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Datos principales


Desarrollo


La historia del Imperio Bizantino -o más propiamente del Imperio Romano (en la pars Orientis)- en los algo más de tres siglos que van desde la muerte de Teodosio el Grande (395) hasta el desgraciado final de Justiniano II, el de la nariz cortada (711), constituye el llamado periodo Protobizantino según una feliz periodización que de la historia bizantina hizo Ernest Stein. Dicho periodo se señalaría por mantener los rasgos esenciales de los tiempos anteriores, los propios del Imperio Romano universal del siglo IV, pero por poner las bases y las condiciones propias del Bizancio clásico de la Alta Edad Media. Entre dichas características heredadas cabría señalar en primer lugar la decidida vocación de la clase dirigente bizantina por conservar el Imperio de los romanos en su prístina extensión tricontinental, tal y como expresaría el emperador Justiniano en su famosa proclama poco antes de iniciar su obra reconquistadora en África e Italia. Dicha vocación no sólo impulsó éste y otros intentos reconquistadores y un costosísimo esfuerzo bélico por mantener las posiciones adquiridas en Occidente, sino también una política intervencionista en los territorios y Cortes romano-germánicas de la Península Ibérica y las Galias. Intervencionismo que se basaba en una querida, y en gran parte reconocida por los otros interlocutores, posición de hegemonía o preeminencia política del Imperio, que en los usos diplomáticos establecidos por éste suponía imaginar al Imperio y a los diversos Reinos como constituyendo una gran familia en la que el emperador constantinopolitano era el padre y los reyes germanos sus hijos.

Esta vocación hegemónica en todo el ámbito mediterráneo se basaba, y a su vez favorecía, en el mantenimiento de una cierta unidad económica del Mediterráneo, donde todavía existía un importante comercio, especialmente impulsado por el transporte estatal de bienes fiscales que unía los puertos principales del mismo. Y desde el punto de vista cultural supuso un constante reto para el gobierno imperial de crear y sostener una ideología unitaria, expresada en lenguaje religioso, que mantuviera cohesionados a los grupos dirigentes de las diversas regiones que lo componían, evitando la consolidación y diferenciación ideológico-cultural de las mismas. De tal forma que sería en el terreno de las grandes disputas religiosas de la época -Arrianismo, Nestorianismo, Monofisismo y Monotelismo- en el que mejor se reflejaron esas tensiones entre centro y periferia que caracterizaron la época protobizantina. Pero estos siglos también pusieron las bases del posterior Bizancio altomedieval. Dichas tensiones entre centro y periferia al fin supusieron una nueva toma de identidad cultural y étnica por parte del núcleo balcánico-anatólico del Imperio, lo que se expresada en su monolingüismo helénico y en su ortodoxia cristiana. El paulatino colapso del transporte y comercio estatal y mediterráneo de bienes fiscales también constituye otro síntoma y consecuencia de dichas tensiones entre centro y periferia; y, además de explicar la rápida dislocación del Imperio en el Oriente de mayoría no helénica ni ortodoxa y el incontenible avance de la conquista islámica en la segunda mitad del siglo VII, dicha ruptura era síntoma de la culminación de un proceso de cambio socioeconómico que a su vez precipitó.

La disminución drástica de los intercambios comerciales y de la fácil provisión de alimentos condujo a la disminución del tamaño de las ciudades, y hasta a la desaparición de varias de ellas. La unión de los intereses de los grandes propietarios y los campesinos frente a las exacciones fiscales del Estado habría supuesto una recreación de las economías campesinas autónomas de subsistencia, a lo que también contribuyeron los asentamientos de eslavos en los Balcanes. Recreación campesina que ciertamente sería la base para un cambio fundamental en el reclutamiento militar, propio del régimen Temático clásico. Al mismo establecimiento de éste contribuyó muy fundamentalmente el cambio en la administración pública exigido por la contracción del Imperio y la constitución de casi todo su territorio en una posible frontera en profundidad, y por la necesidad de dotar a los mandos militares de atribuciones fiscales y civiles para el aprovisionamiento directo de sus unidades ante el mismo fracaso de la Hacienda centralizada. Caracterizados así estos tres siglos del Imperio Bizantino por las tensiones entre el centro y la periferia, por su vocación mediterránea universalista y su fracaso, por la continuidad de rasgos propios del Imperio Romano del siglo IV y la aparición de otros típicos del Bizancio clásico de los emperadores isaurios y macedonios, no cabe duda que se dibujarían con nitidez en el plano de los acontecimientos -pero también de las mismas estructuras profundas- tres períodos. El primero de ellos iría de la muerte de Teodosio el Grande (495) a la subida al trono de Justino I (518). El segundo estaría constituido por los sucesores de Justiniano, hasta la crisis de Focas y la sublevación de Heraclio (610). Mientras, el tercer periodo correspondería a la dinastía fundada por este último (610-711).

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