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Desarrollo


En los años de su reinado como regente de Tutmés III, la reina Hatshepsut levantó este singular edificio, inspirado en el que allí mismo erigiera Mentuhotep cinco siglos antes. Nos hallamos ahora en los comienzos de la centuria XV a. C. Hatshepsut se considera reina por derecho propio, más que regente, y actúa como tal a todos los efectos, para lo que cuenta con fieles colaboradores, como el propio Senmut, su arquitecto. El emplazamiento de este templo es el más grande circo de la montaña tebana, dentro del cual, y una vez más, la arquitectura va a compenetrarse con el paisaje en tan buena armonía como en las pirámides de Giza, pero partiendo de supuestos completamente distintos. Giza, en el repecho que forma el desierto sobre el valle del Nilo, ofrece a las pirámides un estupendo basamento telúrico, de modo que la obra arquitectónica emerge del horizonte como una compacta mole geométrica, con tanta lógica y naturalidad, que vista en lontananza, apenas distrae. Hubiera sido un dislate intentar cosa semejante en Deir el-Bahari, donde la magnitud del escenario natural condenaría a la mezquindad a la obra de cualquier arquitecto que se atreviese a medir sus fuerzas con el poder ciclópeo de la montaña. Bien caro lo pagó Mentuhotep al poner una pirámide en el centro de su mausoleo. Senmut no siguió su ejemplo a la hora de proyectar el templo de su reina. Se inspiró, sí, en las terrazas de su antecesor y también adoptó de él los pilares de sus pórticos y sus vanos oscuros; unos y otros tal vez deliberadamente -o al menos ésa es la impresión que producen- riman con los resaltes y grietas verticales del paredón rocoso de la montaña del fondo.

Sin perderla de vista se hizo el nuevo proyecto, con genial intuición, para reemplazar la pirámide arquitectónica por el acantilado pétreo que la naturaleza misma ofrecía. La obra se despliega así en profundidad, ganando muy poca altura, pero sí un dilatado fondo en sus tres terrazas consecutivas. Orladas de pórticos las tres, van llamando al viajero hacia el núcleo del santuario, socavado en las entrañas de la roca. Cuando el caminante se vuelve hacia el valle del Nilo, tratando tal vez de divisar Karnak en la remota lejanía, apenas se percata de hallarse en el interior de un templo. Tras desembarcar en un probable portal, tal vez un palacete equivalente al templo del valle de las pirámides clásicas, el visitante antiguo ascendía al templo por una calzada orlada de esfinges a sus dos lados, pues una de las novedades de este monumento va a consistir en el empleo de una elevada cantidad de estatuas y relieves en combinación con la arquitectura. Las esfinges eran tantas, en la calzada y en el patio de entrada -una cada diez metros-, que pese a la saña con que Tutmés III se cebó en ellas y en los pilares osíricos, algunas lograron sobrevivir, si no enteras, a pedazos. Cuando sus cabezas se conservan, el risueño semblante de la reina resplandece, demostrando que todo el odio con que la persiguieron sus detractores fue incapaz de acabar con su belleza. Al final de la calzada, un recinto trapezoidal, poblado de palmeras, ofrecía en su centro dos estanques en forma de T, con sus espesuras de papiros, sus poblaciones de aves, y sus márgenes cubiertas de flores.

Los excavadores encontraron aquí muchos boomerangs votivos de cerámica, probable indicio de la celebración de cacerías rituales de volátiles, como las representadas en los relieves de Ramsés II en Karnak. Pasados los estanques, se alza la subida inclinada hacia la primera terraza. La rampa, escalonada, está montada sobre el eje longitudinal del conjunto, enfilando el spéos en que se hallaban la barca y la estatua de Amón. El pretil que la bordea muestra a ambos lados relieves de leones de gran tamaño, guardianes del sagrado lugar. La misma función desempeñarían, en la segunda rampa, grandes cobras coronadas por halcones. A derecha e izquierda de la rampa, sendos pórticos de pilares cuadrados en la primera fila y de columnas poligonales o protodóricas en la segunda, exornan el escalón existente al borde de la primera terraza. La pared de fondo del pórtico, ataludada y sin decoración de relieves, actúa como muro de contención de la terraza, el mismo papel que al final de ésta hará la pared del fondo de sus pórticos. Los soportes de la primera línea de estos pórticos, muy largos, son en todos ellos pilares; los de la segunda, también pilares o columnas poligonales. Los pilares de los extremos del primer pórtico estaban precedidos de colosos osíricos de la reina -oficialmente rey- y lo mismo todos los de la terraza superior. Los fragmentos más hermosos hallados, con su policromía, se encuentran hoy en el museo de El Cairo.

La segunda terraza es un enorme cuadrado con dos lados abiertos y dos cerrados por pórticos. Por uno de los primeros, mirando al este, se divisa en lontananza el Nilo, y más allá, el Templo de Karnak, hacia el cual dirige el de Hatshepsut su eje longitudinal en clara posición de subordinación. Por el lado sur, también abierto, la terraza forma un escalón sobre el vecino templo de Mentuhotep. El muro de contención tiene el dispositivo ya clásico del muro palacial de salientes y nichos sobre los que se alzan parejas heráldicas de buitre y cobra de los Dos Países. El lado norte está cerrado por un pórtico inacabado de pilares decaexagonales -las mal llamadas columnas protodóricas- que enlazan con las del lado contiguo, dignas verdaderamente de un propíleo griego. Estas preceden en tres hileras de cuatro, formando una a manera de sala hipóstila, a una capilla de Anubis, el dios de cabeza de chacal, que penetra en la roca haciendo los quiebros propios del laberinto del otro mundo. Esta llamada de atención hacia el mundo de ultratumba no impide que en el pórtico columnado se respire la serena aura de un ambiente equilibrado y luminoso. Vienen a continuación dos pórticos largos, dedicado el primero a la génesis de Hatshepsut, génesis divina, pues si su padre terrenal era Tutmés I, su verdadero genitor era el dios Amón, que consumó la fecunda hierogamia con la reina Ahmés, entre las bendiciones y asistencias de las demás divinidades.

Este modo de justificar sus pretensiones a la monarquía absoluta no debió de contar con el beneplácito de Tutmés III, quien dio instrucciones de picar los relieves que representaban a su antecesora, con el consiguiente perjuicio para el conjunto de los relieves. El intento de Seti I de reparar el daño no logró su bienintencionado propósito. Los relieves de la expedición al Punt -Somalia- que decoran el pórtico siguiente, tuvieron una fortuna algo mejor, aunque unos vándalos del siglo XIX estropearon bastante los que representaban a la flora, fauna y aspecto físico del país. Como consecuencia, las tres placas más interesantes -hoy en el museo de El Cairo- han sido sustituidas por vaciados. La expedición, de tres años de duración, estuvo dirigida en 1482 a. C. por el alto funcionario Panehsi, encargado por la reina de efectuar un intercambio de productos egipcios por otros somalíes, como incienso, mirra, marfil, ébano, malaquita, oro, etc. También están representados el rey y la reina del Punt, ella aquejada de la llamada enfermedad de Decrum, que produce esteatopigia, desviación de columna y otras deformaciones y molestias, que el escultor se cuidó mucho de pormenorizar. El relieve tiene ciertos resabios arcaicos, pero mucho sabor y encanto. Por último, en el extremo sur de este mismo lado oriental tiene un santuario simétrico al de Anubis la más grande de las diosas del cantón tebano, Hathor, la vaca celeste que, como revelan las paletas protodinásticas, ya recibía culto en tiempos de los reyes seguidores de Horus y siguió recibiéndolo en Dendera y otros lugares mientras la religión egipcia tuvo fieles en el mundo.

Pese a los muchos capiteles hathóricos que se hicieron en Egipto después de Hatshepsut, ninguno iguala la exquisitez de los labrados entonces para este pequeño reducto de la diosa. La hermosa muchacha que representa a Hathor no conserva de la vaca más que las orejas distintivas, y sostiene en la cabeza un ábaco en forma de sagrario o naiskos. En uno de los relieves del interior reaparece la vaca ancestral alimentando como nodriza a la reina Hatshepsut. Es probable que antes de esta reina ningún faraón hiciese tanto uso de la escultura como ella en este santuario. Aparte de los centenares de metros de relieves, se han calculado en él veintitrés estatuas de piedra dura, unas cien esfinges de arenisca pintada, otras veintidós de granito y unas cuarenta estatuas osíricas. Las cuatro cabezas de éstas que conserva el Museo de El Cairo doblan el tamaño natural y tienen un cutis sonrosado que, más que un punto de partida, parece la decantación final de una tradición. Hatshepsut pretendía restaurar los ideales del Imperio Medio, pero los tiempos no eran propicios ni para tal restauración ni para una política africana como la que ella pretendía realizar. Si hoy día la contemplamos como a una gran figura, se debe a la tenacidad con que ella y su arquitecto Senmut se empeñaron en dejar huella en la historia a través de las ruinas de Deir el-Bahari.

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