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Prisión de Moctezuma Durante los seis días que Hernán Cortés y los españoles estuvieron mirando la ciudad y los secretos de ella, y cosas notables que hemos dicho, y otras que después diremos, fueron muy visitados de Moctezuma y su corte y caballería, y otras gentes, y muy cumplidamente provistos, como el primer día, y ni más ni menos los indios compañeros y los caballos, a los que daban cebada verde y hierba fresca, que la hay todo el año; harina, grano, rosas, y todo cuanto sus dueños pedían, y hasta les hacían las camas de flores. Mas, sin embargo, aunque eran regalados de esta forma y se tenían por muy ufanos con estar en tan rica tierra, donde podían llenar las manos, no estaban contentos ni alegres todos, sino algunos con miedo y muy cuidadosos. Especialmente Cortés, a quien, como a caudillo y cabeza, correspondía velar y guardar a sus compañeros; el cual andaba muy pensativo, viendo el sitio, gente y grandeza de México y algunas congojas de muchos españoles que le venían con noticias de la fortaleza y red en que estaban metidos, pareciéndoles ser imposible escapar hombre alguno de ellos el día que a Moctezuma se le antojase, o se revolviese la ciudad, con sólo tirarles cada vecino su piedra, o rompiendo los puentes de la calzada, o no dándoles de comer; cosas muy fáciles para los indios. Así pues, con el cuidado que tenía de guardar a sus españoles, de remediar aquellos peligros y atajar inconvenientes para sus deseos, decidió prender a Moctezuma y hacer cuatro fustes para sojuzgar la laguna y barcas, si algo fuese, como ya traía pensado, según yo creo, antes de entrar, considerando que los hombres en agua son como peces en tierra, y que sin prender al rey no tomarían el reino, y bien quisiera hacer en seguida los fustes, que era cosa fácil; mas por no alargar la prisión, que era lo principal y el toque de todo el negocio, los dejó para después, y determinó, sin dar parte a nadie, prenderlo en seguida. La ocasión o pretexto que tuvo para ello fue la muerte de nueve españoles que mató Cualpopoca, y la osadía, haber escrito al Emperador que lo prendería, y querer apoderarse de México y de su imperio. Cogió, pues, las cartas de Pedro de Hircio, que contaban la culpa de Cualpopoca en la muerte de los nueve españoles, para enseñarlas a Moctezuma. Las leyó, y se las metió en la faltriquera, y se paseó un gran rato solo, y preocupado de aquel gran hecho que emprendía, y que hasta a él mismo le parecía temerario, pero necesario para su intento. Andando así paseando, vio una pared de la sala más blanca que las demás; se llegó a ella, y conoció que estaba recién encalada, y que era una puerta de poco tiempo con piedra y cal. Llamó a dos criados, pues los demás, como era muy de noche, ya dormían. La hizo abrir, entró y halló muchas cámaras, y en algunas gran cantidad de ídolos, plumajes, joyas, piedras, plata, y tanto oro, que lo espantó, y tantas preciosidades, que se deslumbró. Cerró la puerta lo mejor que pudo, y se fue sin tocar a cosa ninguna de todo ello, por no escandalizar a Moctezuma, no se estorbase por eso su prisión, y porque aquello en casa se quedaba. Al día siguiente por la mañana vinieron a él algunos españoles, con muchos indios de Tlaxcallan, a decirle que los de la ciudad tramaban de matarlos, y querían romper los puentes de las calzadas para hacerlo mejor. Así que con estas noticias, falsas o verdaderas, deja para recaudo y guarda de su aposento a la mitad de los españoles, pone en las encrucijadas de las calles a muchos otros, y a los demás les dice que de dos en dos, y de tres a cuatro, o como mejor les pareciese, se fueran a palacio muy disimuladamente, porque quiere hablar a Moctezuma sobre cosas en lo que les va las vidas. Ellos lo hicieron así, y él se fue derecho a Moctezuma con armas secretas, que así iban los que las tenían. Moctezuma lo salió a recibir, y lo metió en una sala, donde tenía su estrado. Entraron con él allí unos treinta españoles; los demás se quedaron en la puerta y en el patio. Le saludó Cortés según acostumbraba, y luego comenzó a bromear y tener palacio, como otras veces solía. Moctezuma, que muy descuidado, y sin pensamiento de lo que la fortuna tenía ordenado, estaba muy alegre y contento de aquella conversación, dio a Cortés muchas joyas de oro y una hija suya, y otras hijas de señores para otros españoles. Él las tomó por no disgustarle, que hubiese sido afrenta para Moctezuma si no lo hiciera así; mas le dijo que era casado y no la podía tomar por mujer, pues su ley de cristianos no permitía que nadie tuviese más de una sola mujer, so pena de infamia y señal en la frente por ello. Después de todo esto, le mostró las cartas de Pedro de Hircio, que llevaba, y se las hizo declarar, quejándose de Cualpopoca, que había matado a tantos españoles, y de él mismo, que lo había mandado, y de que los suyos publicasen que querían matar a los españoles y romper los puentes. Moctezuma se disculpó enérgicamente de lo uno y de lo otro, diciendo que era mentira lo de sus vasallos, y falsedad muy grande que aquel malo de Cualpopoca le levantaba; y para que viese que era así, llamó luego a la hora, con la saña que tenía, a algunos criados suyos, les mandó que fuesen a llamar a Cualpopoca, y les dio una piedra como sello, que llevaba al brazo y que tenía la figura de Vitcilopuchtli. Los mensajeros partieron al momento, y Cortés le dijo: "Mi señor, conviene que vuestra alteza se venga conmigo a mi aposento, y esté allí hasta que los mensajeros vuelvan y traigan a Cualpopoca y la claridad de la muerte de mis españoles; que allí seréis tratado y servido y mandaréis como aquí. No tengáis pena; que yo miraré por vuestra honra y persona como por la mía propia o por la de mi rey; y perdonadme que lo haga así, pues no puedo hacer otra cosa; que si disimulase con vos, éstos que conmigo vienen se enojarían de mí, porque no los amparo y defiendo. Así que mandad a los vuestros que no se alteren ni rebullan, y sabed que cualquier mal que nos viniere lo pagará vuestra persona con la vida, pues está en vuestra boca ir callando y sin alborotar a la gente". Mucho se turbó Moctezuma, y dijo con toda gravedad: "No es persona la mía para estar presa, y aunque lo quisiese yo, no lo sufrirían los míos". Cortés replicó, y él también, y así estuvieron ambos más de cuatro horas sobre esto, y al cabo dijo que iría, puesto que había de mandar y gobernar. Mandó que le aderezasen muy bien un cuarto en el patio y casa de los españoles, y se fue allí con Cortés. Vinieron muchos señores, se quitaron las ropas, las pusieron bajo el brazo, y descalzos y llorando lo llevaron en unas ricas andas. Como se dijo por la ciudad que el rey iba preso en poder de los españoles, comenzóse a alborotar toda. Mas él consoló a los que lloraban, y mandó a los otros cesar, diciendo que ni estaba preso ni contra su voluntad, sino muy a su placer. Cortés le puso guarda española con un capitán, que la quitaba y ponía cada día, y nunca faltaban de su lado españoles que lo entretenían y regocijaban, y él se divertía mucho con aquella conversación, y les daba siempre algo. Era servido allí como en palacio, por los suyos mismos, y por los españoles también, que no veían placer que no le diesen, ni Cortés regalo que no le hiciese, suplicándole continuamente que no tuviese pena, y dejándole librar pleitos, despachar negocios y entender en la gobernación de sus reinos como antes, y hablar pública y secretamente con todos cuantos querían de los suyos; que era cebo con que picasen en anzuelo él y todos sus indios. Nunca griego ni romano ni de otra nación, desde que hay reyes, hizo cosa igual que Hernán Cortés en prender a Moctezuma, rey poderosísimo, en su propia casa, en lugar fortísimo, entre infinidad de gente, no teniendo más que cuatrocientos cincuenta compañeros.
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Prisión de Pánfilo de Narváez Estaba tan bienquisto de aquellos españoles suyos Cortés, que todos querían ir con él, y así, pudo escoger a los que quiso llevar, que fueron doscientos cincuenta, con los que tomó en el camino a Juan Velázquez de León. Dejó a los demás, que eran otros doscientos, en guarda de Moctezuma y de la ciudad. Les dio por capitán a Pedro de Albarado. Les dejó la artillería y cuatro fustas que había hecho para señorear la laguna, y les rogó que atendiesen solamente a que Moctezuma no se les fuese a Narváez, y a no salir del real y casa fuerte. Partió, pues, con aquellos pocos españoles y con ocho o nueve caballos que tenía, y muchos indios de servicio. Pasando por Chololla y Tlaxcallan fue bien recibido y hospedado. Quince leguas, o poco menos, antes de llegar a Cempoallan, donde estaba Narváez, tropezó con dos clérigos y con Andrés de Duero, su conocido y amigo, a quien debía dinero, que le prestó para acabar de dotar a la flota, que venía a decirle fuese a obedecer al general y teniente de gobernador Pánfilo de Narváez, y a entregarle la tierra y fuerzas de ella; que si no, procedería contra él como contra enemigo y rebelde, hasta ejecución de muerte; y si lo hacía, que le daría sus naos para irse, y le dejaría libre y seguro con las personas que quisiese. A esto respondió Cortés, que antes moriría que dejarle la tierra que había él ganado y pacificado por sus puños e industria, sin mandato del Emperador; y si a gran tuerto le quería hacer guerra, que se sabría defender; y si vencía, como esperaba en Dios y en su razón, que no necesitaba sus naves, y si moría, mucho menos. Por eso, que le mostrase las provisiones y recaudos que del Rey traía, porque, hasta no verlas antes y leerlas, no aceptaría ningún partido; y puesto que no se las había mostrado ni mostraba, era señal de que no las traía ni tenía. Y siendo así, que le rogaba, requería y mandaba se volviese con Dios a Cuba; y si no, que le prendería y enviaría a España con grillos, al Emperador, para que lo castigase como merecían sus deservicios y alborotos. Y así, con esto, despidió a Andrés de Duero, y envió un escribano y otros muchos con poder y mandamiento suyo, a requerirle que se embarcase y no escandalizase más los hombres y tierra, que a más andar se le levantaban, y se fuese antes de que se recreciesen más muertes o males; y que si no, que para el día de Pascua del Espíritu Santo, que era de allí a tres días, sería con él. Pánfilo se burló de aquel mandamiento, prendió al que llevaba el poder, y se mofó fuertemente de Cortés, que con tan poca gente venía haciendo bravatas. Hizo alarde de su gente delante de Juan Velázquez de León, Juan de Río y los demás de Cortés que andaban y estaban con él en los tratos y conciertos. Halló ochenta escopeteros, ciento veinte ballesteros, seiscientos infantes, ochenta de a caballo; aun les dijo: "¿Cómo os defenderéis de nosotros, si no hacéis lo que queremos?". Prometió dinero a quien le trajese preso o muerto a Cortés, y lo mismo hizo Cortés contra Pánfilo. Hizo un caracol con los infantes, escaramuzó con los caballos, y jugó la artillería, para atemorizar a los indios; y por este temor el gobernador que allí cerca tenía Moctezuma le dio un presente de mantas y joyas de oro, en nombre del gran señor, y se le ofreció mucho. Narváez envió, como dicen, de nuevo otro mensaje a Moctezuma y a los caballeros de México, con los indios que llevaban el alarde pintado; y cuando le dijeron que Cortés venía cerca, salió a correr el campo, y el día de Pascua sacó sus ochenta caballos y quinientos peones, y fue una legua de donde ya Cortés llegaba. Mas, como no lo halló, pensó que los lenguas que se llevaba por espías se estaban burlando, y se volvió a su campamento casi ya de noche, y se durmió. Mas, por si los enemigos venían, puso por centinela en el camino, casi a una legua de Cempoallan, a Gonzalo de Carrasco y Alonso de Hurtado. Cortés anduvo el día de Pascua más de diez leguas con gran trabajo de los suyos. Poco antes de llegar dio su mandamiento por escrito a Gonzalo de Sandoval, su alguacil mayor, para que prendiese a Narváez, y le dio ochenta españoles de compañía con que lo hiciese. Los corredores de Cortés, que iban siempre buen trecho delante, dieron con las escuchas de Narváez. Cogieron a Gonzalo de Carrasco, que les dijo cómo tenía repartido Pánfilo de Narváez el aposento, gente y artillería. Alonso de Hurtado se les escapó, y fue a todo correr, y entró por el patio del aposento de Narváez, diciendo a voces: "Arma, arma que viene Cortés". A este ruido despertaron los dormidos, y muchos no lo creían. Cortés dejó los caballos en el monte, hizo algunas picas que faltaban para que todos los suyos llevasen sendas, y entró él delante en la ciudad y en el real de los contrarios a medianoche, que, por descuidarlos y no ser visto, aguardó a aquella hora. Mas, por bien que caminó, ya se sabía su venida por el centinela, que llegó media hora antes, y estaban ya todos los caballos ensillados, y muchos enfrenados, y los hombres armados. Entró tan silenciosamente, que antes de que fuese visto dijo: "Cierra y a ellos", aunque tocaban alarma. Andaban por allí muchos cocuyos, y pensaron que eran mechas de arcabuz. Si un tiro soltara huyeran. Dijeron a Narváez, cuando estaba poniéndose una cota: "Catad, señor, que entra Cortés". Respondió: "Dejadle venir, que me viene a ver". Tenía Narváez su gente en cuatro torrecillas con sus alas y aposentos, y él estaba en una de ellas con unos cien españoles, y en la puerta trece tiros, o según otros dicen, diecisiete, todos de latón. Hizo Cortés subir arriba a Gonzalo de Sandoval con cuarenta o cincuenta compañeros y el se quedó a la puerta para defender la entrada con veinte; los demás cargaron las torres; y así, no se pudieron socorrer los unos a los otros. Narváez, cuando sintió ruido junto a sí, quiso pelear, por más que fue requerido y rogado; y al salir de su cámara le dieron un picazo los de Cortés, que le sacaron un ojo. Echáronle luego mano, y arrastrando le llevaron escaleras abajo. Cuando se vio delante de Cortés, dijo: "Señor Cortés, tened en mucho la ventura de tener mi persona presa". Él le respondió: "Lo menos que yo he hecho en esta tierra, es haberos prendido". Luego le hizo aprisionar y llevar a la Villarrica, y le tuvo algunos años preso. Duró el combate muy poco, pues al cabo de una hora estaba preso Pánfilo y los demás principales de su hueste, y quitadas las armas a los demás. Murieron dieciséis de la parte de Narváez, y de la de Cortés dos solamente, que mató un tiro. No tuvieron tiempo ni lugar de poner fuego a la artillería, con la prisa que Cortés les dio, si no fue un tiro, con el que mataron a aquellos dos. Los tenían tapados con cera por la mucha agua. De aquí tuvieron pretexto los vencidos para decir que Cortés tenía sobornado al artillero y a otros. Mucha templanza tuvo aquí Cortés, pues, ni aun de palabra injurió a ninguno de los presos y rendidos, ni a Narváez, que tanto mal había dicho de él, estando muchos de los suyos con gana de vengarse, y Pedro de Malvenda, criado de Diego Velázquez, que venía como mayordomo de Narváez, recogió y guardó los navíos y toda la ropa y hacienda dé entrambos, sin que Cortés se lo impidiese. ¿Cuánta ventaja lleva un hombre a otro? ¿Qué hizo, dijo, pensó cada uno de estos dos capitanes? Pocas veces, o nunca por ventura, tan pocos vencieron a tantos de una misma nación, especialmente estando los muchos en lugar fuerte, descansados y bien armados.
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Prisión del factor y veedor Estando, pues, Gonzalo de Salazar triunfando de esta manera en México, y Peralmíndez Chirino sobre el peñón que dije de Zoatlan, llegó a la ciudad Martín Dorantes, mozo de espuelas de Cortés, con muchas cartas y con poderes del gobernador, para que gobernasen Francisco de las Casas y Pedro de Albarado, y removiesen del cargo y castigasen al factor y veedor. Entró en San Francisco, sin ser visto de nadie; y cuando supo por los frailes que Francisco de las Casas era llevado preso a España, llamó secretamente a Rodrigo de Albornoz y Alonso de Estrada, y les dio las cartas de Cortés. Ellos, después de leerlas, llamaron a todos los de la parcialidad de Cortés, los cuales eligieron entonces a Alonso Estrada como lugarteniente de Cortés, en nombre del Emperador, por no estar allí tampoco Pedro de Albarado ni Francisco de las Casas, a quien los poderes venían. Divulgóse entonces por toda la ciudad que Cortés estaba vivo, y hubo grande alegría; y todos salían de sus casas por ver y hablar al tal Dorantes. Con el regocijo de tan buenas nuevas parecía México otro del que hasta allí. Gonzalo de Salazar temió valientemente el furor del Pueblo. Habló a muchos, según la necesidad que tenía, para que no le desamparasen. Asestó la artillería a la puerta de las casas de Cortés, donde residía después de ahorcar a Rodrigo de Paz, y se hizo fuerte con unos doscientos españoles. Alonso de Estrada, con todo su bando, fue a combatirle la casa. Cuando aquellos doscientos españoles vieron venir a toda la ciudad sobre sí, y que era mejor inclinarse a la parte de Cortés, puesto que estaba vivo, que no tener con el factor, y por no morir, comenzaron a dejarle y descolgarse por las ventanas a unos corredores de la casa; y entre los primeros que se descolgaron estaba don Luis de Guzmán; y no le quedaron más que doce o quince, que debían de ser sus criados. El factor no por eso perdió el ánimo; antes bien, cuando vio que todos se le iban, esforzó a los que le quedaban, y se puso a resistir, y él mismo pegó fuego con un tizón a un tiro; pero no hizo mal, porque los contrarios se abrieron al pasar la pelota. Arremetió tras esto Estrada y su gente, y entraron y prendieron al factor en una cámara, donde se retiró. Le echaron una cadena, lo llevaron por la plaza y otras calles, no sin vituperio e injuria, para que todos lo viesen; lo metieron en una red, y le pusieron muy buena guardia, y después se pasaron a la misma casa Estrada y Albornoz. Estrada derechamente le fue contrario, mas Albornoz anduvo doblado, porque afirman que salió de San Francisco, y habló al factor, prometiéndole que ni estaría contra él ni con él, sino en poner paz. Y a la vuelta tropezó con Estrada, que venía a combatir la casa, e hizo que le apeasen de la mula y le diesen caballo y armas para sí y para sus criados, para que pareciese fuerza si el factor vencía. Peralmíndez Chirino dejó la guerra que hacía, en cuanto supo que Cortés estaba vivo y revocado su poder de gobernador; y caminó para México cuanto más pudo para ayudar con su gente a su amigo Gonzalo de Salazar; mas antes de llegar supo que ya estaba preso y enjaulado, y se fue a Tlaxcallan, y se metió en San Francisco, monasterio de frailes, pensando guarecerse allí y escapar de las manos de Alonso de Estrada y bando de Cortés; sin embargo, así que se supo en México enviaron por él, y le trajeron y metieron en otra jaula junto a su compañero, sin que le valiese la iglesia. Con la prisión de estos dos cesó todo el escándalo, y gobernaban Estrada y Albornoz en nombre del Rey y del pueblo muy en paz, aunque aconteció que algunos amigos y criados de Gonzalo de Salazar y Peralmíndez se hermanaron y acordaron matar un día señalado a Rodrigo de Albornoz y Alonso de Estrada, y que las guardias soltasen entre tanto a los presos. Mas como tenían las llaves los mismos gobernadores, no se podía efectuar su concierto sin hacer otras; porque romper las jaulas, que eran de vigas muy gruesas, era imposible sin ser sentidos y presos. Así que dan parte del secreto, prometiéndole grandes cosas, a un tal Guzmán, hijo de un cerrajero de Sevilla que hacía vergas de ballesta. El tal Guzmán, que era buen hombre y allegado de Cortés, se informó muy bien de quiénes y cuántos eran los conjurados, para denunciarlos y ser creído. Les prometió llaves, limas y ganzúas para cuando las pedían, y les rogó que todos los días le viesen y avisasen de lo que pasaba, porque se quería hallar en librar los presos, no lo matasen. Aquéllos se lo creyeron, de necios y poco recatados, e iban y venían a su tienda muchas veces. Guzmán descubrió el negocio a los gobernadores, declarando por su nombre a los concertados, los cuales entonces pusieron espías, y hallaron ser verdad. Dieron mandamiento para prender a los del monipodio. Presos confesaron ser verdad que querían soltar a sus amos y matarlos a ellos; y así, fueron sentenciados. Ahorcaron a un tal Escobar, que era el cabecilla, y a otros. A unos les cortaron las manos, a otros los pies, a otros los azotaron, a muchos desterraron, y en fin, todos fueron bien castigados. Y con tanto, no hubo de allí adelante quien revolviese la ciudad ni perturbase la gobernación de Alonso de Estrada. Así como digo pasó esta guerra civil de México entre españoles, estando ausente Hernán Cortés; y la levantaron oficiales del Rey, que son más de culpar. Pues nunca Cortés salió fuera que soldado suyo se saliese de su mandato y comisión, ni hubiese la menor alteración de las pasadas. Fue maravilla no se alzasen los indios entonces, pues tenían aparejo para ello, y aun armas, aunque dieron muestra de hacerlo; mas esperaban que Cuahutimoccín se lo enviase a decir cuando él hubiese matado a Cortés, como trataba por el camino, según después se dirá.
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Desconocemos las razones de Leonardo para dibujar a este pobre personajes, cargado de cadenas y grilletes. Pudiera ser incluso un personaje para una fiesta, un disfraz. Pero también es posible que se trate de un estudio del natural. Leonardo se sentía atraído por los diversos tipos humanos, no sólo los bellos y dignos, sino los más desfavorecidos, grotescos, marginales. Su idea consistía en que la belleza y la juventud son resaltadas por la presencia de lo feo a su lado, lejos del mundo idealizado que se había impuesto en la pintura durante el Quattrocento.