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eco XVIII

Desarrollo


En efecto, el ambiente dominante en determinados círculos sociales de la época parecía particularmente propicio a la renovación en el campo. La necesidad permanente de aumentar la producción para responder a una demanda en expansión, el alza continua de los precios de los productos agrarios y de la renta de la tierra, acelerada en la segunda mitad del siglo y más aún en las últimas décadas, junto con ese espíritu del siglo amante del progreso y dispuesto (al menos, teóricamente y siempre que no se tocaran determinados privilegios) a la innovación, propiciaron un elevado interés por la agricultura. La agronomía, aunque tan antigua como la civilización, recibió un gran impulso, primero en Inglaterra y Francia y posteriormente en casi todos los países. Los autores británicos, que con frecuencia eran también grandes propietarios y agricultores, defendían y trataban de divulgar, en sus escritos y mediante su actividad y ejemplo personal, la nueva agricultura alternante que arraigaba en la isla. Podemos citar entre ellos, de forma destacada, a Jethro Tull (1674-1741), lord Charles Townshend (1674-1738) y Arthur Young (1741-1820). Tull, miembro de la gentry y jurista, además de agricultor, publicó en 1731 The new horsehoeing husbandry (La nueva agricultura con sembradora tirada con caballos). Propugnaba la doble necesidad de dar repetidas labores a la tierra para favorecer su absorción por las plantas -era su punto de partida, científicamente erróneo, como es evidente- y de sembrar rectilíneamente mediante una máquina que él mismo había ideado y que pretendía difundir (por cierto, sin demasiado éxito), a la par que la alternancia de cultivos.

Lord Townshend fue tan apasionado valedor del cultivo del nabo en el nuevo sistema, que recibió el sobrenombre (que, al parecer, no le desagradaba) de Lord Turnip (Lord Nabo). Young, por último, dos generaciones más tarde, realizó experimentos (bastantes menos de los que él afirmaba, por cierto), fue autor y colaborador de diversas obras y publicaciones periódicas, viajó repetidamente observando el estado de la agricultura en los diversos países que visitó y fue primer secretario del semioficial Consejo de Agricultura creado en su país a finales del siglo. En Francia, el polifacético Henry Louis Duhamel du Monceau, seguidor (y también corrector) de J. Tull y, por lo demás, ferviente fisiócrata, es hoy considerado como el auténtico fundador de la ciencia agronómica basada en la observación y la razón. Sus obras, así como las de otros muchos autores, fueron traducidas a diversas lenguas e inspiraron muchos otros trabajos aparecidos en toda Europa. La necesidad de suprimir el barbecho e imponer rotaciones al estilo de las noroccidentales eran una constante en casi todos ellos. Los economistas, por su parte, contribuyeron a revalorizar el papel de la agricultura. Los mercantilistas habían concedido a la agricultura un carácter eminentemente instrumental, con la misión de producir materias primas para la industria y, ante todo, proporcionar a los operarios alimento barato que no pesara demasiado en el coste final de los productos artesanales. Se tendía, en consecuencia, a prohibir la exportación de granos, así como a regular su precio con medidas intervencionistas (precios tasados, reglamentación de los mercados y ventas, etc.

). Las críticas por el olvido en que los mercantilistas dejaban a la agricultura comenzaron muy temprano, como ha mostrado J. I. Gutiérrez Nieto al estudiar el arbitrismo agrarista del Seiscientos. Tras un largo camino de maduración, cuajarían ahora en las formulaciones fisiócratas. La fisiocracia (literalmente, gobierno de la Naturaleza) fue la primera teoría económica global formulada en Europa y la primera auténtica escuela de pensamiento económico. Su principal valedor fue François Quesnay (1694-1774), médico de Luis XV y de madame de Pompadour, en sus artículos Fermiers (granjeros) y Grains (granos), aparecidos en la Encyclopédíe y, sobre todo, en su Tableau économique (Cuadro económico, 1758), y tuvo entre sus más decididos divulgadores al marqués de Mirabeau el Viejo, cuyo L´Ami des hommes (El amigo de los hombres) fue muy popular. Quesnay buscaba las leyes naturales que gobernaran la economía, la sociedad y la política, como Newton las investigaba en el campo de la física, y creyó hallarlas en el principio de que la agricultura -también las actividades extractivas (minas, canteras) y pesqueras, aunque la importancia de aquélla y las necesidades expositivas nos hagan simplificar- es la única actividad generadora de un producto neto o don gratuito, entendido como el excedente o diferencia entre el valor del producto agrario y los costes necesarios para su producción.

La industria no haría más que transformar las materias primas suministradas por la agricultura, sin crear verdadera riqueza, y el comercio, transportarlas: serían actividades necesarias, pero secundarias y, más aún, estériles, ya que no producirían excedente. La sociedad estaría organizada en tres grandes clases, según un criterio ya abiertamente económico: clase propietaria, en la que incluía al rey; clase productiva, integrada por agricultores y asalariados agrícolas; finalmente, clase estéril, formada por artesanos y mercaderes. La riqueza partía de la tierra y su circulación se haría desde la clase productiva, mediante el pago de rentas y las compras de artículos diversos, a las clases propietaria y estéril, distribuyéndose así por toda la sociedad. Las implicaciones prácticas de esta concepción debían ser diversas. Señalamos entre ellas la propuesta de una profunda reforma fiscal por la que un único impuesto sobre la tierra sustituiría a la intrincada maraña tributaria característica del Antiguo Régimen. Y, ante todo, la necesidad de apoyar la agricultura. Para Quesnay, era un axioma la separación entre propiedad y explotación de la tierra, dirigida esta última por arrendatarios y ejecutada por asalariados (la gran agricultura), única forma de innovar y generar excedentes cuantiosos ya que los pequeños cultivadores apenas producían para el autoconsumo-, asegurando el crecimiento económico.

Para ello se requerían buenos precios -que no deben confundirse con los precios justos asumidos hasta entonces por influencia escolástica-, esto es, precios agrarios altos, formados mediante la libre competencia. Era necesario, por lo tanto, suprimir las trabas existentes a la circulación interna de los granos y autorizar su exportación. En la óptica tradicional la carestía de los granos estaba vinculada a las épocas de escasez; los fisiócratas, sin embargo, adoptando el punto de vista del productor, planteaban la aparente paradoja de que sólo los precios altos estimularían la producción agraria, de donde fluiría el bienestar a toda la sociedad. Por extensión -aunque a Quesnay sólo le preocupaba realmente la agricultura-, la política de libre competencia habría de comprender también al resto de las actividades económicas ("laissez faire, laissez passer"). Los escritos agronómicos y fisiócratas conocieron gran difusión y la agricultura se convirtió en tema predilecto de ilustrados y gentes de buen tono, que tenían a gala pertenecer a alguna de las múltiples asociaciones y sociedades que por iniciativa pública y privada surgieron por doquier en la segunda mitad del siglo y cuyo fin primordial era promover el progreso agrario, estudiando y tratando de propagar teorías y nuevos métodos. Es muy conocido el hecho de que incluso algún monarca -el austriaco José II- se enorgullecía públicamente de cultivar personalmente la tierra.

Se crearon en diversas universidades cátedras y estudios especializados en agronomía. Y los gobiernos, por primera vez, comenzaron a definir y poner en práctica políticas agrarias de distinto alcance, según los casos. Pero pocas veces ha sido mayor la distancia entre teoría y práctica que en la agricultura del siglo XVIII (y de parte del XIX) y las repercusiones reales de tal efervescencia agrarista fueron globalmente mucho más modestas de lo que habría cabido esperar. Ciertamente, se realizaron encuestas e investigaciones oficiales sobre el estado de la agricultura y sus aspectos mejorables. También se pueden reseñar otras iniciativas gubernamentales, como los repartos de tierras a campesinos -aunque los realmente beneficiados no fueran siempre los teóricamente destinatarios de las operaciones- y el apoyo a la extensión de los cultivos, concediendo exenciones fiscales temporales a las tierras nuevamente cultivadas. En ciertos casos se repartieron semillas y animales para mejorar la producción y se impulsaron programas de colonización. Es obligado referirse a este respecto al proyecto dirigido por Pablo de Olavide, a partir de 1767, para la repoblación de Sierra Morena. Y, sobre todo, al proceso de desecación de pantanos y colonización de tierras llevado a cabo en Prusia a lo largo de todo el siglo, pero intensificado especialmente durante el reinado de Federico II, que supuso la creación de varios centenares de nuevos núcleos habitados y la ampliación del territorio cultivado, sólo en las provincias orientales, en más de 150.

000 hectáreas. Ahora bien, los gobiernos tampoco podían ir muy lejos en su política de renovación, en buena medida, porque, inevitablemente, se habría terminado, por poner en cuestión el orden establecido. Así, la aplicación de medidas fisiócratas fue necesariamente parcial -¿qué gobernante del XVIII habría podido, por ejemplo, ejecutar sin sustanciales correcciones su propuesta fiscal?- y limitada a aspectos como, por ejemplo, la liberalización del comercio de granos. A sus consecuencias inmediatas, directas o indirectas (motines de 1766 en España, "guerra de las harinas" francesa de 1775, por ejemplo), nos hemos referido con anterioridad. Y, al acabar el siglo, las guerras contra la Francia revolucionaria desplazaron a cualquier otra cuestión de los objetivos de los poderes públicos. Y por lo que respecta al interés social por la agricultura, había que diferenciar entre los intelectuales seriamente preocupados por ella, la buena sociedad que se dejaba arrastrar por una moda -aun concediendo que su interés no fuera superficial, una exigua minoría- y la masa de agricultores, muchos grandes propietarios incluidos, a los que apenas llegaban las novedades y que, sobre todo, serían quienes deberían arrostrar las inversiones de capital y efectuar los esfuerzos de toda índole que la puesta en práctica de las bellas teorías llevaban consigo. Voltaire ironizaba sobre el inusitado interés de la alta sociedad por la agricultura -"hacia 1750... la nación, harta de versos, de comedias, de óperas, de novelas... de disputas filosóficas, se puso a razonar sobre los granos"- y la forzosamente limitada difusión de los tratados y escritos de agronomía -todo el mundo los lee, salvo los labradores-. Y como toda moda, también ésta fue pasando y poco a poco decayeron o se desvirtuaron las actividades de aquellas sociedades fundadas con tanto entusiasmo. ¿Podríamos, no obstante, negarles toda trascendencia, aunque sólo fuera por lo que tuvieron de estímulo para la evolución de las mentalidades?

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