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Cuando la dinastía XVIII inició su andadura, sus monarcas comprobaron con desolación que no había en Egipto una sola tumba regia que hubiese escapado a la rapacidad de los saqueadores. En, vano habían sido las toneladas de piedra acumuladas sobre ellas, los engaños, las falsas puertas, las trampas, los tapones, todos los recursos del ingenio humano puestos en juego para preservarlas. Y es que la tentación era demasiado fuerte. El gusto egipcio por el boato, por el alarde, por la presunción, obligaban al rey no sólo a construirse una mansión suntuosa para la otra vida, sino a acumular en ella todo el oro y todas las riquezas a que estaba acostumbrado en este mundo, y esto era público y notorio, de modo que si, además, la tumba era conspicua y accesible a todos, bastaba una distracción de los guardianes o un descuido de los responsables, cuando no su complicidad con los depredadores, para que éstos se saliesen con la suya. Ante esta situación, Tutmés I tomó una medida revolucionaria: tener una tumba secreta, separada y distante del templo funerario. Era ciertamente incómodo para el cuerpo estar separado del lugar en donde le hacían las ofrendas y depositaban sus manjares, sus perfumes y todos los requisitos necesarios para una existencia grata en el Más Allá. Tutmés hubo de pensarlo mucho, antes de decidirse a que lo enterrasen a kilómetro y medio de distancia del lugar a donde el cuerpo tendría que desplazarse a diario para atender a sus necesidades.

Al cabo de los años, su hija Hatshepsut le ahorraría aquella molestia llevándoselo consigo a las cercanías de Deir el-Bahari, pero eso él entonces no lo sabía. Decidido a eludir la suerte de sus predecesores, Tutmés confió la delicada misión a su arquitecto Ineni. Este dejó constancia, en su capilla funeraria, del riguroso secreto de su proceder: "Vigilé personalmente la ejecución de la tumba de Su Majestad; yo solo, sin que nadie viese, sin que nadie oyese". No nos dice de qué medios se valió para acallar a los obreros en un país como Egipto, donde los rumores tienen alas. Es de suponer que los obreros fuesen prisioneros de guerra, y que una vez realizada la obra, Ineni les tapase la boca para siempre de la manera más expeditiva. Así se inauguró, en una tórrida garganta de la Montaña Tebana, bajo la sombra del picacho llamado El Cuerno, el célebre Valle de los Reyes, que había de albergar las tumbas de todos los faraones de las dinastías XVIII, XIX y XX. La única garantía de seguridad que ofrecía el Valle era la de que al estar juntos todos los reyes, se podía mantener en él una guarnición que los guardase a todos, en vez de tenerlos diseminados al borde del Nilo como ocurría antes. Y, en efecto, la vigilancia fue bastante efectiva durante las dinastías XVIII y XIX, en las que no tenemos noticias de ninguna violación; pero vino la dinastía XX, y con ella los funcionarios rapaces, propios de un régimen que ha perdido el prestigio y la autoridad, y entonces vemos a funcionarios procesados por robos de tumbas, tanto regias como de particulares.

Al final, ni en el valle de su nombre podían los reyes sentirse seguros. Antes del descubrimiento de la tumba de Tutankhamon ninguna sepultura de un rey egipcio se había encontrado en su sitio original. La de la reina Hatepheres era el ajuar de una tumba trasladada por Keops después de ser saqueada. Traslados de tumbas, como éste, se hacían periódicamente. Ramsés II sufrió, por lo menos, media docena de traslados. Cuando el mundo se olvidó de dónde estaba pudo descansar en paz, hasta que en el siglo XIX se descubrió el importante escondrijo de momias reales de Deir el-Bahari (entre ellas también la de Tutmés I), y fue trasladado con ellas al Museo de El Cairo. En suma, que los modernos hemos tenido que conformarnos con contemplar el ajuar de una tumba relativamente modesta, que tal vez no llegase a la décima parte de lo que habría en las tumbas de un Ramsés II o de un Tutmés III. Cuando contemplamos los más de cien metros de galería que ocupa ese ajuar en el Museo de El Cairo, nos sobrecoge pensar en la extensión que haría falta para exponer los tesoros de uno de aquellos grandes. El descubrimiento de la tumba, realizado en 1922, estuvo precedido y acompañado de las numerosas incidencias relatadas por Howard Carter, director de la excavación, en el extenso libro dedicado a la misma. Su predecesor en la concesión, Th. Davies, había desistido de ella por considerar que en el Valle no quedaba nada por descubrir.

Carter, en cambio, confiaba en encontrar una tumba regia, e incluso, por ciertos vestigios, la de Tutankhamon, no localizada aún, y animó a su amigo y mecenas, Lord Carnarvon, a emprender la búsqueda. Cuando al cabo de seis años de trabajos infructuosos, estaba a punto de abandonar la empresa, la suerte le sonrió, poniendo al descubierto la primera de una serie de dieciséis gradas que llevaban a una puerta sellada en el subsuelo. Los sellos de la guardia de la necrópolis estaban intactos y lo mismo otro sello con el nombre ansiado: Tutankhamon. Se iniciaban así cuatro años de excavación llenos de descubrimientos sensacionales. Nunca se había trabajado con tanto esmero. La paciencia, los medios reunidos, la cooperación internacional, el concurso de grandes expertos, no sólo de egiptología, sino de física, de química, de anatomía, etc., fueron ejemplares. Después de los casi setenta años transcurridos, no se le puede poner reparo alguno a quienes asumieron entonces la responsabilidad de recuperar para la ciencia todo lo que allí se encontraba. Ya al comienzo de la excavación, Carter se percató de que pese a estar cerrada y sellada, la tumba había sido violada. Por las trazas se pudo comprobar que aproximadamente a los diez años de efectuado el entierro, unos ladrones hicieron un boquete, suficiente para que pasara un hombre; luego fueron perforando todo el relleno de cascotes del corredor de entrada hasta llegar a la antecámara. Un hombre pequeño, tal vez un niño, fue el único que entró, pero estuvo en todas partes.

De un armarito de madera forrada de oro, de 50 cm de alto, que estaba en la antecámara, sustrajo una estatuiIla del rey, seguramente de oro, de la que quedan las huellas en la peana de madera forrada de oro. Y como ésa debió de hurtar bastantes cosas, algunas de las cuales hubo de dejar por el camino. He aquí un ejemplo de la sangre fría de los excavadores. Entre la primera y la segunda cámara encontraron un collar roto, y aunque por el boquete de la pared que tenía delante estaban viendo el primero de varios armarios de oro, nadie dio un paso adelante hasta que se recogió la última cuenta del collar. Se fue limpiando, fotografiando, inventariando, restaurando en talleres y laboratorios instalados allí mismo, todo con un cuidado tan exquisito, que nada se perdió ni deterioró. Los guardianes de la necrópolis debieron de percatarse del robo, a tiempo de sorprender y castigar a los culpables, pues la tumba quedó cerrada y sellada definitivamente. Nadie volvió a entrar. Seguramente cayó un aguacero que arrastró tierra, y cuando los obreros de Ramsés IV construyeron la aldeíta de la pirámide no advirtieron lo que tenían debajo de los pies. La tumba es relativamente pequeña y modesta, considerando la longitud y la profundidad de varias de sus vecinas, comparables a los subterráneos de una estación de metro. Seguramente respondía al esquema ideado en Amarna, en el que habría un corredor de acceso, una antecámara espaciosa (Sala de la Realeza Eterna), una estancia pequeña (Sala de la Restauración), la cámara sepulcral (Sala de la Partida hacia el Destino Funerario); y, por último, la Sala de la Reconstitución del Cuerpo.

En la tercera de ellas estaba la momia, encerrada en sus ataúdes, y sus tres armarios de madera y oro. Esta era la única sala decorada con pinturas murales: la conducción del cuerpo en un trineo tirado por los grandes de la corte (no por bueyes como de ordinario); la apertura de la boca de la momia osírica, en que Tutankhamon se había convertido. El oficiante de la ceremonia, revestido de una piel de pantera como era preceptivo al actuar como sacerdote de Sem, no es otro que el nuevo faraón Eye, tocado de la corona azul. Por último, Tutankhamon en presencia de varios dioses. A causa de su angostura, las estancias de la tumba quedaron atestadas de ofrendas suficientes para llenar un espacioso museo. Cuando Carter abrió un boquete en el tabique que tapiaba la entrada de la antecámara e introdujo una vela -el momento más emocionante de su vida-, vio "animales extraños, estatuas, y oro, en todas partes el destello del oro". Los animales extraños eran las dos efigies de la leona Mehet, la diosa de la lejanía, que retoma periódica y pacíficamente con la inundación del Nilo; otras dos de la vaca Mehet-Weret, la gran inundación de la que nace el océano, Nun, de la génesis del mundo y lleva a Re a sus espaldas hasta el horizonte del cielo, y el híbrido Anmut, de la cabeza de hipopótamo y cuerpo de guepardo. Estas parejas de animales flanquean tres lechos de madera dorada en los que el faraón puede atravesar el firmamento estrellado para ser acogido por Nut y renacer de ella.

Al lado de estos lechos desmontables había otros cuatro menos fantasiosos, entre ellos uno plegable, parecido a las actuales camas de campaña. Aunque pareciesen centinelas a los lados de una puerta (tapiada y encalada, la de la cámara funeraria), las estatuas en cuestión eran dos efigies de madera del faraón, ennegrecidas con pez y dispuestas para recibir su ka. En actitud de caminar, se distinguen únicamente por sus velos, el nemes en un caso y el khat en el otro, los dos con el uraeus sobre la frente. Visten, además, un faldellín con delantal triangular, sujeto por un cinturón con hebillas, y calzan sandalias, todo de madera dorada, lo mismo que el collar, el pectoral, los brazaletes, las pulseras y los objetos que llevan en las manos, la maza en la derecha y la vara larga en la izquierda. El color negro de la figura del rey pone de relieve el aspecto osírico de la resurrección, la regeneración y la vida. "Estos eran -escribe Carter- los objetos dominantes que llamaron nuestra atención. Entre ellos, alrededor de ellos, apilados sobre ellos, había otros innumerables: arcas exquisitamente pintadas e incrustadas; vasos de alabastro, algunos de ellos hermosamente labrados con motivos calados; extraños armarios negros; del interior de uno de ellos nos miraba una serpiente dorada, grande; ramos de flores o de hojas, un montón de curiosas cajas oviformes (conteniendo patos y otros comestibles naturales); varas de todas las formas y diseños; bajo nuestros ojos, en el umbral mismo de la cámara, una hermosa copa lotiforme de alabastro traslúcido; a la izquierda, un montón desordenado de carros volcados, relucientes de oro e incrustaciones; y mirando desde detrás de ellos, otro retrato del rey".

Detengámonos unos instantes en algunos de los que el excavador llama "objetos dominantes". El primero tendría que ser el "trono dorado e incrustado", pues él lo considera -y no por pasión de descubridor- el objeto más hermoso encontrado hasta ahora en Egipto. Se trata de un trono de maderas nobles, revestidas de arriba abajo de oro (plateado en zonas como el vestido de la reina) y de una intarsia de vidrios polícromos y de piedras semipreciosas. Las patas tienen pies de león y rematan en cabezas de la misma fiera, magníficamente repujadas. Serpientes aladas y coronadas forman los brazos del asiento; pero la obra maestra se encuentra en el respaldo, decorado con una de aquellas escenas, presididas por el disco solar, en que la corte de Amarna se exhibía en la más familiar intimidad: aquí Tutankhamon, cómodamente arrellanado en el cojín de una silla con escabel, se deja acicalar por la bella Ankheseamón. La operación está a punto de terminar; la pareja real luce sus mejores galas; la reina, de pie, da los últimos toques de perfume al esposo que la contempla embelesado. Merece la pena recordar que por entonces, y en el palacio de la ancha Knossos, se estaba instalando un trono de alabastro en un salón decorado con grifos para un rey-sacerdote de Creta. Mundos distintos, pero que mantenían relaciones amistosas y practicaban la diplomacia del regalo. En Egipto, un equipo de ebanistas, orfebres, glípticos, eborarios, esmaltadores, etc., haciendo muebles que son dechados de maestría; en Creta, un solo escultor, tal vez esclavo de Minos, con toda la tradición cicládica a sus espaldas, labrando un sencillo asiento de piedra para el "amigo de Zeus".

La obra maestra de las "arcas exquisitamente pintadas" es una en forma de baúl que a primera vista parece cubierta de miniaturas persas o de tablas florentinas. Es de madera estucada. Sus temas y su estilo no pueden ser más egipcios, aunque por sus muchos colores resulten desacostumbrados: el faraón como representante del orden querido por los dioses (maat), en la lucha contra las fuerzas del caos: sus enemigos del norte (Retenu, Siria) y del sur (Kush, Nubia), y los animales de la estepa. El contraste entre ambos mundos se aprecia bien en los cuadros: las fuerzas del orden, a pie y a caballo, marchan en disciplinadas formaciones mientras que las del adversario se arremolinan y huyen en la más espantosa confusión. Los cuadros tienen tantas minucias, que hace falta una lupa para examinarlos detenidamente. ¿Se parecerían a estos cuadros tan coloristas los relieves monumentales de los pílonos y patios cuando conservasen frescos sus colores? Hace un momento hablábamos de muebles que eran alardes de maestría en las artes de la madera y del metal. Al hacerlo, teníamos presentes también a los más virtuosos de estos especialistas, porque la suya suma a las dificultades inherentes a estas especialidades la de afrontar las sacudidas a que sus obras estaban sometidas antes del invento de las ballestas: los carroceros y los carneros. Tan admirado estaba Carter de los carros encontrados por él en la antecámara, que como buen británico (pueblo que luchó con los romanos a base de trombas de carros), no podía por menos de dedicar a los carreros de Tutankhamon todo un capítulo de su libro.

Como en todos los otros ejemplos, las cajas de estos carros no están provistas de asiento. El regio cochero iba siempre de pie y raramente se sentaba mientras conducía. Están enteramente abiertas por detrás, de modo que el conductor podía saltar rápidamente al suelo y subir de nuevo a su conveniencia. El piso consistía en una trama de tiras de cuero, cubiertas de una piel de animal o de una alfombrilla de pelo muy largo que facilitase con su elasticidad la ligereza del movimiento. El piso elástico de la caja era la forma primitiva de ballesta, pues la verdadera y más eficaz no se aplicó en Europa a ruedas de carruajes hasta el siglo XVII. En los coches egipcios se lograba una comodidad mayor colocando las ruedas y el eje lo más atrás que se pudiese, aprovechando así la flexibilidad que la lanza pudiera proporcionar. Por las muchas representaciones del rey en su carro sabemos que los caballos iban cubiertos de suntuosas gualdrapas y guardacuellos, y que la cabezada estaba provista de un penacho de plumas de avestruz. De estos arreos no quedaban restos en la tumba. Los arneses de cuero, evidentemente del tipo de collera, habían perecido, pero como se conservaba la mayor parte de su decoración -chapa de oro repujada- con tiempo y un estudio cuidadoso se pudieron recuperar en su mayor parte. Las riendas pasaban evidentemente por argollas sujetas a las colleras, y eran lo bastante largas para enrollarlas a la cintura regia, de modo que los brazos del rey estuviesen siempre libres para su defensa, pues el rey conducía su carro en solitario.

Se usaban anteojeras (varios pares se han conservado en la tumba), y los carros estaban bien provistos de aljabas llenas de flechas, pues el arco era su arma principal de ataque. Uno de los rasgos característicos de las carrozas regias era un halcón solar, de oro, sujeto al extremo de la lanza. Era la escarapela, por decirlo así, de la casa real, que al igual que los penachos de plumas de avestruz de las cabezas de los caballos sólo podían utilizar el rey y los príncipes de la sangre. Los artistas al servicio de la corte se ocupaban de todos los objetos de uso personal, incluso de aquellos que en otras circunstancias hubiesen parecido más triviales. En un largo estuche de ébano, depositado a los pies del lecho de las leonas doradas, se guardaba un hermoso juego de arcos, flechas (privadas por los rateros de sus puntas de valioso bronce), y bastones de paseo. La empuñadura curva de uno de éstos está formada por dos figuritas contrapuestas y entrelazadas por los pies: un sirio, de cara, manos y pies de marfil, y un nubio con esas mismas partes de ébano. Son los sempiternos malvados enemigos de Egipto, tratados aquí con una delicadeza y una observación admirables, fijándose incluso en los adornos de la indumentaria típica de los respectivos países. Cuando el rey empuñaba el bastón, estos enemigos quedaban cabeza abajo, apresados e incapaces de hacer daño. Pero si fantástica es esta pieza, no le van a la zaga las de otro juego aparecido en el interior del primer armario de oro de la cámara funeraria, pudiéramos decir que al alcance de la mano de la momia.

Había una pareja de dos bastones iguales, rematados por estatuillas del rey con la corona azul y a una edad como de nueve o diez años. La única diferencia entre estas dos obras maestras del jefe de los orfebres reales, es que uno de los bastones es de oro y el otro de plata, pensados seguramente para procesiones y otras ceremonias. Había otro más sencillo, también de oro, con puño de lapislázuli y la inscripción: "Coge por ti mismo la vara de oro para que puedas seguir a tu padre Amón, el más amado de los dioses" Otro es una caña normal, pero con montura de oro y adornos de filigrana. Una inscripción explica el porqué de esta vulgar caña tratada con tanto miramiento: "Caña que Su Majestad cortó con su propia mano." Asombra el refinado bienestar material que rodeaba a los poderosos. Pero lo más impresionante está aún por llegar: la Cámara del Sarcófago.

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