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Economia-Sociedad

Desarrollo


Sin duda una de las muestras más claras de cómo el Cristianismo fue el nuevo lenguaje del poder, y cómo se vino a sustituir la Ecumene romana por la Comunidad de la Iglesia, es la historia del Papado en estos siglos. La idea de que al obispo de Roma le correspondía la primacía entre los restantes obispos era bastante antigua, como mínimo del siglo II. La fundamentación teórica de la misma residía en la llamada comisión pietrina. La Iglesia fundada por el mismo Cristo con el acto de la comisión pietrina no era sino la sociedad entera de todos los cristianos. Considerada la Iglesia como un cuerpo indivisible, lo que aseguraba la cohesión de la misma era la fe y la adhesión de todos sus miembros a las normas de conducta deducible de ella. Esto último planteaba el problema de la autoridad directora, encargada de distinguir y exponer la "norma recte vivendi". Y esto no podía ser hecho más que por quienes poseyeran scientia. Así pues el gobierno de la Iglesia consistía en la transformación por quienes poseían esa sabiduría de la doctrina en regla de acción. Tal facultad de transformación exigía el ejercicio de una potestas, según las concepciones del Derecho romano. Pues bien, el Papado sostenía que esa potestas había sido concedida a san Pedro por Cristo. En estos siglos la tarea esencial de los Papas sería la de establecer explícitamente la vinculación entre los poderes confiados por Cristo a Pedro y los del Papa.

Con ello los pontífices romanos conseguirían imponer la doctrina del principatus doctrinal y jurisdiccional del Papado. En esta tarea tuvo gran trascendencia León I (440-461). Éste se consideró explícitamente indigno heredero de san Pedro. Sucesión petrina que debía entenderse en el sentido de que el Papa había heredado los poderes otorgados por Cristo a Pedro, haciendo abstracción de las cualidades personales de cada Papa. Para sustentar esta idea los Papas del siglo V se basaron en la llamada "epistola Clementis", traducida al latín por Rufino de Aquileya y que se suponía escrita por Clemente a Santiago el Mayor. Además, en esta época la concepción de los poderes papales se mezcló con la idea de la disposición jerárquica de la sociedad, distribuyéndose en ella el poder de forma descendente. De esta forma los Papas, como sucesores de san Pedro, no eran unos miembros más de la Iglesia, sino que se encontraban fuera y por encima de la misma. Hacia finales del siglo V se acuñaría la frase que resumía tales ideas: el Papa no puede ser juzgado por nadie. Naturalmente estas aspiraciones papales no habrían sido fácilmente aceptadas ni por el poder secular (emperador) ni por el resto de la jerarquía eclesiástica. En el Concilio de Calcedonia del 454 tan sólo se concedió al Papa una primacía honorífica, pero en el plano jurisdiccional se le igualó con la sede de Constantinopla. Y ni los emperadores de Bizancio ni los otros grandes Patriarcados orientales estaban dispuestos a reconocer a la sede de Roma más que el patriarcado de todo Occidente.

Sin embargo, la situación en Occidente era distinta. En Occidente no existían otras sedes que pudieran competir, ni siquiera de lejos, con la romana. En Occidente no existía tampoco poder político alguno comparable al del emperador bizantino. Además, en la segunda mitad del siglo VI la Italia central se vio sumida en un periodo de gran inestabilidad. Con el afianzamiento de los longobardos en el norte de Italia, Roma quedó situada en el punto de intersección de las influencias bizantinas y longobardas. Como consecuencia de ello y del progresivo deterioro del poder imperial el Papado conseguiría una gran autonomía política en la península, empezando a suplantar en la región de Roma a las autoridades imperiales. Poco a poco el Papado se fue afianzando como la única fuerza capaz de aglutinar a las regiones itálicas todavía no dominadas por los longobardos y que las tropas imperiales podían defender cada vez menos. En la base de este creciente poder estaba el enorme patrimonio fundiario del Papado, el Patrimonio de san Pedro, siempre en aumento continuo. Etapa crucial en esta evolución fue el pontificado de Gregorio Magno (590-604). Gregorio pertenecía a la aristocracia romana, llegando a ostentar con anterioridad el cargo de Prefecto de Roma. En 575 abandonó su carrera civil, ingresando en un monasterio por él fundado en Roma. Posteriormente desempeñó (579) el puesto de apocrisario del Papa en Constantinopla, familiarizándose con la política y diplomacia bizantinas.

Sus actividades como Papa pueden encuadrarse en las siguientes vertientes: estadista en la crisis longobarda; reorganizador del patrimonio pontificio; Patriarca de Occidente para reivindicar las prerrogativas romanas sobre las restantes iglesias romano-germánicas; monje, teólogo y escritor. El corpus epistolar de Gregorio nos muestra su gran celo en la administración de los extensos patrimonios sicilianos de la sede, lo que le habría permitido tomar a su cargo el aprovisionamiento de grano a Roma, convirtiéndose así de hecho en el gobernador de la ciudad. Reclamó con energía el derecho a inspeccionar y corregir al resto de los obispos italianos, no obstante la oposición de los de Ravena, Aquileya y Milán. Logró con bastante éxito intervenir en la Iglesia africana, asentar su influencia en la franca y en la visigoda. Pero sería sobre todo en la Gran Bretaña donde lograse fundar su total primacía, con el éxito de la misión pontificia protagonizada por el posterior san Agustín de Canterbury. Como monje Gregorio tuvo la afortunada intuición de ver las posibilidades ilimitadas del naciente monaquismo benedictino, prestándole su protección, ligando así al Papado a la institución monástica. Como escritor y teólogo su obra informó gran parte de la Edad Media. Los sucesores de Gregorio Magno continuarían con mejor o peor éxito la tarea de afianzamiento del primado romano y de la autonomía papal frente al Imperio, no obstante los problemas que surgirían con la cuestión del Monotelismo. Una idea del camino recorrido la da la negativa del papa Sergio I a firmar las conclusiones del Concilio in Trullo (691-692). Aunque el emperador ordenase su aprisionamiento el enviado imperial se vio incapaz de ejecutarlo, llegando incluso a peligrar su vida. Para entonces el Papa era ya el auténtico dueño de la vieja capital del Imperio.

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