Pese a los factores de continuidad, el cansancio por las continuas guerras del siglo anterior y el freno impuesto por el azotamiento económico propiciaron un período de relativa tranquilidad en Europa, al que se ha llamado la generación pacifista. En los años del cambio de siglo, España, ante la multiplicación de los conflictos, se vio obligada a abrir negociaciones. En 1598, el viejo rey Felipe II firmó con Enrique IV de Francia la paz de Vervins, aunque todavía se mantuvo un tono de hostilidad, cerrado en 1610 tras el asesinato del rey francés, que obligó a la regente María de Médicis a la amistad franco-española, necesaria para alejar los previsibles problemas que se plantearían durante la minoría de Luis XIII. El agotamiento económico y psicológico empuja también a encontrar a cualquier precio el respiro de una paz con Inglaterra. En 1604 se logró por el Tratado de Londres, firmado con Jacobo I, recién llegado al trono de Inglaterra, y reforzado por la unión dinástica con Escocia y la conquista de Irlanda. Del mismo modo, en 1609 se estableció con las Provincias Unidas la Tregua de los Doce Años, que significó el reconocimiento de hecho de la independencia de la nueva potencia. Un cierto espíritu de tolerancia religiosa contribuía a alejar las crispaciones, fecundas en el siglo anterior de guerras civiles e internacionales. En 1598 Enrique IV, proclive a la religión reformada a pesar de su conversión al catolicismo al acceder al trono de Francia, concedió el Edicto de Nantes, que permitió a los hugonotes franceses la práctica de su religión. En Inglaterra, Jacobo I era partidario del acercamiento a los países católicos y personalmente demostraba un tibio interés por la reforma religiosa, al contrario que la enérgica reina que lo precediera. Por su parte, Rodolfo II concedió la autonomía religiosa a los bohemios por la Carta de Majestad de 1609. Esta tranquilidad era, sin embargo, precaria, debido a la inseguridad de las fronteras, que obligaba a una alerta continua. Así ocurría en las fronteras francesas con los territorios españoles de los Países Bajos, el Franco Condado y el Rosellón. Por otra parte, los pequeños ducados del norte de Italia -Mantua, Módena-, siempre temerosos de caer bajo la órbita de la poderosa Monarquía española, tendían a la alianza con Francia a fin de mantener su independencia. El ducado de Saboya, encabalgado en ambas vertientes de los Alpes, evidenciaba una clara actitud expansionista, y su alianza alternativa con ambas potencias desestabilizaba la zona. El control del paso del valle de la Valtelina, en el cantón suizo de los Grisones, era un punto especialmente conflictivo, por su necesidad para las comunicaciones militares entre los territorios de los Habsburgo, y de ahí que se lo disputasen España, Francia y Venecia, con resultados cambiantes. Así, a pesar de esta quietud superficial, la paz era precaria y presta a deteriorarse en cuanto se agudizase cualquiera de las tensiones subterráneas existentes en el Continente.
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La sociedad del Antiguo Régimen era estructuralmente pobre. La pobreza alcanzaba a muchos individuos sin tan siquiera respetar las fronteras de los grupos privilegiados. Gran parte de la población rural era pobre. Jornaleros, pequeños arrendatarios, propietarios y aparceros subsistían a menudo en condiciones límite de malnutrición y hacinamiento. La pobreza como peligro potencial de subversión social fue observada con preocupación creciente por las clases dominantes, pero lo que más preocupó a la sociedad del momento fue la cantidad creciente de vagabundos. Los extremos alcanzados por el fenómeno del vagabundeo y la mendicidad propiciaron la promulgación de disposiciones por los poderes públicos para limitar estas prácticas. El progreso del Estado moderno renacentista llevó aparejado el auge de la intolerancia. El control político no se concebía sin una uniformidad ideológica que no dejara fisuras a la disidencia. En estas circunstancias, las minorías religiosas fueron objeto de discriminación e, incluso, de persecución. Pero la represión de la disidencia religiosa no se limitó a España ni al mundo católico. Las Iglesias reformadas resultaron a veces tan intolerantes o más que la Iglesia romana. Las persecuciones religiosas provocaron emigraciones forzadas, originando focos de refugiados en diversas zonas de Europa. Las minorías étnicas y étnico-religiosas padecieron una constante y en ocasiones implacable presión social y oficial. Las tensiones sociales latentes en el siglo XVI desembocaron en sublevaciones abiertas en los momentos en los que los factores de conflictividad alcanzaron un alto grado de condensación y se añadieron a ellos cuestiones coyunturales. Sobre un fondo general de profundas diferencias sociales, las causas detonantes más frecuentes de las revueltas eran los abusos señoriales, la presión fiscal y las carestías. En las ciudades, la escasez de alimentos y la protesta contra los impuestos constituyeron los principales precipitantes de los levantamientos populares, causados también por tensiones sociales previas y mezclados en ocasiones con problemas religiosos. Con cierta frecuencia, la revuelta venía acompañada de la añoranza de un modelo idealizado de buena administración situado en épocas anteriores. Los levantamientos sociales se dotaron por lo general de una organización espontánea y actuaron por objetivos concretos a corto plazo, aunque a veces esgrimieron un discurso radical que amenazaba con la subversión del orden social. Si la revuelta representó la manifestación colectiva de la tensión social, el bandidismo constituyó un conducto de escape individual para la misma.
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En 1874 se publicó la tercera y definitiva versión de "La tentation de saint Antoine" de Gustave Flaubert. Posiblemente ésta sería la razón que llevó a Cézanne en la mitad de la década de 1870 a realizar este lienzo, temática ya recogida en trabajos anteriores por el maestro de Aix. La visión del santo anacoreta sometido a diversas tentaciones sería un tema habitual entre los pintores flamencos -El Bosco, Teniers, Brueghel- que Cézanne retoma mostrándonos al fraile arrodillado en la zona izquierda de la composición, rechazando la tentación de la lujuria personificada en una voluptuosa mujer desnuda, acompañada de un amplio coro de amorcillos también desnudos. Un diablo se sitúa tras el santo y le acosa para que dirija su mirada hacia la mujer, intentando hacerle caer en la tentación. La técnica impresionista utilizada se manifiesta en la aplicación del color, a base de cortas pinceladas dispersas en diferentes direcciones para aportar el movimiento a la escena. El colorido también es más vivo que en la etapa romántica, resbalando la luz por la figura desnuda y resaltando las sombras coloreadas habituales en los cuadros de Pissarro, Monet o Renoir. El abocetamiento de la obra no impide la estructuración formal de la composición, utilizando una línea oscura para delimitar los contornos, tal y como hará posteriormente Gauguin. Curiosamente, el artista dirige la atención del espectador hacia la voluptuosa mujer al colocarla en el centro de la escena, dejando el sufrimiento del santo en una zona residual de la composición.
obra
La visión del santo anacoreta sometido a diversas tentaciones sería un tema habitual entre los pintores flamencos -El Bosco, Teniers, Brueghel-. La publicación en la década de 1870 de "La tentation de saint Antoine" de Gustave Flaubert motivaría la realización por parte de Cézanne de varias obras con esta temática. El santo aparece en el fondo de la composición, tentado por las voluptuosas mujeres desnudas que contemplamos en primer plano, las verdaderas protagonistas de la composición, en sintonía con algunos trabajos de Rubens. Estas figuras en variadas posturas parecen anticiparse a las famosas bañistas que el maestro de Aix pintará en sus años finales. La iluminación empleada provoca acentuados contrastes entre luz y sombra, destacando así la intensidad dramática del momento. Las pinceladas rápidas y empastadas, aplicando el color con espátula, refuerzan el dinamismo y la violencia del episodio, al igual que las escorzadas posturas de las damas. Las tonalidades oscuras serán identificativas de estas primeras obras marcadas por la violencia y el sexo, lo que ha sido interpretado por buena parte de los especialistas como una evidente muestra del miedo enfermizo de Cézanne a relacionarse con el sexo femenino, temor que superó en 1869 al entablar relación con Hortense Fiquet.
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El lienzo que podemos ver en estos momentos es quizá uno de los más conocidos de su autor, aparte de los dedicados a los monjes sevillanos. Relata una de las pruebas a que fue sometida la santidad de San Jerónimo: habiéndose retirado de las galas mundanas, entre las que se contaba el cargo de cardenal, San Jerónimo se recluyó en una cueva del desierto para meditar y hacer penitencia. Su resistencia se vio tentada por la aparición de una corte de hermosas jóvenes que intentaron inclinarle hacia los placeres de la carne y los sentidos. El modo que Zurbarán tiene de representar la escena se aleja bastante del matiz erótico que tradicionalmente se atribuye a este episodio. De este modo, en vez de unas lujuriosas cortesanas nos presenta unas tímidas damiselas, vestidas de igual manera que sus vírgenes mártires (ver por ejemplo Santa Apolonia), que parecen dar una serenata al anciano más que tratar de provocar sus bajos instintos. El artista caracteriza al santo para evitar confusiones con otro episodio de similar talante, como es el de las Tentaciones de San Antonio: para diferenciar a San Jerónimo, lo presenta como un anciano enjuto por el ayuno y la penitencia, con los purpúreos ropajes cardenalicios enrollados a la cintura para dejar el pecho descubierto. El santo se golpeaba con una piedra en el pecho desnudo para de esta manera expiar sus pecados. La boca de la cueva presta un telón oscuro tanto al personaje como al estupendo bodegón que hay en el centro: configurado como una "Vanitas", muestra los temas perennes de la meditación sobre el ser humano, con los libros como símbolo del conocimiento y la calavera como símbolo de la muerte. La técnica empleada es la de sus mejores años, el tenebrismo, ejecutando con gran maestría un brillante juego de luces y sombras. De este modo consigue destacar casi con violencia las partes iluminadas que más le interesan: el macilento cuerpo del viejo, las hojas amarillas de los libros y las hermosas pieles de las jóvenes así como sus vestidos y sus instrumentos musicales, tradicionalmente asociados con el pecado de lujuria.
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La escena -una de las nueve secuencias sobre la vida pública de Cristo que se encontraban en la predela trasera de la Maestá- tiene un fuerte carácter "surrealista". Sobre una zona que aparece como montañosa, se presentan los protagonistas del acontecimiento. Se organizan dos grupos, el grupo del Diablo y del Salvador, acompañado por ángeles. Ocupa el centro la mano solitaria de Cristo. Es llamativo el contraste entre Diablo y Cristo: mientras el primero, en una postura expresionista, y en tonos oscuros y uniformes, parece flotar sobre las rocas, Cristo, sereno, apoyado en la roca, se muestra firme y decidido. Los cambios de escala resultan sorprendentes y provocan una sensación de acontecimiento fantástico. Las pequeñas ciudades que parecen maquetas, señaladas por el diablo, hacen referencia a "todos los reinos del mundo y su gloria" que ofreció a Cristo a cambio de su alma. Las diminutas ciudades que crecen o se aparecen son presentadas de un modo minucioso y colorista. Al fondo a la derecha, los ángeles, gigantes y estáticos, colocados al otro lado de la montaña sobre el fondo dorado, señalan un intento por parte de Duccio de crear diferentes planos en la pintura con el fin de dar más profundidad a la escena.
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En el ala norte del convento de San Marcos, última en recibir la decoración de Fra Angelico, se presentan varios episodios de la vida de Cristo, fundamentalmente del ciclo correspondiente a la Pasión. Aquí se presenta el tema de las Tentaciones de Cristo, capítulo poco desarrollado en la iconografía cristiana, que responde al modelo que Fra Angelico creó pero, de manos de algún ayudante de su taller. El contenido es muy narrativo, dando una composición en donde dos momentos se yuxtaponen a la vez, solución poco acertada y bastante retardataria. En la parte de arriba, sobre un montículo, Jesús rehusa con un ademán las tentaciones ofrecidas por una figura que viene caracterizada con los rasgos de un demonio. La escena tiene lugar en un paisaje muy sumario y de ingenua concepción. Abajo, se presenta Cristo sentado sobre la falda del macizo antedicho, en actitud orante, siendo flanqueado por dos ángeles que le ofrecen comida y bebida. El espacio no consigue afianzarse claramente, ya que ni siquiera los arbolillos del fondo dan una idea adecuada de distancia. La iluminación es la misma en las dos escenas, al igual que el colorido, dentro de las tonalidades claras del maestro dominico, dando unidad a la representación en su conjunto. De cualquier manera, lo más destacado de esta decoración es la sensación de dinamismo que se consigue, tanto en el personaje con patas de pájaro que huye en diagonal, como en los atentos ángeles de la parte de abajo. La obra debía ser de mayores dimensiones. Unas ventanas excavadas posteriormente en la pared cortan por la izquierda parte de la escena.
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Las Tentaciones de San Antonio es uno de los cuadros más sorprendentes de los pintados por Claudio de Lorena, llegando incluso a estar catalogado como de El Bosco por sus fantásticas imágenes. Un árbol divide la escena en dos zonas: a la derecha se sitúa San Antonio, observando con cara de pánico las temibles tentaciones que en cualquier momento le aparecerán; tras él observamos un palacio en ruinas, iluminado por las llamas en el que juegan demonios; a la izquierda, vemos un río con un puente destruido y en el río aparecen tres barcas con demonios, uno de los cuales tira del manto del santo. Toda esta zona izquierda está iluminada por la luz lunar, obteniéndose unos magníficos brillos azul plata. Los tonos oscuros empleados y las luces - lunar y anaranjada del fuego - sitúan esta obra totalmente alejada de las típicas composiciones de Lorena como el Entierro de Santa Serapia o Moisés salvado de las aguas. Posiblemente el tema vendría motivado por el encargo, ya que la obra estaba destinada al Palacio del Buen Retiro de Madrid, construido en el reinado de Felipe IV, gran amante de las obras del maestro lorenés.
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El Museo del Prado conserva una de las mayores colecciones de pintura del Bosco, debido al gusto que Felipe II sentía por la pintura del neerlandés. De la colección destacan varias piezas y entre ellas, esta tabla con las Tentaciones de San Antonio. El cuadro debería compararse con el tríptico del mismo nombre, puesto que la interpretación de ambas obras es completamente diferente. Esta imagen está llena de serenidad y parece el vivo retrato de la victoria del cristiano sobre el pecado, mientras que en el tríptico San Antonio sucumbe y se recupera continuamente ante las tentaciones del maligno. San Antonio, patrón de los animales, está acompañado por un cerdito que reposa a su lado. Es su atributo, así como la cruz en forma de "t" -tau- que lleva bordada en el hombro. Está totalmente recogido sobre sí mismo, pero con una curvatura que recuerda a un arco armado dispuesto a soltar una flecha. Su rostro posee una misteriosa serenidad casi alegre o complacida. Se refugia en el hueco de un tronco muerto con unas pajas por techo. A su alrededor, en un bello paisaje veraniego, diversos monstruos y bichos le rodean y hacen gestos de querer atacarle, sin que el santo se dé por enterado. Frente a él, hundido en el río, la cabeza de un monje con una uña monstruosa le señala y mira fijamente. Posiblemente sea el reflejo del santo en el río, mostrando la victoria sobre el pecado, el alma corrupta que se hunde y naufraga en el agua frente a la virtud.