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Pontificado y cultur

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El fracaso de la proyectada entrevista de los Pontífices da paso a la vía conciliar; pero, además, pone en primera línea de preocupaciones otras cuestiones de las que hasta ahora se había hablado en alguna ocasión, pero que, desde este momento, se convierten en el eje de los debates, para muchos, por encima incluso de la división de la Iglesia, cuestión que se ha planteado también. La reforma, la autoridad del Concilio y la autonomía de Iglesias nacionales pasan a ser el centro del debate. Se entiende por reforma una profunda transformación de las estructuras eclesiásticas, variable según la radicalidad de quien exija tal reforma; hay un acuerdo general respecto a la necesidad de dicha reforma, acometida en los Reinos hispanos desde hacia ya algún tiempo, pero, mientras para algunos es una tarea de renovación de la jerarquía de la Iglesia, para otros exige una modificación o, incluso, destrucción de la misma. El conciliarismo es una doctrina antijerárquica y revolucionaria que concibe el Concilio como depositario de la suprema autoridad dentro de la Iglesia; no es la solución conciliar, propuesta desde el comienzo como solución del Cisma, dentro de la más estricta ortodoxia, sino la concepción de la Iglesia como una sociedad en la que el poder parte de la base, la asamblea de los fieles, que lo confía al Pontífice, simple depositario de ese poder, responsable ante la asamblea. Las perturbaciones producidas por el Cisma han permitido a las Monarquías intervenir activamente en las cuestiones internas de las Iglesias de sus Reinos; una Iglesia sometida al poder político, desconectada del pontificado, significaba tales ventajas que, difícilmente, las Monarquías se resignarían, una vez resuelta la división de la Iglesia, a un simple retorno a la situación anterior al Cisma.

Por el momento, el Concilio era la única solución que a todos parecía viable; tanto a quienes, procedentes de ambas obediencias, iban a intentarlo al margen de los respectivos Pontífices, como a éstos mismos, cuyo único medio de impedir el revolucionario expediente consistía en reunir sendos concilios. Benedicto XIII lo había convocado para celebrarse en Perpiñán en noviembre de este mismo año de 1408; Gregorio XII, poco después, convocaba también un concilio de su obediencia que se reuniría en algún lugar no muy alejado de Venecia, Aquilea o Ravena. Se entraba en la vía conciliar, pero en un ambiente de revuelta. Benedicto XIII se retira del escenario de la frustrada entrevista distanciado de sus cardenales y ante la hostilidad genovesa, palpable en todos los puertos provenzales, hallando acogida cariñosa solamente en los dominios aragoneses. Podemos considerar consolidada la ruptura con los cardenales cuando, en septiembre de este año, Benedicto XIII procedía a la promoción de cinco nuevos cardenales; a pesar de ello, sus cardenales instalados en Pisa le remitían por esas fechas la convocatoria del Concilio de Pisa, con el ruego de que acudiese a sus sesiones. La invitación fue radicalmente rechazada, con el argumento de que sólo el Papa puede convocar concilios. Benedicto XIII abría, el 15 de noviembre de 1408, su anunciado concilio en Perpiñán, al que asisten principalmente españoles, aunque hay también franceses, porque la sustracción de obediencia no es general; el ambiente es una perfecta identificación de la obediencia aviñonesa con su Papa.

Sin embargo, la asistencia fue disminuyendo considerablemente a lo largo del mes de enero de 1409, y las conclusiones del concilio distaban bastante de los deseos de Benedicto XIII, al que se le pedía un serio compromiso en la abdicación propia y de su rival. El cansancio que el Cisma había provocado impulsaba a muchos a tratar de lograr resultados positivos aun pasando por encima de cuestiones doctrinales. Las propuestas obtuvieron, pese a todo, la aquiescencia del Papa, que prometió poner en marcha las acciones sugeridas por el concilio; sufrieron, sin embargo, un considerable aplazamiento, sin duda deliberado. La última sesión del Concilio de Perpiñán, el día 26 de marzo de 1409, contó con una asistencia insignificante. También Gregorio XII conocía la hostilidad tras el fracaso de la entrevista. Abandonaba Lucca a mediados de junio de 1408, casi fugitivo, y no era bien recibido en Siena; sólo el territorio de Venecia constituía un confortable refugio. Al mismo tiempo que Benedicto XIII, el Papa romano procedía a la promoción de nueve cardenales para reforzar su también disminuido colegio. El concilio de la obediencia romana abría sus sesiones, en Cividale, el 6 de junio de 1409, sólo un día después de que el Concilio de Pisa hubiese declarado depuestos a ambos Papas. El tono de las sesiones fue languideciendo durante todo el verano; se cerró el 5 de septiembre, en medio de una gran confusión a la que contribuyó Venecia reconociendo la actuación de Pisa y al Papa allí elegido.

La propuesta final era la abdicación, si lo hacían simultáneamente los otros dos Pontífices. Era una proposición carente de cualquier efecto; el propio Gregorio XII tenía que huir penosamente de territorio veneciano, embarcarse hacia Gaeta para ponerse en manos de Ladislao de Nápoles, más como prisionero que como huésped. Para el Pontífice romano se iniciaba una larga cadena de sufrimientos y humillaciones soportados con gran dignidad. El fracaso de la entrevista entre Benedicto XIII y Gregorio XII hacia recaer la inicial simpatía de la Cristiandad en los cardenales reunidos en Pisa; su propósito de celebrar un concilio, de modo revolucionario, suscitaba fundados temores en muchos espíritus. Las dificultades eran considerables. Necesitaban justificar la convocatoria de un concilio realizada de un modo que, como mínimo, hay que calificar de excepcional; se necesitaba una ciudad capaz de acogerlo y de garantizar la seguridad de los conciliares; en tercer lugar, era precisa la colaboración internacional, menos efectiva de lo que aparentaba. Justificar la anómala convocatoria del Concilio de Pisa era complicado, más aun por el hecho de que ambos Papas habían convocado sus respectivos concilios. El agotamiento de todos los medios para resolver el Cisma, hacía lícita, según afirmaba el maestro parisino Simón de Cramaud, una sustracción general de obediencia; la vacante debería ser cubierta por un concilio para cuya convocatoria tenían los cardenales la más caracterizada autoridad.

La convocatoria sería realizada por cada fracción del Colegio cardenalicio en el ámbito de obediencia; se invitaba a los poderes temporales y a los dos Pontífices para que acudieran a las sesiones del concilio. Además, los reunidos en Pisa acordaban mantenerse unidos, no proceder a elección de Papa en caso de muerte de uno de ellos, y denunciar como inválidas las promociones cardenalicias que pudiesen producirse a partir de ahora. La conveniencia de celebrar el concilio en la misma Pisa, hizo que se mantuvieran intensas negociaciones con Florencia para obtener el necesario permiso; se obtuvo en septiembre de 1408 y se realizó inmediatamente la convocatoria para el 25 de marzo del año siguiente. Génova garantizaría las comunicaciones por mar. La búsqueda de apoyos internacionales proporcionó resultados muy dispares. En Francia se reunió, en agosto de 1408, una asamblea del clero, con escasísima asistencia de prelados, todos ellos servilmente sumisos a las orientaciones gubernamentales; como era de esperar, ratificó la condena de Benedicto XIII, en medio de feroces ataques a la autoridad pontificia y acciones de violencia contra quienes osaban oponerse a la sustracción de obediencia. Se fijaban los objetivos del futuro Concilio: la unión de la Iglesia occidental, la unión con los griegos y la proclamación de las libertades de la Iglesia. El proyecto pisano contó con un apoyo bastante amplio en Italia, siendo Venecia y Nápoles, apoyos fundamentales de Gregorio XII, los focos de mayor resistencia a aquella iniciativa.

Navarra se mostró neutral; el gobierno castellano, dirigido en ese momento por el regente, Fernando de Antequera, se manifestó dispuesto a apartarse de Benedicto XIII, al que solamente Aragón y Escocia apoyaban de modo incondicional. Inglaterra no sustrajo obediencia a Gregorio XII, pero Enrique IV reprochó al Papa la última promoción cardenalicia realizada y comunicó que enviaría representantes al Concilio de Pisa. La situación en el Imperio era diversa: Roberto de Baviera permanecía fiel a Gregorio XII, Wenceslao ofrecía apoyo a Pisa si se le reconocía rey de romanos y Segismundo apoyaba a los de Pisa, pero les exhortaba a unir su acción al concilio de Gregorio XII. También se contó en Pisa con el apoyo de Polonia y Portugal, así como con la incorporación de nuevos cardenales hasta alcanzar 19, 12 de ellos pertenecientes a la obediencia romana. La actividad de convocatoria fue muy amplia, incluyendo a los dos Pontífices y al emperador griego, Manuel II, al que se instaba a acudir para proveer a la unión de las dos Iglesias. Gregorio XII respondió con severas amenazas y, en enero de 1409, pronunció la excomunión contra los pisanos; Benedicto XIII aplazó las medidas de fuerza: todavía después de la elección de Alejandro V esperaba la posible sumisión de los rebeldes. De acuerdo con lo previsto, el 25 de marzo de 1409 tuvo lugar la ceremonia de apertura del concilio ante una asistencia no muy numerosa. Alemania, la Orden Teutónica, Polonia, Inglaterra y Francia enviaron representantes a sus sesiones. El número de asistentes, en el momento de máxima asistencia, alcanzó unas 500 personas; no es una representación pequeña, pero si muy parcial, de la Cristiandad.

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