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En consonancia con la evolución del resto de Europa, la península italiana trató de superar su excesiva disgregación política a lo largo de los siglos XIV y XV. Con la implantación de las Señorías, los estados italianos de mayor peso político ampliaron sus fronteras en detrimento de las comunidades mas pequeñas. Sin embargo, la pervivencia de corrientes y modelos localistas no hizo posible una unificación total, sino que fácilitó la formación de los llamados estados regionales: Milán, Florencia, Venecia, Estados Pontificios y Nápoles. La paulatina perdida de protagonismo de la autoridad imperial favoreció su crecimiento, sobre todo tras el fracaso de las campañas italianas de Enrique VII (1310-1313) y de Luis IV (1327-1330). La debilidad imperial y la ausencia de los pontífices, instalados en Aviñón desde 1309, abonaron el terreno al enfrentamiento entre estados y a la eclosión de fuertes rivalidades políticas en el seno de los mismos. En las ciudades-estado (comuni) las luchas entre bandos (güelfos/gibelinos; blancos/negros) y la conflictividad creciente entre patriciado urbano y burguesía provocaron un cierto vacío de poder, que desembocó en la entrega del gobierno a un único regidor (podestá, vizconde o castellano). Éste, garante de la paz en la comunidad, acabó por convertirse en señor jurisdiccional. Su papel recayó en manos de capitanes mercenarios (Milán) o de importantes financieros (Florencia).

Al margen de los grandes estados regionales sobrevivieron algunas señorías menores, que según el curso de los acontecimientos llegaron a contar con un mayor o menor peso político en el concierto italiano. Valga como ejemplo Verona, principado que alcanzó su máximo apogeo bajo Cangrande della Scala (1311-1329), pare caer más tarde por la presión de Milán, Florencia, Venecia y Ferrara. Regiones como Emilia, Romana, Marcas o Umbría se encontraban fraccionadas en un gran numero de pequeños estados. A lo largo de la segunda mitad del siglo XV el Papado consiguió imponer su hegemonía sobre la zona, no sin antes vencer la enconada resistencia de los señores locales de Módena (Torelli, Gonzaga, Correggio y Pio), Mantua (Gonzaga), Ferrara (Este), Bolonia (Manfredi y Bentivogli), Forlí (Ordelaffi), Rímini (Malatesta), Pésaro (Sforza), Urbino (Montefeltro) y Camerino (Varano). Una de las constantes del periodo fue el protagonismo cobrado por las tropas mercenarias en el equilibrio de fuerzas entre los distintos estados. Estos confiaron la seguridad pública y la de sus fronteras a sus capitanes o "condottieri", término procedente de la palabra "condotta", contrato entre las autoridades y el jefe mercenario. A lo largo del siglo XIV las señorías utilizaron ejércitos extranjeros, que sustituyeron poco a poco a las milicias ciudadanas, incapaces de asimilar técnica y políticamente las exigencias de sus gobernantes. Así, los principales capitanes de ventura del momento fueron de origen foráneo: Fra'Moriale (provenzal), John Hawkwood Acuto (inglés), el duque de Urslingen (alemán), etc. Pero con el cambio de siglo los italianos se incorporaron a los ejércitos profesionales y sus mandos comenzaron a intervenir decididamente en los asuntos internos de los estados que les asalariaban. Uno de ellos, Francisco Sforza, llegó incluso a erigirse en duque de Milán tras la muerte del último Visconti. Los capitanes de ventura eran expertos en la guerra de emboscadas y escaramuzas, en la que contaban más las negociaciones e intrigas que el combate real. Dicha estrategia respondía al escaso volumen de los ejércitos empleados en la lucha y al elevado coste de los mismos, que hacía irreparable la pérdida de efectivos.

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