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Arte Islámico

Desarrollo


Cuando nos referimos a La Meca o Medina como ciudades estamos incurriendo en una hipérbole notable ya que, como mucho, debieron ser unas estaciones caravaneras que carecían de las instituciones municipales que, de forma incipiente o plena, eran normales de un lado al otro del Mediterráneo; no parece que conociesen institución, autoridad o reglamentación alguna, más allá de las tribales o familiares. El Islam se propuso como una umma o comunidad de nuevo cuño, que disolvió los lazos basados en la familia, pero no consideró necesario desarrollar algún otro basado en el hecho de la vecindad. Y así siguió siendo, de tal forma que cuando aparecieron funcionarios, éstos no representaron a los vecinos, ni emanaba su autoridad de la del señor, sino que eran expresión y necesidad de la única preceptiva legal, la coránica. Por otra parte, fue la aljama la manifestación específica de la comunidad, y por tanto fue centro absoluto de la ciudad, único vínculo primario entre sus habitantes, y en torno a ella se situaron, casi en una ordenación fija y canónica, las demás funciones urbanas. La carencia de legislación municipal se manifestó como principio de desorden formal, es decir, en la carencia de reglamentos que defendieran lo público frente a lo privado, que siempre prevaleció; así el arte urbano que la ciudad antigua había adoptado como expresión del concepto de polis o civitas y el viejo evergetismo se perdieron; las ideas de trazado regulador, perspectivas, continuidad, nitidez en la concatenación de espacios públicos, etc.

.. carecieron de sentido en la madina, que fue el epítome del desarrollo orgánico, pintoresco y circunstanciado, con calles laberínticas, cerradas sobre sí mismas, sin plazas, de varios tamaños, etc. Allí donde el Islam encontró ciudades antiguas de trazado riguroso, siguieron siendo perceptibles las calles antiguas, pero no las plazas, ni los límites urbanos, ya que al extenderse, el trazado de las nuevas vías rompió por lo general las alineaciones, y así es fácil distinguir la parte islamizada de una urbs de su ampliación islámica, cuya autonomía formal corrió pareja de la funcional, ya que salvo la obligación de asistir el viernes a la única aljama, el resto de las funciones se repetían en cada arrabal que la madina vio crecer. Sin embargo, como hemos señalado, muchos de los elementos concretos de la ciudad, la aljama sobre todo, poseyeron estructuras formales rigurosas y autosuficientes, de tal manera que se logra, a la vista del plano de una ciudad musulmana, la identificación de sus elementos básicos, que destacan como los cristales regulares de una roca, que sobrenadan en medio de un magma anárquico. La transformación consistió en alterar alineaciones, agrupar manzanas dejando sectores de calle sin salida, ocupar plazas y reducir, en general, los espacios públicos al mínimo indispensable; y si hoy reconocemos valores artísticos en las ciudades musulmanas, más allá de los que atesoran sus edificios, éstos se basan en la graciosa y pintoresca interacción de sus formas, las sorpresas que deparan sus estrechas callejuelas y los efectos locales que se dan cuando, a través de rupturas, atisbamos una cúpula, un alminar o una portada, todo ello bañado por un aire luminoso.

En el año 17 de la Hégira comenzaron a inventar aglomeraciones de respetable tamaño, los amsar, cuyo provisorio carácter campamental fue patente desde sus primeros momentos, como los propios nombres indican, pues no debían ser más que grupos de tiendas o cabañas plantadas en torno a una precaria mezquita. Sin embargo, su valor militar y la población musulmana les dieron pronto carácter de capital de los territorios circundantes y antes de cumplirse el primer siglo ya eran ciudades, en el sentido islámico: asentamiento fijo, es decir arquitectónico, de una porción de la umma. Si el trazado que reflejan sus planos más antiguos retiene algo de lo que fueron en sus primeros momentos, hemos de convenir que en esto no hubo interés por trazados explícitos. Parece como si para ellos un asentamiento tuviese, en los primeros momentos, el valor mínimo de un lugar de paso, ya que cuando a lo largo y ancho de la Historia contemplamos procesos similares, advertimos en todos los nuevos pobladores una preocupación casi obsesiva por trazar y regular el loteo y ha sido motivo de orgullo para todas las culturas colonizadoras el que sus asentamientos sean a la vez regulares, ampliables y bellos. Si las ciudades romanas, las bastidas y las pueblas representan, con sus monótonos loteos cuadriculados, el espíritu urbano de toda colonización, hemos de convenir que el Islam no colonizó, sólo convirtió a su religión. Un panorama distinto se observa cuando la ciudad tiene origen palatino, es decir, se debe a la iniciativa de una sola persona.

El caso más antiguo es el de Anyar, en Siria, fechada hacia el 714 bajo el omeya Walid, cuyo trazado es tan lógico y riguroso que, si no fuera por la mezquita y los letreros existentes, los investigadores lo hubieran tomado por romano; en esta misma línea están la mayoría de los establecimientos omeyas, aunque fueron de tamaño menor y el esquema se repitió, incluso, en una de las ciudades abbasíes de primera hora, Ujaidir, en Iraq, levantada hacia el 778. No hay duda de que ha sido Bagdad, a lo largo y ancho de la historia del urbanismo mundial, la ciudad creada sobre el esquema más riguroso y unitario: un círculo y el conjunto de sus radios principales. Fue creada por Al-Mansur en 762, acabada en 767, y siguió esquemas típicos del urbanismo antiguo de la región. En muchas ocasiones la topografía del lugar colaboró a la regularidad, y evitó la rigidez y la monotonía; éste es el caso de Samarra, comenzada en el 836 por Al-Mutasim, y continuada durante unos treinta años; su desarrollo a lo largo de la orilla izquierda del Tigris fomentó, junto a la continuidad de grandes conjuntos palatinos y religiosos de traza octogonal y la ordenación de sus barrios por etnias, una disposición fluida y coherente, de calles rectas y continuas, articuladas a partir de nodos; algo similar ocurrió con una de las fundaciones fatimíes en Ifriqiya, Mahdiya, iniciada hacia 914, ya que, al ocupar una estrecha y alargada península, la ubicación de sus edificios neurálgicos forzó una disposición de las vías fundamentales continua, aunque al no ser una ciudad palatina, los vecinos evitaron que la geometrización fuera general.

El tercer ejemplo de regularidad animada por la topografía es el de Madinat Al-Zahra, fundada por el primer califa andalusí, Abd al-Rahman en el 940, en una suave pendiente mirando al Guadalquivir, cuyo aterrazamiento produjo una planta bastante bien articulada de la que sólo la mezquita rompió las alineaciones de aquella urbe palatina tan bien construida, y cuya destrucción en el 1010 evitó la perversión de su traza. Cuando los mismos fatimíes fundaron junto a Fustat la nueva ciudad de al-Qahira, en 969, pretendieron alojar sólo una serie de residencias para los nuevos gobernantes de Egipto y un grupo de centros administrativos, mezquitas, etc. En ella, que llamamos El Cairo, aún se percibe con nitidez el cuadrado de 1200 metros de lado, la rígida disposición de sus puertas viejas y la casi perfecta cruz axial que forman sus calle principales. En los siglos siguientes no faltaron iniciativas palatinas en las que la traza fue geométrica; éste es el caso de la reforma que el sah Abbas introdujo en 1598 en Isfahan cuando trasladó la capitalidad de sus Estados desde Qazvin; la planificación parece que fue obra personal del sah, y muy especialmente la gran plaza que lleva su nombre, Maidan-i-Sah, comenzada en 1611, y que fue un gran rectángulo de 502 por 162 metros. Su uso era múltiple: juego del polo, instalación de mercados y, con iluminación nocturna, lugar para el paseo y tomar café.

En conexión con estas obras debe recordarse el puente de Hwagu, en el que concluía una avenida, la Cahar Bag, que se ha dado en llamar "les Champs-Elysèes" de Ispahan. Antes de cerrar este apartado recordaremos tres intervenciones parciales sobre organismos urbanos preexistentes pues, al incluirse en callejeros orgánicos, supusieron un esfuerzo mayor que si hubiesen sido fundaciones. La más vieja de ellas es la de la Sevilla almohade, cuando entre 1160 y 1198 los califas se empeñaron en la construcción de un nuevo centro urbano, constituido por una nueva aljama y una alcaicería, unidos a las alcazabas, mediante eje uniforme de casi trescientos metros de longitud. La segunda es la de la plaza saffawí de Samarkanda, llamada de Rigistan, de fines del XIV, de traza rectangular, a la que abren axialmente las portadas monumentales de grandes edificios públicos. La tercera y última es la que realizó entre 1550 y 1557, el gran Sinan, y que tiene por protagonista a la Süleaniye Camii (mezquita de Solimán) como parte del conjunto, soberbiamente trazado, de la kulillié del mismo nombre, en la que, además del oratorio y su patio, se agrupaba una serie de dependencias de enseñanza, asistenciales e incluso un cementerio. Con estos ejemplos creemos que se puede intuir que los urbanistas islámicos funcionaron igual que los de otras culturas a la hora de levantar ciudades de nueva planta, siempre que mediara una iniciativa poderosa y unitaria, con derechos de propiedad exclusivos, como para que el resto de la umma no tuviera nada que decidir. Los muros de una ciudad, a la que entraremos seguidamente, no era lo único que el viajero encontraba, ya que, durante todo su trayecto, las fortificaciones eran parte sustancial del paisaje; así las torres de almenara, encaramadas en cerros inaccesibles, las rábidas y cortijos fortificados y los castillos (hisn, plural husun o qala, plural quila) le habían acompañado hasta las mismas puertas de la ciudad, de la que sólo algunos barrios nuevos pudieron carecer de muro, aunque algunas ciudades, como Samarra, no llegaron a tenerlos.

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