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Inspiración ferviente del artista al realizar sus obras.
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Los estudios sobre estratificación y movilidad social en España son muy recientes, tanto en el plano teórico como en el empírico. La contribución más importante antes de 1960 fue la del profesor Ros Gimeno, el cual definió las clases sociales teniendo en cuenta la cultura, la profesión y la renta, aunque a efectos estadísticos utilizó la estructura ocupacional como factor clasificador. Ros Gimeno estimó los siguientes porcentajes de clase alta, media y baja para España en 1950: alta, el 0,1%; media, el 34,1% y baja, el 65,8%. A partir de este sumario punto de partida se va a producir un intenso cambio. La pirámide ocupacional de 1971 se distancia más de la de 1950, que la de ésta última en relación con la de 1860. Es decir, el cambio social que se lleva a cabo en dos décadas supera en magnitud al que ha tenido lugar a lo largo de todo un siglo. En 1957 Cazorla Pérez, utilizando los datos procedentes del Banco de Bilbao, confrontados con otras estadísticas procedentes de la Dirección General de Empleo, llegó a la conclusión de que presuponiendo la existencia de un 1% de clase alta en cada provincia, y estimando la proporción de clase media por diferencia con la cifra por él calculada de clase trabajadora, habría un 38,8% de clase media y un 60,2% de clase trabajadora, aunque con grandes variaciones según las diferentes provincias. Así, las de mayor proporción de clase media serían Guipúzcoa (61,4%), Madrid (60, 6%), Vizcaya (60, 2%) y Barcelona (58,8%); en todas ellas se había producido un intenso proceso de urbanización e industrialización. Las provincias con menor proporción serían Albacete (24,1%), Córdoba (23,9%), Cáceres (22,8%) y Orense (22,7%), provincias agrícolas. Para el periodo 1962-65 hay un mayor número de fuentes, coincidiendo los resultados en cuantificar la clase alta entre 2% y 5%, la clase media entre el 41% y el 47%, y la clase baja entre el 49% y el 57%. Es decir, la proporción de clase baja seguía siendo algo mayor que la de clase media. En todo caso se pone en evidencia que el desarrollo económico conllevó un aumento de la nueva clase media urbana, a costa sobre todo de la reducción de los agricultores. Desde la década de los sesenta, destacan, en todo caso, dos hechos: la tendencia hacia una terciarización de la actividad y el dominio de los asalariados en la estructura productiva. En 1975 el bloque de clases propietarias representaba el 31,3% de la población. El sector más importante dentro de este bloque era el formado por los autopatronos e industriales con un 82,7% del total, estando el peso mayoritario representado por los pequeños y medianos empresarios, de los cuales una parte considerable no tenía a su cargo ningún asalariado. El bloque de clases asalariadas representaba el 67,6%, siendo los empleados el 41,6% y los obreros el 58,9%, de estos últimos la mayor parte eran obreros especializados (70,4%). La división entre asalariados y no asalariados había aumentado produciéndose un pequeño descenso de los propietarios, debido básicamente a la disminución de empresarios agrícolas sin asalariados. Disminución que en su mayor parte se debe a la jubilación de agricultores que no son sustituidos por sus hijos, que prefieren trasladarse a la ciudad. En todo caso, excepción hecha de la agricultura, se puede afirmar que la pequeña propiedad resistió bien el proceso de modernización económica. A la hora de concretar dichas tendencias se aprecia que el artesanado tradicional, concentrado en el sector industrial, se encontraba en recesión, experimentando un proceso de proletarización. En el sector primario una gran parte de agricultores había dejado de tener asalariados. Y, por último, en el sector servicio se detectaba un aumento considerable de los pequeños empresarios sobre todo en el comercio. Los anteriores cambios caracterizan la estructura de clases de las sociedades industriales modernas, que se concretaría según José F. Tezanos en un proceso de desruralización de la población activa muy intenso, con una sustancial disminución de la proporción de obreros agrícolas, y un progresivo envejecimiento de la población que vive en el medio rural. Efectivamente en el campo se produce una caída en el peso relativo de los agricultores cuyos padres no lo eran, y un aumento relativo de hijos de agricultores que han dejado de serlo. Un móvil evidente del éxodo rural fue el deseo de los padres de que sus hijos mejorasen, deseo que los cambios producidos permitían materializar. La industrialización creciente supuso una fuerte demanda de trabajadores cualificados y un descenso en consecuencia de la proporción de obreros no cualificados. Dentro del proceso de terciarización, se observa la consolidación de un importante sector de autónomos y de trabajadores independientes en la industria y en los servicios, que se mantiene en torno al 11% de los activos durante la década de los sesenta y setenta. Por tanto, los grandes núcleos sociales en torno a los que se articula la estructura de clases en España en el periodo que va de 1964 a 1975 nos indican un descenso general de activos agrarios, así como de obreros sin especializar, al tiempo que un aumento de los asalariados. Durante este periodo fue especialmente acusado el incremento de la proporción de activos de nueva clase media (administrativos, técnicos, profesionales, personal de servicios...). No deja de ser interesante constatar que el proceso de mesocratización (dominio de las clases medias) de la sociedad española, tan ansiado por el régimen de Franco, no se produjo en la manera en que habían proyectado, con un crecimiento de las viejas clases medias, pues en realidad éstas decrecieron, aumentando en cambio las nuevas clases medias urbanas, que acabaron desempeñando un papel de impulso y dinamización de los procesos de modernización y de cambio socio-político. En 1975 la estructura de clase en España, siguiendo a Tezanos, se desglosa de la siguiente forma: un sector de clases trabajadoras manuales, que representa en 1975 el 39,4% de la población activa, formado por trabajadores sin especializar (4,9%), obreros agrícolas (6,5%) y trabajadores especializados de la industria y los servicios (28%); este sector se encuentra en regresión. Un amplio sector de activos de nueva clase media, formados por empleados de oficinas, técnicos, profesionales y vendedores, caracterizados por realizar un trabajo manual asalariado. Este sector representa el 30,3% de la población activa y por sí solo supone una fracción importante de trabajadores algo superior ya al de trabajadores especializados de la industria y los servicios. Si a este grupo le sumamos el personal de servicios, se llega al 34,6% de la población activa ocupada, es decir, muy próximo al conjunto de las clases trabajadoras manuales. Es un sector en crecimiento. Un tercer grupo lo forman las viejas clases medias, es decir, los pequeños propietarios y autónomos de la agricultura, la industria y los servicios. En total el grupo representa un 26,7%, del cual los autónomos son el 11,3% y los pequeños propietarios el 15,4%. Este sector se encuentra en recesión. Por último, los empresarios con asalariados (2,7%) y los gerentes y directivos (2,1%), aun siendo bastante minoritarios (4,8%), mantienen durante la última década una situación estable. A partir de estos últimos datos podemos afirmar que en 1975 la estructura de clases en España estaba formada por: un 5% de clase alta, un 56% de clase media y un 39% de clase baja. A la altura de 1970, y teniendo en cuenta la estructura ocupacional, se pueden establecer cinco Españas (José Andrés Torres): 1?) la España industrial, se trata de provincias con una alta proporción de trabajadores cualificados y capataces (Vizcaya, Navarra, Álava, Barcelona, Asturias y Guipúzcoa); 2?) la España subdesarrollada, se refiere a provincias o a regiones con una alta proporción de campesinos y jornaleros (Andalucía y Extremadura, junto con Murcia y algunas provincias castellanas); 3?) la España de las clases medias tradicionales urbanas, son las provincias que se caracterizan por la ausencia de latifundios y la presencia de pequeños empresarios con asalariados y profesionales (Alicante, Santander, La Coruña, Zaragoza, Tarragona, Logroño..., hasta 17); 4?) la España de los servicios, que se caracteriza por la importancia de la población asalariada en los servicios y la abundancia de clases patrimoniales, compuesta por los dos archipiélagos y Madrid; y 5?) la España rural, formada por Orense, Soria, Huesca, Lugo, Zamora y Guadalajara. Hasta ahora hemos utilizado la propiedad y la ocupación como las variables para identificar a las clases sociales. Para enriquecer el concepto vamos a utilizar la educación, ya que este factor puede modificar las oportunidades de los ciudadanos ante el mercado. Al final de la década de los sesenta la situación de la educación en España no era muy halagüeña. Así el Libro Blanco calculaba que faltaban 414.214 puestos escolares, el II Plan de Desarrollo elevaba la cifra a 584.289, el Instituto Nacional de Estadística a 616.990 y el informe FOESSA a 927.800. Dichas cantidades ponen de manifiesto las graves carencias del sistema educativo, agravadas en las zonas rurales, donde el nivel de inasistencia por parte de los matriculados era especialmente alto. Un cambio importante en esta situación y en el conjunto del sistema educativo se produjo con la aprobación de la Ley General de Educación (LGE) de 1970. El espíritu de la reforma respondía a dos ideas centrales: el fomento del desarrollo económico a través de la inversión en educación y la igualdad de oportunidades en el acceso a la misma. En 1970, año que se promulga la LGE, de cuatro a doce años había un 7% de niños sin escolarizar, porcentaje que alcanzaba el 50% a los catorce años y el 70% a los dieciséis. Seis años más tarde la tasa de escolarización a los catorce años había aumentado en casi 20 puntos porcentuales, en tanto que a los dieciséis años lo había hecho en 10, alcanzándose una tasa de escolarización del 40% a esta edad. Dicha tendencia siguió creciendo en los años siguientes hasta alcanzar para los jóvenes de catorce años el 100% en el curso 1987-88. Tanto en la década de los sesenta como y especialmente en la de los setenta, el crecimiento en los distintos niveles del sistema educativo fue espectacular, pese a las carencias anteriormente señaladas. Así en la década de los sesenta, las matrículas en educación primaria (y preescolar) alcanzaron la cifra de 4.749.483 alumnos, lo que representó un crecimiento del 40°/a respecto al inicio de la década, El número de alumnos de bachillerato superó la cifra del millón (1.521.857), es decir, se multiplicó por más de tres en ese mismo periodo. La Formación Profesional llegó a tener 151.760 alumnos, lo que suponía más del doble de la cifra de principios de la década y, por último, los estudiantes universitarios se triplicaron. Pero tras estos datos podemos afirmar que a mediados de los años sesenta la educación no era un factor de gran importancia como elemento estratificador, salvo en los poseedores de títulos superiores o medios. De hecho más del 50% de la población carecía de propiedad o de un nivel de estudios igual o superior al de estudios medios. El resto se distribuía a partes iguales entre quienes no tenían estudios, pero sí propiedad; y entre quienes tenían propiedad, pero no estudios. En las décadas de los años setenta y ochenta se producen ciertos cambios al aumentar el numero de personas que tienen estudios superiores o medios, y al convertirse la posesión de dichos títulos en un elemento favorecedor de promoción social, aunque la propiedad sigue siendo el factor más importante a la hora de ubicar socialmente a las personas. Los estudios realizados por Amando de Miguel y el Informe FOESSA (1975) pusieron de manifiesto que la sociedad española se caracterizaba por una fuerte desigualdad de oportunidades. En el citado informe se afirmaba que los hijos nacidos en los estratos dirigentes tienen unas cinco veces más probabilidades (65,3:13,7 = 4,8) de formar parte de esos mismos estratos que los hijos de estratos medios, y unas 24 veces más (65,3:2,7 = 24,2) que los hijos que provienen de los estratos populares. Es decir, que la mayor movilidad ascendente se encontraba en los estratos altos y en ellos la propiedad seguía siendo un factor determinante. La desaparición paulatina en algunos ámbitos de la llamada herencia ocupacional propició una cierta movilidad social. Si bien durante la mayor parte del siglo se reproduce por parte de los hijos la profesión del padre, esto varió al disminuir el empleo agrario, lo cual provocó una movilidad en buena parte ascendente, debido al cambio de ocupación. En todo caso el origen social seguía siendo un factor determinante a la hora de explicar las desigualdades sociales, lo que definía a España como una sociedad menos meritocrática que Estados Unidos o Inglaterra. La identificación que hacían los españoles respecto a la clase social a la que pertenecían es dispar con respecto a los datos, situándose en un número importante de casos en un estrato superior al que realmente se encontraban. Esta circunstancia pone en evidencia el optimismo de la sociedad, la cual siente (apreciación subjetiva) una mejora de su situación, que si bien es real, no se corresponde con el conjunto de la estructura de clases en España. Los niveles de renta mejoraron de forma considerable en estos años. El incremento en los salarios reales y el cambio en las pautas de consumo supusieron un mayor nivel de vida. Si tenemos en cuenta la alimentación, la vivienda, la sanidad, la educación, el tiempo libre, servicios culturales y recreativos, la seguridad personal y convivencia podemos afirmar que el nivel de vida en el periodo de 25 años (1950-75), se ha duplicado. Nuestras necesidades fundamentales sólo estaban cubiertas aproximadamente en una tercera parte en el año 1950 y después de 25 años han llegado a estar cubiertas en casi un 75%. Buena muestra del aumento del nivel de vida se pone de manifiesto en la distribución del gasto del presupuesto familiar. Así, cuanto más se gasta en alimentación, inferior es el nivel de vida de la población. La evolución del gasto familiar desde 1958 muestra el descenso continuado de dicha partida y el incremento de las demás, especialmente la referida a la vivienda que se va a convertir en un problema permanente. ¿Este hecho supuso una mejora en la distribución personal de la renta?: No. Debemos hacer una clara diferenciación entre el nivel de vida, que efectivamente creció, y la distribución de la renta, que empeoró. A ello hay que añadir también el incremento de las desigualdades regionales. Hemos de tener también en cuenta, para explicar finalmente este fenómeno, que el crecimiento en el nivel de vida fue menor que el crecimiento económico, disparidad que se pone de manifiesto en la distribución de la renta. Las correcciones de las desigualdades económicas en las sociedades avanzadas se deben primordialmente a las políticas públicas, que tienden a aminorar las desigualdades existentes. Dichas políticas fueron manifiestamente insuficientes durante el franquismo, no así en los años posteriores. En los inicios del desarrollo económico se aprecia un retroceso en la distribución de la renta, que se mantiene al menos hasta 1967. Entre 1964 y 1967 aumentó el nivel de desigualdad si tenemos en cuenta la distribución personal de la renta, para con posterioridad producirse un leve pero continuado descenso, que se intensificó en los primeros años de la democracia. No obstante, en relación con las desigualdades sociales se produjeron ciertos cambios que mejoraron la situación de los más desfavorecidos. En 1944 se puso en marcha el Seguro Obligatorio de Enfermedad (SOE), que cubría únicamente al 25% de la población, incrementándose hasta el 45% en 1963, aunque sólo con un 10% de las camas hospitalarias pertenecientes al SOE. A partir de 1967 se puso en marcha la Ley de Bases de la Seguridad Social, que permitió ampliar la cobertura sanitaria tanto entre la población como en el número de camas hospitalarias, pero no será hasta los años ochenta cuando el sistema sanitario público se universalice. Uno de los problemas más graves derivado de las intensas migraciones interiores se refiere a la escasez de viviendas. De hecho durante los años cincuenta y sesenta apareció en torno a las ciudades un importante número de chabolas e infraviviendas. En los sesenta se construyeron viviendas sociales y se desarrollaron programas de financiación, pero no se logró evitar el déficit de casas. Esto sin tener en cuenta la mala calidad de buena parte de las mismas. Los nuevos barrios carecían de equipamientos colectivos, situación que propició la aparición de movimientos ciudadanos (Asociaciones de Vecinos) que trataron de luchar contra esa difícil situación, a la vez que se convirtieron en movimientos en favor de la democracia. El problema de la vivienda, en todo caso, se mantuvo en los años siguientes y constituye aún hoy en día de los elementos de desigualdad social más preocupantes.
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Muchos años después de que las potencias vencedoras en la Segunda Guerra Mundial dieran a luz aquella institución que esgrimieron ante el mundo como garantía de su buena fe y, a la vez, instrumento eficaz contra las agresiones totalitarias, el occidental medio desconfía, o se lamenta, de los poderes, la eficacia y, en suma, de la utilidad de la Organización de las Naciones Unidas. Para los países del Tercer Mundo, la Organización de las Naciones Unidas se convirtió pronto en inusual trampolín, dotándoles al menos de un foro internacional en el que supieron hacerse oír, aunque sólo fuera para conmover las conciencias de los más ricos. No es éste, sin embargo, el lugar para un balance. En las breves páginas que siguen señalaremos los rasgos estructurales de la Organización, el momento histórico de su creación y los cambios inmediatos exigidos por la situación mundial. Vaya por delante que la ONU ha venido a ser, indiscutiblemente, un magnífico instrumento de modificación del derecho internacional de nuestros días. Pero ello corresponde a otros analizarlo. En sus dos primeras décadas de vida, sobre todo, la Organización de las Naciones Unidas vio complicada y diversificada su composición estructural. Aunque se pretendía adaptar sus organismos a los nuevos tiempos, en ocasiones sólo se logró multiplicar organismos y confluir funciones, confusión excusable -no obstante- en que la magnitud de las tareas propuestas desborda cumplidamente los marcos iniciales que le son asignados. Así, en la ambiciosa tarea (imposible para los más escépticos o los más cínicos) de combatir la injusticia social y enfrentarse con éxito a un intento de igualación de recursos y asignaciones. Los problemas de la inmediata posguerra se han visto complicados -nunca nos atreveríamos a decir resueltos u olvidados- en función de una dinámica histórica que, ya entonces, no era difícil prever, si bien no tanto en sus aspectos extraeuropeos. La Organización, partiendo de las limitaciones de la Carta, ha procurado mantenerse al hilo de la problemática más cambiante, y el mecanismo fundamental para lograrlo ha sido la ampliación de competencias para determinados organismos o la creación de otros nuevos con cometidos específicos, ya que un exceso de multiplicación de las funciones en los órganos fundacionales hubiera exigido la reforma de la Carta. De aquí deriva la proliferación de organismos subsidiarios, autorizados por toda una serie de artículos del documento fundacional firmado en San Francisco (los números 7, 22, 29 y 68): - Asamblea General Núcleo de la ONU, junto con el Consejo de Seguridad y la Secretaría, la Asamblea General desempeña un cometido eminentemente político, que ha variado de signo a lo largo del tiempo, siempre más representativo que el Consejo, y suplente de éste en determinadas ocasiones, en que ha asumido sus competencias. Integrada por representantes de todos los países miembros de la organización (en número máximo de cinco), la Asamblea General es el supremo órgano deliberante de las Naciones Unidas. El artículo 10 de la Carta la autoriza para discutir "cualesquiera asuntos o cuestiones dentro de los limites de esta Carta..., así como para hacer recomendaciones sobre tales asuntos o cuestiones a los miembros de las Naciones Unidas o al Consejo de Seguridad". Con una sola excepción: si el Consejo se halla tratando un asunto, la Asamblea se abstendrá de hacerlo, a no ser que aquél lo solicite (art. 12). La Asamblea es así una especie de parlamento mundial, ante el cual han desfilado buena parte de los temas candentes de la política de nuestro tiempo. Estos temas, forzoso es decirlo, no siempre han hallado resolución en la magna asamblea, pues ésta se ve facultada, únicamente, para realizar recomendaciones a las partes, carentes de efectividad obligatoria. La propia Carta delimitó las funciones de la Asamblea en una serie de bloques o grandes apartados: a) Tareas de deliberación y recomendación en cuanto a la cooperación de los Estados en el mantenimiento de la paz y seguridad internacionales, incluidos desarme y regulación de armamentos. Restringidas en principio sus competencias en este área, lo cierto es que la inoperancia del Consejo de Seguridad, paralizado en ocasiones por el veto, ha actuado en beneficio de la ampliación de funciones de la Asamblea. Así, la resolución "Unidos para la paz", adoptada en 1950 con motivo de la guerra de Corea, facultó a la Asamblea General para actuar con plenos poderes en caso de que el Consejo de Seguridad, por la falta de unanimidad entre sus miembros, impida con su inoperancia el mantenimiento de la paz. b) Capacidad para promover estudios y hacer recomendaciones con vistas al fomento de la cooperación internacional en el campo político y de cara a la codificación progresiva del derecho internacional. Lo mismo en aspectos de carácter económico, social, cultural, educativo y sanitario, que en el respeto de los derechos humanos y las libertades fundamentales, sin distinción alguna de raza, sexo, idioma o religión. c) Competencias de gestión económica: presupuesto de la organización, fijación de cuotas de los miembros, etcétera. d) Capacitación para la admisión de nuevos miembros y para la elección de cargos determinados, entre ellos el secretario general, previa recomendación del Consejo. e) Aptitud para promover normas jurídicas de carácter general concernientes a la propia ONU y sus organismos subsidiarios, según se prevé en el documento fundacional, cuya reforma parcial (contando con 2/3 de los miembros y previa convocatoria extraordinaria) también es competencia de la Asamblea. f) Aprobación de los acuerdos entre el Consejo Económico y Social (ECOSOC) y los organismos especializados, y los referentes a administración fiduciaria en zonas sin importancia estratégica. g) Creación y establecimiento de cuantos organismos subsidiarios estime la Asamblea, necesarios para el buen funcionamiento de la ONU. h) Amplia función fiscalizadora de cualquier actividad desarrollada por la ONU, solicitando al respecto informes periódicos o extraordinarios. - Consejo de Seguridad Cinco miembros permanentes, de un total en principio de once, y, después, de quince, confieren al Consejo de Seguridad su verdadera entidad decisoria. China, Francia, Gran Bretaña, Estados Unidos y Rusia tienen un puesto garantizado que les confiere su estatus de grandes potencias. El resto de los miembros son elegidos por la Asamblea cada dos años en virtud de una distribución proporcional que, desde 1963, se pretende ecuánime geográficamente. Los miembros permanentes gozan del derecho de veto ante cualquier resolución que estimen improcedente o lesiva para sus intereses como nación, y esta facultad se halla, sin duda, en el origen de la mayor actividad concedida con el tiempo a la Asamblea. El Consejo de Seguridad, a diferencia de aquélla, ve su actuación restringida al mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales, para lo que se vale de dos procedimientos: la solución pacífica de conflictos y la adopción de medidas colectivas. Su labor se concreta en instar a las partes beligerantes (o a punto de romper las hostilidades) a que arreglen pacíficamente sus diferencias; para ello puede desarrollar estudios previos de la situación, enviando observadores que elaboren un informe, o bien ofrecerse como mediador en el conflicto. No se trata, sin embargo, de acciones con fuerza de coerción, ya que las grandes potencias -y otras no tan grandes- han venido resistiéndose con reiteración a las recomendaciones del Consejo de Seguridad. Aspectos como la reducción de armamentos o el apartheid sudafricano han recibido tanta atención por parte de los consejeros como inhibición o desprecio de aquellos a quienes se dirigían las apreciaciones del Consejo. - Consejo Económico y Social Es un órgano esencialmente consultivo que depende, en última instancia, de la propia Asamblea. Creciente paulatinamente en cuanto al número de sus miembros (de los 18 fundacionales a más de 50 en 1971), cada país miembro del Consejo Económico y Social cuenta con un representante, siendo usual que los cinco grandes dispongan de un puesto permanente en el Consejo, aunque no se halle así estipulado en ningún lugar de la Carta. Sin cometidos limpiamente delimitados, el Consejo Económico y Social ostenta como misión fundamental la de preparar estudios e informes sobre cuestiones económicas, sociales, culturales, educativas, sanitarias, etcétera; ejerce una función mediadora entre las comisiones y órganos subsidiarios que de él mismo dependen, y la propia Asamblea General o el Consejo de Seguridad. Cumple así una función de orientación e información de la Asamblea, ante la que puede formular proyectos de convenios y convocar conferencias internacionales sobre asuntos de su competencia. En el sistema de tutela establecido en San Francisco, el Consejo de Administración Fiduciaria jugaba un papel fundamental. Salvo en lo concerniente a las zonas estimadas de importancia estratégica, dependía también de la Asamblea, y a ella debía presentar sus estudios previos sobre la materia que le fuera asignada. Lo delicado de su cometido justificaba, para los fundadores, la complejidad de su estructura. Lo componían, de acuerdo con lo marcado por el artículo 86, aquellos miembros de las Naciones Unidas que administraban territorios en fideicomiso, los miembros permanentes del Consejo de Seguridad que no poseían dicho tipo de territorios y, por último, un número suficiente de miembros elegidos por la Asamblea General cada tres años para asegurar que el número total de miembros del Consejo de Administración Fiduciaria se viese dividido a partes iguales entre miembros de la ONU administradores de los territorios y miembros que no lo fuesen. Su misión primordial consistía en supervisar la tarea de las autoridades administradoras, anualmente obligadas a proporcionar informes, sugiriendo a aquéllas proyectos para el desarrollo de los territorios y girando regularmente visitas que diesen fe del seguimiento de lo propuesto. - Secretaría General Nombrado cada cuatro o cinco años y reelegible al término de su mandato, la Organización de las Naciones Unidas contó desde el principio con la figura de su secretario general como símbolo y máxima representación diplomática. Trygve Lie, Dag Hammarskjóld, U Thant, Kurt Waldheim, Pérez de Cuéllar, Boutros Boutros-Ghali y Kofi Annan constituyen, hasta la fecha, el elenco completo. Distinto ha sido su papel, según el momento histórico en que lo desarrolló, y, naturalmente, las características humanas y políticas del secretario. - Tribunal Internacional de Justicia Con sede en La Haya, el TIJ (o CIJ: Corte Internacional de Justicia) es el órgano judicial supremo de la ONU. Sus miembros son los mismos de la Organización, si bien podían quedar sometidos a sus veredictos aquellos países, no miembros, que lo solicitaran y se hallaran dispuestos a cumplir las resoluciones correspondientes (caso, por ejemplo, de Suiza). Los magistrados que lo componen son elegidos, independientemente de su nacionalidad, entre profesionales de reconocida solvencia y talante ético aceptado por todos, durante un período prorrogable de nueve años, a título individual y no en representación de sus Gobiernos. No puede haber, no obstante, dos jueces de un mismo país. Perciben un sueldo de la Organización y han de dedicarse temporalmente al exclusivo cometido que se les asigna. Su papel, históricamente, ha venido siendo doble: de un lado, el arbitraje voluntariamente aceptado por dos naciones en litigio para la solución pacífica de los conflictos; de otro, la labor consultiva que, respecto a cualquier asunto de derecho internacional, tiene a bien encomendarle cualquier otro órgano, principal o subsidiario, de la propia Organización. - Organos subsidiarios Creados al amparo del artículo 7 de la Carta, una compleja red de comisiones, conferencias, comités y otros grupos de especializados instrumentos institucionales han proliferado a lo largo del tiempo con carácter permanente (aunque, a veces, lánguida existencia) o únicamente para un problema determinado. Vinculados, por fuerza de la definición jurídica originaria, a uno de los organismos fundamentales, es de la Asamblea General, dada la amplitud de sus competencias, de la que, lógicamente, vinieron a depender, ya desde el principio, la mayor parte de estos instrumentos derivados. Seis comisiones principales (a las que se añadiría en 1956 una Comisión Política Especial) quedaron definidas desde primera hora: la de Asuntos Políticos y del Consejo de Seguridad (con inclusión del desarme); la Económica y Financiera; la Social, Humanitaria y Cultural; la de Administración Fiduciaria; la Administrativa y Presupuestaria, y, por último, la de Asuntos Jurídicos. No tendría demasiado sentido citar aquí el resto de comités procedimentales, comités permanentes, subcomités, comités especiales, juntas, tribunales, oficinas o grupos de expertos. Su gestión ha sido, en ocasiones, de vital importancia, y algunos han funcionado con una relativa autonomía. Entre ellos, se encuentran el Comité Especial sobre operaciones de mantenimiento de la paz, la Comisión de Desarme, el Comité de los Veinticuatro (Descolonización), la Conferencia de las NU sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD), la Organización de las NU para el Desarrollo Industrial y el Fondo de las NU para la Infancia (UNICEF), entre un largo etcétera. El Consejo de Seguridad ha insistido más en la creación de instrumentos subsidiarios relacionados con el desarme y, sobre todo, las cuestiones de paz y de guerra: los asuntos de Chipre, Oriente Medio, Rhodesia, Angola o Namibia, entre otros, requirieron organismos especiales, cuya eficacia ha dependido mucho, lógicamente, del grado de aceptación de los implicados y, sobre todo, de los acuerdos de fondo adoptados por las superpotencias al respecto. Por su parte, el Consejo Económico y Social ha desarrollado ampliamente esta facultad de diseminar sus competencias en materia de cooperación internacional, generando para ello cuatro tipos de órganos dependientes: comisiones permanentes, comisiones económicas regionales, comisiones funcionales y organismos especiales y ad hoc. - Organismos especializados Las permanentes vinieron ocupándose, desde su creación, de la vivienda, la construcción y la planificación; la aplicación de la ciencia y la tecnología al desarrollo; la planificación de los recursos naturales, etcétera. Las funcionales se han ocupado de la población, la estadística, los derechos humanos (cuya comisión casi ha logrado un funcionamiento autónomo y dependiente de la cual se halla una subcomisión para la protección de minorías), el estatuto de la mujer, drogas y estupefacientes, y materias primas. Las regionales, bien conocidas, procuran la coordinación de los aspectos económicos en función de los continentes. Se trata -respectivamente para Europa, América Latina, África y Extremo Oriente- de las (no siempre igualmente activas) LEPE, CEPAL, CEPA y ECAFE. Por el artículo 57 de la Carta, una serie de organismos preexistentes (a veces levemente modificados) quedarían sometidos a una estrecha vinculación (aunque no dependencia) con la Organización, que no interferiría en su funcionamiento, si bien coordinaría la normativa y funcionamiento a través de las recomendaciones pertinentes. Los problemas de alimentación que la Segunda Guerra Mundial generara se hallaron en la base, ya en 1943, de la idea de crear una institución destinada a la racionalización y distribución de recursos en los países afectados por la contienda. Así surgirá la FAO (Organización para la Alimentación y la Agricultura), vinculada íntimamente a la ONU desde su fundación. Por entonces también surgirían, de la Conferencia de Bretton Woods, dos de las más importantes agencias especializadas de las Naciones Unidas: el FMI (Fondo Monetario Internacional) y el BIRD o BIRF (Banco Internacional de Reconstrucción y Desarrollo o de Reconstrucción y Fomento). A finales del mismo año nacía, en Chicago, la OACI (Organización de Aviación Civil Internacional). Pronto se unirían la UNESCO, la OMS y la IMCO (Organización Consultiva Marítima Intergubernamental), y, con posterioridad, la OIEA (Organización Internacional para la Energía Atómica), el GATT (Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio) y la OMM (Organización Meteorológica Mundial). Del conjunto, habría que destacar la gran actividad desplegada por la UNESCO en los terrenos que le son propios: educación, ciencia y cultura, y, sobre todo, su especial atención hacia los países menos desarrollados para los que ha venido propugnando incansablemente métodos didácticos más avanzados. También otros organismos, como la OPT en el campo del trabajo, la UPU en el de las comunicaciones postales o la OMS en el de la salud pública, nos han hecho vivir en un mundo en el que las recomendaciones de índole supranacional no siempre caen en saco roto. Pero se trata de instituciones, sin duda, cuya fuerza y comunidad de intereses trasciende ampliamente el foro político que la ONU ha venido constituyendo con prioridad.
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Sin duda alguna, uno de los ejes culturales más significativos del milenio se conformó al norte del mar Negro y en el curso bajo del Danubio, algo más al oeste. Se trata de los pueblos que conoció Heródoto y que la tradición historiográfica ha definido como escitas, cimerios y tracios. Sobre los primeros, tanto M. Gimbutas como Chelov, defienden un modelo difusionista e invasionista y para ello se remiten a un componente étnico diferente, según se trate de los pueblos agricultores del Dniéper, que Heródoto llamara escitas agricultores o de los escitas reales o nómadas. La investigadora alemana caracteriza al substrato étnico como proto-eslavo y lo identifica arqueológicamente con la Cultura de Chernoles, con un ritual de enterramiento que mezclaba incineración e inhumación, si bien considera que a partir del siglo V a.C. han sufrido una fuerte influencia cultural que termina por hacerlos partícipes de la Cultura Escita. Hacia el oeste, en el actual territorio de Bulgaria y Rumanía, los tracios debieron sufrir una constante presión escita, y si se acepta la idea de la invasión de este pueblo sobre los territorios del mar del Norte, debieron de soportar durante el Hierro Antiguo la presencia de los cimerios desplazados de aquella zona. Es, sin embargo, un aspecto poco conocido y bien pudiera ser efecto de una tradición historiográfica más que de un hecho histórico comprobado. Lo mismo se indica para los pueblos ilirios de la Dalmacia, donde destacan entre otros lebúrneos y yácigos y se destaca, en este caso, la continua presión tracia. De todas las etnias conocidas en esta parte del mundo, el caso que interesa valorar con más detalle, por lo que tiene de novedad respecto a Europa occidental, es el mundo de los pueblos de las estepas, que ha constituido un mito en la tradición difusionista desde el mismo Neolítico. Recientemente Martynov, en oposición al eurocentrismo, ha propuesto un modelo étnico diferente al tradicional que siempre ha tratado de situar en algunos de los modelos occidentales el complicado poblamiento de las estepas euroasiáticas. Martynov ha definido a este conjunto de pueblos como un macrosistema articulado, caracterizado por el éxito de una forma de economía particular. Este modelo escita-siberiano tiene su origen en el sistema económico basado en la cría de ganado sedentaria, del tipo documentado en la cultura de Andronovo, localizada cronológicamente en el Bronce de las estepas durante el segundo milenio; el investigador defiende que a partir del primer milenio a.C., y en tanto se consolida el modelo nómada, se produce la tendencia a la formación de culturas locales, si bien con rasgos comunes como los primeros complejos funerarios de tipo Arzhan o la estatuaria en piedra que caracteriza este mundo entre el Danubio y Asia central. A partir del siglo VI a.C. se considera completamente caracterizado el modelo por la articulación regional de las culturas locales, con elementos comunes como la semejanza de los sistemas socioeconómicos y los continuos contactos entre unos grupos y otros debidos a su alta movilidad; pero, a la vez, el modelo produce una ausencia de comunidad étnica y lingüística por efecto de la composición pluriétnica de la población. Entre los distintos grupos, Martynov cita como los más representativos los escitas, al norte del mar Negro, los sármatas, situados más al oeste de las estepas, sobre el Caspio, y al sureste de éstos los saces. En Asia central los grupos del Alto Altaï, los tagaros y el grupo de Tuva y, por último, en el extremo oriente los ordos. Para otros autores, como V. M. Masson, el conjunto euroasiático responde a dos grandes grupos culturales caracterizados en los escitas y los saces, si bien entendido este último grupo desde una perspectiva cultural amplia.
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Poco se puede matizar sobre la conformación étnica de las comunidades de Europa continental, que conformaron a partir del 1300 a.C. la cultura de Hallsttat y que Reinecke dividió en cuatro etapas, dos que cubren en el Bronce Final (A y B) y dos la Primera Edad del Hierro (C y D). Se fundamentó la cultura hallsttática en varios elementos de su cultura material, los enterramientos de incineración, llamados campos de urnas y la producción cerámica donde destacaban los recipientes con un alto cuello cilíndrico. De entre la producción metalúrgica en bronce se deben citar armas, como las espadas tipo Erbenheim o Hemigkofen, con sus clásicas hojas con formas foliáceas con el final ensanchado, que en el Hallsttat C fueron sustituidas por los tipos Mindelheim, con pomos en forma de sombrero, y las tipo Gündlingen, algo más cortas y ya en bronce o hierro; también los puñales de Hallsttat D, que sustituyeron a las espadas en un momento posterior, las hachas de aletas, las fíbulas, las agujas, y recipientes como las sítulas, primero lisas y después con decoración repujada. No obstante esta primera lectura global, la investigación ha comenzado a encontrar matices que permitirán poco a poco incidir en la diferencia regional, aunque hasta el momento ésta se ha limitado a los elementos de la cultura material y no a otros factores como el poblamiento y su asociación a la diversidad ritual en el enterramiento; en esta línea comienzan a definirse grupos como el de Lausitz (Lusacia) al sur de Polonia y este de Alemania, hoy perfectamente diferenciado del grupo Hallsttat. En otros casos, las diferencias regionales se han practicado exclusivamente a partir de la cultura material mueble de su tradición cultural anterior; éste es el caso del sur de Inglaterra y noroeste de Francia, que partía del Bronce Final Atlántico y mostraba significativas diferencias en sus tipos metalúrgicos locales, como el hacha de cubo y la asunción matizada del armamento hallsttático (se tomó el escudo o la espada, pero no la armadura). De aquí que, en Gran Bretaña al menos, el periodo se haya secuenciado en las fases Taunton-Penard-Wilburton-Ewart Park hasta alcanzar el Hierro Antiguo, hacia el 700 a.C. Un tercer caso es el área no hallsttática de la zona occidental de la Península Ibérica, con grupos como el de Cogotas I, muy arraigados en la tradición anterior de la Edad del Bronce. En otras zonas como el área de las sítulas decoradas comprendida entre Hungría, Austria, Eslovenia y norte de Italia, el contenedor de bronce convertido en fósil-guía será lo que dé nombre al grupo. Por último, en algún caso como el área sur de la actual Yugoslavia, han sido los enterramientos de incineración bajo túmulo los elementos definidores del área cultural. Excluidas estas zonas periféricas, el grupo hallsttático propiamente dicho ha tenido una de sus más interesantes ordenaciones, desde el punto de vista regional, en el trabajo de P. Brum, que ha utilizado para ello una matriz al modo en que lo planteaba J. D. Clarke, es decir, un dendrograma que ordena una amplia información cultural desde varias escalas de asociación; o bien a partir de un número limitado de componentes culturales asociados, que correspondería a los tecnocomplejos socioeconómicos caracterizados en amplias unidades regionales, o bien áreas más reducidas, que comparten más elementos culturales y que son definidas por el concepto de cultura, pasando por una escala intermedia que se define en los grupos culturales. En el primer nivel, Brum ha establecido dos grandes tecnocomplejos: uno, definido como nor-alpino o hallsttático, y otro, como atlántico. Aun cuando no aparece definido, ha de pensarse en la existencia de un tercero, sur-alpino o mediterráneo de tradición de campos de urnas, compuesto por las culturas de Golasseca, Franco-catalana, Este o Paleovéneta y sur de Yugoslavia. En el nor-alpino incluye dos amplios grupos culturales, uno oriental y otro occidental, correspondiendo al primero, al sur, la Cultura de la Cerámica Grabada-estampillada o de la Baja Austria-Baviera y, al norte, la de Bohemia-Palatinado. En el grupo occidental, sitúa al sur la Cultura del Jura y al norte la del Marne-Mosela, que incluyen a su vez unidades como la de Aisne-Marne, Hunsrück-Eifel o Berry (esta última con problemas de definición). Sobre esta clasificación, Brum establece un doble concepto, que convendrá valorar críticamente en su momento: de una parte, la identificación de las culturas con unidades políticas que él llama principados, y de otra, su teoría del proceso de desplazamiento del predominio político cultural en el seno del tecnocomplejo socio económico, que interpreta en función de un análisis centro-periferia, de tal modo que durante el Hallsttat C, ya en la Edad del Hierro, los centros dominantes serán los orientales (Hallsttat, Sticna, etc.), para pasar este papel dominante, con el Hallsttat D, a ser una característica de la Cultura del Jura (Heuneburg, Vix, etc.), quizá como consecuencia de la fundación de Massalia y la consiguiente apertura de las rutas mercantiles a través de los ríos franceses. Por último, durante La Tene A, es decir, ya en el siglo V a.C., se produciría un deslizamiento del predominio económico-cultural hacia la periferia norte, es decir, hacia las Culturas de Bohemia y Marne-Mosela. Dos corrientes han acabado por sintetizar hoy las diferentes hipótesis que se han desarrollado sobre el origen y constitución de los celtas. Ambas posiciones retoman el viejo debate difusionismo-evolucionismo, si bien exponiéndolo bajo fórmulas más sofisticadas. La tradición difusionista ha olvidado, con el paso del tiempo, el concepto de oleada, para acabar ajustándose al de celticidad acumulativa que hiciera C. Hawkes, por el cual ya no es una continua invasión de pueblos celtas lo que justificaría la extensión de la cultura material de La Tène; no se discute, sin embargo, la existencia del núcleo céltico originario, que se define en los territorios centroeuropeos del modelo de poblamiento de los oppida. Recientemente C. Renfrew, desde una perspectiva neofuncionalista, se ha convertido en abanderado de la primitiva posición evolucionista al fijar el concepto de celticidad acumulativa recíproca, por el que ya no existe un eterno núcleo céltico donante y diferentes núcleos receptores, sino una área muy amplia, que va desde la Europa del Norte, incluidas las islas Británicas, a los Alpes y desde Francia occidental a Checoslovaquia, donde se produce una continua interacción entre grupos para construir, en el siglo V a.C., lo que hoy se reconoce como Cultura Céltica. Para fundamentar esta hipótesis, Renfrew establece dos principios: de una parte, que la lengua es el elemento básico en la definición de un pueblo y ello no tiene por qué ser equiparable a la cultura, el arte o las costumbres (en este caso los celtas encuentran su definición étnica en la lengua indoeuropea), y de otra, que para encontrar la presencia del indoeuropeo hay que retrotraer el punto de arranque del pueblo celta al 4000 a.C. con la llegada a la Europa templada de los primeros agricultores y pastores. Esta lectura no cierra la posibilidad de la difusión, ya que reconoce que las áreas célticas del sur de Europa, excluidas de este largo proceso formativo, sí pudieron ser efecto de invasiones, tal y como apuntan las fuentes para el norte de Italia, la España atlántica y Portugal. No obstante, el debate propuesto para la identificación cultural de los celtas se continúa haciendo a través de la cultura de La Tène y aunque la primera reflexión ponga en cuestión este hecho, destacamos aquí sus rasgos más característicos en el campo de la cultura material, aunque sólo tenga el valor de definir a los celtas centroeuropeos. La cultura de La Tène implica en el campo de la cerámica un hecho tan fundamental como es la aparición de la producción a torno, que ya comenzó a constatarse en los asentamientos del último Hallsttat, pero restringida en su distribución a los núcleos destacados del poblamiento, como Heuneburg o Mont-Lassois. Entre los elementos más característicos de esta producción hay que destacar que la introducción del torno fija una serie de formas muy presentes en el Hallsttat D, así cabe valorar los tipos reconocidos en el grupo que Hunsrück-Eifel y en Europa central, los jarros llamados Linsenflaschen, que en Baviera aparecen decorados con animales y presentan una forma de botella con el cuerpo achatado y un largo y estrecho cuello, y los cuencos tipo Braubach, con perfil en S y un baquetón en la inflexión del cuerpo. En la fase de los oppida, son producciones cerámicas características los recipientes de cocina tipo Graphiltonkeramik, pero sobre todo las cerámicas pintadas en rojo y blanco con motivos geométricos que, en algunas áreas como en la Francia central, muestran figuras estilizadas de animales. En cuanto a los estilos decorativos de la metalurgia, que como las fíbulas y las espadas han tenido amplios estudios tipológicos, ha de señalarse que durante toda la secuencia de La Tène existen al menos tres estilos: el primero ligado al siglo V a.C. y reconocido como orientalizante, representado en el cuenco de oro de Schwarzembach, en el que los motivos mediterráneos son interpretados por el artesano indígena creando un friso de flores de loto y palmetas; el segundo se documenta hacia el siglo IV a.C., se trata del estilo céltico reconocido en la tumba Waldalgeshein, que hizo hablar, en algún momento, del maestro de esta localidad y aunque hoy está descartada esta idea, ha de reconocerse la existencia de una escuela de decoración que juega con dibujos relacionados con el motivo mediterráneo de la vid, entrelazando sus tallos en formas simétricas o asimétricas; por último, debe citarse el grupo de estilos tardíos que se reconocen a partir del siglo III a.C. y son: el plástico, para la decoración tridimensional de los torques, y el de las espadas, para las superficies planas; ambos tienden a una estilización de los motivos anteriores. Espadas y fíbulas, entre otros elementos de la cultura material, jugarán un importante papel en la definición cultural de los celtas, pero este proceso que se sigue muy bien en las fíbulas de La Tène B, tipo Münsingen (caracterizadas por presentar una roseta decorada al estilo Waldalgeshein), que se extienden desde Checoslovaquia a Suiza, sin embargo la tendencia se quiebra a partir del final de la fase citada por el desarrollo de tipos locales que producen una cierta regionalización, manteniéndose en todo caso el horizonte cultural general en objetos más prestigiosos, como las espadas. Otro nivel cultural es el de los ritos de enterramiento, que se define por la sustitución del rito de inhumación, que domina en el siglo IV a.C., por el de incineración, que acaba imponiéndose durante el periodo de La Tène C. No obstante, sobre esta base de síntesis intervienen particularidades locales; así, durante los siglos IV y III a.C. no se documentan enterramientos en la zona de Hunsrück-Eifel, pero a partir de mediados de La Tène C, mientras en términos generales en Europa decae el interés por los ricos ajuares depositados en los enterramientos, en la zona de Hunsrück-Eifel renacen estos conceptos rituales, al igual que en las islas Británicas, con la aparición de las tumbas con carro.
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Con demasiada frecuencia la Arqueología ha practicado fórmulas excesivamente simples de identificación entre distribuciones de un determinado tipo de cerámica o de rito de enterramiento y la definición étnica del grupo social en el que se registra. En el peor de los casos, esta identificación se ha practicado exclusivamente sobre rasgos físicos paleoantropológicos, es decir, por diferencias raciales. En la mayor parte de los casos se ha terminado por igualar estos grupos étnicos culturales o raciales con unidades políticas, desvirtuando hasta niveles estereotipados la realidad histórica. Los recientes análisis de la Arqueología y los menos recientes de la Antropología, han puesto en cuestión estos conceptos al mostrar la complejidad de las estructuras culturales por una parte, y al romper la identificación entre etnias y estructuras políticas, por otra. L. F. Bate ha resaltado en sus últimos trabajos que la etnia es un producto histórico, muy alejado de las rígidas lecturas exclusivamente raciales, que puede sobrevivir al modelo político en que se construyó, pero además que es una estructura viva, y en consecuencia cambiante, por su interacción con cada nueva situación histórica. Por otra parte y en el marco de la estructura cultural, la etnicidad se articula en diferentes escalas a la hora de compartir factores culturales y de disponerse especialmente, lo que implica que un Estado o entidad política puede comprender varias culturas y viceversa. La península italiana se ha ordenado en razón a la cultura material mueble e inmueble en una serie de grandes áreas. En atención al rito de enterramiento, que ha jugado un enorme papel en la división cultural de la arqueología tradicional, todo el norte italiano (grupo de Golasecca al oeste y Paleovéneto o Este al este), así como el área protovillanoviana que ocupa la Toscana y el Lacio, se incluyen dentro de los ritos de cremación en urna; mientras que el resto, es decir, las áreas centro-oriental y meridional, se inscribe en la región de los ritos de inhumación. A partir de esta primera diferencia señalada en la zona de tradición crematoria, desde inicios del siglo IX, el Lacio realiza un rápido cambio hacia la inhumación, definiendo así la cultura Lacial, en tanto la Toscana produce un complejo proceso de cambio en el mismo sentido que se alargará hasta la época etrusca en el siglo VII a.C., definiendo el área de la cultura Villanoviana primero y Etrusca después. Ateniéndose a factores lingüísticos y a la documentación histórica literaria al mismo tiempo que a las referencias del ritual de enterramiento, la zona de predominio de la inhumación ha sido ocupada por la cultura medio-adriática o Picena, correspondiente al mundo lingüístico osco-umbro, y que se localiza en paralelo pero al este de la cultura Villanoviana y Lacial; al sur de aquélla y ocupando toda la Apulia, en la vertiente suradriática de la península italiana, se define la cultura Japigia, que cubre a los pueblos históricos daunios, peucezios y mesápicos. Por último, desde la Campania a Calabria se dispone la Cultura de las Tumbas de Fosas, que incluye a pueblos históricos como los enotrios, en el ámbito de la costa del mar Jónico. En la Península Ibérica se definen dos amplias zonas, en función no tanto del ritual de incineración como de la influencia europea o mediterránea. El primer núcleo se extiende ya desde la misma costa suroriental francesa hasta alcanzar la provincia de Castellón y asciende aguas arriba del río Ebro hasta alcanzar puntos como Cortes de Navarra; no obstante, el factor mediterráneo se deja sentir en la zona a partir del siglo VII a.C., como lo muestran los asentamientos de Vinarraguell en Castellón y, en menor medida, Isla d'en Reixac en Gerona. Esta área de fuerte tradición de los Campos de Urnas agrupa, según las fuentes históricas escritas, un conglomerado de pueblos que la arqueología por el momento no ha podido aislar culturalmente. En cambio, el proceso se muestra más claro en el área cultural del sur peninsular. El primer foco de interés se detecta, ya desde los primeros siglos del milenio, en el llamado Bronce Final del Suroeste o de las Estelas, que agrupa un ámbito territorial desde el sur de Portugal a Extremadura por el norte o el Bajo Guadalquivir por el oeste. Se trata de un área estratégica tanto por ser el punto de unión de las rutas atlánticas marítimas y terrestres con las mediterráneas a través del estrecho de Gibraltar, como por sus propias riquezas mineras. El mejor referente de su cultura material lo ofrece el ejemplo del depósito de la ría de Huelva, seguramente un cargamento hundido de armas de bronce amortizadas para ser recicladas, resultado de la mezcla de estilos atlánticos y mediterráneos en sus productos de bronce (espadas de lengua de carpa, de hoja pistiliforme, de lengüeta calada, hachas de talón y anillas, de apéndices, escudos de escotadura en «V», fíbulas de codo, etc.). El paso del Bronce del Suroeste al periodo del Hierro tartésico se produjo desde el momento en que se dejó sentir el peso de los primeros productos orientalizantes, pero el área tartésica, que en alguna ocasión la historia literaria ha llevado hasta la costa levantina, es asimismo un conglomerado de pueblos. De todos ellos, en los últimos tiempos se han comenzado a aislar el mastieno, que se localiza a partir del Alto Guadalquivir y hasta la zona murciano-alicantina, en función de las excavaciones de Los Saladares, Peña Negra y Monastil en la provincia de Alicante. En el plano de los rituales de enterramiento, el área franco-catalana asume las tradiciones de la cremación de los Campos de Urnas centroeuropeos, en tanto que el área tartesio-mastiena sigue un complejo proceso, semejante al de la Toscana pero en sentido contrario, aunque con amplios vacíos de información que hacen difícil cualquier generalización del hecho; así, durante el siglo VII a.C., la práctica de la inhumación convive con la cremación en asentamientos como Setefilla en Sevilla, o domina en casos como Cerrillo Blanco en Porcuna; en cambio, en el área mastiena la incineración se documenta como forma dominante en Peña Negra durante los siglos VII y VI a.C. La península Itálica muestra, desde la mitad del siglo V a.C., cambios significativos en la distribución étnica conocida en la etapa anterior. En el norte, las fuentes hablan de los galos, Senones y Boios, que se adentran hasta territorio piceno en el centro de Italia y que, a principios del siglo IV a.C., llegaron a asediar a la misma Roma. Hacia el sur, el caso es más complejo porque conlleva una auténtica reestructuración de las viejas etnias. Para ello hay que valorar una serie de cuestiones: de una parte, la destrucción de la colonia griega de Síbaris, que era pieza clave en la conexión del este y el oeste del sur de Italia, así como la incapacidad del resto de las ciudades griegas para ocupar su papel, lo cual contribuyó a dejar un vacío en la estructura del territorio hasta entonces ordenado por las funciones económicas y políticas de los griegos. De otra parte, hay que añadir la crisis etrusca, que llevó consigo el abandono de la Campania. Desde el punto de vista de las etnias indígenas locales, éstas habían conseguido en ese momento un cierto grado de poder económico y control político al que se sumó la presión demográfica de los grupos itálicos del centro de la península que, como los samnitas, se hicieron cada vez más presentes en la sociedad daunia y lucana, primero como mercenarios y después formando parte de la propia elite dominante; así lo muestra el enterramiento de la necrópolis lucana de Atella, en la que se sigue un rito de deposición en el que el cuerpo se presenta en posición extendida y boca arriba, al modo tradicional samnita. En general, el periodo abierto a partir de fines del siglo V a.C. recompone el panorama étnico fortaleciendo las etnias lucana y daunia, ahora con un fuerte componente samnita, al tiempo que se definen otras nuevas como los bretios, antigua población dependiente de los lucanos y localizados en Calabria. En la Península Ibérica la decadencia tartésica, que se documenta a fines del siglo VI a.C., coincide con cierto desarrollo de la Alta Andalucía y, en general, de todo el sudeste, es decir, de la vieja etnia periférica mastiena, que define en términos culturales el paso al Ibérico Pleno en su fase más antigua (en esta área, el Ibérico Antiguo se identifica con el orientalizante reciente o con el Tartésico Final del siglo VI a.C. en la Baja Andalucía). Coincide además este hecho con cierto auge del comercio ampuritano, que está llegando de forma evidente a toda el área levantina y con algunos límites a la Alta Andalucía, lo que se documenta por la presencia en muchos asentamientos de la copa jonia B-2 o por algunos elementos estilísticos que se siguen tanto en la escultura de Elche como en el conjunto escultórico de Porcuna. En la segunda mitad del siglo IV a.C. se observan síntomas de crisis semejantes a los que se indicaban en Italia, permitiendo el desarrollo de un nuevo mapa étnico, que conocieron romanos y cartagineses durante la segunda guerra púnica, a fines del siglo III a.C.; en él, donde anteriormente se localizaban los viejos tartesios se reconocen ahora los turdetanos y túrdulos, y en el territorio mastieno, los contestanos y bastetanos. Otros grupos, como los oretanos ceñidos a la Meseta durante la etapa anterior, ahora se distribuyen por el Alto Guadalquivir, con capital en Cástulo. Hacia el norte se dibuja un área de etnias ibéricas entre el Júcar y el Ebro, como los edetanos, los ilercavones o los ilergetes con características propias a partir de la reordenación étnica de los siglos IV y III a.C., incluso en la decoración cerámica, tal y como lo muestra el estilo figurado narrativo de la cerámica de la edetana Liria en contraposición al estilo simbólico figurado de Elche-Archena de los contestanos, o al de tradición geométrica del resto de los casos citados. Por último, más hacia el norte se abre un área ibérico-languedociense, con una definición muy particular en su cultura material, al presentar tipos cerámicos propios, como las producciones de cerámica gris o de pintura blanca y modelos de poblamiento diferentes como los de los laietanos, indiketes, sordos y elisices entre otros.
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Según la tradición, Licurgo sería el encargado de llevar a cabo la reforma institucional de Esparta, aunque parece más bien el resultado de la propia evolución de la ciudad. En el siglo VI a.C. se establecieron las instituciones tal y como hoy las conocemos, manteniéndose sin apenas cambios hasta el helenismo. La Asamblea y el Consejo eran los órganos de gobierno espartanos. La Asamblea se denominaba Apella y en ella se reunían los ciudadanos mayores de treinta años, con voz pero sin voto, rechazando o aprobando las propuestas que les eran planteadas por el Consejo de Ancianos, bajo la previa supervisión de los reyes y éforos. Entre las funciones de la Asamblea estaba la elección, por aclamación, de los éforos y la declaración de la guerra. El Consejo de Ancianos recibía la denominación de Gerusía; la componían treinta miembros de los que veintiocho eran mayores de sesenta años, ya que estaban licenciados de la milicia. Los otros dos miembros eran uno de los reyes y uno de los éforos, asistiendo al Consejo por turnos. La función de este organismo era consultiva, examinando todas las propuestas que eran planteadas a la Asamblea. Los Eforos controlaban el proceso político. Parece que su origen debemos buscarlo en los representantes de las cinco aldeas que conformaron Esparta tras su unión. Entre sus funciones estaba plantear las propuestas a la Asamblea así como juzgar a los reyes, jurando éstos ante los éforos que gobernarían según la legislación establecida. El poder ejecutivo estaba casi en manos de este organismo que también controlaba la administración y presidía la Asamblea. La cabeza institucional de Esparta estaba en manos de los reyes, la Diarquía, ya que desde la época arcaica se habían mantenido en el gobierno espartano dos reyes miembros de dos casas reales diferentes, los Ágidas y los Euripóntidas. Al gobernar al mismo tiempo se aseguraba la libertad de los súbditos, ya que tenían derecho de veto, ejerciéndolo cuando la decisión de uno de ellos fuera contraria a los intereses de la generalidad. En situación de conflicto bélico, los reyes ostentaban la comandancia suprema del ejército, aunque los éforos y un consejo militar controlaban sus decisiones. Desde el siglo VI a.C. la jefatura del ejército correspondía a uno de los reyes de forma alternativa, dirigiendo uno la campaña mientras que el otro se quedaba en Esparta para organizar la eventual defensa de la ciudad. Los reyes también tenían potestades religiosas.