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Este cuadro es prácticamente idéntico al Entierro de la Santa de la colección del Conde de Ibarra, por lo que recomendamos acudir a este cuadro para analizar en profundidad sus características maestras.
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Caravaggio pintó este lienzo inmediatamente después de su huida de la cárcel en Malta, donde se había refugiado desde su salida de Roma. Nada más llegar a Siracusa, se encontró con la iglesia principal, la iglesia de Santa Lucía, en restauración. El cabildo vio como caída del cielo la llegada del artista y le encargó el lienzo para adornar la iglesia reformada. En el edificio se encuentran también los restos de la santa, quien fue decapitada por no renunciar al catolicismo. El cuadro ha sufrido muchos retoques, especialmente en el siglo XVII y uno de ellos del propio Caravaggio: observando la figura de la muerta, podemos apreciar una ligera anomalía en la unión de cabeza y tronco; se debe a que el pintor había realizado la cabeza totalmente separada del cuerpo, pero se juzgó demasiado tremebundo el efecto y lo corrigió mediante un repinte. La maestría a la hora de componer la escena resulta sobrecogedora. El cuerpo bellísimo de la joven mártir está enmarcado por las figuras de los enterradores, que forman una especie de paréntesis en esta parte del lienzo, separando del resto de la composición a la virgen. El cadáver marca una fortísima horizontal en brusco contraste con el resto de los personajes, arremolinados verticalmente tras ella. Y todos estos elementos se concentran como un lastre en la mitad inferior del cuadro, mientras la mitad superior está completamente vacía, en tonos desvaídos y oscuros. El efecto es similar al cuadro de David sobre la Muerte de Marat, pintado más de un siglo después.
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La pintura de paisajes estaba considerada en España como un arte de segunda categoría. Por eso, era habitual que se encargaran a artistas extranjeros, preferentemente flamencos o italianos. Sin embargo, un francés despuntó rápidamente entre los paisajistas del Barroco; su nombre era Claude Gellée, conocido en nuestro país como Claudio de Lorena por su lugar de procedencia. Felipe IV le encargó numerosas obras para el Palacio del Buen Retiro, entre ellas este Entierro de Santa Serapia. Lorena nunca representa el paisaje de manera aislada, sino que su temática se integra perfectamente en la composición paisajista. Así, el entierro se sitúa en primer plano, mientras Santa Sabina y sus acompañantes presencian el funeral. Al fondo se observan unas ruinas clásicas que recuerdan la Roma antigua. La luz será la gran protagonista de las obras del maestro, una luz romántica - de los momentos preferidos por el artista: el amanecer o la puesta de sol - obteniendo composiciones ensoñadoras que en el siglo XVIII enamoraron a Turner y le sirvieron como punto de partida.
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A los diez años de llegar a Toledo -y a pesar de los descalabros sufridos con la catedral por el Expolio de Cristo y con Felipe II por el Martirio de San Mauricio- El Greco se ha labrado una importante fama en la ciudad castellana. La élite eclesiástica le ha escogido como su pintor y le encarga gran parte de las obras que se realizaban en la Ciudad Imperial. Así surge la obra maestra de Doménikos: el Entierro del señor de Orgaz. La escena fue realizada para la iglesia de Santo Tomé -de la que el pintor era parroquiano al habitar en las casas del Marqués de Villena que se encontraban en las cercanías- por encargo del párroco don Andrés Núñez de Madrid. El protagonista del enorme lienzo es don Gonzalo Ruiz de Toledo, señor de Orgaz -y no conde como acostumbramos a denominarle, ya que sus descendientes no obtuvieron el condado hasta el siglo XVI, por lo que el título tradicional del cuadro debería ser cambiado-. Este noble toledano vivió a caballo de los siglos XIII y XIV, y tuvo especial relevancia por sus obras de caridad y por las donaciones que hizo a las instituciones eclesiásticas de la ciudad. Gracias a la ayuda de don Gonzalo, los monjes agustinos que vivían en la parroquia de San Esteban, a orillas del Tajo, consiguieron trasladarse al lugar donado por el noble para construir allí una nueva iglesia. Cuando murió don Gonzalo en el año 1323 pidió ser enterrado en su parroquia, la de Santo Tomé. En el momento de enterrar su cuerpo en la fosa, aparecieron milagrosamente San Esteban y San Agustín para depositarle, siendo éste el momento elegido por el pintor. Al ser monjes agustinos de San Esteban a quienes patrocinó don Gonzalo fueron ambos santos los que aparecieron. Ésta es la temática de la obra, pero ¿cuál es el motivo por el que se realizó?. Antes de fallecer, don Gonzalo legó ciertas rentas de la villa de Orgaz -de la que era señor como ya hemos indicado- a la iglesia de Santo Tomé, donde debía ser enterrado. Estas cantidades anuales fueron pagadas religiosamente por la villa a la iglesia todos los años hasta 1564, cuando las gentes de Orgaz decidieron unilateralmente finalizar la donación. Don Andrés Núñez, párroco de Santo Tomé en aquellos momentos, inició un pleito contra la villa para recuperar esas rentas, obteniendo el respaldo judicial. Con las ganancias obtenidas decidió mejorar la capilla funeraria de don Gonzalo Ruiz, incluyéndose entre estas mejoras el cuadro de El Greco. El contrato fue firmado por Doménikos en 1586 y en él se incluyen las líneas maestras de la composición. La obra se divide claramente en dos partes. En la zona inferior está el milagro, trasladado al siglo XVI, contemplado por un buen número de nobles toledanos contemporáneos de El Greco. En la parte baja de la imagen se observa en primer plano el milagro, con la figura de don Gonzalo en el centro en el momento de ser depositado por los dos santos: San Agustín -vestido de obispo- que le agarra por los hombros y San Esteban -como diácono, representando en su casulla su propio martirio- que le sujeta por los pies. Junto a ellos encontramos un niño vestido de negro, que porta una antorcha y lleva un pañuelo con una fecha: 1578; esto hace suponer que se trata del hijo de Doménikos, Jorge Manuel, nacido en ese año. A la derecha se sitúa don Andrés Nuñez de Madrid, el párroco de Santo Tomé, que abre las manos y eleva su mirada hacia el cielo, vistiendo la saya blanca de los trinitarios. Le acompañan dos sacerdotes más: uno, con capa pluvial negra, lee ensimismado el Libro de Difuntos y otro porta la cruz procesional y tiene la mirada perdida. A la izquierda aparecen dos figuras con hábitos de franciscanos y agustinos, siendo estas tres Órdenes las más importantes de la ciudad. Tras estas figuras se encuentran los nobles toledanos que asisten al milagro, vestidos con trajes negros y golillas blancas. Sus manos indican el escaso movimiento existente en la escena y refuerzan la expresividad de sus rostros, en los que El Greco ha sabido captar diferentes estados de ánimo, siendo el más generalizado la aceptación sincera de lo sobrenatural. Se han identificado algunos personajes como don Diego de Covarrubias y su hermano Antonio; un posible autorretrato en la figura que mira hacia el espectador; don Juan de Silva, Protonotario Mayor de Toledo que aparece para certificar el milagro, en el centro de la imagen, elevando su mirada hacia el cielo. Esta zona inferior se circunscribe claramente en un rectángulo -recurso muy empleado en el Quattrocento- en el que desaparece el suelo y las figuras se van hacia adelante por el peso del cadáver y la isocefalia de los nobles, que anula de esta manera la perspectiva. Encontramos las mismas tonalidades: blanco, negro y dorado. Curiosamente el dorado resalta la luminosidad del blanco y la oscuridad del negro. Los detalles de las vestimentas y de la armadura demuestran la elevada calidad de la pintura de Doménikos, a pesar de la pincelada suelta que emplea. Los destellos de la luz reflejándose en la armadura son sorprendentes. La zona superior se considera la zona de Gloria, hacia donde se dirige el alma de don Gonzalo. Se organiza a través de un rombo, crea un movimiento ascendente hacia la figura de Cristo que corona la composición. Viste hábito blanco -símbolo de la pureza- y está sentado, siendo una de las enormes figuras tradicionales del candiota cuyo canon estético rompe con el tradicional. A su derecha vemos a la Virgen, vestida con sus tradicionales colores azul y rojo, que simbolizan la eternidad y el martirio, respectivamente. Frente a María se sitúa una figura semidesnuda que se identifica con San Juan Bautista, siendo ambos los medios de intercesión y salvación ante Dios. De esta manera se representa una Deesis, muy habitual en el arte bizantino. En la zona izquierda de la Gloria encontramos a San Pedro, portando las llaves de la Iglesia, junto a querubines, ángeles y otros santos. En la derecha se sitúan San Pablo, Santo Tomás -con una escuadra- e incluso Felipe II, a pesar de no haber fallecido, como también hizo Tiziano para Carlos V en la Gloria, hoy en el Museo del Prado. Estas figuras de la zona superior tienen mayor movimiento, acentuándose algunos escorzos como el del ángel del centro de la imagen. Las tonalidades se han hecho más variadas como el amarillo, el verde o el naranja, colores totalmente manieristas junto a los tradicionales de la Escuela veneciana, presididos por el azul, el rojo y el blanco. Entre ambas zonas existen numerosos nexos de unión que hacen que la obra no esté formada por dos partes aisladas entre sí. El primero viene determinado por la luz, ya que el episodio se desarrolla en un interior y la única luz existente procede de la parte superior. En la zona baja encontramos algunos personajes que miran hacia arriba como el párroco, el Protonotario Mayor de Toledo o la figura que se sitúa tras el sacerdote que lee. La Virgen mira hacia abajo como si fuera a recibir el alma de don Gonzalo, que es transportada por el ángel con las alas desplegadas, la figura que se sitúa entre medias de los dos mundos. Incluso la cruz procesional se eleva hasta la zona celestial. Respecto a la técnica, Doménikos trabaja la obra con manchas de color, como había aprendido en su estancia veneciana. Si se observa detenidamente apreciamos la ausencia casi total de dibujo; en la zona de los nobles toledanos el traje está conseguido a través de manchas negras que soportan los rostros y las manos, enmarcados por las golillas y los puños obtenidos con manchas de pasta blanca. La escena tiene un elevado componente didáctico al aparecer la pequeña figura de Jorge Manuel señalando con su mano izquierda al señor de Orgaz. De esta manera indica cuál es el destino del hombre que ha realizado buenas acciones en su vida, considerándose las obras de caridad como condición indispensable para la salvación eterna. El rechazo de estas buenas acciones como determinantes para el resultado final por parte de las doctrinas protestantes llevaría al Catolicismo a realizar una especie de "cruzada" para resaltar el valor de la caridad, siendo este cuadro un típico ejemplo de la Contrarreforma. No debemos olvidar que la integración de Doménikos en el mundo religioso de Toledo fue muy efectiva, convirtiéndose en el pintor de lo espiritual. Igual que ocurrió con el Expolio de Cristo para la catedral de Toledo, con el Entierro también aparecieron problemas económicos. En el contrato se estipulaba que El Greco realizaría la obra en un año, recibiendo 100 ducados como adelanto y corriendo con los gastos de material. Se reflejaba que sería el sistema de tasación por el que se determinaría el precio final. Los primeros tasadores fijaron la cantidad de 1.200 ducados, cifra que pareció muy elevada al párroco de Santo Tomé, quien pidió que se revisara la tasación con el fin de rebajar el precio. Sin embargo, el segundo equipo tasador elevó la cantidad inicial a 1.600. Don Andrés Núñez decidió volver a apelar, dictando el Consejo Arzobispal que se pagara a Doménikos los 1.200 ducados iniciales. El pintor aceptó de mala gana el veredicto pero prefirió el dinero a perderse en pleitos que no condujeran a nada. De esta historia podemos deducir la escasez económica de la parroquia de Santo Tomé, origen del conflicto entre las partes. Tuvo que ser el propio don Andrés quien sufragase los gastos con dinero de su bolsillo. A pesar de este enfrentamiento, párroco y pintor mantuvieron sus buenas relaciones.
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A los diez años de llegar a Toledo surge la obra maestra de El Greco: el Entierro del señor de Orgaz. La escena fue realizada para la iglesia de Santo Tomé por encargo del párroco don Andrés Núñez de Madrid. La obra se divide claramente en dos partes. En la parte baja de la imagen se observa, en primer plano, el milagro, con la figura de don Gonzalo, en el centro, en el momento de ser depositado por los dos santos: San Agustín -vestido de obispo- que le agarra por los hombros y San Esteban -como diácono, representando en su casulla su propio martirio- que le sujeta por los pies. Junto a ellos encontramos un niño vestido de negro, que porta una antorcha y lleva un pañuelo con una fecha: 1578; esto hace suponer que se trata del hijo de Doménikos, Jorge Manuel, nacido en ese año. A la derecha se sitúa don Andrés Nuñez de Madrid, el párroco de Santo Tomé, que abre las manos y eleva su mirada hacia el cielo, vistiendo la saya blanca de los trinitarios. Le acompañan dos sacerdotes más: uno, con capa pluvial negra, lee ensimismado el Libro de Difuntos y otro porta la cruz procesional y tiene la mirada perdida. A la izquierda aparecen dos figuras con hábitos de franciscanos y agustinos. Tras estas figuras se encuentran los nobles toledanos que asisten al milagro, vestidos con trajes negros y golillas blancas. Se han identificado algunos personajes como don Diego de Covarrubias y su hermano Antonio; un posible autorretrato en la figura que mira hacia el espectador; don Juan de Silva, Protonotario Mayor de Toledo que aparece para certificar el milagro, en el centro de la imagen, elevando su mirada hacia el cielo. La zona superior se considera la zona de Gloria, hacia donde se dirige el alma de don Gonzalo, creando un movimiento ascendente hacia la figura de Cristo que corona la composición. A su derecha vemos a la Virgen, vestida con sus tradicionales colores azul y rojo. Frente a María se sitúa una figura semidesnuda que se identifica con San Juan Bautista, siendo ambos los medios de intercesión y salvación ante Dios. De esta manera, se representa una Deesis, muy habitual en el arte bizantino. En la zona izquierda de la Gloria encontramos a San Pedro, portando las llaves de la Iglesia, junto a querubines, ángeles y otros santos. En la derecha se sitúan San Pablo, Santo Tomás -con una escuadra- e incluso Felipe II. Entre ambas zonas existen numerosos nexos de unión que hacen que la obra no esté formada por dos partes aisladas entre sí.
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La obra maestra de Courbet es el Entierro en Ornans, donde transmite con el máximo realismo posible un funeral - posiblemente el de su propio abuelo materno - al que asiste toda la comunidad, desde los representantes del ayuntamiento hasta las plañideras oficiales, pasando por los hidalgos y la familia del pintor. Incluso un perro perdiguero no quiere perderse el evento y se presenta en primer plano. Por comentarios del propio pintor sabemos que toda la población de Ornans, su pueblo natal, quiso posar para el cuadro, resultando un conjunto de casi 40 personajes a tamaño natural representados con enormes dosis de veracidad. Se puede decir que esta obra es un panfleto del nuevo estilo artístico defendido por Courbet considerado como un arte científico, naturalista, anticlásico, antirromántico, antiacadémico, progresista y social, cuya única fuente debía ser la observación directa del natural. Las figuras forman un grupo compacto y se recortan sobre las planas montañas de la localidad, representadas en diversas actitudes y posturas, siendo una de las mejores galerías de retratos de la historia del arte. Las tonalidades empleadas son bastante oscuras, siguiendo el cromatismo de los cuadros barrocos españoles y holandeses que había contemplado en el Louvre durante su juventud. El estilo de Courbet es muy seguro, dominado por un poderoso dibujo y un acertado estudio lumínico ligeramente inspirado en Caravaggio. Desgraciadamente empleaba mucho betún para las tonalidades negras, lo que provoca problemas de conservación en sus lienzos. Esperando obtener un sonoro triunfo en el Salón de París - como ya había ocurrido un año antes al conseguir una segunda medalla - presentó su lienzo pero recibió sonoras críticas y sólo alguna que otra alabanza, especialmente de los jóvenes pintores.