La restauración política tras la expulsión de los hicsos pretendió ser un regreso al pasado en todos los sentidos. Sin embargo, la realidad de los nuevos tiempos se había impuesto, de manera que las tendencias hacia el arcaísmo no son más que una máscara que oculta las transformaciones. Estas habían de quedar integradas ideológicamente de forma que no entraran en conflicto con el orden histórico. La ruptura amárnica se realiza contra este procedimiento y por ello será objeto de damnatio memoriae por parte de los ramésidas. Por el contrario, la reforma administrativa que se opera desde comienzos del imperio se articula correctamente integrada en los principios de la ideología dominante, de modo que no se percibe como una ruptura intolerable con el pasado, sino como continuidad -sólo en lo imaginario y simbólico- y perpetuación del orden faraónico, sobre todo frente a lo extranjero; esa fue precisamente la gran tarea estabilizadora del sincretismo entre Amón y Ra, que discurrirá en beneficio del clero tebano. Sin embargo, no deja de ser paradójico que la dinastía XX cuente entre los altos dignatarios con un volumen de extranjeros nada desdeñable, cuya integración en el aparato no ha provocado, aparentemente, conflicto. Sin duda, la experiencia imperial de las dinastías XVIII y XIX había alterado profundamente la percepción de la realidad, como para permitir la participación de extranjeros procedentes de los territorios sometidos en las tareas burocráticas del estado. Qué lejos habían quedado los tiempos de los hicsos. Por consiguiente, la obra de Ahmosis y sus sucesores es la de recomponer la autoridad centralizada del faraón en una dimensión completamente nueva, pero dando la impresión de continuidad perfecta con el pasado. De él destaca sobremanera el carácter guerrero del monarca que ahora adquiere una nueva dimensión como consecuencia de la conquista de los territorios asiáticos. Precisamente la administración y control de este nuevo espacio por el faraón propicia el incremento de poder y autonomía del visir en los asuntos propiamente internos, frente a la prácticamente desaparecida nobleza territorial. La importancia del visir ha ido aumentando desde el Reino Antiguo en virtud de la ampliación de las tareas que le son encomendadas. Un texto titulado: "Protocolo de la Audiencia del director de la Ciudad, Visir de la Ciudad del Sur y de la Residencia, en el despacho del Visir", constituye el documento más completo sobre las funciones del visir en el Imperio Nuevo. A él le corresponde la gestión de la mano de obra, del patrimonio real y nacional, el ejercicio de la justicia suprema, percepción de los impuestos, control de los archivos, designación de magistrados, etc. Es, en realidad, el brazo derecho del monarca, o sus dos brazos, ya que al menos temporalmente está atestiguada la coexistencia de dos visires, uno en Tebas, que continúa siendo la capital oficial del estado, y otro en Menfis; no obstante, el peso administrativo va oscilando hacia el norte, como demuestra definitivamente el establecimiento de Pi-Ramsés en el Delta. Al mismo tiempo, el clero se ha convertido en otro puntal básico de la continuidad política. Los grandes sacerdotes tebanos juegan un papel decisivo en los momentos delicados y no necesariamente como fuerzas centrífugas, aunque esa sea su caracterización a finales de la XX dinastía. En realidad, la buena armonía entre el faraón, que mantiene sus implicaciones sobrenaturales, el visir y el gran sacerdote facilitan el equilibrio político, garantizado en muchas ocasiones por las relaciones de parentesco de quienes ocupan tales magistraturas. No obstante, en ocasiones surgen fricciones, muchas de ellas ni siquiera documentadas, como es el caso del reinado de Tutmosis IV. Posiblemente la ruptura del equilibrio en ese reinado es el punto de partida inmediato de la crisis amárnica. La importancia del clero tebano se debe a la progresiva donación de bienes raíces por parte de los faraones. El Papiro Wilbour, una especie de catastro para la contribución fiscal de la época de Ramsés V, señala que un tercio de la tierra productiva de Egipto es dominio de Amón. El control social que le es permitido realizar en tales condiciones está fuera de discusión; sin embargo, su situación, como parte integrante de la Casa Real, lo mantiene en la esfera funcionarial. El volumen de funcionarios se ha incrementado porcentualmente de un modo extraordinario. Colectivamente considerados constituyen la Casa Real, integrada por burócratas, soldados, clero, artesanado y campesinos dependientes, llamados esclavos del rey. Los funcionarios sensu stricto alcanzan un tercio del volumen total de la Casa Real. Su presencia conlleva la utilización de un potencial laboral en tareas no productivas, alimentado a expensas del estado, como los trabajadores empleados en la construcción de monumentos, cuya comparación con los de épocas anteriores es imposible de realizar. No obstante, parece que la munificencia regia supera cualquier situación precedente. Al mismo tiempo, la corrupción se generaliza, según puede deducirse de datos directos e indirectos. Podríamos destacar el turbio asunto de los sacerdotes de Khnum en Elefantina, durante los reinados de Ramsés IV y Ramsés V, que actuaban como una cuadrilla de delincuentes. El verdadero alcance de la noticia es difícil de determinar, pues según algunos autores es lo insólito de la práctica lo que la da a conocer; pero en realidad se puede argüir que se dio a conocer el caso de Elefantina porque fue castigado, no porque fuera infrecuente. Entre los datos indirectos destacan las referencias continuas -innecesarias de no ser familiar la conducta contraria- al buen quehacer de muchos funcionarios en las biografías de sus tumbas, o las instrucciones reales a los visires. Pero las referencias evergéticas de particulares también son síntoma de la depauperación de sectores sociales silenciados por la naturaleza de la documentación que poseemos para la reconstrucción histórica. Sin duda, la tensión hubo de ser más profunda y duradera de lo que permiten entrever las fuentes; por ello, la persistente presencia de Seth en el imaginario egipcio podría ser interpretada como la proyección sobrenatural de los conflictos sociales. Ignoramos en qué medida pudo haberse visto incrementada la población, pues se nos escapa el conocimiento sobre las variaciones demográficas; en cualquier caso, se ha calculado que el total de habitantes podía oscilar entre los tres y los cuatro millones y medio. En su mayor parte estaban dedicados a la producción agrícola, trabajando el campo en distintas situaciones jurídicas y laborales. Otros muchos se dedicaban a funciones elementales, como la ganadería, la minería o el trabajo en las canteras, estas dos últimas actividades, por cierto, eran monopolio real según documenta Sethi I en las inscripciones del templo de Redesiye (Wadi Mia), puesto que garantizaban la proyección indeleble del faraón a través de sus obras monumentales. Los gastos que éstas generan son afrontados mediante el patrimonio regio, por lo que éste debe estar bien saneado y para ello es imprescindible una distinción, incluso grosera, entre el tesoro público y el patrimonio faraónico. Los monopolios de la corona se ven incrementados por otra fuente adicional de riqueza de primera magnitud que es la que procede de la actividad comercial. La existencia de mercaderes particulares está documentada, pero la mayor parte del intercambio, sobre todo el de gran alcance, está en manos del estado; se trata de un comercio organizado y dirigido por la administración en virtud de las necesidades específicas, coyunturales o estructurales, cuya materialización se realiza como intercambio de regalos entre cortes. En este mismo capítulo de ingresos podríamos mencionar los beneficios obtenidos a través de las campañas militares, que tienen entre sus objetivos garantizar el abastecimiento o sanear el tesoro. Sin embargo, la fuente de riquezas con periodicidad garantizada para el sustento del sistema es la producción agrícola. En principio, el rey es teóricamente propietario de la totalidad del suelo y, en consecuencia, puede alienarlo en beneficio de alguien a quien quiera favorecer o gratificar. El proceso de privatización del suelo ha sido destacado desde el Reino Antiguo y su progresivo incremento ha ido modificando paulatinamente la estructura del trabajo agrícola. Aunque la servidumbre territorial -el campesino está ineludiblemente adscrito al suelo- se mantiene como sistema prioritario, las formas de dependencia se han hecho más complejas, como se pone de manifiesto, por ejemplo, en las distintas modalidades de organización comunitaria. En la tumba del visir Rekhmiré, de la época de Tutmosis III, se conserva una lista fiscal de poblaciones, quizá la más antigua, por medio de la cual se nos hace saber quiénes habían de satisfacer los impuestos ante la oficina del visir. Y menciona, en razón del tipo de hábitat, al alcalde, a los gobernadores de las propiedades, a los transportistas de los nomos, a los miembros de las asambleas rurales. Es posible que estos últimos correspondan a las comunidades de aldea, que hubieran mantenido una autonomía sobre sus tierras comunitarias, a cambio de una contribución fiscal; de hecho se documenta también la existencia de esclavos comunitarios, lo que da una dimensión completamente nueva a la propiedad pública. Pero en realidad desconocemos hasta qué punto estuvieron presentes en la estructura económica del Imperio estas comunidades que alteran la imagen de homogénea dependencia conocida y aceptada para Egipto. El campesino sigue estando obligado a prestar un servicio al estado, corvea, sistema de sobreexplotación, tan arraigado que en las tumbas aparecen estatuillas sustitutorias, los ushebti, con el encargo de hacer los trabajos obligados en lugar del difunto en la otra vida. Ya en el "Libro de Los Muertos" puede leerse: "Fórmula para hacer que un ushebti ejecute los trabajos que le corresponden a uno en el reino de los muertos...". Esta pesada carga adicional debió de contribuir considerablemente en el incremento de la población que abandona su lugar de trabajo para buscar fortuna en actividades marginales. Sin duda, decretos como el de Horemheb, que tenían como finalidad corregir abusos administrativos, fueron insuficientes para eliminar el conflicto social. De hecho, a finales del Imperio, el "Relato de Uermai" expresa con claridad cómo la arbitrariedad del poderoso es norma en la vida cotidiana. Pero el Imperio Nuevo es también muy rico en información sobre otras actividades profesionales, gracias a la multiplicación de los documentos administrativos y la copiosidad arqueológica de poblados obreros como Deir el-Medina. A partir de Horemheb, poseemos una fuente adicional en la institución de la Tumba Real, conjunto de trabajadores destinados a preparar las tumbas reales. Estos operarios, que trabajan por cuenta del estado, aparecen frecuentemente actuando por cuenta propia, lo que les permite obtener un beneficio no controlado por el fisco, aunque es de sobra conocido, pues los emplean los propios representantes del estado que teóricamente son sus custodios. La información que tenemos para el estudio del artesanado es abundante y proporciona una imagen extraordinariamente compleja de su funcionamiento. Sería erróneo considerar la sociedad egipcia como una sociedad de castas, ya que la permeabilidad social está lo suficientemente bien atestiguada como para afirmar que la posición social por nacimiento no es irreversible (lo cual es bien distinto a creer que cualquiera puede promocionarse). En realidad, la sociedad se articula en corporaciones profesionales, sobradamente documentadas, como pone de manifiesto la repetición del ideario de la "Sátira de los oficios", en la que no se hacía mención del soldado. Ahora se corrige tal ausencia, que parece más bien una complacencia del escriba, pues muchos soldados quedan gratificados por su servicio. Algunos autores han llegado a afirmar que en la época ramésida madura una auténtica burguesía, que arranca de la XVIII dinastía, compuesta por militares instruidos que serán transvasados a la administración, dando lugar así a un cuerpo social intermedio. Sin embargo, los jactanciosos textos de Ramsés II y III por su dadivoso carácter con respecto a sus soldados, no confirman la existencia de una nueva clase social, sino la aparición de un nuevo estrato entre los propietarios, los que gozan de pequeñas parcelas como recompensa por sus servicios militares y que no tienen consideración patrimonial por el escaso valor del suelo. La corvea, pues, puede conducir a campesinos dependientes a la relativamente privilegiada situación de pequeños propietarios. Son las ventajas internas surgidas de la construcción de un estado imperial, que acapara tierras fuera de su espacio territorial y que pone en cultivo suelos hasta entonces improductivos. Y en este orden de cosas, también resulta beneficiosa para el egipcio ínfimo la política imperialista por la masiva aportación de una mano de obra nueva que lo libera de ciertas cargas laborales. En efecto, en el último nivel de la escala social se encuentran los esclavos, cuya situación jurídica se ha ido haciendo más compleja, conforme se hace más abundante la explotación de esta mano de obra. Un papiro de Berlín menciona un pleito por la propiedad de una esclava compartida por un particular y una comunidad. Algunos textos ratifican que los esclavos tienen derecho a la propiedad, incluso de bienes inmuebles según el Papiro Wilbour. Otros documentos afectan a la manumisión, que se puede alcanzar mediante procedimientos de diversa índole, entre los que no es el menos sorprendente el matrimonio. Incluso, poseemos algunas referencias a casas de esclavas, que deben ser interpretadas algo así como granjas de producción de esclavos. De este modo, la generalización de la esclavitud en todos los sectores productivos provoca una devaluación de la mano de obra libre no propietaria, que en ocasiones, cada vez más frecuentes, se ve obligada a venderse para poder subsistir. Sin duda, la conquista territorial y la esclavización de los prisioneros de guerra, documentado por doquier -inicialmente en el Papiro Anastasi III- incidió de forma determinante en el progresivo cambio de la estructura productiva en Egipto. Al final de la XVIII dinastía la mano de obra esclava se ha generalizado tanto que hasta individuos de humilde situación pueden hacer uso de ella, aunque sea en régimen de alquiler, según nos da a conocer otro papiro berlinés. Y ya en la XIX dinastía entra a formar parte del imaginario egipcio la armoniosa relación entre el esclavo y su propietario, como nueva referencia idílica de las relaciones de producción. El verdadero artífice de esta nueva situación había sido el ejército. Desde el punto de vista estratégico había mejorado con la incorporación, como el resto de los estados contemporáneos, de los veloces carros, desde los que combate la aristocracia, a la usanza de los maryannu. El incremento de las unidades militares conllevaba el problema del abastecimiento, que se convierte en un tópico de la capacidad logística de los oficiales en las biografías de sus tumbas. Pero la guerra, en sí misma, alcanza un grado insólito en la ideología faraónica, apareciendo por primera vez narraciones en primera persona, como la estela de Tutmosis III en Armant, que preludian el nivel propagandístico que alcanzarán durante las dinastías XIX y XX. Para la elaboración de los relatos oficiales se hace imprescindible una nueva figura, el reportero de guerra, un escriba del ejército que tendrá como misión anotar cotidianamente su actividad. La expectativa de los soldados se deposita en el triunfo que le dará acceso a una parcela de tierra; de esta manera se estimula la participación, incluso de antiguos prisioneros convertidos ahora en tropas regulares, y se retroalimenta el ambiente imperialista. Pero el beneficio último es obtenido por la creciente nobleza que deposita su fuerza en el aparato militar y que culminará con el acceso de Herihor. Por lo que respecta a la administración de justicia, el faraón es la principal fuente legislativa; sin embargo, los decretos reales no fueron recopilados en un código legal como los que conocemos en otras culturas. En este sentido, el documento más importante del Imperio es el decreto de Horemheb, pues no sólo nos permite percibir el ambiente jurídico del reino, sino que describe el procedimiento judicial y las penas (frecuentemente castigos corporales), que incluyen deportaciones, confiscaciones e incluso la pena capital. Durante el Imperio Nuevo se produce un desarrollo técnico considerable en algunos sectores productivos o de dominio. Por ejemplo, es entonces cuando se introduce la fabricación del vidrio o el shaduf, una sencilla pértiga para elevar cubos de agua. El contacto con Oriente enriquece las técnicas de la guerra y el armamento. La agricultura se ve asimismo beneficiada por la aclimatación de nuevas especies, como el granado o el incienso, y se crean jardines botánicos, como el de Tutmosis III. También es un momento óptimo para el desarrollo cultural, según se desprende de la atención prestada a los libros, que se convierten en objetos de coleccionismo. Para comprender el fin del Imperio convendría tener presente que junto a unas tendencias generales concurren unos factores coyunturales que impidieron a la estructura estatal salir adelante. Desde una perspectiva global se aprecia un proceso de desestructuración motivado por la transformación del sistema productivo hacia un régimen esclavista. El antiguo sistema redistributivo garantizado por la burocracia se muestra ahora inoperante por diversas circunstancias, entre las que se puede citar el anquilosamiento ocasionado por la heredabilidad de los cargos, pero esto es una banalidad frente a otras razones más profundas. De hecho, se constata un decrecimiento de los ingresos procedentes de los territorios conquistados, lo que provoca una recesión económica acompañada de una creciente inflación. El estado es incapaz de resolver el problema del gasto público imprescindible para mantener al ejército, a los trabajadores dependientes, el culto y las relaciones comerciales estatalizadas. El colapso económico impide las tareas redistributivas, por lo que el caos -eufemismo con el que podemos definir la insolidaridad- se apodera de las relaciones sociales y se manifiesta en la crisis política. Una vez más Egipto se había quedado sin Maat.
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La base de la estructura económica era la tierra que, al menos teóricamente, pertenecía en su totalidad al rey. En realidad estaba dividida en tierras propiamente reales, incluyendo bienes raíces, minas y bosques y, por otra parte, señoríos, ocupados por gobernadores locales o tribus, sobre los que el rey tenía un control nominal. Las concesiones reales de tierra estaban relacionadas con las obligaciones militares de los súbditos formando, especialmente en Egipto y Asia Menor, verdaderas colonias militares. Por su parte, los señoríos constituían distritos tributarios, donde poco a poco la economía monetaria iba sustituyendo a los antiguos sistemas de recaudación en especie. En aquellos lugares, como por ejemplo Babilonia, donde los templos habían desempeñado una importante función económica siguieron teniendo el control de la recaudación tributaria, y esto, además, era más frecuente en las zonas de grandes dominios territoriales. En cambio, en otros lugares la pequeña propiedad ocupaba una posición relativamente importante, debido al propio desarrollo social y a su propia experiencia histórica. La explotación de las grandes propiedades se realizaba mediante campesinos libres y siervos, frecuentemente adscritos a la tierra. Sus condiciones de trabajo permitían el absentismo del propietario. En su lugar, los administradores ejercían el control de la explotación, lo que provocaba permanentes conflictos que contribuían al malestar y a la inestabilidad social. La industria artesanal florecía en los principales centros urbanos, cuya prosperidad era consecuencia de la ampliación numérica de los consumidores. En la producción artesanal a gran escala el trabajo no libre constituía la principal fuerza productiva. Por otra parte, el equipamiento del ejército, la construcción naval y otras actividades de importancia similar ocupaban una abundante mano de obra, costeada en gran medida por el tesoro público, que, a su vez, se nutría de las recaudaciones tributarias a las que estaban sometidos tanto las administraciones locales, como la producción o incluso los individuos particulares. Frecuentemente los particulares requerían créditos, que podían ser obtenidos en entidades públicas o privadas, encargadas además de transportar el dinero o los bienes. La garantía del préstamo se basaba en las propiedades personales. Entre los centros de crédito públicos cabe citar tanto los templos como las tesorerías reales situadas en los centros de la administración territorial. El florecimiento de la banca privada pone de manifiesto que la actividad mercantil era extraordinaria en el Imperio Persa, que la demanda de capital era abundante y que, en general, los tipos de interés eran asequibles para quienes hacían uso de estos servicios. Sin embargo, al mismo tiempo permite concluir que el Estado no se hacía cargo, con la suficiente desenvoltura, de las necesidades de crédito y efectivo que requería la población. El sistema tributario era muy complejo y puesto que el gasto público era inmenso, la presión fiscal había de ser muy acusada y la inflación incesante, lo que repercute en la desestructuración previa al desmoronamiento del imperio. Seguramente Darío estableció las bases del sistema de financiación del Estado basado en los impuestos aplicados a las administraciones provinciales, que estaban gravadas siguiendo cálculos detallados de su producción, según puede leerse en Heródoto (III, 89, ss.). Muchas actividades estaban sometidas también a la presión fiscal, como el desplazamiento de bienes a través de los portazgos o de los impuestos portuarios; el cambio de titularidad de bienes, por herencia o compraventa; e incluso la mera propiedad de bienes, el patrimonio, era gravado habiéndose de satisfacer impuestos por el ganado, los esclavos y otros tipos de bienes. En general, la carga impositiva de cualquier concepto solía oscilar en torno al veinte por ciento. Los pagos se realizaban habitualmente en especie en el centro de recaudación local. Para facilitar los pagos, Darío unificó los sistemas de pesos y medidas de todo el Imperio y creó una moneda real, a imitación de la de Lidia, el dárico, una pieza de oro de ocho gramos y medio. Pero no implantó una economía monetaria. En el Imperio Persa coexistieron, pues, distintas formas de producción, entre las que destaca la servidumbre territorial. Ahora bien, no se puede establecer una relación causal entre dominantes y dominados con su adscripción étnica, pues las antiguas oligarquías nacionales se mantuvieron, por lo general, en su privilegiada situación, mientras que en los puestos intermedios había burócratas de diversas procedencias, babilonios, judíos, egipcios e incluso griegos. En tal condición sustentaban el complejo aparato estatal, ramificado por todo el territorio y convergente en un núcleo rector centralizado. De esta manera, el Imperio Persa obligaba a una sobreintensificación de la explotación de los trabajadores dependientes, cuyas revueltas eran canalizadas por las oligarquías locales contra el poder central, como fuerzas centrífugas de carácter nacionalista. En consecuencia, la sociedad está muy articulada a partir de dos situaciones básicas: una minoría privilegiada, con notables diferencias internas, y una inmensa mayoría con diferentes estatutos jurídicos que van desde el propietario libre hasta el esclavo, pasando por libres dependientes y otras situaciones intermedias, que constituyen la base de las relaciones sociales. Por lo que respecta al aparato del Estado, se atribuye a Darío la reforma administrativa que introduce el sistema de las satrapías, un ensayo de equilibrio entre la autonomía local y el poder central, ostentado por el Gran Rey, delegado de la divinidad, según el pensamiento próximo-oriental. Pero frente a éste, el monarca no es representante único del dios nacional, sino que mantiene una actitud tolerante, por lo general, lo que provoca una cierta frustración en el clero iranio, que alcanza su punto mas enconado en la supuesta usurpación de Gaumata. Por ello, Darío se vio obligado a emprender una política de reforma religiosa destinada a devolver el equilibrio roto durante el reinado de Cambises. Desde el punto de vista administrativo resulta sorprendente la ausencia de capital única en el Imperio Persa. La corte persa era itinerante, debido quizá a la necesidad del control efectivo de tan vasto territorio, quizá también por factores climáticos y, sin duda, por la falta de tradición de capitalidad entre los pueblos iranios, asociada al prestigio de muchas de las ciudades que habían sido incorporadas; ninguna de estas razones es satisfactoria por sí sola, pero en conjunto dan una aproximación plausible. La universalidad, como propaganda de la monarquía persa, explica la preservación de aquellas ciudades que en otro momento habían sido de algún modo capitales de imperios; ese sistema de integración era perfectamente coherente con la ideología desarrollada por la dinastía Aqueménida. Susa, Babilonia, Ecbatana, Pasargada y Persépolis se repartían las funciones de la capital, ofreciendo así una imagen de unidad entre las distintas naciones que configuraban el territorio del Estado, cuya seguridad estaba garantizada por el ejército, instrumento coercitivo básico del Gran Rey para el control efectivo del poder. En sus orígenes, el ejército estaba compuesto exclusivamente por guerreros persas; sin embargo, la creación del Imperio permite la incorporación de tropas procedentes de los pueblos sometidos. Cada satrapía contaba con su propio ejército, pero el corazón del Imperio estaba protegido por una tropa especial de diez mil soldados iranios, conocidos como Los Inmortales. Por lo que respecta a la religión, se atribuye a Darío I, en el conjunto de reformas que emprende, la introducción del zoroastrismo, complejo problema histórico, ya que no sabemos prácticamente nada de Zoroastro, el profeta de Ahura Mazda. La información más cercana procede de los gathas del "Yasna", uno de los libros que componen el Avesta, conjunto de textos de diferente origen y cronología. Recientes análisis sobre el "Avesta", ponen de manifiesto que la situación política y social del mundo de Zoroastro está fuertemente impregnada de valores guerreros, con cruentas prácticas religiosas y refleja una distribución espacial de la población fragmentada en los oasis, en los que se realiza una incipiente agricultura, pero cuya base económica es la ganadería. Esta realidad no tiene nada que ver con el Irán Aqueménida, por lo que ha de ser forzosamente anterior. Por distintas razones, la fecha más aceptable actualmente es la que lo sitúa en el tránsito del II al I Milenio, quizá en el siglo X. Por otra parte, el origen de Zoroastro también es controvertido, aunque la mayor parte de los autores acepta una procedencia del Irán Oriental, quizá de Siestán. Y en virtud de todas estas consideraciones podríamos articular la religión irania en tres fases. La primera, correspondería a un sistema politeísta, propio de los nómadas iranios, sujetos a una religión de tipo védico. Después de la consolidación de la población irania en el altiplano, se produciría una modificación en las formas de vida que requeriría una renovación en la ideología; es la que se atribuye a Zoroastro. La última fase correspondería a una recuperación parcial del politeísmo a través de procesos de sincretismo, motivados por las necesidades de la política imperial. Este mundo complejo, inestablemente articulado, pero sumamente vital es el que fracasa en su intento de crear un Imperio Universal que integrara todos los territorios vinculados a su estructura económica. Su herencia será obra de Alejandro Magno.
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Como corresponde a su elevada fecundidad, la población del siglo XVIII era en conjunto muy joven, con la mitad de sus efectivos, aproximadamente, menor de veinticinco años, y en la que los mayores de sesenta no llegaban a la décima parte del total. Las pirámides de edades tenían la clásica forma triangular de las poblaciones antiguas -base muy ancha, disminución rápida hacia la cúspide - y un perfil habitualmente muy irregular, debido a las alteraciones coyunturales de mortalidad y natalidad, lo que solía ser más visible en poblaciones pequeñas que en grandes conjuntos, donde los efectos de compensación suelen suavizar las diversas muescas. Y acusarán los cambios señalados en los elementos demográficos fundamentales. Puede verse, por ejemplo, cómo la distinta evolución de la fecundidad en Inglaterra y Francia hizo que en el primer caso la población se rejuveneciera a lo largo del siglo, aumentando la proporción de los menores de quince años y disminuyendo las de los grupos superiores de edad, mientras que en la población francesa se insinúa un ligero proceso de envejecimiento, disminuyendo algo el peso de los menores y aumentando el de los grupos superiores. Por sexos, solía haber un ligero predominio femenino. Por ejemplo, en Francia, en 1740, la relación de masculinidad -número de hombres por cada 100 mujeres- era 96,4. Nacían, no obstante, más niños que niñas. La mayor intensidad con que la mortalidad afectaba a los varones a lo largo de la vida -se ha tratado de explicar por causas tanto biológicas como socio-laborales-, si exceptuamos la etapa de fertilidad femenina, por los problemas relacionados con el parto, invertían la relación, y de forma especialmente acusada en las edades superiores: la mayor longevidad de las mujeres era proverbial.
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La mayor parte de las manifestaciones artísticas alcanza un esplendor extraordinario en esta época considerada como el clasicismo del arte egipcio: la edad de oro. La abundancia y calidad literaria son prueba del grado de desarrollo cultural, pero al mismo tiempo constituyen fuentes de información preciosas, ya que su intencionalidad es completamente distinta a la de otras series informativas. Los papiros matemáticos ponen de manifiesto el profundo grado de conocimiento que los egipcios del Reino Medio tenían de esta rama del saber, a pesar de no haber abstraído el cero; podíamos suponerles tanta sabiduría, pues era necesaria para la construcción de los grandes monumentos y para el trabajo de los agrimensores. No menos espectaculares son los conocimientos médicos o astronómicos, estos últimos sobre todo útiles para el establecimiento del calendario. Desde el punto de vista arquitectónico no hay obras monumentales que expresen al primer impacto la óptima situación del reino. Una razón esencial estriba en el regreso al ladrillo, frente a la piedra utilizada en el Antiguo Reino; su carácter más deleznable contribuyó a la imagen de menor grandiosidad. Sin embargo, los ensayos para resolver nuevos problemas constructivos, demuestran una inquietud mayor que en la época de las grandes pirámides, pues una vez erigida la de Kheops, las demás no hicieron más que repetir el modelo en menor escala. Pero no se puede ocultar que el gasto para la construcción de las pirámides del Reino Medio hubo de ser inferior. Se asegura que el volumen de construcciones, dispersas por todo el país, podría llegar a igualar el que afrontaba cada uno de los grandes constructores de la IV dinastía. Se trata de una polémica insoluble, ya que no podemos calcular los gastos reales. Dejándonos llevar por las impresiones creeríamos que la grandilocuencia del Reino Antiguo es irrepetible por la dependencia que el poder faraónico tiene en el Reino Medio de los nomos: la política constructiva en las principales localidades tenía como finalidad mantener la cohesión estatal; la reinversión del excedente en los lugares de procedencia era el único procedimiento posible para afrontar los gastos centrales. Probablemente por ello era imposible que los faraones de las dinastías XI y XII repitieran las obras monumentales de los de la IV. Pero Sesostris III consiguió zafarse del lastre que en ese sentido suponían los nomos y, sin embargo, tampoco construyó una gran pirámide de piedra. Una posible explicación es que los excedentes que podía acumular no le permitían hacer frente al gasto, pero es posible que la pregunta correcta sea ¿por qué tenemos nosotros la necesidad de que los faraones del Reino Medio imitaran a los del Antiguo Reino? Quizá cupiera un planteamiento distinto si en lugar de atender a los deseos de los monarcas y sus posibilidades económicas observáramos el problema desde una dimensión funcional. Si las pirámides del Reino Antiguo no tenían una finalidad exclusivamente ideológica, sino que constituían el procedimiento de regulación del trabajo de una ingente mano de obra ociosa -por la innecesidad de que trabajaran agrícolamente, ya que sin su concurso se producía alimento suficiente- a cambio de una ración alimenticia, es posible que las circunstancias objetivas de las condiciones laborales hubieran cambiado entre el Antiguo Reino y el Reino Medio, de forma que una organización del trabajo como la propuesta fuera impensable en el Reino Medio. Y ello, quizá entre otras razones, porque los nomarcas requerían una fuerza laboral que en el Antiguo Reino no era precisa y porque los contingentes militares del Reino Medio eran extraordinariamente más abundantes que en el Antiguo Reino. Habría que admitir, pues, que las estructuras del Estado habían sufrido ciertas modificaciones. La multiplicación de las expediciones y de las campañas militares parece estar directamente relacionada con las necesidades económicas del poder central: el decrecimiento de las aportaciones de los nomos podida verse mitigado mediante el incremento de los productos obtenidos como tributo o explotación del subsuelo. La maquinaria militar, en consecuencia, se perfecciona, convirtiéndose a su vez en una fuente adicional de gastos. La importancia del ejército se aprecia muy bien desde la imagen del faraón guerrero y soldado invencible que proyecta la literatura propagandística, como los "Himnos" de Sesostris III: "La lengua de su majestad es la que cierra Nubia / sus palabras son las que hacen huir a los asiáticos" e incluso en relatos supuestamente menos laudatorios, como el "Cuento de Sinuhé", en el que se afirma: "No repite el golpe, porque mata / No hay nadie que pueda alejar su fuerza / Nadie que pueda tensar su arco (recuérdese el paralelo de Ulises, Od. XXI, 68 ss.)/ Los bárbaros huyen ante él / Como ante el poder de la gran diosa / Combate sin fin, nada perdona, nada queda". Esa misma literatura proporciona un retrato benigno del poderoso hacia el productor agrícola. La tumba del gobernador Amenemhat en Beni Hassán es buena prueba de ello: "No hubo hermana de hombre común que yo afrentara, viuda a quien oprimiera, campesino a quiera rechazara, pastor a quien no atendiera... no cobré los atrasos del tributo por la cosecha". No se trata más que de un ejemplo entre otros muchos, pero la realidad hubo de ser bien diferente, pues los castigos corporales aplicados a los deudores están asimismo profusamente representados en las tumbas. En realidad el campesino estaba sometido a tal carga tributaria que después de su ímprobo trabajo no le quedaba más que la cantidad justa para poder seguir produciendo. Cualquier incremento de la presión se convertía para el campesino en una prueba insalvable y la sensación de bienestar que proporciona el Reino Medio sólo era posible por la explotación de la masa campesina. Para ella, las condiciones de vida no eran tan áureas como la época y la crítica que se hace en la "Sátira de los oficios" no es más que una burla despreciable. Quizá no esté de más recordar cómo durante este período tenemos noticia por vez primera en la historia de Egipto de fugas de campesinos, "anachoresis" dicen los griegos, para dedicarse a la mendicidad o al latrocinio, buena prueba de sus insoportables existencias, más cercanas a las de sus animales que a las de los señores que alimentaban. Las condiciones del trabajo artesanal no difieren considerablemente. Los datos disponibles sobre entregas de raciones, siempre panes y medidas o fracciones de medida de cerveza, entre obreros asalariados demuestran la existencia de diferencias enormes incluso en el seno de grupos reducidos. Esto quiere decir que el beneficio de su trabajo recaía sobre aquellos que teman la posibilidad de someterlos a sus condiciones de contratación, evidentemente opresivas en un país en el que no escaseaba la mano de obra y que paulatinamente entraba en competencia con el trabajo esclavo. En efecto, a partir del Reino Medio se realizan transacciones comerciales con trabajadores, que pueden transmitirse, además, en la herencia. Naturalmente no desaparece el trabajo obligatorio, la prestación del servicio personal, de los dependientes, sean campesinos o artesanos, sino que a su trabajo se añade ahora el de esclavos domésticos y los siervos reales, cuya procedencia suele ser extranjera, aunque con frecuencia también se encuentran egipcios entre ellos. Todos estos esclavos podían ser, está fuera de duda, vendidos, regalados y transmitidos en herencia. No obstante, no podemos afirmar que la mayor parte de la producción dependiera de la mano de obra esclava; ni siquiera que las condiciones de existencia del grupo dominante se basaran en tal tipo de explotación. Sigue siendo el trabajo de los dependientes, definidos como hombres con una profesión, el fundamento de la producción en el Egipto del Reino Medio.
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Resulta un hecho irrefutable que la vida política de Occidente en los siglos que nos ocupan se caracterizó por la existencia de dos grandes focos de poder: la monarquía y la aristocracia. Ambos fundaban sus fuerzas, en gran medida, en las mismas realidades sociológicas y económicas. Pero aunque no es posible explicar la existencia, y la particular evolución, de una sin la otra, ambas rivalizaron en una cruel competición por el supremo poder, no intentando destruir al contrario, sino someterlo a sus propios fines y para su mayor beneficio. Los historiadores modernos conocemos demasiado bien cuál fue el resultado final de esta lucha: el predominio de la aristocracia, con la constitución de poderosas y cerradas noblezas que monopolizaron a la vez el dominio sobre la tierra y sobre los hombres, y la temporal pero larga marginación de la idea de poder público y de unidades estatales suprarregionales. Sin embargo, este resultado se alcanzó con variedades locales diferenciadas, con desajustes cronológicos e incoherencias ideológicas. Estas desigualdades se explicarían en última instancia por las distintas situaciones de partida -tanto en el elemento germano como en el provincial romano- y por las particulares circunstancias históricas en que se formaron los diversos Estados occidentales de aquellos siglos; pero no cabe duda de que precisamente la diversidad constituyó lo esencial del sentido histórico de los reinos romano-germánicos.
contexto
El problema de las estructuras tribales, como el de la organización social, ha suscitado discusiones apasionadas. Las fuentes no permiten dudar de que existieron en al-Andalus, pero ¿hasta cuándo? Hemos expuesto en las páginas anteriores varios ejemplos que muestran que permanecieron por lo menos hasta comienzos del X. El caso más significativo fue el reclutamiento de tribus beréberes de las regiones del Tajo y del Guadiana durante la aventura del mahdi Ibn al-Qitt, muy a comienzos del mismo siglo. Es evidente que los beréberes nafza de Mojáfar, en la región de Mérida, a los que vimos someterse ante Abd al-Rahman III en el 928, conocían un modelo de organización que podríamos calificar de tribal. En la misma época, sin embargo, si nos atenemos a lo que dijo Ibn Hawqal, otros sectores de la sociedad rural estaban todavía sometidos a un régimen de tierras de tipo latifundiario en el que los campesinos sufrían de una condición casi servil. Un pasaje de este geógrafo es particularmente explícito el respecto: "Hay en al-Andalus más de una explotación agrícola que agrupa a miles de campesinos, que ignoran todo de la vida urbana y son europeos de confesión cristiana. A veces se rebelan y se refugian en el castillo fortificado. La represión es de larga duración porque son orgullosos y obstinados: cuando se han sacudido el yugo de la obediencia, es extremadamente difícil reducirles a menos de que se extermine hasta el último, empresa difícil y larga". Este interesante texto hace alusión a las revueltas del final del siglo IX, a pesar de haberse escrito cincuenta años más tarde. Encontramos una correspondencia sorprendente con los pasajes que Ibn Hayyan, en el Muqtabis, dedicó al hisn Monterrubio (Munt Ruy) que el emir Abd al-Rahman III asedió en el 922: "Era un monte difícilmente accesible e inexpugnable, muy poblado por cristianos nativos dhimmíes, que habían violado su capitulación, haciéndose disidentes en apoyo de la rebeldía y propagando maldad en la tierra. Se habían hecho fuertes en este monte escarpado situado entre las coras de Elvira y Jaén, sobre la calzada de Pechina, puerto meridional de al-Andalus, de modo que cuantos circulaban en cualquier dirección por aquel camino sufrían perjuicios de la gente de esta fortaleza, haciendo el viaje temible, pues robaban y asesinaban". El contraste entre los beréberes todavía tribalizados de la región de Mérida y estos campesinos cristianos de las montañas andalusíes incitaría a insertar estos hechos en el esquema de una dualidad de estructura: orientales marcadas de estatalismo y de tribalismo antagónicos por un lado y occidentales feudalizantes por otra parte, al interpretar estos datos a la luz de los esquemas que tanto yo en mi al-Andalus como Manuel Acién en su obra sobre Ibn Hafsun habíamos propuesto. Las cosas se complican un poco cuando nos preguntamos contra quién reaccionaban exactamente los cristianos refugiados en este lugar: ¿contra el Estado omeya y los grandes propietarios muladíes o árabes? Aquí aparecen estos señores (ashab) de los que habla Manuel Acién. Y volvemos a la misma pregunta planteada más arriba: ¿cuál era, en términos de organización socio-económica, la naturaleza exacta y el resultado de la crisis violenta -de la que estos hechos forman parte- que sacudió al-Andalus en la transición de la época del emirato a la época califal? Si miramos hacia los elementos árabes, debemos plantearnos el problema de la evolución de potentes familias que, como hemos visto, habían sustituido a los linajes muladíes todavía influyentes en el IX y que vivieron un evidente declive a partir del final de este mismo siglo. Allí donde no rivalizan con los beréberes llegados del Magreb o con grupos coherentes de saqaliba cuyo papel gubernamental, administrativo y militar les situaba en una posición favorable para hacerse con el poder local en el momento del derrumbamiento del poder central, estas grandes familias árabes parecen haber tenido un papel destacado. Hemos hablado largamente de los Banu Tuyib de la región de Zaragoza; pero podríamos hablar también de los Banu Abbad de Sevilla; los Banu Yahwar de Córdoba que iban a dirigir la antigua capital del califato tras su desaparición; los Banu Tahir de Murcia; los amiríes de Valencia; los Banu Sumadih de Almería. A estas familias de la aristocracia civil o militar de origen oriental hay que asociarlas con las ramas beréberes que, como los Banu Dhi l-Nun de Santaver, los Banu Razin de Albarracín, los Banu Qasim de Alpuente, y probablemente los Banu al-Aftas de Badajoz, formarán las taifas andalusíes.
Personaje
Político
Hija de Jacobo I, en 1702 fue nombrada reina de Inglaterra al fallecer su cuñado Guillermo III. Siete años más tarde asume el título de reina de Gran Bretaña al unir los antiguos reinos de Inglaterra y Escocia. Su reinado está marcado por el enfrentamiento con Luis XIV de Francia. El gobierno wigh se enfrentó al monarca francés entre 1702-1713 en el ámbito de la Guerra de Sucesión española. La firma de la paz de Utrecht permitió a Inglaterra erigirse en primera potencia naval, supremacía que conservaría hasta los primeros años del siglo XX.
obra
Estuche de juegos hecho en marfil y metal confeccionado para la hija de Abd al-Rahman III. Probablemente contenía algún juego del grupo "manqala", muy utilizados en el mundo islámico. La fabricación de este estuche se ha atribuido a un taller de marfiles de Madinat al-Zahra.