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La obra que, en la arquitectura religiosa, define para muchos lo que fue el Quattrocento veneciano es la iglesia de Santa María dei Miracoli. El proyecto se ha atribuido a Pietro Lombardo, pero no se sabe si fue tan sólo el constructor. En ella se emplearon mármoles y muy ricos materiales, con lo cual el efecto cromático es lo primero que hace de esta arquitectura algo especial. La obra recuerda algunas de las arquitecturas pintadas en cuadros de la época. Algunos historiadores la han considerado muestra de un Renacimiento peculiar de la ciudad de Venecia, en tanto que hay una recuperación de formas bizantinas -que fue, al fin y al cabo, la propia Antigüedad-, pero McAndrew ha señalado que el revestimiento de mármoles recuerda más a San Marcos y otros edificios venecianos que a edificios bizantinos en los que, además, no existía tanta riqueza cromática. Mauro Codussi fue el primero formado como arquitecto y no como escultor, y la maestría de su arte hemos podido comprobarla en obras como el palacio Vendramin. A este arquitecto se le atribuye una de las obras más emblemáticas de la ciudad, como es la torre del Reloj en la plaza de San Marcos. La obra se insertó en un conjunto ya creado en el que había edificios de la envergadura de San Marcos, el palacio Ducal y el campanile, esa altísima construcción, visible desde una gran distancia como lo exigía un pueblo de navegantes. Es una obra que, si por su policromía parece haberse anclado en la tradición está al lado de San Marcos incorpora en el remate una balaustrada, lo cual supone una novedad en el Renacimiento. La tradición también está presente en el mensaje iconográfico de las esculturas pues en un nicho se colocó a la Virgen con el Niño y sobre ella al león de San Marcos. Se trata de una obra clave para entender la fusión de tradición y progreso que se dio en Venecia en este siglo. La idea de progreso está en la misma función de la torre, que es la de tener un reloj. Los relojes mecánicos en el Renacimiento se asocian con el tiempo en la ciudad, un tiempo que ha de ser medido no ya con la luz del día, sino con esos ingenios mecánicos que expresan la llegada de una nueva era. No será sólo el sonido de las campanas de las iglesias el que suene en la ciudad, sino que un nuevo tiempo laico tendrá también su sonido para marcar las horas del ciudadano. La gran campana del reloj se colocó en 1497. El sonido lo producía otro artificio mecánico: las dos figuras de faunos gigantes que la golpeaban con un martillo. Por estar realizados en oscuro bronce, estas dos figuras han pasado a la posteridad con el nombre de los Moros. Fue tanto el éxito de esta torre que otras parecidas se levantaron en ciudades de la órbita veneciana.
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Clasicismo será el calificativo con que trataremos de calibrar la producción arquitectónica europea de todo el siglo XVI, matizando en cada caso su grado, alcance y significación. En general, y salvo el caso francés que muestra un desarrollo más coherente, respecto a las coordenadas clasicistas, no van á ser demasiados los logros en esta línea. En ocasiones no hallaremos más que ciertos criterios de racionalidad unidos a una voluntad de acercamiento a postulados que, en los planteamientos, denotan un afán de proporcionalidad y simetría, o la regularidad que supone el aplicar los órdenes clásicos en la estructuración, no siempre correctamente usados ni canónicamente dispuestos en articulaciones de alzados, pero que respecto al contexto arquitectónico inmediatamente anterior o coetáneo, consiguen esa diferenciación buscada y suponen unos logros significativos, que resaltaremos. Clasicismo será, asimismo, el término al que insertaremos las licencias, críticas y heterodoxias de que hará uso el Manierismo, sobre todo, en cuanto a la aplicación de los repertorios decorativos, fundamentalmente en las arquitecturas de los Países Bajos y Alemania, con ejemplos muy significativos, teóricos y prácticos, ya muy avanzado el quinientos. Aquí analizaremos, también, ciertas tendencias goticistas que renacen como contaminaciones, en el seno de la versátil poética del Manierismo, así como la problemática del denominado clasicismo manierista. En los primeros momentos, en general durante el primer tercio del siglo XVI, el peso de la tradición y el prestigio del modelo gótico, coexisten con el deseo claro de utilización de los estilemas clasicistas. A esto, que sería un hecho lógico, se suma, de una parte, la falta de una tradición constructiva respecto al nuevo lenguaje renacentista, existiendo, por el contrario, la muy arraigada y desarrollada gótica, por medio de una serie de profesionales ejecutores de las obras, que son, al mismo tiempo, los proyectistas de las mismas; es decir, de otra parte, no existe tampoco el tracista adecuado, ni el respaldo teórico que posibilite su formación. De ahí que sea mediante el repertorio decorativo, proporcionado por los grabados sobre todo, por donde se inicie la filtración del clasicismo. En relación estrecha con el hecho arquitectónico, el urbanismo es, en la Europa del siglo XVI, un capítulo de extraordinaria importancia. Manejando coherentemente los criterios de racionalidad y regularidad, emanados del Renacimiento italiano y su tratadística al respecto, se elaboran propuestas y se llevarán a cabo una serie de intervenciones que, en el propicio caldo de cultivo creado por el Humanismo, evidencian, a nuestro juicio acaso mejor que otros sectores, el espíritu de los nuevos tiempos y ese trasvase de ideas, que son asumidas y desarrolladas, al que ya hemos aludido. No sólo será la práctica, que se orienta tanto a intervenciones en ciudades preexistentes como a realizaciones de nueva planta, sino que se darán, también, reflexiones y aportaciones teóricas respecto a la ciudad, sugestivas y de amplio alcance. Asimismo, existen concreciones que responden a un experimentalismo urbano, de un gran interés. Los criterios e intenciones en torno a los que gira el urbanismo europeo, salvo excepciones -por otro lado, muy importantes-, obedecen a determinados principios e ideales propios del siglo XVI, y que también informan, en general, al urbanismo desarrollado en Italia durante el Cinquecento. En primer lugar, está lo que podríamos denominar la ciudad real, y que se refiere, más que nada, a la regularización y racionalización de la ciudad medieval; es algo que ahora se lleva a cabo de manera efectiva y, a veces, masivamente. Se deja atrás cualquier presupuesto ético -que aún podemos pautar en alguna intervención quattrocentista- para asumir una directa organización de la vida y del espacio urbano, por parte de los poderes establecidos; es decir, la política adquiere ahora un carácter autónomo, siendo sus actuaciones en materia urbana decididas, impositivas y, a veces, de gran envergadura, constituyéndose en un importante precedente del sentido interventor del Barroco. En esta línea ya no caben asesoramientos y dialéctica entre artista y comitente, sino que el primero queda subordinado al segundo de modo claro y efectivo, en pro de los intereses e intenciones del último; en el caso de planes urbanísticos de iniciativa real, es donde de manera más contundente puede verse la condición de auténtico funcionario que adquiere el artista al que, en la mayoría de los casos, se le exige una gran versatilidad. En cuanto a motivos e intencionalidad, aun en los casos en que son necesidades prácticas las que mandan, a menudo de índole comercial y especulativa, son los criterios de tipo ostentatorio y de prestigio los esenciales y, en general, desde mediados de siglo, éstos priman sobre los estrictamente funcionales. En este sentido, resulta fundamental el carácter distintivo y emblemático que se asigna a determinados edificios, que pasan a ser verdaderos objetos arquitectónicos insertos en el tejido urbano pero netamente destacados. Lo mismo cabría decir, por ejemplo, de algunas fuentes urbanas y, desde luego, de determinadas plazas, éstas como espacios abiertos esenciales y consustanciales a la propia ciudad, su vida y actividades. Frente a las manifestaciones configuradas por esa ciudad real, el urbanismo del siglo XVI se mueve en la dialéctica impuesta por la ciudad ideal y la ciudad utópica, ambas fruto de la teoría elaborada en torno al hecho urbano, pero esencialmente distintas, aunque a menudo hayan sido identificadas. La primera puede llegar a tener una concreción real, y de hecho así sucede, aunque a veces con carácter efímero; la segunda, como su nombre indica, es un sueño, de plasmación literaria, elaborado por las mentes más lúcidas de la época, como evasión de las presiones de aquella ciudad real, considerada entonces como el teatro de la mentira, el engaño y el disimulo. Dos anhelos, que a veces se hacen obsesivos, vertebran la plasmación de la ciudad ideal: la regularidad y el clasicismo. El primero es entendido en el siglo XVI como el de las fortificaciones militares o ciudades fortificadas, a la sazón con toda una serie de nuevas tipologías de perímetro poligonal o circular e interior regularizado, con precedentes, sobre todo, en la Sforzinda de Filarete y en las propuestas de fortificaciones de Francesco di Giorgio Martini, que ahora son desarrolladas por toda una tratadística al respecto. Junto a este sentido de la regularidad, la otra meta de la ciudad ideal es la consecución del clasicismo, mediante todo tipo de arquitecturas efímeras tendentes a transformar, si bien sólo durante los escasos días de duración de un evento celebrativo, toda una ciudad en una nova Roma. De este modo, el capítulo de la arquitectura efímera, por sí mismo importante y con verdadero sentido de vanguardia para la Europa del quinientos por lo que al lenguaje clasicista se refiere -sus soluciones en este sentido, a lo romano, van siempre por delante de lo que es la arquitectura permanente-, adquiere también esta dimensión urbana clave y absolutamente identificada con los ideales del momento. En la última idea apuntada, y dentro de su valor urbanístico, aparece casi siempre ligada a las realidades, necesidades y orientaciones del poder político. No existe en la Europa del quinientos un paralelo urbanístico al de la sistematización de la plaza de San Marcos en Venecia, donde, de manera prioritaria, dominan criterios de tipo cívico y comunitario, por otro lado hecho singular también en el panorama urbanístico italiano. Sí tenemos excepciones importantes que, en cambio, no se dan en Italia, como la Fuggerei de Augsburgo o el caso de Freundstat, interesantes consecuencias de un auténtico experimentalismo urbano. En la exposición que a continuación haremos del desarrollo arquitectónico, referido a los distintos países europeos que nos ocupan y de sus ejemplos más relevantes, aparecerá a veces el correspondiente proceso urbanístico no desligado de la arquitectura. Entendemos que así resulta más claro y veraz; otro tanto sucede con determinadas formulaciones teóricas, que no pueden ser excluidas de la reseña de la praxis correspondiente. En cualquier caso, todo es un convencionalismo expositivo y, tanto en los casos señalados como en general, no conviene perder nunca de vista la simultaneidad y lo coetáneo respecto a las distintas manifestaciones artísticas y en relación con los diversos países, pese a las compartimentaciones que es preciso establecer, desde luego nunca estancas e inconexas, sino vinculadas e integradas en el respectivo devenir socio-cultural y político-económico.
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Con todo, artísticamente las Siete Provincias Unidas no solamente se manifestaron por medio de la pintura. La independencia política y, sobre todo, la diferenciación religiosa que supuso el enraizamiento de la Reforma en los Países Bajos septentrionales y el paulatino triunfo, o al menos peso específico, de las comunidades calvinistas, trajo como consecuencia el desarrollo particular de unos espacios culturales, que tendieron a satisfacer las necesidades derivadas del papel primordial desempeñado por la predicación en la liturgia reformada: una gran sala con condiciones acústicas. De ahí, el desarrollo alcanzado en todo el territorio de la República por las plantas centralizadas, con una gran cantidad de variantes: cruz griega de ángulos achaflanados interiores (Noorderker, de Amsterdam, por Hendrick Staets, 1620-24), octogonal, coronada por una cúpula (Marekerk, en Leyden, por Arent s'Gravesande, 1639), cruz griega inscrita en un cuadrado (Nieuwe Kerk, en Haarlem, por Jacob Van Campen, 1645), dos cuadrados biaxializados con ábsides en los seis extremos (Nieuwe Kerk, en La Haya, por Pieter Noorwits y B. van Bassen, 1649) o circular con un corredor semicircular (Nieuwe Lutherse Kerk, de Amsterdam, por Adriaen Dortsman, 1668).Paralelamente a estas sobrias soluciones planimétricas, basadas en los elementos geométricos fundamentales, tanto los interiores como los exteriores de estos edificios respondieron a una articulación y a una decoración definidas por la austeridad que el calvinismo quería imponer en todo el territorio. Es evidente, pues, que su noble pero minoritario estilo respondió a los presupuestos clásicos mucho más que a los barrocos, alentados. por el apoyo que los círculos eclesiásticos y universitarios calvinistas de Leyden dispensaron a la Antigüedad. El eco obtenida por el Tratado de Andrea Palladio favoreció la buena acogida dispensada al palladianismo arquitectónico.Factótum y jefe de filas de los palladianistas neerlandeses fue Jacob Van Campem (Haarlem, 1595-Amersfoort, 1657), que quizá conoció la arquitectura de Palladio durante su estancia de estudios en Italia. Desde su primera obra, la patricia Coymanshuis de Amsterdam (1624), pasando por sus más importantes realizaciones, todos sus proyectos se muestran clasicistas, como la Mauritshuis de La Haya, para el príncipe Mauricio de Nassau (1633), y el magnífico y magnificiente Stadhuis (Ayuntamiento) de Amsterdam, hoy Palacio Real (1648), en cuya construcción fue ayudado por el ya citado A. s'Gravesande y por su mejor discípulo y heredero artístico Pieter Post (1608-1669), autor de la bellísima residencia campestre de la Huis ten Bosch, cercana a La Haya (1648-51), para el príncipe Federico Enrique de Orange-Nassau, del Ayuntamiento de Maastricht (1659y). En todos los casos mencionados, como en el Trippenhuis de Amsterdam (1662), obra de Justus Vingboons (activo entre 1650-70), los edificios se presentan como bloques rectangulares, articulados exteriormente por gigantescas pilastras que sostienen un gran entablamento coronado por un frontón.Pero, la sobriedad exterior no siempre se correspondió con una pareja austeridad interior. Buena prueba, con todo su clasicismo, es el Stadhuis de Amsterdam, cuyos frontones exteriores se decoraron con relieves suntuosos, ejecutados por el flamenco Artus Quellyn El viejo. En el frontón principal se representó en un gran bajorrelieve a la alegoría de la ciudad de Amsterdam, simbolizada por una mujer, rodeada de unicornios y de caballos marinos, náyades y diosas que le llevan y entregan los frutos de todas las partes del mundo. Una serie de tritones anuncian, por otro lado, la gloria de Amsterdam, a la que Neptuno, dios de los mares, va a rendir pleitesía. ¡Menos mal que a los sobrios y austeros holandeses no les placía la alegoría, el rebuscamiento y el fausto!
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Durante el siglo XVII, Nápoles además de ser la capital política y administrativa del Virreinato español, fue también la más populosa de las ciudades italianas (360.000 habitantes) y el mayor núcleo residencial de religiosos, incluida Roma. Bulliciosa y de duros contrastes, cada vez más lacerantes por causa de su neofeudalizada estructura social, Nápoles padeció las mayores desigualdades -una opulenta nobleza junto a unos hidalgos empobrecidos que compartían sinsabores con una ingente y paupérrima plebe, de vida tan miserable como la de Roma-, el odio de las clases llanas hacia sus nobles autóctonos, la lucha contra el mal gobierno español (revuelta de Massaniello, 1647-48), y la peste que diezmó a su población, 1656.Desde la orgánica planificación urbanística del virrey Alvarez de Toledo (1536), Nápoles no volvió a conocer más que intervenciones ocasionales sobre su complicado tejido urbano y aislados intentos de racionalizar su arbitrario crecimiento. Y, aun así, el Seicento fue una de las etapas de mayor actividad edilicia de toda su historia, al erigirse o remodelarse un sinfín de edificios civiles -que acentuaron el aspecto social de algunos barrios (así, mientras el centro se sobrecargaba, Posilipo marcaba su carácter residencial)- y, sobremanera, en número como en calidad, religiosos, casi todos de raíz renacentista en sus estructuras, pero con una decoración en extremo exuberante, rica y colorista que, al emplear los más variados materiales y técnicas: madera tallada, estucos, pintura, taracea marmórea, azulejería, rejería o escultura, crea unos ambientes interiores de gran sugestión y belleza.Al último Manierismo romano, trasplantado por arquitectos como el jesuita G. Valeriano, se unió la perfección formal y el sentido de medida toscanos con que G. A. Dosio remodeló la Certosa di San Martino. Entre esos maestros, se significaría Domenico Fontana que, tras morir Sixto V, abandonó Roma y se exilió en Nápoles (1593-1607), proyectando obras hidráulicas, ordenaciones urbanas y edificios, como su Palazzo Reale (1600-02), cuyo riguroso ritmo de la fachada era roto por el claroscuro de la planta baja porticada, buscando integrar arquitectura y ambiente urbano. De su obra, precisamente, nacieron los estímulos de renovación planimétrica y estructural de la arquitectura local.El teatino Francesco Grimaldi (Oppido di Lucania, 1560-Nápoles, hacia 1630), que obró en Roma con Maderno en Sant' Andrea della Valle (hacia 1597), fue el primero en adoptar el nuevo lenguaje en unas iglesias protobarrocas de planta basilical, interiores taraceados y fachadas articuladas (Santi Apostoli, diseño, 1610; 1626-32), logrando efectos escenográficos mediante escaleras exteriores de doble ramal (San Paolo Maggiore, 1590-1603). Ese rasgo típico de la arquitectura napolitana: estructuras retardatarias con interiores ricamente decorados, lo prolongaría Giovan Giacomo di Conforto (muerto en 1631), sucesor de Dosio (muerto en 1609) en las obras de la certosa di San Martino y autor del campanile del Carmine (1622), rematado por una cúpula bulbosa, diseñada por el dominico Giusepe Donzelli, llamado fra'Nuvolo (1631). La obra de este matemático de vocación ayudó, como ninguna, al arraigo en Nápoles del Barroco. Desde su primera gran realización: Santa Maria della Sanitá (1602-13), de planta de cruz griega -inspirado en los modelos para San Pietro in Vaticano-, fra'Nuvolo mostró su pronta inclinación por el plan central. En San Sebastiano (hacia 1610) y en San Carlo all'Arena (1631), ambas elípticas, se anticipa en varias décadas al plan usado por Bernini en Sant'Andrea al Quirinale. Por lo demás, adelantándose al gusto barroco por el color, ya había empleado, a fines del XVI, la teja vidriada y policromada para trasdosar la cúpula de Santa Maria di Costantinopoli, consagrando en territorio napolitano el empleo de un motivo decorativo, por otro lado tan típicamente español (levantino).Pero, hasta mitad del siglo, Nápoles no conocería al más versátil de sus artistas barrocos, el lombardo Cosimo Fanzago (Clusone, Bérgamo 1591-Nápoles, 1678), en Nápoles desde 1608. Escultor por formación, desde 1612 desplegó una intensa labor, primero como decorador, tallista -habilísimo en el estuco y la taracea- e, incluso, pintor, y después como arquitecto, traduciendo en invención espacial lo que, en realidad, sólo era pura creación decorativa. Sin ánimo comparativo, Fanzago fue para Nápoles lo que Bernini para Roma: un director nato de obras, no habiendo construcción del Seicento napolitano que no ostente su sello, al menos decorativo. Al margen de su colaboración decorativa en obras de Grimaldi y de Di Conforto, diseñó las fachadas de San Giuseppe dei Vecchi a Pontecorvo (1617) y de Santa Maria degli Angeli alle Croci (1638), así como las iglesias de la Ascensione (1622-45) y de Santa Teresa a Chiaia (1650-52), la pintoresca Guglia di San Gennaro (1631-60), el magnificiente palacio de Donn'Anna a Posillipo (1642-44) y la capilla del Palazzo Reale (1640-45), obras en las que mezcla, en diverso grado, la claridad toscana, la tradición decorativa lombarda y el delirio formal español con el fasto romano. Además de su intervención en la iglesia abacial de Montecassino (1626-27; destruida en 1944), la más interesante de sus obras es la transformación y ampliación de la iglesia de la Certosa di San Martino en Nápoles (1623-31), la decoración de su fachada (1636) y la finalización del claustro grande, cuya contenida disposición neocuatrocentista de Dosio animará con la erección en sus esquinas de unas recargadas portadas, de vivo diseño -ilógico en su ordenación tectónica, pero efervescente y delicioso en sus decorativas y plásticas formas-, sobremontadas por unos nichos con figuras de santos que por su áspero realismo son comparables a obras coetáneas del Barroco español. Aún así, su genio arquitectónico lo demostraría, si es que el proyecto es suyo, en la original Santa Maria Egiziaca a Pizzofalcone (1651-1717), cuya curiosa planta en cruz griega parece basarse en la, sin duda precedente, de Sant' Agnese in Agone de Roma y cuya cúpula parece inspirarse en la también romana, y anterior, de Sant'Andrea al Quirinale.Antes de que acabase la centuria e irrumpiera -como sucedió en Roma con Raguzzini y Valvassori- la dinámica tendencia dieciochesca de Vaccaro y Sanfelice, alumnos del pintor-decorador F. Solimena, cabe mencionar la aportación de Francesco Picchiatti, ideador del original complejo (que integra una iglesia octogonal y un palacio) del Monte della Misericordia (1658-70) y responsable de la gran Guglia di San Domenico Maggiore (1658), aparatosa máquina triunfal en la que también estuvo implicado Fanzago. Dicho esto, aparte de las obras de Fanzago (busto-relicario de plata de San Bruno en la sacristía de la Certosa), la escultura napolitana se limitó a la copiosa actividad artesanal de tallistas y estuquistas que ayudaron en la decoración arquitectónica, como la que cubre las ya citadas puertas del claustro cartujano, ejecutadas con diseños y bajo la dirección de Fanzago.