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En la sociedad contemporánea todos estamos habituados a contraponer el campo y la ciudad, el mundo rural y el urbano. Tan lógica nos parece esa dicotomía que, con la mayor naturalidad, la proyectamos sobre cualquier periodo del pasado que contemplemos. Ni que decir tiene que la Edad Media no podía escapar a esa visión. Es más, la vieja historiografía del Medievo puso asimismo el acento en la radical diferencia que separaba al campo de la ciudad. Frente al mundo rural, expresión de una sociedad de base agraria y de corte eminentemente feudal, los núcleos urbanos representaban, según esa óptica, el alumbramiento de un mundo nuevo, caracterizado por la libertad y protagonizado por una nueva clase social, la burguesía. Sin duda, estos puntos de vista están fuertemente asentados en nuestra mente. Pero no es menos cierto que, desde hace ya bastantes años, se ha rectificado esa panorámica. La ciudad, lejos de ser considerada como la antitesis del feudalismo, tiende a contemplarse, por el contrario, como un elemento más de aquel sistema, al decir de la más reciente historiografía sobre el tema. El campo y la ciudad serian, por lo tanto, algo así como las dos caras de una misma moneda. Lo señalado no es óbice, sin embargo, pare marcar diferencias sustantivas entre el mundo rural y el urbano. Ciertamente había en el Medievo numerosos núcleos de población que estaban a mitad de camino entre lo específicamente rural y lo que podemos presentar como rasgos peculiares urbanos.

Pero la distancia que separaba a las grandes ciudades (pensemos, a nivel europeo, en núcleos como París, Londres, Florencia, Milán, Venecia, Brujas, Sevilla, Barcelona, etc.) de las modestas aldeas era sin duda abismal. Las ciudades, aunque fueran una parte más del sistema feudal, tenían rasgos singulares que las diferenciaba del ámbito rural: su propia configuración urbanística; un entramado institucional más desarrollado; unas funciones distintas a las habituales del medio rural; un tejido social notablemente más complejo; un mayor dinamismo económico; y, como remate, mayores posibilidades, al menos en teoría, para el desarrollo del mundo del espíritu. Las ciudades europeas de los siglos XIV y XV no escaparon al impacto de la gran depresión. Padecieron, con frecuencia de forma brutal, los azotes de las mortandades. Fueron asimismo víctimas de las continuas guerras de aquel tiempo. Dependientes para su abastecimiento del campo, sufrieron las consecuencias de los malos años y, en general, de la crisis rural. Mas con todo, parece evidente que las ciudades pudieron hacer frente a las dificultades de la época mejor que el campo. Algunos autores, incluso, niegan que pueda hablarse de crisis del siglo XIV a propósito de las ciudades. Sin duda el debate es arduo, mas como mínimo hay que reconocer que los núcleos urbanos fueron los abanderados de la recuperación que experimentó Europa después de que remitiera la crisis.

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