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monumento
En el costado este del palacio de Luxemburgo se sitúa una bella fuente. Su construcción se atribuye a Salomón de Brosse; cuenta con un nicho central con grupo escultórico -fechado en 1863- en el que Polifemo sorprende a Galatea con el pastor Acis, mientras en la parte posterior un bajorrelieve de Valois representa a Leda con el cisne. La fuente data del siglo XVI y copia el estilo de las fuentes tipo "gruta italiana".
monumento
Para aliviar la sed de los peregrinos que llegaban a Villalval fue levantada en tiempos esta denominada Fuente Romana, muy próxima a la Ruta Jacobea. Construida en un estilo que se asemeja al de otras fuentes, como las de los monasterios de Santo Domingo de Silos y de San Juan de Ortega, esta bella fuente está formada por una estructura abovedada, con un arco de medio punto.
obra
Fotografía cedida por la Sociedade Anónima de Xestión do Plan Xacobeo
lugar
Localidad de la provincia de Granada, está situada a 17 Km. de la capital. Se encuentra situada en la Vega de Granada, teniendo como eje el río Genil. Fuente Vaqueros es internacionalmente conocida por ser el lugar de nacimiento del poeta Federico García Lorca. La historia de Fuente Vaqueros es similar a la de otros lugares de la Vega granadina, es decir, estuvo poblada desde la antigüedad y vivió la grandeza de Elvira y, posteriormente, de la corte nazarí. Debido a su cercanía a Granada soportó los conflictos entre cristianos y musulmanes durante la última etapa de la Reconquista. Cuando Granada pasó a manos cristianas en 1492, Fernando e Isabel distribuyeron entre los nobles las tierras de la Vega, reservando como coto de caza y lugar de recreo la finca conocida como Soto de Roma, origen del núcleo poblacional. En el siglo XVIII, Carlos III regaló el Soto a Richard Wall, quien proyectó la construcción del cementerio y la ejecución de la parroquia de Fuente Vaqueros, hoy destruida. Tras la muerte de Wall el Soto volvió a control de la Corona, pasando luego a Manuel Godoy. En 1813 las Cortes de Cádiz decidieron donarlo todo y a perpetuidad al primer duque de Wellington, como recompensa de los servicios prestados en la Guerra de Independencia. Sin embargo, en 1858 se encontraba sumido en la miseria y sólo contaba con 400 habitantes. Sin embargo, a partir del inicio del siglo XX la población se recuperó, llegando hasta los dos mil habitantes. El municipio de Fuente Vaqueros estuvo en poder del duque hasta 1940, cuando fue vendiendo poco a poco las tierras a los campesinos, dando lugar a la actual Fuente Vaqueros.
contexto
El amplísimo lapso de tiempo abarcado por las culturas del Próximo Oriente ha contribuido enormemente a proporcionar una copiosa documentación para la reconstrucción histórica. Inicialmente podemos distinguir dos secuencias informativas que mantienen una relación dialéctica entre sí y frente a los investigadores que las manejan: la arqueología y los textos literarios. Arqueólogos y filólogos difieren en sus procedimientos y, en buena lógica, sus resultados pueden ser con frecuencia divergentes. Esa realidad contribuye al progreso de la discusión que mantiene vivas las disciplinas dedicadas al estudio del Próximo Oriente, entre las que cabe destacar la Egiptología, la Asiriología, la Hititología y los estudios bíblicos. En el origen de la orientalística se encuentra, naturalmente, la exégesis bíblica. Gracias al libro sagrado de los judíos se logra una secuencia coherente de los acontecimientos, sobre la que se van articulando los documentos descubiertos con posterioridad. El desciframiento de las lenguas ha ido poniendo a disposición de los estudiosos abundante información que procede, en su inmensa mayoría, de los palacios exhumados por los arqueólogos. De esta manera se va tejiendo una doble interpretación que en muchas ocasiones no es coincidente en sus resultados. El caso más reciente y uno de los más espectaculares es el de Ebla, cuyo archivo con miles de tablillas, muchas aún inéditas, ha permitido una reconstrucción histórica más rica de lo esperado. No menos llamativo resulta el ensayo para hallar la concordia entre Menes, Aha y Narmer -nombres proporcionados por las diferentes series informativas- en torno a la unificación egipcia. La doble secuencia -no siempre dispar- se reproduce en casi todos los yacimientos importantes, entre los que cabría recordar a modo de ejemplo los casos de Mari, Tell el-Amarna o Ugarit. Pero la información literaria no se reduce exclusivamente a las crónicas o los anales que registran los hechos gloriosos de los monarcas o a la administración palacial. A ello hay que añadir las inscripciones reales, la literatura pseudohistoriográfica y una ingente cantidad de textos religiosos, que nos permite acceder al mundo sobrenatural de aquellas poblaciones. Y no menos atractiva es la creación literaria y científica que nos sitúa en una privilegiada posición para comprenderlos en una dimensión que nunca podría habernos facilitado la arqueología. Esta, por su parte, proporciona datos fiables e indiscutibles en ocasiones por su carácter empírico. A pesar de ello, la combinación de sus procedimientos con los de otras disciplinas no ha logrado resolver uno de los problemas más espinosos de la historia del Próximo Oriente, como es la cronología. La imposibilidad de obtener una datación firme obliga a la adopción de compromisos que sin ser satisfactorios resuelven transitoriamente los conflictos. Por estos motivos conviene tener presente que las fechas proporcionadas no superan el límite de lo hipotético y por ello es más importante conocer las sincronías y la periodización, que proporcionan una imagen suficientemente fidedigna del discurso de la historia del Próximo Oriente.
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Fuentes Está claro, porque así lo confiesa el propio autor (Prólogo al lector y cap. VIII), que las fuentes que Rodríguez Freyle utilizó para la redacción de su obra fueron las Elegías de Juan Castellanos y las Noticias historiales de fray Pedro Simón. También cita en una ocasión al inca Garcilaso en sus Comentarios Reales. Además, a lo largo del texto (Prólogo al lector y caps. III, XI, XII, XIII, XV, XVII, XVIII, XIX, XX Y XXI) hace una gran cantidad de citas de la Biblia, la Historia clásica de Grecia y de Roma, los Santos Padres, la Historia de España al final de la época visigótica, la Historia castellana medieval y algunos hechos concretos de la Historia moderna española. Así, los nombres de Hércules, Alejandro Magno, César, Pompeyo, Virgilio, Platón, Marco Aurelio, Nerón, Agripina, Juvenal, Séneca, Mitrídates, Horacio, el rey Baltasar, Holofernes, David, Saúl, Moisés, Herodes, Isaías, jeremías, Abel, Caín, Job, Salomón, San Pablo, San Agustín, San Gregorio, San Inocencio, Florinda (hija del conde don Julián), don Rodrigo, don Fernando de Castilla, don García de Navarra, don Álvaro de Luna, el marqués de Santillana, fray Antonio de Guevara y fray Luis de Granada figuran, entre otros muchos, sacados a colación por el autor con motivo, casi siempre, de apoyar una idea o ilustrar una moraleja extraída de algún hecho, generalmente malo o inmoral. Pese a ello, no hay nada en esas citas que demuestre especial erudición ni conocimientos de especialista en ninguna de aquellas materias. Es cierto, sin duda, que todo ese alarde permite imaginar que era hombre de aspiraciones intelectuales, inquieto por aprender lo que estuviera a su alcance. Pero me parece excesivo afirmar que se observa en la cita de opiniones morales de los patriarcas o de los clásicos de la era cristiana, que hay seso y concatenación, y que no se echa de ver la sola manía de mostrarse erudito, así como hablar de la versación de Rodríguez Freyle en materias bíblicas, mitológicas, patrísticas y acerca de la historia política de griegos y romanos19. Por ejemplo: el relato bíblico que aparece en el capítulo V de El carnero no es nada más que la transcripción de lo que comúnmente se sabía y creía en la época sobre el origen del mundo y de la humanidad, y lo mismo puede afirmarse de lo que se refiere a la historia del pueblo hebreo y a la de griegos y romanos. Comparto en este aspecto el juicio de Mariano Picón-Salas, cuando escribe: ese simpático chismoso del siglo XVII que es Juan Rodríguez Freyle, autor de El carnero, crónica de la Nueva Granada y especialmente de la ciudad de Bogotá, equilibra los elementos de picardía y murmuración que pueblan su historia, con alusiones a la Biblia y la teología, materias en que el autor parece deliciosamente lego20. Ello no quiere decir, naturalmente, que Juan Rodríguez Freyle careciera absolutamente de conocimientos y, menos aún, que no estuviera interesado siempre en documentarse profunda y ampliamente para lograr la máxima veracidad en sus relatos. Como es sabido, el autor tuvo acceso a no pocos documentos oficiales. Por la precisión matemática de algunas referencias, se echa de ver --escribe Aguilera-- que no le fue impedida la consulta de los libros del Acuerdo de la Real Audiencia21. Y Mario Germán Romero dice: Me retiro de los autos. Esta frase la estampa en más de una ocasión22. Por otra parte, no parece excesivo afirmar que el cronista debió poseer una biblioteca, siquiera reducida o de no muchos volúmenes, y escribir notas y observaciones sobre los acontecimientos, así como recoger testimonios de los testigos presenciales de aquéllos. Poseyó algunos libros --leo en Aguilera--. Ellos fueron sus inseparables y fieles consejeros. También, por la claridad y precisión de la reminiscencia, se colige que llevaba apuntes y observaciones para auxiliar la memoria. Los testimonios orales conseguidos fueron frecuentes y numerosos. La tradicción de este otro don Juan, cacique sucesor del Guatavita, hombre de edad y bien instruido en el pasado de su tribu, constituyó lo esencial para clarificar la posición y poderío de los grandes bandos indígenas trabados en el conflicto armado cuando don Gonzalo Jiménez de Quesada arribó al altiplano andino23. Pero no es solamente eso. Rodríguez Freyle aduce siempre el testimonio personal de lo que vió, oyó o le contaron, y cita a sus informadores, como en el caso de don Francisco de Porras Mejía, maestrescuela y provisor y vicario general del arzobispado de Bogotá, de quien dice (cap. XVII): gran señor mío, a quien yo oí y de quien supe parte de las cosas que tengo dichas. Véanse algunos ejemplos. Ya tengo dicho que todos estos casos, y los más que pusiere, los pongo para ejemplo; y esto de escribir vidas ajenas no es cosa nueva, porque todas las historias las hallo llenas de ellas. Todo lo dicho, y lo que adelante diré en otros casos, consta por autos, a los cuales remito al lector a quien esto no satisficiere(cap. XV). En otra ocasión, cuenta que el doctor Francisco de Sandi era de condición cruel y tenía pensado matar a don diego Hidalgo de Montemayor, al contador Juan de Arteaga y al capitán Diego de Ospina. Pero el primero murió de rápida enfermedad, y el segundo de accidente, que el autor presenció y relata así: El Juan de Arteaga, yendo en una mula a ver su estancia que tenía en Tunjuelo, desde el puente de San Agustín revolvió la mula con él asombrado, llegando a la esquina de las casas reales, a donde yo y Juan Ubreta (vizcaíno) estábamos. Ante el hecho, tuve yo la espalda desnuda para cortar las piernas a la mula, porque en toda aquella calle, aunque se le pusieron muchas personas por delante, no la pudieron detener; dejé de ejecutar el intento por consejo del compañero. Debido a ello, la mula, después de una carrera por la plaza, dio con su jinete contra una puerta de cal y canto, lo cual produjo la muerte del contador, tres o cuatro días después, por las heridas (cap XVIII). Otro caso: relatando lo sucedido con dos personas que se habían quedado con dinero del contador Juan Beltrán de Lazarte, dice que una de ellas fue enviada a España, en donde salió bien en unos asuntos; y añade: y yo vi carta suya, que me la mostró Nicolás Hernández, portero, en que le daba cuenta de cómo le había ido en el Real Consejo (cap. XIX). La misma técnica adopta al narrar lo que vio en unas fiestas de la ciudad de Victoria (Catálogo siguiente al cap. XX), y en su referencia al marqués de Sofraga, cuando dice que éste dejó fama en Nueva Granada de haber hecho una gran fortuna. Y agrega: Lo cierto es que yo no conté la moneda, ni vi las joyas; lo que vi fue que queriendo el marqués confirmar a sus hijos, el señor arzobispo don fray Cristóbal de Torres dijo misa en las casas reales; y este día vide tres salas aderezadas, que se pasaba por ellas a la sala donde se decía la misa; en ésta y en las otras tres vide aparadores de plata labrada de gran valor, según allí se platicaba. Si era toda del marqués o no, por entonces no lo supe, ni sé más de lo que agora se dice (cap. XXI). Tal exagerado afán de precisión y detallismo alcanza a las escasísimas alusiones paisajísticas de la obra, como puede comprobarse en el siguiente párrafo, única --o casi única-- descripción de un paisaje: Estaba el río de Bogotá tan crecido con las muchas lluvias de aquellos días, que allegaba basta Techo, junto a lo que agora tiene Juan de Aranda por estancia. Era de tal manera la creciente, que no había camino descubierto por donde pasar, y para ir de esta ciudad a Techo había tantos pantanos y tanta agua, que no se veía por donde iban (cap. XIII). Pero, naturalmente, tal preocupación obsesiva por el detalle no deja margen a la imaginación. A este respecto, pienso que Aguilera se equivoca al escribir: Desde su juventud, la imaginación pareció ejercitarse en conocer intimidades de la vida social del criollo, del mestizo y del aborigen24. Como es sabido, la imaginación no se ejercita en conocer, pues se trata de la facultad anímica que representa las imágenes de las cosas, e imagen es la representación mental de algo percibido por los sentidos. En consecuencia, la imaginación está regañada con el afán de reproducción minuciosa de la realidad. Creo, en fin, apoyándome en su obra, que Rodríguez Freyle no puede figurar entre los grandes ni medianos escritores imaginativos.
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Las polémicas que se han desarrollado alrededor de la conquista de la Península Ibérica por los musulmanes en los años 711-715 no han tenido suficientemente en cuenta una serie de hechos que conviene tener presentes si se quiere valorar, de forma equilibrada, este complejo conjunto de acontecimientos, de considerable importancia para la historia del Mediterráneo occidental, a pesar de lo cual es todavía mal conocido quizá porque, como escribe acertadamente Philippe Wolff, "donde faltan los documentos florecen las hipótesis". El primer punto que hay que subrayar es, efectivamente, la escasez o casi inexistencia de documentos de la época. Si se examina cada fuente independientemente de las otras, no encontraremos un solo texto, ni en las fuentes árabes ni en las cristianas, del que podamos fiarnos para tener información sobre lo que ocurrió realmente en el Magreb, en España, y en la Galia meridional en el transcurso del segundo y tercer decenio del siglo VIII de la era cristiana. A partir de esta falta de información podrían ponerse en duda algunos acontecimientos que ningún historiador serio aceptará poner en tela de juicio, como la conquista misma o, más razonablemente, se podrían discutir algunos puntos particularmente difíciles de fijar, como el itinerario exacto de esta misma conquista. Los textos árabes son más bien tardíos. Las fuentes más antiguas fechadas con certeza y que hablan de la conquista de la Península en su conjunto son el Ta´rij (Historia) del andalusí Ibn Habib (muerto hacia el año 853) y el Futuh Misr (Conquista de Egipto) del egipcio Ibn Abd al-Hakam (muerto en 871). Se trata, por tanto, de obras redactadas un siglo y medio después de la conquista. Queda aún mucho por hacer para que el estudio de estas primeras fuentes ofrezca resultados seguros sobre todos los puntos. Esto no significa, sin embargo, que haya que poner en duda el valor documental de los textos árabes y rechazar cualquier lectura realista que pudiera hacerse. En la apreciación que se hace de esta historiografía árabe hay que tener en cuenta que -considerando la importancia de la transmisión oral de las tradiciones en la civilización musulmana y de los métodos de reproducción más o menos literal de las crónicas anteriores en uso en la historiografía árabe-, la proximidad cronológica de la redacción de una crónica respecto de los acontecimientos transmitidos no es el único factor que permite evaluar su veracidad, y creo, por ejemplo, que Sánchez-Albornoz tenía razón al defender, en contra de Levi-Provençal, tal vez no tanto la exactitud del detalle como el interés histórico en su conjunto de una fuente cuya fecha de redacción final es problemática, como es el caso de los Ajbar maymua que representan una Colección de tradiciones. En su conjunto, los textos latinos son mucho más escasos, pero más cercanos a los acontecimientos. El más importante y conocido es, por supuesto, la Crónica mozárabe de 754; escrita por un cristiano que vivía bajo la dominación de los gobernadores musulmanes de Córdoba, la crónica relata el conjunto de los acontecimientos de la primera mitad del siglo VIII relacionados con la conquista de la Península por los árabes y los beréberes, y con la instalación de un nuevo régimen político-religioso. Este relato muestra, con frecuencia, poca precisión, y está escrito en un latín que dista mucho de la perfección en lo que se refiere a las reglas de la lengua clásica, pero es insustituible. Se podrían mencionar otros textos latinos, si fuera necesario, para probar la veracidad del conjunto de los hechos de la conquista militar de la Península por los musulmanes: algunas referencias, tal vez breves, pero inequívocas, a esta ocupación brutal de Hispania, redactadas por fuentes contemporáneas en otras regiones de Europa occidental, donde se conocían los acontecimientos y se transmitían. El Liber Pontificalis romano, en el que las noticias se redactaban en vida de cada papa, incluye en la época correspondiente a Gregorio II (715-731) un largo relato relacionado con la invasión sarracena de España y de la Galia meridional. Bastante más al norte Beda el Venerable, al revisar, poco antes de su muerte en 735, su Historia eclesiástica de la nación inglesa, habla del avance de los sarracenos hasta la Galia, las devastaciones que causaron y el castigo que recibieron en la batalla de Poitiers. Una carta de San Bonifacio al rey Etelbaldo de Mercia (746-757) enuncia la idea de que la conquista de España y del sur de Francia por los árabes sólo se puede explicar por el hecho de que los habitantes de estas regiones habían caído en la fornicación y la lujuria, tópico que recuerda curiosamente las leyendas que dan como causa inmediata de la conquista la violación que comete Rodrigo, el último rey visigodo, contra la hija del conde Julián. Otra serie de fuentes contemporáneas a la entrada de los musulmanes a España a las que no se ha prestado suficiente atención, porque no son escritas, es la que forman un número relativamente importante de monedas acuñadas por los conquistadores en los años siguientes a la invasión. Evidentemente, hay que colocar estas acuñaciones latinas, latino-árabes y -en seguida- exclusivamente árabes en su correspondiente lugar dentro del contexto general de las cecas arabo-musulmanas de la época. Se han estudiado hechos totalmente paralelos, aunque algo anteriores, relativos a África del Norte, que fue ocupada en los decenios anteriores. Uno de los historiadores que mejor ha resaltado la importancia de estos datos numismáticos para la comprensión de los acontecimientos de esta época es, sin lugar a dudas, Miquel Barceló. No considero en absoluto ilegítimos en sí los pasos de algunos historiadores que intentan llamar la atención sobre los elementos de continuidad entre la época visigótica y la época musulmana, a pesar de que soy partidario de una interpretación de conjunto que conceda prioridad a la importancia de la ruptura acaecida entonces. Distinto es el problema de la legitimidad de las conclusiones o de las interpretaciones que se puedan sacar de los hechos. Desde mi punto de vista, los grandes cambios en las monedas, y las leyendas que llevan, son un buen testimonio de la amplitud del cambio que los dirigentes arabo-musulmanes quisieron introducir en la Península. La transición fue brevísima, ya que fueron necesarios menos de diez años para pasar de los tipos de transición latinos o latino-árabes a la adopción definitiva de los tipos arabo-musulmanes puros, tal como los había definido la reforma monetaria del califa omeya de Damasco, Abd al-Malik, a partir del año 696. Las primeras monedas con leyendas musulmanas en lengua latina ("En nombre de Dios, no dios, sino Dios, el único sin semejante") son del año 93 de la hégira (en adelante hg. para abreviar), correspondiente a los años 711-712 de la era cristiana. Se emitieron dinares bilingües, parecidos a los acuñados en la misma época en África, entre los años 97-99/715-718. Pero a partir del 102/720-721, sólo se conocen dinares arabo-musulmanes conforme a los tipos instaurados en Oriente en 696. Existe otro hecho con alcance simbólico y que me parece importante, en el mismo orden de ideas, y es la aparición de un término nuevo para definir la reciente conquista. Desde las primeras emisiones bilingües, la indicación del lugar de acuñación, Spania, que figura sobre la cara latina se traduce, en la leyenda árabe, con el término al-Andalus. Este término no es probablemente árabe y su origen sigue siendo bastante misterioso, pero indica con certeza que los conquistadores, consciente o inconscientemente, definían una nueva entidad, a la que no querían dar su antiguo nombre de Hispania. Contrariamente a lo que pasó con Ifriqiya, nombre calcado del de la provincia romana de África que aplicaron a la parte oriental del Magreb, recurrieron oficialmente a un término que no se atestiguaba en épocas anteriores para designar la provincia extremo occidental del imperio musulmán en expansión. Es preciso recordar que no se retractarán nunca de esta denominación con la que los habitantes musulmanes de la parte islamizada de España se definirán a partir de entonces para llamarse Andalusíes y no Hispania. Como sabemos, los cristianos de los reinos del norte seguirán considerando esta parte islamizada de España como perteneciente a Hispania e incluso le darán este nombre de forma privilegiada. Este hecho, que habría empezado en una época difícil de determinar con exactitud y que se situaría seguramente al comienzo de la Reconquista, refleja la idea de que se trataba de una parte desgajada de un todo y que era preciso reintegrar por la fuerza a la unidad primitiva.