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Desarrollo


Desde los pasados años cincuenta resulta bastante general referirse al XVII como a un siglo de crisis. Dos trabajos simultáneos, sin aparente conexión entre sí, ambos publicados en 1954, vinieron a abrir un amplio debate historiográfico cuyo efecto inmediato fue la acuñación de un concepto desde entonces consagrado como rasgo central definitorio de aquella centuria. Los autores de dichos trabajos fueron Roland Mousnier y Eric Hobsbawm. El primero de ellos publicó, como parte de una "Historia general de las civilizaciones", dirigida por Maurice Crouzet, el volumen titulado "Los siglos XVI y XVII. El progreso de la civilización europea y la decadencia de Oriente (1492-1715)", el cual, a decir de A. Lublinskaya, contiene "una de las concepciones más tempranas y, a la vez, polifacéticas, además de completa, de la crisis general en el desarrollo de los países eurooccidentales". El otro trabajo, el de Hobsbawm, planteaba la tesis de una crisis general de la economía europea en el siglo XVII, vinculándose conceptualmente al debate abierto en los años cuarenta en el seno de la escuela marxista sobre la transición del feudalismo al capitalismo. Tan sólo unos años más tarde, en 1959, Hugh Trevor Roper publicaba otro trabajo sobre la crisis general del siglo XVII, que, en palabras de P. Fernández Albaladejo, venía a completar la trilogía fundacional de la crisis. El conjunto de estos trabajos contribuyó a definir el siglo XVII como un período afectado por una crisis universal que se extendió a lo económico, lo social, lo político e, incluso, lo espiritual.

Desde la perspectiva de este capítulo, sin embargo, los trabajos más interesantes son los dos primeros, dado que el tercero, el de Trevor Roper, se orienta preferentemente en la dirección de explicar las causas de las crisis políticas y las revoluciones que tuvieron lugar en aquel período. En la obra de Mousnier, a la imagen expansiva de la Europa del Renacimiento ponía el contrapunto un siglo XVII dibujado en su conjunto con perfiles críticos. Para este autor, la crisis fue, principalmente, el resultado de la agudización de las tensiones estructurales del Antiguo Régimen como consecuencia del impacto de una coyuntura negativa. Ello resulta visible, en primer lugar, en el terreno de la economía. Los desequilibrios entre población y recursos, propios de la estructura económica de la sociedad preindustrial, se agravaron como efecto de las malas cosechas y de las periódicas crisis famélicas. Por lo demás, el desarrollo capitalista de Europa sufrió una ralentización al descender las remesas de metal precioso importado de América, que habían alimentado la expansión del XVI. La disminución de las importaciones de plata condicionaron, a su vez, una bajada de los precios. Si la inflación del siglo anterior había estimulado la acumulación de capitales y el desarrollo económico general, las tendencias deflacionistas del XVII, encubiertas a menudo tras violentas oscilaciones de los precios, habrían conducido irremediablemente a una caída de los beneficios, agravada por la contracción de la demanda que, junto a las malas condiciones económicas generales reinantes, produciría la menor circulación monetaria.

La disminución de los beneficios desincentivó a su vez las inversiones en actividades productivas y, a la postre, arruinó a la industria. La aparente caída del volumen de intercambios de mercancías y el consecuente estancamiento comercial constituyeron el lógico correlato y una evidencia más de la situación de crisis. El análisis de Eric Hobsbawm se instala, a diferencia del de Mousnier, en un marco de mayor amplitud, al inscribir este fenómeno dentro de una etapa general de desarrollo de la economía capitalista que se extendería entre los siglos XV y XVIII. Durante esta etapa la economía europea, según Hobsbawm, atravesó una crisis general que desembocaría en el arranque del capitalismo industrial durante el siglo XVIII. Las principales evidencias de la crisis del XVII fueron: a) la decadencia o estancamiento de la población, excepto en Holanda, Noruega, Suecia y Suiza; b) la caída de la producción industrial; c) la crisis del comercio exterior e interior. En esta última línea, Hobsbawm constata cómo en las zonas clásicas del comercio medieval se operaron grandes cambios, pero tanto el comercio báltico como el mediterráneo decayeron sin paliativos después de 1650. Para Hobsbawm, la causa de la crisis no radicó en la guerra, sino en la persistencia de ciertos factores que entorpecieron el desarrollo capitalista en Europa, tales como la estructura feudal-agraria de la sociedad, las dificultades en la conquista y aprovechamiento de los mercados coloniales de ultramar y lo estrecho del mercado interior.

En cualquier caso, Hobsbawm sostiene que la crisis del XVII, a la que hay que contemplar como un momento clave en la evolución del feudalismo al capitalismo, no presentó idénticas características que la crisis del XIV. Si ésta tuvo como consecuencia un reforzamiento de la pequeña producción local, en cambio aquélla indujo una concentración del potencial económico. Tal proceso se verificó en el ámbito agrario en la forma de concentración de tierras en manos de terratenientes, y en el ámbito industrial al consolidarse la manufactura dispersa (putting- out system) a expensas de la artesanía gremial. Ambos fenómenos contribuyeron a acelerar el proceso de acumulación capitalista previo a la revolución industrial. Sin embargo, el proceso no se verificó en toda Europa de forma general. La crisis del XVII estableció con claridad una división del Continente según el grado de desarrollo económico de las diferentes zonas. Fue sufrida de forma más aguda por los países mediterráneos, Alemania, Polonia, Dinamarca, ciudades hanseáticas y Austria. Francia se mantuvo en una posición intermedia. Mientras tanto, Holanda, Suecia, Rusia y Suiza tendieron más bien al progreso que al estancamiento. Pero la beneficiaria indiscutible fue Inglaterra, país que salió extraordinariamente reforzado de la crisis debido a que allí primaron los intereses manufactureros respecto a los comerciales y financieros.

La crisis del siglo XVII contribuye a explicar, por tanto, el protagonismo inglés en el desarrollo de la primera revolución industrial durante el siglo XVIII y, en general, la precocidad de Inglaterra en la formación del capitalismo manufacturero. El efecto dinamizador sobre la historiografía de los primeros planteamientos sistemáticos de la crisis económica del XVII se dejó sentir en la aparición de un conjunto de estudios posteriores en el tiempo a los trabajos pioneros de Mousnier y Hobsbawm. Entre ellos deben citarse los de Ruggiero Romano, que se centraron en la Europa del sur y, más específicamente, en el caso italiano, aunque sin renunciar a conclusiones de carácter general. Para Romano, los años 1619-1622 marcaron un profundo cambio en la economía europea, que desde entonces se vio envuelta en un proceso de decadencia. Esta ruptura, visible en los terrenos industrial y comercial, constituyó la consecuencia directa de otra ruptura anterior de carácter agrícola que se produjo en la última década del XVI. El resultado en el ámbito social consistió en un proceso de refeudalización, sobre lo que insistió, aportando precisiones conceptuales, Rosario Vilari. La aportación del danés Niels Steensgard al debate teórico sobre la crisis del siglo XVII resultó también enriquecedora. Para este autor, el elemento central no fue una crisis de producción y/o de mercado, rasgo explicativo predominante en las anteriores versiones, sino una crisis en la distribución de la renta.

El papel del Estado, a través de las detracciones fiscales, resulta determinante en esta interpretación, dado que contribuyó a agravar el endeudamiento privado, desequilibró la distribución y forzó la polarización social. La ruina del pequeño campesinado alimentó un proceso de concentración de la propiedad, mientras que la nobleza, también afectada por la crisis, incrementó la presión señorial y se adueñó de tierras de explotación comunal. La dimensión de la crisis del XVII como crisis feudal o capitalista ha centrado una parte del debate posterior, sobre todo en el seno de la escuela marxista. En la primera postura se situó, por ejemplo, David Parker, quien sostiene que las estructuras europeas seguían siendo típicamente feudales y que la crisis fue una crisis del feudalismo y no una crisis en el ascenso del capitalismo. En el extremo contrario se sitúa la tesis de Immanuel Wallerstein, para quien el siglo XVII no sólo no fue feudal sino que ni tan siquiera constituyó un momento de transición. Por el contrario, el sistema económico era ya capitalista desde el siglo XVI, y la crisis, la manifestación de una fase de estabilización que consolidaría la economía-mundo con centro en el occidente europeo activada a comienzos de la Edad Moderna. En este contexto polémico, del que se han señalado a título de muestra sólo algunos de sus hitos, no han faltado quienes han cuestionado la propia realidad de la crisis.

Ya Ivo Schoffer advirtió en 1963 (en fecha, por tanto, temprana) que la importancia adquirida por la crisis del XVII radicaba en la capacidad operativa de la idea para organizar un discurso narrativo carente hasta el momento de un rasgo definitorio por excelencia, contrariamente a lo que sucedía con el XVI (el Siglo del Renacimiento) o con el XVIII (el Siglo de la Ilustración). La propia Lublinskaya se hace eco de este planteamiento. Schoffer sostuvo que las dificultades económicas del XVII resultaron las propias de las deficiencias estructurales del sistema y que, por lo tanto, no representaron nada cualitativamente diferente. Michel Morineau, por su parte, cuestionó también abiertamente la crisis, realizando una crítica minuciosa de los síntomas expuestos en trabajos anteriores, especialmente el derrumbe del comercio atlántico y báltico. Este último tipo de trabajos plantea la necesidad de reflexionar acerca del concepto de crisis como rasgo globalizador definitorio de la realidad económica del siglo XVII. Dicho concepto puede resultar en exceso simplificador, dado que encubre evoluciones desiguales, desarrollos diferenciales entre diversas áreas geo-políticas que condujeron a un cambio de equilibrios y a una alteración del sistema de hegemonía económica. No quiere ello decir que Europa no atravesara por dificultades. Éstas fueron, por cierto, muy profundas para diversos países. De lo que se trata es de replantear la idea de una crisis general y de analizar sus resultados divergentes, tanto desde la perspectiva regional como desde el punto de vista social. Lo cierto es que, mientras que para algunas áreas la crisis representó un freno en la marcha del desarrollo capitalista, para otras, mucho más restringidas pero también mucho más dinámicas, significó un período de cristalización de cambios profundos en las estructuras económicas. El concepto de crisis sigue siendo útil, aunque a condición de revisar sus exclusivas connotaciones peyorativas y de otorgarle el sentido de transformación que, en realidad, encierra.

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