Las ciudades privilegiadas (colonias y municipios) seguían las pautas organizativas de las ciudades de igual rango de Italia, que, sin ser uniformes, respondían a un patrón parecido. Mayoritariamente, contaban con dos magistrados supremos, IIviri (dunviros): presiden y convocan al Senado local, representan a la comunidad y tienen poderes judiciales sobre el ámbito de la ciudad y de su territorio aunque con competencias limitadas. Los dos aediles eran magistrados de segundo rango y tenían competencias sobre el cuidado y vigilancia de obras, mercados (control de pesas y medidas) y orden público. Cuando los textos hablan de IVviri (cuadrunviros), dos de ellos eran dunviros y los otros dos tenían las funciones de los ediles. El cuestor, quaestor, tenía la responsabilidad de la caja y de las finanzas públicas. Cada cinco años, se nombraba a un censor con la misión de actualizar el censo de la ciudad; en ocasiones, se suplía este nombramiento encargando sus funciones a un dunviro quinquenal. En caso de ausencia de un dunviro, éste era suplido por un prefecto, praefectus. Ahora sabemos que hubo ciudades en las que el suplente del dunviro recibía el título de interrey, interrex, tal como se indica en la ley colonial de Urso (Osuna) y en una inscripción hallada recientemente no lejos de Osuna. No contamos con ninguna noticia sobre la organización sacerdotal de las colonias latinas. La primera mención nos llega en el texto de la ley de Urso y no tenemos garantías de que la normativa sacerdotal fuera igual para otras ciudades privilegiadas de época republicana. La ley colonial de Osuna contempla la existencia de dos colegios sacerdotales de tres miembros: uno de pontifices y el otro de augures. Los pontífices eran los oficiantes de los rituales públicos y, a la vez, los responsables de la supervisión de los demás cultos o rituales romanos o locales que se practicaran en el ámbito de la ciudad o de su territorio tanto en medios públicos como en ámbitos privados; eran, pues, teólogos y oficiantes. Los augures entendían la voluntad de los dioses que se manifestaba por signos y a instancias de un ritual, es decir, no entendían sobre los signos no pedidos que eran competencia de adivinos que no tenían el carácter de magistrados. El augurado era vitalicio y compatible con el ejercicio de cualquier otra magistratura. Desconocemos la duración de la magistratura de los pontífices. Acorde con la concepción política romana, los magistrados religiosos, pontífices y augures, eran elegidos y no tenían ninguna responsabilidad sobre ningún aspecto económico relacionado con la religión. Conforme a la constitución romana, las magistraturas eran colegiadas y las civiles además anuales. La ley colonial de Osuna, más otras leyes de época republicana conocidas (Tabula Heracleensis, Lex Tarentina, etc.), permiten comprobar que los magistrados eran simples ejecutores de las decisiones tomadas por el Senado local. Sobre cualquier cuestión de interés común (propuesta de nombramiento de patrono, alquiler de propiedades públicas, elección de comisiones...), la decisión competía al Senado local. Los magistrados estaban obligados a hacer una declaración de bienes antes de acceder al cargo y debían informar de su gestión y de su patrimonio al fin de su mandato ante el Senado local. Más aún, quedaban sometidos a posibles responsabilidades durante cinco años. Por otra parte, el Senado fijaba el calendario festivo anual, sacaba a contrata el abastecimiento de lo necesario para los sacrificios públicos y nombraba a los administradores de la economía religiosa, a los magistri. El número de los componentes de los senados de las colonias y municipios -siempre varias decenas de miembros- variaba en función de la importancia económica y demográfica de cada ciudad. Todos ellos pertenecían a las oligarquías locales, lo mismo que los magistrados. Y ni los magistrados ni los senadores locales percibían ninguna remuneración por su dedicación a la comunidad. Más aún, los dunviros y los ediles estaban obligados a pagar una cantidad monetaria a la caja de la ciudad que era destinada a la celebración de juegos en honor de los dioses protectores. La ley de Osuna dice que cada dunviro y cada edil debían pagar 2.000 sestercios por el acceso a su magistratura, cantidades conocidas como ob honorem o bien como munus. Cada ciudad podía marcar el montante de tales cifras económicas. La asamblea del pueblo, compuesta por quienes tenían derecho de ciudadanía a través de esa ciudad, se reunía a instancia de los dunviros y siempre que debían realizarse las elecciones de los magistrados. El privilegio de la ciudadanía tenía como contrapartida algunas cargas. Una común a todas las ciudades privilegiadas era la de las prestaciones personales, munitio, en virtud de la cual todos los ciudadanos mayores de 14-16 años y menores de 60 debían aportar varios días de trabajo gratuito al año para la realización de obras públicas (construcción o reparación de edificios, caminos, puentes o murallas). Los residentes, incolae, ciudadanos por una comunidad pero con domicilio en la segunda, quedaban también obligados a estas prestaciones. Sabemos de obligaciones de munitio de 5-7 días al año; en todo caso, el Senado local fijaba en cada momento los días exigidos y la forma de cumplir con estas obligaciones. Alguna vez, los ciudadanos de una colonia o municipio quedaron sometidos a servicios militares en el ámbito del territorio: ante sediciones, bandolerismo u otros casos excepcionales, en los que el dunviro ejercía el mando sobre las tropas improvisadas; esta defensa local terminó encargándose a grupos de jóvenes controlados y organizados en asociaciones.
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Para el conocimiento de los aspectos de la organización política del mundo ibérico contamos con los datos que aparecen en las fuentes literarias, en especial Polibio, Apiano y Tito Livio, sobre la existencia de reyezuelos o régulos en la zona sur de Hispania en el momento de cambio de la hegemonía cartaginesa a la romana. Para este tema de la realeza y los reyes en la España antigua está aún por superar en su conjunto el estudio de J. Caro Baroja publicado en 1971, para quien la institución monárquica existe en la zona sur de España hasta el mismo momento de la conquista romana, como herederos de la monarquía mítica de Tartessos. Después de la desaparición de Tartessos, los pueblos del sur, fragmentados desde el punto de vista político, pero en su mayoría con regímenes monárquicos, aparecen en las fuentes escritas con nombres nuevos. Según las noticias de Apiano (Iber., 5) la muerte de Amílcar en el año 229 a. C. se debió a la conjura de varios reyes de pueblos iberos y de personajes influyentes. En el momento que Roma conquista a Cartago la zona sur, aparecen en el relato de Tito Livio dos reyezuelos, que son los más conocidos: Culcas y Luxino. Culcas aparece en el año 206 a. C. como aliado de los romanos contra Cartago, dominando 28 oppida de la zona más celtizada del Sur, la Beturia (Liv., 28, 13, 3), y en el año 197 a. C. es un rebelde a Roma dominando ya únicamente sobre 17 fortalezas (Liv., 33, 21, 6). Por contra, las noticias de Polibio son contradictorias, pues nos hablan de que los romanos habían aumentado su reino a este Culcas (Polyb., 21, 11, 7). Luxino, por su parte, aparece en el año 197 a. C. como rebelde a Roma y dominando núcleos tan importantes como Carmona, Bardón, Malaca o Sexi (Liv., 33, 21, 7), localizadas en el área más fuertemente dominada e influida por los cartagineses. De estas menciones se desprende el dominio de algunos régulos sobre varios núcleos urbanos fortificados, aspecto que quizá debamos poner en relación con el análisis realizado por algunos investigadores, a partir de los datos que proporciona la arqueología, sobre ordenación del territorio y jerarquías. En el momento de la pérdida de estos territorios por Cartago a manos de Roma aparecen junto a estos reyezuelos más importantes otros que dominan únicamente sobre una ciudad tras la fragmentación de la monarquía tartésica. Attenes es el primer reyecillo que se pasó a las filas romanas en el año 206 a. C. Sabemos también que Cerdubeles era régulo de Cástulo en el 196 a. C. La mención de estos "monarcas" no excluye la existencia de ciudades cuya estructuración política no estaba en torno a un régulo, como es el caso de Astapa en Sevilla, citado por Caro Baroja. Pero estas "realezas" nos son conocidas no sólo a través de las fuentes literarias, ya que también en los elementos decorativos de las monedas aparecen elementos que nos confirman la existencia de la institución real, como es la cabeza diademada del anverso de algunas monedas, que se interpreta como un símbolo de realeza. Por otra parte es posible, en opinión de Caro Baroja, que algunos santuarios hayan tenido una significación institucional en relación con ciudades soberanas y en función no de una "ciudad-estado", sino de un territorio más amplio con varias ciudades, de las cuales una es la capital propiamente dicha. Está claro, pues así aparece en las fuentes, que en la Turdetania, en el momento de la lucha de romanos y cartagineses, había reyes que dominaban en varias fortalezas (oppida), reyes que dominaban en más de una ciudad a la vez, reyes o régulos que dominaban sobre una e, incluso, ciudades que no eran gobernadas por una institución real. Entre los reyes de la zona meridional, aparte de los citados, hay que mencionar a un rey de los orisos, que parece deben ser los oretanos, entre los años 229-225 a. C. (Diodoro de Sicilia). Esteban de Bizancio, que tiene como fuente a Artemidoro de Efeso (ca. año 100 a. C.), cita la ciudad de Orisis, junto con el pueblo oretano, del cual indica que tenía otra gran ciudad, Cástulo. Vemos, pues, emparentados por las fuentes el nombre de un rey, el de un pueblo con varias ciudades y el de una ciudad. La institución real se ha desarrollado en el sur de España desde la Edad del Bronce hasta tiempos históricos, que coinciden con las fases más tardía de la Edad del Hierro, habiendo tenido, sin duda, grandes influjos orientales en sus orígenes y en relación con la explotación de importantes riquezas naturales. Pero las fuentes nos dan noticia de régulos que mandan sobre pueblos no iberos, régulos celtas o galos que luchan en la Península contra los romanos y régulos que parecen de estirpe ibérica en la zona oriental. Entre los primeros destacan Moeniacoepto y Vismaro, al servicio de los cartagineses, los cuales, al ser vencidos, dejan tras sí un botín típico de áreas célticas: torques de oro, brazaletes, etc. Podemos pensar en individuos no iberos bajados de la Meseta. Para la zona oriental de la Península hay también datos de otros régulos con carácter militar. Tito Livio (34, 11) nos da noticia para el año 195 a. C. de un régulo de los ilergetes, Belistages, que mandó a su propio hijo como legado al campamento de los romanos. Por otra parte, también por datos de los historiadores Polibio (3, 76, 1; 9, 11; 10, 18, 3, etc.) y Tito Livio (22, 21), así como de algún otro autor antiguo, conocemos a un Indibilis, Indebiles o Andobales, no sabemos con precisión si de los ilergetes o de los suessetanos, y un Mandonius de los ilergetes. Por otra parte tenemos también el nombre de un Edeco, rey de los edetanos, según Polibio (10, 34), que junto al nombre de Ilerdes de los ilergetes, permiten plantear la relación de algunos nombres de régulos con los de sus pueblos y ciudades de origen: Edeco-Edetani-Edeta e Ilerdes-llerda-Ilergetes. Al norte del Ebro estos régulos se localizan principalmente en el interior, mientras que en las regiones costeras, más influidas por los griegos, abundan las comunidades regidas por asambleas, senados y magistrados. Las monarquías de esta época y de estas áreas eran bastante inestables, pues la mayor o menor importancia de sus dominios dependía de la fortuna o habilidad de cada reyezuelo, ya que sus dominios estaban en relación con la integración bajo el mando personal de cada régulo de comunidades distintas, que no tenían ninguna estructura común entre sí y que, desaparecido el correspondiente régulo, podían pasar a depender de otro o a ser autónomas. En opinión de Caro Baroja, los pueblos ibéricos son monárquicos por antonomasia y continúan con esta institución hasta ser dominados por Roma. Para ellos la idea de la "realeza", basada en planteamientos bélicos, es esencial como idea política. Finalmente hay otro hecho resaltable, ni Cartago, ni Roma posteriormente se precipitaron a romper la estructura indígena de la monarquía militar. Todos estos datos hay que ponerlos en relación con un hecho ya analizado anteriormente, que la formación social ibera es una formación social urbana. Tanto las fuentes literarias como la numismática mencionan la existencia de ciudades, mientras que la arqueología confirma la existencia de núcleos habitados que pueden ser calificados como tales, además de fortificaciones y de las denominadas turris. A partir de lo dicho hasta aquí sobre la organización política de las poblaciones iberas y su desarrollo histórico podemos hablar en el orden político de la aparición y desarrollo del Estado. Parece que a la llegada de Roma existen régulos, presentes antes de la dominación bárquida, establecidos sobre centros urbanos con diferente carácter y en los que tiene un peso primordial el elemento militar, si tenemos en cuenta las informaciones de las fuentes y, sobre todo, de Estrabón, quien nos habla de guerras continuas entre los iberos y de la existencia de mercenarios en los ejércitos personales vinculados a los régulos del sur. Junto a todo lo dicho hasta ahora, y posiblemente por ello, hay dos aspectos o fórmulas en la España prerromana que se asocian siempre con el mundo ibérico y que muchos historiadores incluyen dentro del campo institucional, dándoles el nombre incluso de instituciones. Se trata de la clientela y la llamada devotio ibérica. De la existencia de ambas en el área ibera nos informan con profusión los escritores antiguos (Polibio, Tito Livio, Apiano, Plutarco, Floro, etc.). Sobre ellas han sido realizados estudios que insisten en los aspectos jurídicos más que en el análisis histórico de las mismas, es decir, no se centran tanto en la evolución que va sufriendo relacionándola con el contexto en que se producen, en otras palabras, en el significado histórico de ambas fórmulas. Estas relaciones entre los iberos se rigen por una fieles (fidelidad) que les da un contenido de permanencia y que, a veces, toma la forma de devotio. Pero se trata de una fieles interesada: Sagunto es fiel a Roma porque le interesaba, lo mismo que los ilergetes y edetanos con respecto a Escipión. En el mundo romano, al igual que en general en todo el mundo antiguo, las relaciones de clientela implican la existencia de una relación no igualitaria que se establece entre dos o más individuos, de los que uno disfruta de una posición privilegiada (económica, política o religiosa). Conocemos por las fuentes la realización de clientelas en la Península Ibérica con una finalidad militar, entre las que podemos citar el pacto que realiza Indíbil, régulo de los ilergetes, con Escipión o las que se crean durante la guerra sertoriana en España en torno a la figura de los oponentes Sertorio y Pompeyo. En estos vínculos de clientela, según Rodríguez Adrados, existirían obligaciones recíprocas por las cuales el patronus (patrón) debía dar protección al cliente y éste estaba obligado a la obediencia en períodos de paz y a proporcionarle ayuda militar en la guerra. Un tipo especial de clientela es la denominada devotio, que en el caso que nos ocupa se conoce como devotio iberica, término que no es correcto por dos razones: en primer lugar, porque su existencia no es exclusiva del área ibera, ya que aparece también entre los celtíberos, y, en segundo lugar, porque existen también paralelos en otras zonas fuera de la Península Ibérica, entre los galos (soldurii) y entre los germanos (comitatus). Se trata de una relación personal libremente contraída de fidelidad y servicios recíprocos creada fundamentalmente para la guerra. Es una forma peculiar de la fieles que se caracteriza por el elemento religioso de la consagración de la vida de un hombre y la de los suyos al servicio de un individuo (patronus), quien, a su vez, contrae una serie de obligaciones con el devotus. Para A. Prieto hay que entender la devotio dentro del marco de la situación social existente en las diversas áreas de la Península ibérica, caracterizada por la aparición de diversos tipos de desigualdades sociales que provocarían el surgimiento de jerarquías y el que por diversos medios unos individuos detentarían mayor poder e influencia que otros. Roma se aprovechará de esta situación, al igual que hará con el hospitium, que mantienen lejanos paralelos con lo existente en el mundo romano, para utilizarlos como mecanismos de integración de lo indígena en el mundo romano. El proceso sería el siguiente: en un primer momento los generales romanos aparecen vinculados a los modelos indígenas, siendo Escipión el ejemplo más claro, pero, a medida que transcurre su presencia en España, los romanos irán transformando esos modelos indígenas de acuerdo con sus normas e intereses.
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Desde el primer momento, los descubrimientos arqueológicos presentaron un panorama parecido a los que son frecuentes en el mundo del Próximo Oriente, donde el paisaje aparece dominado por palacios, templos y tumbas regias o principescas. Micenas, lugar fortificado al que se accede por la monumental puerta de los leones, contenía viviendas palaciegas y templos, lo que da idea de la concentración de los medios de control políticos, militares e ideológicos. El mégaron, lugar de culto centralizado, posible transferencia del antiguo hogar común y precedente del templo griego en lo arquitectónico, parece proyectarse en la península desde el Bronce Medio. Lo mismo ocurre con las tumbas en fosa, que contienen en principio restos que se interpretan como de miembros de las familias reales, pero que, en algún caso al menos, resultan representativas de una clase principesca, con restos de reyes heroizados a los que se rinde culto, frente a la difusión de la tumba de tholos, circular y monumental, para los reyes. Seria el ejemplo más significativo el representado por el que se conoce como tesoro de Atreo. También del tipo tholos se hallan restos correspondientes al Heládico Medio y algún ejemplo, como el de Eleusis, revela que se trata de enterramientos de colectividades sin ninguna indicación que defina la posesión del poder. Los datos revelan así un panorama variado y posiblemente cambiante, a troves de todo el período, cada vez más amplio, al que pueden atribuirse los restos que constantemente siguen encontrándose. En cualquier caso, sí resulta dominante la idea del poder tendencialmente centralizado en un panorama aristocrático, donde los muertos ilustres se convierten en objeto de culto a través de sacrificios que dejan huella en las cenizas conservadas. La centralización se nota en las grandes construcciones, efecto de un poder coercitivo y símbolo del mismo, para ejercerse en todos los terrenos. Esta fase, propiamente micénica, no necesita explicarse a través de la llegada de nuevos pueblos, pues muchos de sus elementos corresponden a transformaciones internas, donde también pueden haber influido movimientos étnicos no determinantes. Por otra parte, en las edificaciones palaciegas, destacan las dependencias aptas para almacenar productos, así como para la distribución del agua y de algunos otros bienes necesarios para la colectividad, que quedaban así centralizados. Las investigaciones, cada vez más frecuentes e intensas en el terreno de la arqueología espacial, sacan a la luz la existencia de asentamientos dispersos, reducidos, no económicamente ricos, correspondientes a unidades que pueden identificarse con la tribu o, por lo menos, con las aldeas, cuyos pobladores llevarían el peso de la producción controlada por el Estado. La lectura de las tablillas proporciona un panorama coherente con lo anterior. Los textos no resultan excesivamente explícitos, pues se trata de registros, de redacción escueta, dedicados al control fiscal, de lo que se ofrece a los poderes políticos y religiosos. Ello permite, desde luego, conocer los principales términos en el mundo de los aparatos estatales. El título que puede identificarse con el del rey, como figura que acumula todos los poderes y se asimila a la divinidad, es el de wa-na-ka-te, en transcripción silábica de cada uno de los signos de lineal B, fácilmente identificable con el término homérico wanax, que, en acusativo y con la consonante inicial que correspondería a la -w-, que en griego clásico ha desaparecido, sería wanakta, palabra usada en los poemas principalmente para referirse al rey de hombres Agamenón o a Zeus, padre de los dioses y de los hombres, es decir, al poder supremo en la tierra o en los cielos. Existe también un pa-si-re-wa que, con el mismo sistema de transcripción, habida cuenta de que el silabario micénico no distingue p-b, ni r-l, correspondería al basilewa acusativo de basileus, término que, si se especializó como rey en época clásica, en los poemas parece corresponder más bien a un tipo de príncipe como el que justifica la realidad arqueológica funeraria descrita. El ra-wa-ke-ta puede transcribirse como lawageta, término inexistente, pero que puede analizarse como conductor del laos o pueblo en armas, para señalar al jefe militar al que, en determinados momentos de la historia real o mítica, se dice que el rey anciano, incapaz de desempeñar las funciones militares inicialmente inherentes a su cargo y justificadoras del mismo, cedió dicha jefatura. Sería el caso de Tauro en la leyenda de Minos, de Héctor en la Troya homérica, junto al anciano Priamo, y del polemarco, cargo creado en Atenas, según Aristóteles, por dicho motivo. También hablan las tablillas de una ke-ru-si-ya o gerusía, como consejo de ancianos, y de tere-ta o telestés, como funcionario encargado de ejecutar las órdenes reales y administrar el tributo.
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Lugar primordial en el gobierno de la nación mexicana lo ocupaba el huey tlatoani, expresión que literalmente significa "el grande que habla, el gran orador...". Correspondía a él actuar como ordenador en todos los campos. Si bien era representante de la divinidad, nunca se pensó, como en el caso de los incas, que fuera hijo de alguno de los dioses o encarnación suya. El gran tlatoani era también el máximo juez y sobre él recaían las más elevadas responsabilidades. De él dependía la iniciación de cualquier guerra, la promulgación de las leyes y el comienzo de toda empresa importante. El gran tlatoani debía ser elegido de entre los pipiltin. Como un reflejo, en la organización política, de la creencia religiosa en un supremo dios dual, al lado del huey tlatoani, desempeñaba también funciones en extremo importantes el llamado cihuacóatl. Este título significa "serpiente femenina" y también "mellizo femenino". El vocablo cihuacóatl era también uno de los nombres de la diosa madre. Al cihuacóatl correspondía desempeñar las funciones del tlatoani en caso de ausencia de éste, como, por ejemplo, cuando salía él a la guerra. En forma transitoria asumía también el poder cuando fallecía el tlatoani. Entre las funciones del cihuacóatl estaban presidir el tribunal más alto o de última instancia y actuar asimismo en asuntos religiosos y de administración pública. Lugar prominente tenían también los varios consejos, entre ellos uno que puede describirse como supremo. Estaba formado por representantes de otros cuerpos secundarios. Entre las funciones del consejo supremo sobresalían la de auxiliar al tlatoani en los problemas que pudiera someter a su consideración, así como participar en la designación de funcionarios. Había, además, cuatro grandes dignatarios que desempeñaban funciones muy importantes, entre ellas la de actuar a veces como miembros del supremo consejo. Mencionaremos primeramente el rango de tlacochcálcatl, "señor de la casa de los dardos" que, junto con el tlacatécatl, asumía la más elevada jerarquía militar. A su vez, el huitznahuatlailótlac y el tizociahuczcatl tenían atribuciones de jueces principales. Con el nombre genérico de tlatoque se conocían los gobernantes de todas las poblaciones de cierta importancia. Posición distinguida correspondía a los llamados tecuhtli (en singular) y tetecuhtin (en plural), palabras que significan "señor, señores". Los tetecuhtin, escogidos entre los nobles o la gente del pueblo, podían desempeñar diversas funciones, entre ellas las de gobernantes, jueces y supervisores en el pago de tributos. Debe recordarse aquí que el expansionismo de los aztecas los había llevado a someter a muchos señoríos, antes independientes. En algunos casos los antiguos gobernantes de ellos permanecían en el poder pero con la obligación de prestar obediencia y pagar tributos al supremo señor de México-Tenochtitlan. En otros casos correspondía a algunos tetecuhtin aztecas hacerse cargo de la administración de esos pueblos o provincias. La existencia del Estado azteca requería del pago de tributos y de la recolección oportuna de otros ingresos. Tributaban, en función de sus calpullis, los macehualtin; además, los pueblos y señoríos que habían quedado sujetos, así como otros que mantenían aún cierta forma de independencia. Otros ingresos se derivaban de lo que se obtenía de las tierras que pertenecían al Estado, así como de los botines de guerra en las frecuentes campañas. Los artesanos y mercaderes, según lo mencionamos, tenían un estatuto propio en el que se determinaban las contribuciones que les correspondían. Competía al cihuacóatl vigilar lo concerniente a la tributación. Funcionarios subordinados eran el huey calpixqui, "gran guardián de la casa" y el petlacálcatl, "el de la caja o petaca".
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Desde que en el siglo XIX se hicieron los primeros ensayos de interpretación de las representaciones del arte maya, hubo una notable coincidencia entre los especialistas: las figuras humanas de la escultura y la pintura debían ser sacerdotes, su movimiento y actitudes eran por tanto la realización de ignotos rituales. Los primeros jeroglíficos que fueron descifrados eran todos de carácter cronológico y astronómico. La conclusión, de inmediato convertida en dogma científico que ha perdurado cien años, fue que la civilización clásica maya era algo así como una rígida teocracia en la que austeros clérigos ocupaban sus días en medir el paso del tiempo y anotar en copiosos registros las idas y venidas de los cuerpos celestes. Con la vista clavada en el firmamento, escrutado por encima de los árboles desde lo alto de las pirámides, y las manos ocupadas en escribir o quemar el sagrado incienso copal, aquellos sabios vivían apartados del mundo, de sus pompas y de sus flaquezas. Esta imagen conventual quedó rota a partir del año 1958, cuando investigadores como Heinrich Berlin, Tatiana Proskouriakoff, David Kelley y otros, probaron definitivamente que la civilización maya, al igual que sus homólogas del Viejo Mundo, tuvo reyes y dignatarios, guerras y dominaciones, alianzas, intrigas palaciegas, luchas por la sucesión y la hegemonía, mercaderes y esclavos, templos a los dioses pero también colosales mausoleos reales. Disipada la falsa y excluyente atmósfera de religiosidad, surgió la historia a la manera usual, con dinastías, cortes, batallas, nombres, nacimientos y muertes. El avance en el estudio de la escritura jeroglífica fue decisivo para abordar esta nueva interpretación de la cultura; hay que señalar que la escritura maya, complicada y oscura, es de las pocas que restan aún por descifrar, y que sólo un tercio aproximadamente de los signos que la componen nos ha revelado sus secretos, y esto a pesar de que la lengua encerrada tras los motivos gráficos es seguramente una de las que viven todavía en las tierras calientes tropicales: el chol, el chontal, el yucateco, el mopán, o una mezcla de ellas, con rasgos arcaicos y esotéricos ahora en desuso o transformaciones debidas a la lejanía temporal.
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La organización política tradicional africana suele ser monárquica, frecuentemente hereditaria y, en todo caso, sagrada. Se rodea de una administración rudimentaria, pero no sólo central, sino provincial cuando la amplitud del Estado lo requiere. En esta administración sus miembros se hallan ligados a la jefatura por medio de relaciones e incluso ceremonias parejas a las del feudalismo europeo. En la actualidad, sin embargo, una serie de estudiosos e historiadores africanos empeñados en la tarea de exhumar la historia de África afirman la existencia de una organización democrática del poder político en las sociedades negras. "Antes de la llegada de los europeos -declara Kenyatta- los Kikuyus tenían un régimen democrático, aunque en un principio tuvieron un sistema monárquico". Y Ojike asegura: "Es tan profundamente democrático el sistema político a lo largo de toda África, que nadie siente su libertad oprimida". Ambos autores hacen referencia, para apoyar sus tesis, a la organización de los poblados en Consejos de los jefes, de familia, que eligen a su vez los delegados para la Asamblea de Ancianos a escala tribal. Por lo que se refiere a la Hacienda estatal, se sostiene con el correspondiente sistema fiscal, que tiende a concretarse en la recolección de una parte de los frutos y en la propiedad de los productos del subsuelo. En general, la extensión y fortaleza de los Estados son mayores cuanto más grande es su proximidad a la presencia europea, en conexión, fundamentalmente, con el tráfico de esclavos. Este comercio en las costas del Oeste y Este de África provoca un proceso secular de concentración del poder en los mismos pueblos negros: primero, para defenderse de los cazadores de esclavos; después, para realizar, a su vez, esta misma actividad económica en los pueblos vecinos más débiles (actuando así de intermediarios con los compradores blancos o árabes). De esta forma, el tráfico de esclavos, sobre cuya enorme incidencia demográfica se han hecho cómputos que oscilan entre 5 y 25.000.000 (cifra esta última que supondría 1/8 de la población del continente en 1960), provoca un segundo proceso secular, en este caso de repliegue de los pueblos más débiles hacia las montañas, suscitando en las zonas costeras y subcosteras la lenta constitución de las grandes unidades políticas que se encuentran los colonizadores europeos a su llegada. Junto a las costumbres religiosas y las instituciones políticas y sociales, las normas jurídicas constituyen uno de los elementos fundamentales de la estructura de una sociedad. El derecho africano es consuetudinario y está impregnado de elementos religiosos: el soberano es, también, la mayor parte de las veces, sumo sacerdote, y las familias son asociaciones rituales. De ahí se deducen importantes consecuencias para la concepción del derecho de propiedad de la tierra: las tierras pertenecientes a la familia africana gozan de una inalienabilidad perpetua y son indivisibles.
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Los safavíes habían heredado en mayor medida aún que los otomanos la organización puesta en práctica por los turcos selyúcidas a partir del siglo XI. Tomaban de ella los títulos de khan, jefe de tribu, y sultán, mediante los cuales manifestaban a la vez su poder político y el derecho de propiedad sobre las tierras. Añadieron a ellos el de shah, sombra de Dios, que reforzaba el carácter divino de su poder en nombre de la lucha por la defensa del chiísmo. El chiísmo se convirtió en el elemento de unificación y justificación y el emblema de la lucha casi permanente contra los otomanos. La burocracia era igualmente una herencia de los selyúcidas. Los agentes de poder eran funcionarios por más de un concepto. Nombrados y revocados por el shah, no podían confiscar en beneficio propio. A nivel central, el peso del gran visir parece menos importante que en el Imperio otomano; estaba equilibrado por el mazir, responsable de las finanzas; el sheikh al Islam, jefe religioso, y el sadre khane, que administraba las funciones religiosas. Los gobernadores de las provincias, encargados de recaudar el impuesto y de reclutar tropas, eran secundados por tres oficiales: el janishin, especie de vicegobernador; el vizir, encargado de las cuentas, y el vâpi `eh nivis, abiertamente el espía del soberano. Los agentes de poder eran también funcionarios en la medida en que recibían a cambio de su servicio tierras en usufructo, sistema que llevaba el nombre de tuyul y que permanecía bajo la supervisión de una oficina central especial. Desde finales del siglo XVI, la fuente principal de reclutamiento del ejército era la leva de mercenarios entre los campesinos, pero también entre los nómadas y pueblos semiextranjeros al Imperio y de religión cristiana, como armenios y georgianos.
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El gobierno de los incas se caracterizó por el ejercicio de un poder absoluto controlado por el Sapa Inca a través de una compleja red burocrática que alcanzaba a todos los súbditos, si bien las tradiciones de los grupos dominados se respetaron en el ámbito religioso, económico e incluso político. Se trataba de un Estado en el que se mezclaron, de forma original, instituciones y formas de gobierno "comunistas" con un régimen monárquico apoyado en principios teocráticos. El soberano del Tahuantinsuyu, cuya autoridad absoluta era acatada por sus súbditos con la reverencia debida al hijo del Sol, era prácticamente el dueño de todas las tierras del Imperio y de la fuerza de trabajo representada por la mayoritaria población campesina. La monarquía era hereditaria, aunque no forzosamente la sucesión tenía que recaer en el primogénito, ni siquiera en uno de los hijos de la Coya, esposa del Sapa Inca, que a partir de Pachacuti fue una de sus propias hermanas. La institución del matrimonio adelfogámico por el noveno soberano obedeció, tal vez, al afán de revitalizar el mítico origen de los hijos del Sol, como descendientes de la primitiva pareja de hermanos-esposos Manco Capac y Mama Ocllo, sacralizando así la estirpe conquistadora. El heredero era designado por el soberano, en función de su capacidad y aptitudes para el gobierno y la estrategia militar. Era en realidad un verdadero correinante con el padre, en las ocasiones en que por su edad pudiera desempeñar funciones de gobierno. Pero no necesariamente ese heredero, en ocasiones correinante, tenía que llegar a ostentar la mascapaicha, la borla o insignia de la categoría imperial. Previamente tenía que ser reconocido como tal por la nobleza cuzqueña, y de hecho las sucesiones fueron frecuentemente tumultuosas y se decidieron después de motines y conspiraciones entre sectores de esa nobleza, originados por los intereses de los grupos familiares de las concubinas, madres de los pretendientes. Pero una vez que el heredero era reconocido y proclamado, su autoridad se consideraba indiscutible para la poderosa nobleza y por supuesto para el pueblo, ajeno por completo a las intrigas de la Corte. El Cuzco, centro físico y espiritual del Imperio, en el que residía el Sapa Inca, fue el eje y modelo de esa organización perfecta. La misma capital con su estructura cuatripartita generó la división del creciente Tahuantinsuyu en las cuatro regiones o Suyos del Imperio. En cada uno de ellos ejercía las altas funciones del gobierno, en representación del Soberano, uno de sus más cercanos parientes. Los cuatro Suyoyoc Apu formaban un Consejo que asistía al Sapa Inca y gobernaban en su demarcación, pero las decisiones importantes emanaban del soberano. A partir de esta demarcación, meramente política, se superponía la de carácter administrativo. En los suyos se encuadraban las provincias, equivalentes a los Estados preincaicos incorporados paulatinamente al Imperio, aunque no exactamente coincidentes con ellos, puesto que la organización central, aun respetando la homogeneidad étnica y cultural, se basaba más en la población que había de mantener su productividad, que en la extensión geográfica. Cada una de las provincias debía ser el asentamiento de 40.000 familias. Pero contaban dos factores importantes que constituyeron las formas más originales de la organización político administrativa inca: la distribución decimal de la población y la división tripartita de las tierras del Imperio. Cuando el Inca conquistaba un territorio se procedía inmediatamente a la distribución de sus recursos naturales y humanos. Aun cuando la estructura del ayllu se respetaba (de hecho se tendió siempre a garantizar su autosuficiencia económica), y se mantuviera la propiedad de las tierras comunales, el soberano confiscaba un lote de ellas que destinaba al mantenimiento del Estado. Otro lote era reservado para atender a las exigencias del culto; eran las llamadas "tierras del Sol". Las del pueblo abarcaban las parcelas necesarias para el sustento de los ayllus. ¿Qué proporción había entre estos lotes y qué criterio se seguía para su distribución? Es cierto que se aseguraba la autosuficiencia de las comunidades, pero las necesidades de consumo de éstas se reglamentaban y se mantenían en un nivel mínimo, lo que permitía que la extensión de los otros lotes fuera considerable, y ésta era una exigencia impuesta por la cantidad de recursos que absorbía el sustento del Inca, las elites y el culto, que dependían de la explotación de esas tierras, confiada a las comunidades que residían en ellas. Por otra parte existía otro tipo de tierras, que se podrían considerar como de propiedad privada, que eran las patrimoniales de cada Inca, transmitidas a sus respectivas panacas y explotadas por población yana. El funcionario que representaba en las provincias la máxima autoridad era el Ttocricuk, cuyas funciones, aunque eran esencialmente administrativas, abarcaban otros aspectos políticos y militares, y además ostentaba el poder ejecutivo de forma muy amplia. Para desempeñar sus funciones contaba con una red de funcionarios subalternos, residentes en las ciudades más pequeñas y en los pueblos de su demarcación, pero él mismo estaba sujeto a una vigilancia y supervisión de su gestión. Funcionarios volantes o inspectores recorrían constantemente las tierras del Tahuantinsuyu con misiones especiales encomendadas directamente por el soberano, cuya finalidad era recoger informes sobre todos los aspectos del gobierno y la administración. Esta organización central tan estricta, que hubiera podido ser la causa de disensiones y disturbios en el Imperio, no supuso un desequilibrio en la estructura tradicional de los pueblos que la componían. Gracias al respeto que se tuvo por las formas locales de gobierno, con las que se estableció una inteligente coexistencia mediante un estricto sistema de reciprocidad de servicios y de redistribución de bienes, se mantenía una absoluta comunidad de intereses entre el poder central y el de los curaca. Estos jefes locales, cuya autoridad fue respetada casi sin excepción, permitiéndoseles ejercer su autoridad sobre las comunidades que les estaban sujetas, eran de categoría muy variable. Dependían del número de individuos que controlaban y cuyos servicios personales tenían derecho a utilizar. Su rango superior dentro de la comunidad era reconocido por ésta y por el Estado. Las obligaciones de los curaca eran velar por el rendimiento del trabajo de sus sujetos y controlar la entrega del tributo, del que debían rendir cuentas personalmente al Inca en el Cuzco periódicamente, entregando ellos mismos los artículos suntuarios procedentes de su localidad. A cambio recibían a su vez regalos del soberano, objetos preciosos procedentes de otras partes del Imperio a los que de otra forma no tendrían acceso, yanas para su servicio y concubinas procedentes de los Aclla huasi. De esta manera se establecía a través de la redistribución de bienes, una comunidad de intereses con los señores locales cuya lealtad era necesaria para el Inca. Lealtad y colaboración que se aseguraban, también, valiéndose del sistema de retener en la capital del Imperio, en calidad de rehenes a los hijos de los curaca que en su día habían de suceder a sus padres en el gobierno de las comunidades. Así, centralizando y unificando viejas tradiciones y superponiendo a ellas un engranaje de mecanismos burocráticos complejos, los Incas consiguieron mantener la unidad política de su Imperio.
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La presencia de las mujeres españolas facilitó la población de las nuevas tierras y el arraigamiento de las familias en las nuevas poblaciones, puesto que, en la mayor parte de los casos, se establecieron de forma definitiva. La mujer cumplía así una doble misión. Conseguía, a través del matrimonio, fijar un hogar, y, como consecuencia asegurar que el conquistador tuviera un buen motivo para permanecer en aquellas tierras; y la de procrear para poblar los territorios conquistados. Igualmente hay que destacar que, dado el escaso número de españolas que emigraron en los primeros momentos, las que así lo hicieron pasaron a formar parte de los grupos privilegiados, al casarse con encomenderos, funcionarios, trabajar como amas de clérigos, e incluso ser abadesas o prioras. Los hombres solteros buscaban esposa entre las criollas o mestizas descendientes de los conquistadores y primeros pobladores. Un caso aparte es el de las mestizas reales, las cuales al ser descendientes de conquistadores y mujeres de la nobleza indígena, en su mayor parte no volvieron a cruzarse con la población autóctona y recibieron la categoría legal de españolas. Fueron educadas como criollas y heredaron a sus padres sin distinción alguna de las hijas de españoles nacidos en América. La categoría social de los españoles y españolas del Nuevo Mundo obedecía a muchos factores, en los que entraba la etnia, aunque los elementos principales fueron la posición legal y la fortuna. En los primeros años eran un grupo minoritario, pero solían ocupar el lugar más alto en la escala social. En realidad, las mujeres españolas, criollas o peninsulares recién llegadas, pertenecían en teoría a la clase más alta, aunque existiera una gran desigualdad social en su procedencia. El abanico abarcaba desde hijas de nobles hasta hermanas de los marineros. También era diferente su educación, desde analfabetas hasta mujeres con cierto nivel de cultura que sabían leer, escribir o tocar algún instrumento. Las descendientes de conquistadores o primeros pobladores eran las transmisoras de los nuevos linajes creados por los méritos de la conquista. Eran también, en ocasiones, las herederas de las encomiendas, mercedes de tierras o concesiones mineras, pero en cualquier caso, cuando el patrimonio lo heredaba un varón, se convertían en objeto de alianza con otros herederos al considerarse un mérito el lustre que podían aportar a colonos llegados más tardíamente. Tanto en Nueva España como en el virreinato del Perú se seguía la estrategia -por parte de aquellos que habían conseguido dinero y poder- de buscar en el matrimonio el encumbramiento de su linaje, por lo que en ocasiones suplía la dote que los familiares de la futura esposa no podían aportar. Algunas de estas mujeres sabían leer y escribir, aunque en su mayoría no fueran cultas. Sin embargo, fueron importantes en la configuración cultural de la colonia e impregnaron la vida cotidiana de elementos de la cultura hispana que se perpetuaron de una generación a otra. A ellas les tocó jugar un papel destacado en la constitución de linajes y mayorazgos a través de las alianzas familiares en las que se buscaba ennoblecer el linaje, aumentar la fortuna familiar o favorecer determinadas iniciativas sociales y artísticas. Gráfico Las familias españolas, peninsulares o criollas, que gozaban de cierto nivel de fortuna podían poseer una casa magnífica con huerta en alguna de las calles principales de la ciudad, además de otros inmuebles que se tenían en alquiler. La casa estaba llena de colgaduras, sólidos muebles, plata labrada y numerosas joyas. Entre las mujeres, las exigencias para aparentar una estirpe ilustre radicaban principalmente en el vestir, en las formas de hablar y en los usos sociales. Implicaba también recibir el tratamiento de "doña", un término que fue muy codiciado y que tuvo un uso restrictivo. Se usaba a partir de los veinte años y nunca se aplicaba a mujeres pobres. En Perú, sin embargo, lo adoptaron hijas o nietas de encomenderos cuya fortuna había declinado, siempre que hubieran nacido en el período de prosperidad familiar.
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Es algo admitido por todos en la actualidad que hablar de clases en las sociedades antiguas trae consigo una serie de riesgos, y más en casos como el de las primitivas como la ibérica, donde los datos para diferenciar los distintos grupos de población son muy escasos y, la mayoría de las veces, poco claros. Los trabajos de A. Arribas, J. Maluquer, J. Caro Baroja, M. Vigil y A. Balil, entre otros, que se han ocupado del estudio de los pueblos iberos, han encontrado diferencias en el seno de la estructura social, tanto en las fuentes escritas, con datos aislados sobre una clase superior de los régulos y sus clientes y amigos, como en el material arqueológico encontrado en las tumbas, sobre todo en lo referente a la forma de las propias tumbas y al ajuar funerario encontrado en ellas. Del análisis de las tumbas deduce F. Presedo la existencia de un grupo de régulos, que debían formar la nobleza y cuyas tumbas denotan un nivel alto de riqueza; junto a ellos existiría una clase media con tumbas más pequeñas y un ajuar discreto, aunque con algún elemento de importación, distinguiendo entre ellos los que aparecen enterrados con falcata y aquellos que no la tienen dentro de su ajuar funerario, lo que diferencia a los guerreros del grupo de posibles comerciantes y artesanos cualificados (broncistas, herreros, escultores, etc.), y finalmente el grupo social más bajo dentro de la escala, que son los individuos enterrados en las numerosas tumbas pequeñas consistentes en un solo hoyo en el suelo, a veces sin ningún ajuar, y con la urna tapada únicamente con una piedra. Por otra parte, este mismo autor, a partir del estudio de los bronces ibéricos y de la pintura de los vasos cerámicos, distingue por un lado a los jinetes a caballo con escudo redondo y falcata o lanza y, por otro, a un grupo muy numeroso de hombres armados a pie. Junto a este grupo hay una serie de autores (Nicolini entre ellos) que han identificado con sacerdotes a una serie de individuos tonsurados y con un velo o con una diadema sobre el pelo no tonsurado. Sin embargo, en opinión de M.C. Marín Ceballos, no parece que podamos hablar de sacerdocio profesional, sino ocasional, que recaería en iniciados pertenecientes a las clases superiores. Habría también otro grupo de hombres sin cualificación alguna, vestidos con túnica larga (el traje nacional ibero) o corta, pudiendo tratarse en este caso de jóvenes o de guerreros. Entre las esculturas de mujeres, que veremos cuando hablemos del arte ibérico, aparece una clase superior de grandes damas mitradas, oferentes o no, que representan a grandes señoras en un acto litúrgico. En ocasiones aparece también una llamada por Nicolini sacerdotisa y gran variedad de estatuillas que no pueden ser adscritas a ninguna profesión o estatus. Lo que sí parece claro a partir de los estudios de A. Ruiz es que lo militar está presente en todos los niveles de la estructura global: 1. Estrabón habla de continuas guerras entre los iberos. 2. Los ejércitos de los régulos del sur suelen ser mercenarios. 3. Este predominio de lo militar está sustentado por la ideología, como puede verse a partir del análisis de los ajuares de las tumbas y la presentación de los reyes como grandes caudilllos militares. 4. La metalurgia, a menudo en función de la guerra, adquiere un alto grado de desarrollo. 5. La rapiña se convierte en un sector productivo más dentro de la economía ibera. En la actualidad hay dos aspectos fundamentales en el estudio de la organización socio-política ibérica, el análisis profundo y detallado del denominado Bronce de Lascuta con el decreto de Emilio Paulo, documento de extraordinaria importancia por la información que transmite, y los análisis de la planificación territorial de la Bética, a partir de los datos de la arqueología. En este análisis se destaca la existencia de numerosos recintos conocidos con el nombre de turres en época clásica, cuya función debió ser defensiva y que en la actualidad se ponen en relación con un reflejo de la organización socio-política. Entre estos estudios conviene destacar los realizados por J. Fortea y J. Bernier, J. Mangas, A. Ruiz y M. Molinos y sus colaboradores y, más adelante, L. García Moreno. La importancia del bronce de Lascuta, sobre todo por su antigüedad con respecto al resto de los documentos epigráficos conocidos para Hispania, dio origen desde el principio a numerosos estudios, tanto desde el punto de vista epigráfico, como desde el punto de vista del derecho. Entre estos estudios destacan los realizados por E. Hübner y Th. Mommsen publicados en 1869. A. d'Ors realiza una síntesis desde el punto de vista jurídico y Ch. Saumagne también lo analiza, al estudiar los orígenes del municipio de derecho latino en el marco extraitálico. De época más reciente son los estudios indicados en el párrafo anterior. A través del Bronce de Lascuta podemos aproximarnos al conocimiento de la organización socio-política de los pueblos del Sur de la Península en la etapa inmediatamente anterior a la conquista romana. Este bronce, aparecido a mediados del siglo XIX d. C. fuera de todo contexto arqueológico y próximo a la localidad de Alcalá de los Gazules en el suroeste de Cádiz, encierra un decreto de Lucio Emilio Paulo, que se fecha el 19 de enero del año 189 a. C. En este decreto se concede la libertad a los habitantes de la Torre Lascutana desligándolos de su dependencia de Hasta Regia. Además en el documento en cuestión se hace referencia a la propiedad de las tierras cuya posesión tienen los lascutanos y al núcleo habitado fortificado (oppidum) en el que viven, confirmando la posesión que, de hecho, ya tenían. En cuanto al contenido del texto es necesario, en primer lugar, situar geográficamente ambas comunidades o núcleos que aparecen mencionados en él, Hasta Regia y la Turris Lascutana. Hasta o Asta Regia se localiza en la Baja Andalucía, más concretamente en el área de Cádiz, en el despoblado de Mesas de Asta. Es una comunidad frecuentemente citada en las fuentes geográficas de época imperial romana (Plinio y Ptolomeo entre otros) y en Plinio aparece como una colonia de ciudadanos romanos fundada probablemente por Julio César. La localización de la Turris Lascutana presenta mayores problemas, pues no sabemos con exactitud si se trata de una localidad distinta del oppidum Lascut o Lascuta, que conocemos por las series monetales libio-fenicias y en las fuentes de época imperial como civitas stipendiaria (ciudad que, aunque sus ciudadanos tenían el estatuto de libres, debía pagar un tributo o stipendium a Roma, aportado equitativamente por todos sus habitantes). Para A. Tovar, por ejemplo, la turris sería diferente al oppidum y se trataría de un enclave fortificado que, como avanzadilla, serviría de defensa al oppidum. Se piensa que la Turris podría estar ubicada en Alcalá de los Gazules. Conocemos, por otra parte, a través de los datos de la arqueología y las fuentes literarias, la existencia en esta zona y en esa época de turres, las llamadas Turres Hannibalis, que serían como puntos de vigilancia y defensa de la campiña. Fortea y Bernier han puesto en relación estas turres de las fuentes escritas con recintos fortificados con muros ciclópeos dispersos por todo el territorio de Andalucía, que podían servir tanto de fortines militares para pequeños grupos expedicionarios, como de núcleos urbanos destinados a poblaciones aliadas o tributarias de la ciudad principal. No debe descartarse tampoco la posibilidad, en opinión de J. Mangas, de que pudieran servir de defensa frente a posibles revueltas de poblaciones sometidas en el interior del territorio. La cronología que se atribuye a estos recintos fortificados va desde el 400 al 200 a. C. Su construcción parece que es debida a los cartagineses, aunque no todas puedan atribuirse a Aníbal por su cronología, sino únicamente las del primer cuarto del siglo III a. C. Además, es posible que los romanos construyeran algunas. En contra de lo dicho hasta aquí está la opinión de L. García Moreno, quien considera difícil identificar la Turris Lascutana con estos recintos fortificados, debido al reducido tamaño de los conocidos y que, en el caso de la mencionada turris, exigiría la existencia de una aldea pegada a sus muros. Para este autor el paralelo más idóneo podría ser el castellum que, según Vitrubio (10, 13), arquitecto de tiempos de Augusto, existía a una cierta distancia de Gadir (Cádiz) como defensa de ésta o los castelli meridionales de los que da cuenta Livio (34, 19) para el 197 a. C. Interesa ahora resaltar el contenido del decreto. Según el texto la Turris Lascutana dependía de la ciudad de Hasta y los habitantes de la Turris eran servei (¿esclavos?) de los hastienses. Esta comunidad de siervos tenía en régimen de posesión un núcleo urbano fortificado (oppidum) y unas tierras (agrum), cuya propiedad jurídica real, según puede verse en el texto, pertenecía a la ciudad de Hasta. Es decir, que en términos jurídicos los habitantes de la Turris Lascutana tenían la posesión, el usufructo del núcleo habitado fortificado y de las tierras, mientras que la propiedad era de los ciudadanos de Hasta. Se deduce del texto que estos servei están adscritos de forma comunitaria a la ciudad de Hasta, tienen en possessio (usufructo) un territorio (agrum) que trabajan para crear unos excedentes económicos gran parte de los cuales pasaría a la ciudad de Hasta y residían de forma conjunta en un mismo núcleo urbano. Con la llegada de Roma la situación cambia y por la acción del general Emilio Paulo se va a liberar a los habitantes de la Turris Lascutana de la dependencia de Hasta, quedando sometidos a Roma. Es decir, que el derecho de propiedad pasaba al Senado y al pueblo romano, mientras que el derecho de usufructo seguía perteneciendo a los habitantes de la Turris Lascutana. La sumisión a Roma de los lascutanos les va a permitir disfrutar de la posesión del núcleo habitado fortificado y de las tierras. Este es el contenido del decreto, pero el problema fundamental se centra en el análisis del término servei. M. Vigil fue el primero en analizar el término, deduciendo que estos servei constituían una forma de esclavitud especial en la que una ciudad ejercía la hegemonía sobre otra, de forma que no puede verse en éstos el estatuto del esclavo romano. J. Mangas y L. García Moreno han analizado con planteamientos y resultados distintos este término. Para J. Mangas este término hay que entenderlo como una forma de dependencia no esclava a la que denomina servidumbre comunitaria. Esta forma de dependencia no sería característica únicamente del Sur de la Península Ibérica, sino que se encuentran formas análogas durante la Antigüedad en otras zonas del Mediterráneo, como es el caso de los ilotas de Esparta, los penestas de Tesalia, los mariandinos en Heraclea del Ponto, etc. Se trataría en todos los casos de poblaciones en su mayoría indígenas que fueron sometidas en conjunto. Mangas, además de relacionar esta forma de dependencia con las existentes en otras zonas del Mediterráneo, intenta relacionar la servidumbre mencionada en el Bronce de Lascuta con otros testimonios, tanto de fuentes escritas, como de datos arqueológicos, referentes también al Sur de España, en los que, según él, igualmente, se hace referencia a la existencia de una considerable población servil en la Bética prerromana. Hay un texto de Justino (44, 4), autor del siglo III d. C., pero cuyas noticias provienen de Trogo Pompeyo (época de Augusto), según el cual en el reino de Tartessos "...plebs in septem urbes divisa" = plebe dividida en siete ciudades. Para Mangas este texto hay que interpretarlo en el sentido de que esos siervos, recogidos bajo el término plebs, estarían divididos en siete núcleos, que habría que considerar como ciudades dependientes de la ciudad privilegiada. En la oposición populus - plebs el primer término haría referencia a los privilegiados. La referencia a Tartessos se puede deber a que en época de Augusto la idea que se tenía sobre ella estaba ya muy desdibujada. De esta forma la noticia de Justino estaría reflejando la forma de dependencia que se consideraba característica de la Bética prerromana. Hay otro dato que, en opinión de Mangas, debe tenerse en cuenta el texto de Diodoro Sículo (25, 10) en el que nos transmite la noticia de que en Cartagena se había producido una revuelta de numidas, acudiendo Amílcar a reprimirla, reduciéndolos a esclavitud/servidumbre (edoulothesan) para que pagasen un tributo. Poder pagar un tributo requiere tener alguna forma de posesión sobre la tierra o sobre cualquier otra actividad productiva, lo que no sucedería si se tratara de esclavos. Por otra parte, como ya hemos visto anteriormente, la arqueología confirma los datos de las fuentes literarias sobre la existencia de recintos fortificados en la Bética, que se debían utilizar para la defensa del territorio, tanto de amenazas externas, como de posibles revueltas de las poblaciones sometidas en el interior. En resumen, para J. Mangas en la Bética prerromana la servidumbre comunitaria era la forma de dependencia dominante y probablemente, aunque la documentación no es explícita en este caso, existieran formas de dependencia análogas en el resto del área ibera. El análisis realizado por Mangas ha sido criticado recientemente por García Moreno, quien pone en tela de juicio la validez de utilizar datos procedentes de regiones y épocas demasiado diferentes desde el punto de vista del desarrollo histórico, a la vez que cree que Mangas no realiza un examen pormenorizado de las fuentes en que se encuentran tales datos. Concretamente García Moreno critica la equivalencia que este autor hace de los términos populus y plebs del texto de Justino, pues para García Moreno están haciendo referencia a dos aspectos distintos de la población de Tartessos, populus resaltaría el elemento político de la sociedad haciendo, entonces, referencia al término de "la ciudadanía", mientras que plebs haría referencia a todo el colectivo social, es decir, a "la multitud", no olvidando, además, puesta. Para comprender la razón de esta manumisión hay que contemplar el decreto en el marco de la política internacional llevada a cabo por Roma en el siglo II a. C., momento en que el Estado romano está desarrollando una política de expansión. En este contexto y en el transcurso de las operaciones bélicas en las provincias, el poder de decisión del general sobre el botín y su destino debió ser definitorio, al menos en primera instancia, sin que fuera necesario consultar al Senado. A pesar de que las razones concretas de la manumisión se nos escapan, por no ser lo conservado posiblemente más que un extracto del decreto, lo que implica éste es una relación de amicitia por parte de los beneficiados con Roma. Para algunos historiadores este decreto supone el inicio de una política de reorganización de la ciudades indígenas y esta manumisión aparece como un primer paso en el proceso de integración de formas no romanas de dependencia en el marco de las concepciones jurídica y política de Roma, aspecto de suma importancia dentro del contexto general de la romanización. Para Mangas, a estos se les concedió el usufructo de sus tierras y del núcleo urbano en que habitaban, sin otorgarles un Ius Latii que cuadra mal con la reluctancia mostrada por el Estado romano en el siglo II hacia la concesión de ciudadanía a extraños.