales tradicionales, sobre todo la madera, posibilidades mucho mayores de agilizar la construcción al realizarse con piezas hechas en serie y de producción abundante y rápida, etcétera. España, como es sabido, tuvo una expansión industrial tardía y de corto alcance, y esto tiene consecuencias inmediatas en el desarrollo de la arquitectura del hierro al ser igualmente tardía la llegada de estas nuevas técnicas. Ello conlleva también el hecho de que cronológicamente se detecten dos períodos: un primero donde vivimos por lo general a expensas de la industria y técnicas extranjeras y el segundo, con el auténtico desarrollo de esta industria, que se concreta en la aparición de fábricas y profesionales nacionales. Aquel habría que situarlo en el reinado de Isabel II (1833-1868). Navascués nos da como posible primera obra el puente de la Alameda de Osuna, erigido en torno a 1830. A partir de aquí, el hierro sería un magnífico aliado para solventar los problemas de infraestructura viaria que en ese momento comenzaban a desarrollarse de acuerdo con las necesidades modernas; más adelante, el ferrocarril, iniciado en 1848, adquiere un gran auge y sin duda el hierro gozaba de tres cualidades idóneas para sus puentes, estaciones, etcétera: rapidez de instalación, economía y resistencia. Bien es verdad que son varias las naciones que concurren a nuestro país, pero no es menos cierto que fueron las compañías francesas las que con mayor asiduidad lograron encargos; no en vano en España se miraba a París como punto de referencia en casi todas las cuestiones. Por este motivo grandes figuras como Eiffel tienen obras en nuestro país, aunque otras muchas firmas, con menos renombre, llegaron a obtener grandes intereses en España; recordemos como ejemplo la casa Jules Seguin, que ya en 1840 conforma una sociedad en España denominada Sociedad de Puentes Colgantes. De entre las obras de este período quizás sea el puente de Isabel II en Sevilla (1845-52), más conocido como puente de Triana, el más atractivo, ejecutado siguiendo el modelo del puente del Carroussel de París con el que el ingeniero Polonceau creó un nuevo sistema, adoptado a su vez por los ingenieros Steynacher y Bernadet para el modelo sevillano. Sin embargo, su importancia no radica sólo en esto sino en que sus piezas fueron fabricadas en España, en la fundición sevillana de Narciso Bonaplata. Fue la familia Bonaplata pionera en el intento de integrar a España en el proceso industrial. Para ello José Bonaplata se instaló en Barcelona iniciando su labor en 1832; la fábrica elaboró piezas para la construcción de primera calidad pero causas ajenas a la empresa hicieron fracasar este primer proyecto (en 1835 se incendió la fábrica), trasladándose a Madrid donde en 1839 funcionaba ya una nueva fábrica para que, de ahí, uno de sus miembros (Narciso Bonaplata) partiera en 1840 a Sevilla, creando un nuevo centro de fundición en la ciudad. La segunda etapa la podríamos hacer coincidir con la caída de Isabel II (1868) y, aunque durante el sexenio revolucionario (1868-1874) no se ejecutaron apenas obras, sí fue, sin embargo, rico en proyectos e ideas. Desde los últimos años del período isabelino podemos constatar que ingenieros y arquitectos españoles comienzan a asimilar el nuevo sistema. Ya en 1856 un técnico que poseía las dos carreras, Eduardo Saavedra, publica su "Teoría de los puentes colgados", difundiéndose, gracias a sus traducciones, muchos de los sistemas y principios de la construcción del hierro. En la década de los sesenta, comprobamos que los ingenieros españoles están metidos de lleno en la elaboración de obras en hierro, como Eugenio Barrón que en 1860 estaba trabajando en el viaducto de Madrid. En el último cuarto de siglo confluyen una serie de situaciones óptimas para producir un aumento ostensible de las obras de hierro. La Restauración, por su cariz ideológico, se prestaba a esta potenciación; así comprobamos un notable aumento en el ritmo de construcciones, la calidad de los artículos producidos era magnífica y los viejos tabúes de los arquitectos para con las nuevas técnicas fueron cediendo al incorporarse una gran mayoría a la nueva disciplina. Aun así, las posibilidades que ofrecía el hierro no fueron explotadas plenamente. La causa y el gran inconveniente reside en que a la novedad del sistema no se correspondía una novedad en el lenguaje. Se mantienen los viejos esquemas y cuando empezaron a elaborarse piezas para la construcción se disfrazaban recurriendo a los viejos órdenes como en los antiguos elementos sustentantes. Si en el interior del edificio el uso de este material terminó por aceptarse, en el exterior el control fue completo; ni la arquitectura oficial ni tampoco la doméstica permitió la alteración del concepto tradicional del edificio, y mientras se partiera de estas bases el hierro, con su nuevo lenguaje, nunca sería asimilado. Tan sólo cuando se produjo la elaboración de obras donde el concepto estético se vio superado por la necesidad funcional, el nuevo material pudo expresarse con mayor sinceridad; se trata de los puentes, viaductos, etcétera o lugares de uso común que, por la necesidad de un espacio más despejado, por razones de visibilidad o por su propia funcionalidad, pidieran la supresión en lo posible de puntos de apoyo que acotaran el espacio. Así surgieron las estaciones o se transformaron los mercados, salas de espectáculo, etcétera. Ante el avance de la arquitectura del hierro se alzaron las voces de algunos arquitectos que, alarmados, se cuestionaron si el arte no estaría cediendo el paso a la técnica, puesto que en cierto tipo de obras los principios estéticos quedaban subordinados al pragmatismo de unas necesidades. El arquitecto Juan de Dios de la Rada y Delgado se preguntaba en su discurso de recepción en la Academia de San Fernando (14 de mayo de 1882) "cuál es y debe ser el carácter propio y distintivo de la arquitectura de nuestro siglo". Rada concluía con un mensaje del todo pesimista al preguntarse si el arte no sucumbiría ante la industria (porque sería tanto como decir que la materia había triunfado sobre el espíritu), y aunque concluía con la esperanza de una renovación futura pensaba que el arte era el constante recomenzar del mito del Sísifo. Todo esto corroborado por la ambigüedad con que se definieron ante este problema los primeros congresos de arquitectura (1881 y 1888). Este planteamiento fue una de las razones que llevó a enconar las posiciones de los más claros defensores de ambas posturas, los ingenieros y los arquitectos, por lo que ambas profesiones intentan ampliar al máximo sus atribuciones, aunque fuera a costa de los otros. Era pues un asunto complejo, dos formas de ver la construcción y, por otra parte, el freno a una tradición de cuatro siglos en los cuales el arquitecto había detentado el poder de la determinación y la iniciativa. Había que reestructurar la pirámide profesional y esto se fue llevando a cabo a través de una copiosa legislación que arrancó casi en su totalidad de la década de los años cuarenta. Sin embargo, hubo voces, también por parte de los arquitectos, que desde muy pronto tomaron partido por la renovación. Francisco Jareño, en su discurso leído también en la Academia de San Fernando el 6 de octubre de 1867 (De la Arquitectura policromata), presenta una semblanza casi profética de cómo serán las edificaciones en un futuro no muy lejano cuando el hierro pase a ser el material preferido; esto lo dice por el convencimiento que tiene del triunfo de la arquitectura del hierro (¿quién podrá dudar que, generalizándose este elemento de construcción, experimenten un cambio radical, acaso más competo que otro alguno de los que hasta ahora registra la historia, las formas arquitectónicas?). Cuando al siglo le falte poco para terminar, ya nadie duda de su utilidad. Se han demostrado sus ventajas y se reconoce el papel que está destinado a ejercer en el futuro porque junto al hierro se han producido otras novedades, sobre todo una nueva concepción espacial. Uno de los edificios pioneros en este sentido fue el Palacio de Cristal, levantado para la Exposición Universal de Londres de 1851, que se convierte en prototipo para ésta o similares fórmulas de muestras. El binomio interior-exterior deja de ser antagónico para convertirse en una proyección continua. En Madrid, el Palacio de Cristal, Pabellón para la Exposición de Filipinas de 1887, reitera este concepto con sólo una diferencia de tipo cuantitativo. Abundantes son las nuevas tipologías, unas conocidas desde antes pero transformadas por el nuevo material, como los mercados y los puentes. Otras renuevan la arquitectura con formas inexistentes hasta ese momento: estaciones de ferrocarril, pasajes cubiertos, pabellones de exposiciones...
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A comienzos del siglo V el orden dórico se acerca a la consecución definitiva del ideal del templo clásico. Dos monumentos de distintas características, el templo de Aphaia en Egina y el Tesoro de los Atenienses en Delfos, ilustran el proceso con claridad. Por los años 500-490 los eginetas levantaron un templo en honor de una divinidad local, la diosa Aphaia, asociada o asimilada a la Atenea griega. Es el templo mejor conservado de los que quedan en suelo griego y se halla enclavado en medio de un paraje natural, todo lo cual justifica con creces la visita a la isla de Egina. La planta responde al modelo dórico tradicional, hexástilo y períptero, y la cella adopta una estructura simétrica, precedida de pronaos y con opistodomos adosado, ambos con columnas in antis. El espacio interior de la cella se divide en tres naves, más ancha la central que las laterales, por medio de dos filas de columnas que, además, sustentan un orden superior. El material utilizado para la construcción fue la caliza local estucada, de extraordinaria blancura, origen de la luminosidad que irradia el templo. No obstante, su mayor atractivo es el efecto armonioso que representa un logro inmenso por parte del arquitecto y que consiste en dar al traste con la pesadez del dórico arcaico. De hecho, en el templo de Aphaia en Egina el orden dórico alcanza tal perfección, que las diferencias respecto al canon clásico del estilo severo, representado por el Templo de Zeus en Olimpia, apenas son perceptibles salvo en los detalles. Así, por ejemplo, se mejora la solución al problema del friso dórico por medio de la contracción; se perfecciona el sistema de proporciones que repercute favorablemente en la esbeltez de las columnas; se corrige el diseño de los capiteles, cuyos equinos adquieren un perfil más airoso; incluso se adoptan algunos refinamientos de inspiración jonia, al estilo de los que veremos triunfar en plena época clásica. Del mayor interés resultan las observaciones sobre policromía, que permiten recuperar la apariencia cromática del monumento. Los elementos definidores de la fábrica arquitectónica conservaban el blanco de la piedra, mientras los miembros complementarios respondían a una alternancia bícroma típicamente severa: negro o azul para resaltar las verticales, rojo para iluminar las horizontales. Idéntico juego de color se desarrollaba en los frontones, en los que se representaron episodios de las Guerras de Troya relacionados con héroes eginetas. Las partes desnudas de los cuerpos resplandecían en la blancura del mármol de Paros, el color predominante era el rojo y el conjunto destacaba sobre fondo azul conforme al carácter etéreo e ideal de la escena. En un recodo que forma la Vía Sacra en su empinado recorrido hasta el Templo de Apolo, a la entrada de la Estoa de los Atenienses, se levanta un templo pequeño erigido hacia el año 490. Tiene la forma canónica del thesauros con dos columnas in antis, obra de mármol pario. Lo que hoy vemos es la restauración llevada a cabo por los arqueólogos franceses en 1906 y, pese a la problemática inherente a ella, presenta la ventaja de devolvernos la idea original, la definición del orden dórico reducido a su esencia más sucinta. No faltaba en ella la decoración escultórica de frontones y metopas; aquéllos se han perdido; éstas, esculpidas con temas de amazonomaquia y hazañas del héroe ateniense Teseo y de Herakles, se conservan en el Museo de Delfos. Son piezas clave para comprender la ambivalencia estilística del momento entre lo tardoarcaico y lo severo. Como síntesis quedan dos metopas soberbias, la de la lucha de Teseo con Antíope, reina de las amazonas, que había sido su amante y madre de su hijo Hipólito, y la de Herakles en lucha con la cierva de Keryneia, un estudio anatómico digno de servir de broche final al período de transición.
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Los edificios destinados a albergar a las distintas instituciones que gobernaban la ciudad tuvieron siempre muy en cuenta lo que podríamos llamar su apariencia pública. Esto se plasmó no sólo en su ubicación en la ciudad y la envergadura de su arquitectura, sino incluso en los detalles decorativos: si los remates almenados del palacio de los Virreyes de México recrean la imagen de una fortaleza, también en el Real Palacio de la Audiencia de Nueva Galicia (Guadalajara, México) las gárgolas de la fachada tienen forma de cañones. Son signos que recuerdan el poder de aquellos a quienes se reconoce autoridad para gobernar.La influencia de modelos peninsulares fue una constante. Con respecto a los edificios de los cabildos, en las cortes de Toledo de 1480 se había ordenado a las ciudades y villas peninsulares construir edificios para ayuntamiento, porque "ennoblescense las cibdades e vecinos de tener casas grandes e bien fechas en que faser sus ayuntamientos e conçejos e en que se asienten la justiçia e Regidores". Los que se construyeron en las ciudades y villas de los virreinatos americanos se situaron en las plazas mayores o de armas y responden a una tipología claramente hispana de la que se pueden encontrar ejemplos en el siglo XVI lo mismo en Extremadura que en Andalucía o La Mancha.Por otra parte, en los edificios destinados a controlar el comercio, la producción agrícola o la fabricación de moneda, los exteriores adoptaron los modelos que ofrecía la arquitectura palaciega y por ello es frecuente referirse a ellos calificando su grandeza con el término de palacio aunque en ninguna manera lo sean, pues fueron otras funciones las que determinaron sus espacios interiores y tan sólo el exterior utilizó en ocasiones una tipología palaciega por resultar esta imagen la más acorde con la noción de poder que debían transmitir.Organizados en su interior muchas veces en torno a patios, continúan en ese aspecto una tradición constructiva utilizada desde la Antigüedad para muy diversas funciones. Su relevancia en la ciudad fue tanta que a veces -como ocurrió en La Habana en el siglo XVIII con la Casa de Correos proyectada por Silvestre Abarca- los edificios erigidos para sede de las instituciones influyeron en la arquitectura de la ciudad, incluso en la doméstica.
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De acuerdo con la línea ortodoxa del Islam mayoritaria hasta el siglo XV, la oración del viernes sólo podría hacerse en cada ciudad concreta en una única mezquita, la aljama, lo que obligaba a que tuviese una extensión considerable. Tal restricción ha supuesto las ampliaciones de las aljamas y sólo en muy contadas ocasiones su multiplicación; teniendo en cuenta que las primeras mezquitas construidas ex novo, y algunas de las que aprovecharon edificios anteriores, partieron de definir una parcela cuadrada de terreno, repartida entre techado y descubierto, se comprenderá que en las mezquitas viejas lo que las diferenciaba de las iglesias era la simplicidad de su contorno y la estrecha relación espacial entre el patio, donde también se puede rezar, y el oratorio. La diferencia que existió entre las iglesias y las mezquitas se basó en que las primeras han sido casas de Dios y lugares del sacrificio, mientras las segundas sólo han sido espacios para reuniones y oraciones. Por lo tanto, en las iglesias ha existido una tendencia a las celebraciones misteriosas y complejas, mientras en los oratorios musulmanes los principales problemas han sido de acceso y visibilidad. Por todo ello y durante medio milenio, las aljamas fueron rectángulos orientados a La Meca, con un patio hacia la zona opuesta y una torre en él; éste es el tipo que podemos llamar de naves u omeya, para enfatizar el hecho de que las zonas cubiertas están articuladas mediante tandas de naves paralelas, admitiendo tantos subtipos como combinaciones puedan hacerse con sus elementos: existencia, número y orientación de las naves perimetrales del patio, existencia de nave central (hacia La Meca) más ancha y número de naves paralelas y/o perpendiculares a la qibla, además de presencia de una cúpula en la nave central, delante del mihrab. Es obvio que el subtipo más simple fue el de la primera aljama de Córdoba, ya que ni tenía galerías en el patio, ni poseyó cúpula, ni variación alguna en sus once naves perpendiculares a la qibla; el más sofisticado fue el de Damasco, con arquerías al patio, una nave central con cúpula, tan enfatizada que es un auténtico transepto y tres naves paralelas a la qibla; entre estos dos extremos pueden obtenerse cuantas variantes se deseen, y siempre habrá uno o más ejemplos que las materialicen. Este gran modelo pervivió sin apenas competencia hasta mediados del siglo XI, como solución para las aljamas, y como ideal que, reducido de escala y aligerado, podía inspirar cualquier mezquita. Las innovaciones más fructíferas debieron darse en las de barrio, ya que la más antigua, la de Bu Fatata, en Qayrawan, del 841 es rara, pues es un cuadrado, sin patio, con pórtico in antis, subdividida en nueve tramos abovedados gracias a cuatro soportes aislados; este tipo de mezquita, que llamaremos de cuatro soportes, se documenta en otros lugares, como Toledo (Cristo de la Luz, del año 999) y preparó el camino para los tipos modernos, muy diferentes de la mezquita de naves; éstos nacieron de varios factores, como el deseo de vertebrar de forma más concluyente la nave central, su cúpula y la nave o naves paralelas a la qibla; además, el desarrollo de edificios en los que las cúpulas formaron lo más sustancial de los mismos, como fueron los mausoleos y el conocimiento de los templos cristianos, hasta llegar a la conversión de Santa Sofía de Constantinopla en mezquita, impulsaron la transformación del oratorio. Así fue naciendo, en la etapa de fraccionamiento, la mezquita moderna, que es un espacio unitario presidido por una gran cúpula y articulado por la tiranía estructural de ésta; si existe patio, éste se planteará como una parte diferenciable, ricamente vertebrada. Señalemos también que es de tamaño menor pero de mucha más altura, y muestra interesantes valores masivos gracias a que queda inscrita en un conjunto de edificios bajos que, conformando un gran patio en torno a ella, la enmarcan y relacionan con el contexto urbano, de forma más elaborada y consciente que en el tipo antiguo. Esta mezquita, cuya variedad escapa a toda clasificación, será más pintoresca y eclesial que las anteriores, y puede ser llamada de cúpula. Ni que decir tiene que es el modelo turco por excelencia y, a partir de él, se extendió por todo Oriente. Además de estos dos grandes modelos, bajo los silyuqíes fue naciendo una variante del modelo antiguo, que poco a poco iría adquiriendo fuerza, de tal manera que no sólo preparó el camino para el moderno, sino que alcanzó formulación autónoma; la mutación vino del deseo de articular más la simplona traza de las aljamas tradicionales, para lo que se introdujeron elementos espaciales potentes en lugares privilegiados, especialmente en los ejes de simetría del patio. Para esto el iwan fue muy útil y al forzar el aumento de la superficie del sahn, provocó la atrofia de la sala de oración propiamente dicha y el fuerte protagonismo del primero hasta llegar a la fórmula de los cuatro iwan, sobre los ejes principales del patio. Además de estos tres grandes modelos, que coexisten desde el XI, se han producido algunos casos anómalos, sobre todo en palacios, como en el oratorio taifal de la Aljafería de Zaragoza, de planta extrañísima, pues es un cuadrado con dos rincones contiguos chaflanados, en uno de los cuales se aloja el mihrab; parecido, ya que su planta es un cuadrado cubierto por una cúpula octogonal, es el almohade del Alcázar de Saris (Jerez de la Frontera), despojado de la decoración que debió poseer; también hay dos pequeños oratorios en los alcázares de la Alhambra: el del Partal, que es un quiosco realzado, y el del Mexuar, que se constituye a modo de mirador sobre el Albaicín. Ya que hablamos de Al-Andalus recordaremos la rareza, nunca bien explicada, de que sus mezquitas tuvieron su Meca particular, ya que todas miran al Sur o ligeramente hacia el Sureste.