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Según disponía el mecanismo sucesorio, la muerte de Fernando VI sin sucesión directa hizo recaer la Corona en su hermanastro Carlos, rey de las Dos Sicilias; tras la formación de un Consejo de Regencia que ayudaría a gobernar a su pequeño hijo Fernando, el nuevo monarca se dirige a España para ser coronado rey de los españoles. Su experiencia como gobernante en Italia le ayudó a sortear numerosos obstáculos a los que tuvo que enfrentarse en un país con el que apenas se identificaba tras una ausencia de casi treinta años antes, donde aún se sentía con fuerza el peso de la tradición; de ahí que su inclinación por las reformas, el reforzamiento de la autoridad regia y la adopción de los principios ilustrados, junto a buenas dosis de regalismo, tuvieran que realizarse con lentitud, para poder transformar realmente la sociedad española. Al principio mantuvo el gobierno heredado: Wall, secretario de Estado y Guerra hasta 1763 en que le sucede Grimaldo; Muñiz, en la Secretaría de Gracia y justicia hasta su muerte, y Arriaga, al frente de Marina e Indias, pero introduciendo políticos italianos como Esquilache, secretario de Hacienda, y que pronto se convertiría en el hombre clave de las reformas, o el ya citado Grimaldo. Las medidas adoptadas en esta etapa son fundamentalmente económicas y hacendísticas. Así pues, en 1760 se nombra una junta de Catastro o de única Contribución para reorganizar el sistema impositivo y hacer contribuir a los grupos privilegiados, que opondrán desde el principio una enorme resistencia a estos planes de igualdad fiscal, haciendo que, a pesar del Decreto Real de 1770, no llegara a aplicarse nunca; se crea la lotería, como un medio de recaudación del Estado, se agiliza la recuperación por la Corona del patrimonio enajenado y se comunica a la Iglesia que la administración del Excusado correría en adelante en manos del Estado.

La política económica suprime la legislación proteccionista e intenta aplicar los principios fisiocráticos y en esta línea se dictó en julio de 1765 un decreto aboliendo la tasa del grano y proclamándose la libre circulación de los mismos, al tiempo que se protegía la agricultura con obras de regadío o mejorando los cultivos. Para favorecer el comercio con América autorizó a nuevos puertos peninsulares a traficar libremente con las colonias de las Antillas. Esquilache dedicó especial atención también al tema de la seguridad y orden público; sus intentos de garantizar la convivencia y desterrar el delito le llevaron a prohibir el uso de armas por particulares, a instalar el alumbrado público en las principales ciudades y a reformar, por fin, la vestimenta tradicional masculina que contribuía a esa misma inseguridad, mediante una serie de decretos a comienzos de 1766. La combinación de todas esas medidas con una difícil coyuntura económica -consecuencias de la guerra anterior, varios años de sequía, mala cosecha de 1765 disparó la especulación elevando desorbitadamente el precio de los cereales y otros productos de primera necesidad. Esta situación desató un malestar creciente en la primavera de 1766 en casi todas las provincias que se tradujo en motines de subsistencia más o menos radicales y que en el caso de Madrid revistió unas connotaciones claramente políticas al conjugarse con una xenofobia latente entre las clases populares y una oposición de los grupos privilegiados más conservadores, que las van a utilizar en su intento de paralizar las reformas.

El estallido de los motines, y en especial las exigencias hechas al rey por los madrileños, alertó a la clase dirigente y provocó profundos cambios en el Gobierno. Se destituyó a Esquilache, cuyas Secretarías pasan ahora a manos de Muniaín (Guerra) y Muzquiz (Hacienda); y se llamó al conde de Aranda para presidir el Consejo de Castilla, que se rodeó de hombres afectos a la Ilustración como Roda, Campomanes o Floridablanca. Se introdujeron cambios en la administración municipal creándose dos figuras -síndico personero y diputado del común- para representar y defender los derechos de los consumidores frente a la arbitrariedad de los dirigentes locales, vigilando el abastecimiento de la localidad, controlando los pósitos y velando por la libre circulación de los cereales. Otra consecuencia inmediata de estos sucesos fue el decreto de Extrañamiento de los regulares de Madrid y las Indias y la confiscación de sus bienes, promulgado en abril de 1767, con el beneplácito de la mayoría del Episcopado español y de muchas órdenes religiosas, en la misma línea de las expulsiones decretadas en otras Monarquías como Portugal (1759) y Francia (1764). Con Aranda no se detienen las reformas pero sí se prepara mejor el terreno antes de adoptarlas; se decreta el reparto de tierras baldías y concejiles entre los vecinos más pobres (1766); se dictan unas ordenanzas militares que preveía la creación de academias -Artillería en Segovia, Caballería en Ocaña e Infantería en Puerto de Santa María- y un nuevo sistema de reclutamiento, en quintas, obligándose a la milicia a uno de cada cinco vecinos; igualmente se abunda en la profesionalización del Ejército, y se crea un montepío para ayudar a los inválidos.

Se impulsa la producción en todos los sectores económicos y se inicia la reforma universitaria. La guerra de las Malvinas con Inglaterra (1773) provocó su caída y desde este momento Floridablanca, como secretario de Estado, y Ventura Figueroa, al frente del Consejo de Castilla, dirigirán la política hasta el fallecimiento del rey. En esta fase las principales medidas atañen a la Administración del Estado, al desdoblarse algunas secretarías, ampliándose su número a siete, y la creación de la Junta Suprema de Estado (1787) como organismo colegiado, verdadero antecesor de un Consejo de ministros. Otras son de carácter económico: ampliación de la libertad comercial con América hasta su total liberalización (1778); creación de la Compañía de Filipinas (1784) a partir de la de Caracas; fundación del primer Banco Nacional en 1782 con un capital de 300 millones de reales; impulsos a la política de obras públicas e intentos fallidos de crear un nuevo impuesto en 1785 gravando todos los frutos de los productos agrícolas, industriales y comerciales. Para respaldar esta política productiva, en 1783 se dictó una ley declarando la honradez de los llamados hasta el momento oficios viles, que contribuían al menosprecio del trabajo, tan característico de la sociedad española. La política cultural llevada a cabo pretendía traer el progreso y la modernización al país para conseguir el bienestar de los súbditos mediante la difusión de la instrucción y el conocimiento.

De esta manera los principios ilustrados se difundieron en la tradicional sociedad española, a pesar de los grupos conservadores, a través sobre todo de tres vehículos: las sociedades económicas de Amigos del País, la prensa periódica y la reforma universitaria. Las primeras nacieron por iniciativa privada en Guipúzcoa a partir de tertulias celebradas entre las fuerzas vivas de la sociedad; en 1765 el conde de Peñaflorida obtuvo licencia real para su creación, dedicando su esfuerzo en cuatro direcciones: agricultura, industria, comercio e historia y buenas letras para el fomento económico y cultural. Ante los logros de la misma -creación de un instituto en Vergara, constitución de dos cátedras superiores en ciencias modernas, etc. ; Campomanes decide impulsar la creación de instituciones similares por el país y así lo hace en su Discurso sobre el fomento de la industria popular, en 1774, floreciendo por doquier en multitud de poblaciones españolas. El desarrollo de la prensa erudita -científica o literaria- fue ahora acompañado de la aparición de una prensa polémica y de opinión que invitó al debate público sobre los temas candentes de actualidad y que muchas veces se convirtió en el puntal más critico de la todavía atrasada sociedad española. La instrucción también fue objeto de reforma; mientras que la enseñanza primaria atendía sobre todo a lograr buenos maestros, la secundaria siguió en manos de las órdenes religiosas ante la falta de profesorado competente.

Sin embargo, la universitaria fue reformada a fondo, gracias en parte a la expulsión de los jesuitas que acaparaban la mayoría de las cátedras; se innovaron las materias y disciplinas a impartir y se introdujeron modernos métodos pedagógicos aunque lo más importante es que su control pasó a estar en manos del Estado, así como los colegios mayores y el sistema de provisión de becas; la creación de academias científicas y colegios superiores, como los Reales Estudios de San Isidro, completaron la reforma en este campo. El regalismo, de fuerte tradición en la centuria, cobra ahora un inusitado auge, y aunque en ocasiones las relaciones Iglesia-Estado estuvieron al borde de la ruptura no se llegó a ella. Carlos III pretendía reducir las atribuciones del Santo Oficio, impulsar la reforma interna de la Iglesia acentuando la disciplina, acabar con determinadas formas de religiosidad popular, frenar el poderío económico limitando futuras adquisiciones de bienes (1765), sobre todo inmuebles, despojarle del control sobre la enseñanza superior y someterle a la política oficial, lo que era bastante problemático. Recortar los poderes de la Inquisición suponía controlar a sus dirigentes lo que hará a través del Real Patronato- y también recortar su jurisdicción, por lo que determinados delitos como la bigamia, la sodomía o el adulterio, pasarán a la justicia civil, o imponerle su censura mediante el Regium Exequatur, como ocurrió en 1762 a propósito de la prohibición del Catecismo de Mesenguy y en 1766 ante la difusión del Monitorio de Parma.

A pesar de su evidente retroceso, la Inquisición demostró aún su poder instruyendo un sonado proceso a uno de los personajes ilustrados más conspicuos del momento, Pablo de Olavide, en los años 1772-1780. La reforma interna de la Iglesia presuponía la creación de seminarios para educar a los sacerdotes, a menudo ignorantes y supersticiosos, que podrían convertirse, así, en motor de progreso. La simpatía de los ilustrados hacia ellos se plasmó también en la fijación de una congrua que les podía procurar una vida digna. Hacer cumplir las reglas de las órdenes religiosas, respetando la clausura y restringiendo las actividades de los regulares hizo que se adoptaran medidas suprimiendo los conventos insuficientemente dotados, racionalizando los edificios conventuales; acabando con las disputas existentes entre ellos; regularizando las limosnas (sólo las órdenes mendicantes podrían en adelante pedir limosnas) con la creación de un Fondo Pío Beneficial (1789) que aportaría fondos al Estado para secularizar la beneficencia pública; suprimiendo órdenes obsoletas, como las destinadas a redimir cautivos, y potenciando el episcopalismo a nivel nacional. También se obligó a la Iglesia a contribuir a la milicia en relación a sus bienes (1765), se recortó el derecho de asilo a determinadas Iglesias (1773), se le prohibió editar libros sin licencia real (1773) y se obligó a las cofradías a solicitar la aprobación de la autoridad civil para intentar cortar los abusos en que frecuentemente habían incurrido.

La firma del Tercer Pacto de Familia (1761) le hizo intervenir en la Guerra de los Siete Años (1756-1763) que sólo le trajo problemas y la cesión a Gran Bretaña de la Florida, con el fuerte de San Agustín y la bahía de Pensacola; a Portugal le traspasó la colonia de Sacramento, con el compromiso de evacuar su territorio. Como compensación a todas estas pérdidas Francia le otorgó la Luisiana. A finales de esa década aparecieron nuevos roces con Gran Bretaña por la soberanía de las islas Malvinas, que acabaron con el envío de una expedición desde Buenos Aires que no logró recuperar el territorio. El alineamiento con Francia le hará intervenir en la guerra de los colonos ingleses rebelados contra Jorge III (1776-1783) con escenarios fundamentalmente coloniales. En esta ocasión el Tratado de Versalles (1783) procuró satisfacciones al país: recuperación de la Florida, de la colonia de Sacramento y de Menorca, aunque se vio obligada a devolver la Luisiana a Francia. Además, obtuvo de Portugal las islas africanas de Fernando Poo y Annobon, vitales en el tráfico de esclavos, y la promesa británica de abandonar sus posiciones en la bahía de Honduras y otros puntos de las Antillas. Hubo también en esta época muchas iniciativas diplomáticas en el ámbito mediterráneo: Tratado de Amistad y Comercio con Marruecos en 1767, que se vio ligeramente enturbiado por la expedición española enviada contra Argel (1775), y tratados diplomáticos similares con Turquía, Trípoli, Argel y Túnez en los años ochenta que permitieron la tranquilidad en este espacio marítimo.

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