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La última etapa de la vida del georgiano ha podido ser descrita como un estalinismo llevado a sus últimas consecuencias. En este período el mito de Stalin invadió toda la vida soviética; no escribía y no se le veía en ceremonias públicas, pero su leyenda había crecido hasta la desmesura más absoluta. Era como una especie de fantasma que planeaba sobre el conjunto del mundo soviético pero que no siempre estaba al frente de la concreta toma de decisiones. Su salud se había hecho precaria: tras la guerra, sufrió un infarto leve y a partir de entonces se preocupó de su salud, tomando períodos de vacaciones en el Mar Negro. En la fase final de su vida, su rostro se había vuelto rojo y congestionado, como consecuencia de una hipertensión que en absoluto se cuidaba, aunque recurriera a procedimientos caseros como el uso de hierbas medicinales y tintura de yodo. La expresión de su mirada oscilaba entre la demencia y el temor. Resulta muy posible que algunos de los aspectos de su actuación política de estos años resulten explicables por la carencia de reflejos del dictador para resolver sus propios problemas. Lo que le sucedió con la Yugoslavia de Tito, con Berlín y con Corea parecen ser pruebas de esa incapacidad de reacción adecuada ante los acontecimientos. Ciertamente, en otros tiempos había mostrado unos reflejos muy superiores. La decadencia vital de Stalin se pudo apreciar también en su necesidad de huir de la soledad, aunque viviera en ella la mayor parte del tiempo.

En efecto, el dictador habitaba aislado su dacha de las cercanías de Moscú, evitando acudir al Kremlin. Su secretario, Poskrebychov, era su principal contacto con el exterior y, en realidad, tenía unos poderes muy superiores, por ejemplo, a los del propio Secretariado del Comité Central. Al final de su vida, Stalin quiso reconstruir su familia: instaló cerca de él a su hija y trató de curar el alcoholismo de su hijo, pero fracasó en ambos casos. Necesitaba el contacto con otros seres humanos y, al mismo tiempo, daba la sensación de que no podía soportar relaciones estrechas con otras personas, dada su recelosa actitud, que llegaba hasta la psicopatía. Gustaba de reunir en su entorno a sus viejos compañeros revolucionarios, pero éstos le recordaban de forma inevitable su envejecimiento. A menudo les acosaba con invitaciones, pero ellos tenían razones para pensar que también los veía como potenciales enemigos. Unos enemigos que, en realidad, no eran otros que su avanzada edad y su mal estado de salud. La mejor imagen de esta época de su vida la ofrecen las memorias de Kruschev. "En esta época -escribió su sucesor en el poder- no importaba qué cosa podía sucedernos o no importaba a cuál de nosotros. Se iba a las reuniones en la dacha de Stalin porque no había más remedio, pero no se sabía si acabarían en una promoción personal, la detención o incluso el fusilamiento. Stalin elegía entre nosotros un pequeño grupo que mantenía siempre cerca de él.

Había también un segundo grupo al que se apartaba por tiempo indefinido y al que no se invitaba nunca para castigarle: cualquiera de nosotros pasaba de un grupo a otro de un día a otro. Si había algo peor que cenar con Stalin -añadiría- era estar de vacaciones con él, porque en esos momentos todavía resultaba más absorbente". Milovan Djilas, destinado con el paso del tiempo a convertirse en famoso disidente, visitó a Stalin en los años de la posguerra y encontró que hablaba de Rusia más que de la URSS y que lo hacía, además, con un evidente tono de superioridad. Los larguísimos banquetes con los que obsequiaba a sus colaboradores y visitantes extranjeros parecían ser su única diversión, en medio de lo que Djilas describió como "una lucha incesante y horrible por todos los lados entre sus propios partidarios y colaboradores". Este ambiente todavía se agudizó más en los últimos años de su vida, que revisten un aire patético e incluso grotesco si no fuera porque millones de seres humanos padecían bajo su régimen. Quienes acudían a esos encuentros, normalmente tras una larga jornada de trabajo, no encontraban más que aparentes muestras de compañerismo de antiguos camaradas políticos, pero en realidad había un trasfondo de confrontación política y, sobre todo, por parte del dictador una mezcla de necesidad de relacionarse y un deseo de tener cerca a personas que dependían estrictamente de él y cuyo poder se podía multiplicar o volatilizar con un solo acto de su voluntad.

La frecuencia de estas larguísimas reuniones contribuyó a deteriorar todavía más su mala salud, mientras el país seguía careciendo de un normal desarrollo en su vida política de la URSS. "Atrincherado en un aislamiento soberano -ha escrito Medvedev- ignorando las realidades del país, Stalin llegó a una situación en que la más mínima de sus intervenciones siempre tenía como consecuencia desorden y confusión". Los cuatro últimos años de su vida fueron, en realidad, de seria crisis para el régimen político que había fundado. Si siguió siendo un personaje aparentemente racional en la relación con los líderes de otros países, al mismo tiempo dio más que nunca la sensación de haberse convertido en un paranoico en sus planteamientos y actuación con respecto a la política interna. En esos años no hizo otra cosa, en efecto, que enfrentar a sus colaboradores entre sí. Stalin se comportaba como un gato jugando con los ratones, que dedicaba su tiempo a la perenne táctica de contemplar sus disputas, en la seguridad de que podía eliminarlos cuando quisiera. Las conspiraciones que necesitaba fabular, eligiendo a sus supuestos principales responsables entre sus colaboradores, resultaban cada día más absurdas e insostenibles. Pero, al mismo tiempo, cabe encontrar una lógica interna en su forma de comportarse. Quizá creía que su poder peligraba más de lo que resultaba lógico pensar o deseaba prolongar su vida proyectando hacia el futuro su forma de comportarse hasta el momento.

Posiblemente, quería también renovar la clase dirigente del régimen con elementos más jóvenes. Sea como sea, a todos los especialistas les da la impresión de que se aproximaba una nueva purga, en la que eliminaría a una parte de la vieja guardia matando a algunos y destituyendo a la mayoría mientras que promovería a otros. Éstos serían probablemente los más jóvenes. Si ya hemos visto que la lucha interna en el seno del régimen se concretó hasta 1950 en una serie de conflictos en la cumbre del poder, la situación perduró en la siguiente etapa. Desde 1947, fecha en que llegó a Moscú, Kruschov había venido incrementando su influencia, pero es posible que Stalin personalmente le despreciara, porque con frecuencia lo ridiculizaba en público o que sólo se sirviera de él para contrapesar la influencia de Malenkov. De cualquier modo, lo que parece probable es que los sujetos pacientes de la previsible purga serían altos cargos del pasado, como Molotov, Mikoyan y Vorochilov. De los dos primeros, el propio Stalin llevaba mucho tiempo diciendo que eran espías, señal más que evidente para presagiar su caída en desgracia. La situación había cambiado mucho desde finales de los años cuarenta, cuando Molotov era tratado por Stalin con una excepcional familiaridad. El XIX Congreso del PCUS, reunido a fines de 1952 tras muchos años de aplazamiento, hizo que los viejos dirigentes del partido se viesen sumergidos por oleadas de recién llegados.

Stalin, en efecto, creó un órgano de dirección muy nutrido -hasta treinta y seis miembros- en el que aparecían personas relativamente jóvenes. Eso creaba la posibilidad de un relevo en la suprema dirección. En el Congreso se hizo patente también la sensación de que se abría un respiro en la lucha con el capitalismo, lo que hubiera podido también significar un traslado de la atención hacia la política interior. Finalmente, a comienzos de 1953, dio la sensación de iniciarse el camino hacia uno de esos paroxismos característicos del estalinismo que concluían en una purga. En enero de 1953, fueron detenidos nueve médicos, de los que siete eran judíos. Se les acusó de crímenes recientes y también antiguos, que se remontarían hasta la muerte de Zdanov. El antisemitismo jugó, por tanto, un papel importante en la denuncia. Desde el final de la guerra, Stalin había empezado a excluir a los judíos del partido. Ya en 1948 fue detenida casi la totalidad de los miembros del Comité Judío Antifascista. Podría, por otra parte, haber influido en lo sucedido el hecho de que, tras el nacimiento del Estado de Israel y la llegada a Moscú de Golda Meir como su primera embajadora, Stalin descubriese entre la población judía rusa un mayor grado de vinculación con aquél que con el propio régimen soviético. Pero lo importante no fue esta acusación concreta -que, cuando Stalin desapareció, se esfumó rápidamente- sino las consecuencias políticas que podría tener en forma de depuración de dirigentes políticos.

Pero ésta no pudo llevarse a cabo porque Stalin murió el 5 de marzo de 1953 tras un ataque de apoplejía. Sus últimas horas, cuando ya lo había padecido, estuvo aislado sin que nadie se atreviera a dirigirse a él para preguntarle por su estado. La muerte de Stalin produjo un profundo vacío en la sociedad soviética acompañado por un indudable sentimiento de temor ante el futuro. Su herencia fue perdurable, en primer lugar, en las propias instituciones de la Unión Soviética, pues si bien es cierto que el terror se mitigó o incluso se diluyó con el transcurso del tiempo, la dirección económica debió tener más en cuenta las exigencias del consumo, desapareció el sistema de las purgas periódicas e incluso las opciones políticas que se presentaron de forma inmediata fueron reformistas, lo cierto es que en lo esencial los cambios no introdujeron una variación sustancial en el sistema político, que siguió siendo dominado por una minoría minúscula que ejercía un poder omnímodo e ilimitado. En este sentido, el disidente yugoslavo Milovan Djilas escribió que "a pesar de los ataques contra su persona Stalin vive todavía en los fundamentos sociales y espirituales de la sociedad soviética". Sobre el estalinismo se emitieron a continuación muchos juicios denigratorios, pero que a menudo venían acompañados también por otros exculpatorios en el sentido de que se basaban en justificar la dureza de la dictadura en el estado social de la Rusia zarista, en haber hecho perdurar el componente reivindicativo de la revolución de 1917 o en atribuir, como hicieron los comunistas en un primer momento, únicamente al "culto a la personalidad" los males derivados del sistema político.

En realidad, el estalinismo tan sólo puede ser entendido poniéndolo en relación con el sistema ideológico que lo hizo posible. El sucesor de Lenin hubiera podido ser una persona muy distinta a Stalin pero el leninismo fue quien hizo posible a Stalin y en él éste se desenvolvió como un pez en el agua hasta el punto de que puede decirse que el estalinismo, como sistema propiamente dicho, no existió, sino tan sólo el leninismo. Por lo tanto, se puede decir que también Lenin fue culpable de los más de veintiún millones de muertos causados por el estalinismo entre 1929 y 1953. En el momento de su desaparición, la herencia de Stalin quedó en tres manos principales que correspondían a otros tantos centros de poder. Malenkov estaba al frente del Gobierno, Beria al de la policía política y a Kruschev le correspondía la dirección del partido. Entre los tres se dirimiría la sucesión efectiva.

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