A pesar de que la inspiración praxitélica es notable, Menelao, escultor que realiza este grupo, cae en el academicismo frío e inexpresivo. El artista marca la diferencia de edad entre ambos personajes por medio de la altura, sin embargo Orestes, más joven y de menor tamaño, aparece representado con cuerpo de adulto.
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El comercio de las manufacturas de metales preciosos era la parte más rentable de la actividad mercantil de los fenicios; sus viajes a las costas españolas tenían como grandes objetivos el oro, la plata, el cobre y el estaño, pero mientras que en la metalurgia del bronce pudieron enseñar mucho a los indígenas, en la orfebrería no hicieron sino aunar sus experiencias con las de unos pueblos que sabían ya obtener joyas y vasos de excepcional calidad. Los fenicios aportaron técnicas refinadas, como el granulado y la filigrana, que se incorporaron pronto a la industria tartésica; en Cádiz, en la costa malagueña y en Ibiza, se observa el predominio de joyas importadas y allí funcionaron talleres dedicados a la exportación hacia el Mediterráneo de sus productos. En el siglo VII a. C. se puede fechar una serie de colgantes y medallones en forma de disco con temas egiptizantes repujados, como una pieza malagueña en la que está el faraón abatiendo a sus enemigos; el tipo más conocido contiene una montaña rematada por el creciente lunar sobre la que aparece un disco solar alado y que tiene a los lados una pareja heráldica con urei o serpientes sagradas sobre las que se posa el halcón de Horus. Un magnífico ejemplar de Trayamar (Málaga) ofrece la composición con todos los detalles realizados en un granulado minucioso, mientras que Ibiza ha proporcionado otro sencillo, a base sólo de repujado, que es de fecha más reciente. En Cádiz, se han encontrado varios en los últimos años, siempre en tumbas de incineración y asociados a otros tipos de pendientes, como el doble halcón que sostiene un canastillo o la cabeza de la diosa con el peinado de Hathor. Son objetos religiosos, destinados a proteger a su portador y a mantener este amparo sobre los difuntos, de modo que sus poseedores deben ser habitualmente gentes de creencias fenicias. En el siglo VI a. C., los artesanos fenicios pasan ya a trabajar al servicio de los gustos indígenas y deben adoptar el sistema de producción ambulante, habitual en este trabajo, de forma que en los grandes conjuntos de los tesoros de La Aliseda (Cáceres) o El Carambolo (Sevilla), se observa un empleo aleatorio y esencialmente decorativo de la iconografía fenicia, que convive con influjos griegos y etruscos. En Cádiz, la producción del siglo VI en adelante es cada vez más uniforme y destinada al público interior; la decoración figurada se reduce a escasas pervivencias de motivos egipcios, sobre los que predomina una roseta granulada, de ocho a doce pétalos, que parece convertirse en la marca de origen local; hay piezas de mayor nivel, como unos estuches cilíndricos para contener amuletos, que rematan en cabezas de animales representativas de dioses egipcios; la filigrana de finos alambres retorcidos para crear temas vegetales se ejecuta entonces con una calidad insuperable. En el comercio de las joyas entran piezas valiosas de otros materiales, especialmente las piedras duras con las que se fabricaban los entalles de los anillos, que se traían de Egipto, de Grecia y de Cerdeña. Hay que considerar la gran difusión conseguida por los escarabeos y los colgantes fabricados de fayenza, la fina porcelana verdosa de los egipcios, que se comercializaría a través de las colonias fenicias establecidas en el delta del Nilo; estos colgantes adoptan la forma de seres protectores o símbolos apotropaicos y se sortean con las cuentas de oro y cornalina de collares y brazaletes. Son de industria fenicia los colgantes de pasta vítrea, a veces figurados y en otros casos en forma de esferas con circulitos de distintos colores. La gran influencia de la joyería fenicia sobre las antiguas poblaciones españolas fue el inclinar el gusto hacia la acumulación de piezas como signo de la preminencia religiosa y social. Ajuares tan abigarrados como las sartas de collares, pulseras, pendientes y anillos que lucen las damas de Elche y de Baza, se ofrecían en época romana a Isis, a Juno y a Diana y han seguido siendo hasta hoy una característica de la exuberancia ornamental de nuestras imágenes sagradas; parece que los fenicios ofrecieron el primer estímulo de esta tendencia de lo que ha seguido llamándose el lujo oriental.
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La arqueología prerromana está llena de obras maestras en el campo de la orfebrería; piezas tan magníficas como las joyas fenicias de Cádiz, los tesoros de la Aliseda y el Carambolo, o los torques celtibéricos, por indicar sólo algunas de las piezas más importantes, son vivos testimonios de la riqueza y de la destreza alcanzadas. El mundo ibérico quizá sea el que menos interés ha despertado en este aspecto, puesto que sus joyas han permanecido eclipsadas por las fenicias, tartésicas y celtibéricas, por una parte, y por otras manifestaciones artísticas de su propia cultura (escultura, sobre todo). Sólo recientemente, la lectura de la tesis doctoral de María Luisa de la Bandera sobre este tema ha comenzado a llenar este vacío. Y sin embargo, el material con que se cuenta es abundante, puesto que no se trata sólo del recuperado en las excavaciones o en los hallazgos casuales, sino también de los adornos representados con una minuciosidad extraordinaria en su propia escultura, que se recrea en la detallada reproducción de collares, pendientes, fíbulas, vasos, etc. No existe la certeza de que todos estos objetos sean de materiales nobles, pero parece bastante probable que un amplio grupo sí lo sea, si juzgamos a partir de los objetos conservados y de la categoría de las propias esculturas. La fabricación de joyas exige por una parte la existencia de las materias primas necesarias y por otra la del conocimiento tecnológico que permita la transformación de esas materias primas. En la Península Ibérica, el primer aspecto no ofrecía problemas, al existir pepitas de oro en las cuencas de varios ríos y ricas minas de metales preciosos, especialmente de galena argentífera, en diversos lugares de la Península, sobre todo en Riotinto, pero también en la Alta Andalucía y el Sudeste. En lo que se refiere a la tecnología necesaria, los procesos de fabricación más simples se conocían ya desde antiguo; las pepitas fluviales, convenientemente batidas, constituían la materia prima para la mayor parte de los adornos de oro, que aparecen ya en la cultura del vaso campaniforme, en el tercer milenio a. C., y que se complicarán a finales del segundo milenio con la aparición de las companitas características del Bronce Tardío. La plata, por el contrario, no se encuentra en estado nativo y precisa de su transformación, lo que, aunque de manera incipiente, debió realizarse ya desde muy antiguo, puesto que adornos simples aparecen asociados al campaniforme, y se complican considerablemente a lo largo de la cultura de El Argar y del Bronce Pleno, en el segundo milenio a. C. Parece evidente que para ello se precisaría la existencia de hornos e industrias de transformación, que debieron desarrollarse en el marco de las actividades metalúrgicas de la llamada Edad del Bronce. En el período inmediatamente posterior, a lo largo del Bronce Final y, sobre todo, el período orientalizante, se incorporan varias técnicas nuevas, tanto de producción como de decoración. Algunas, como el batido, el forjado y la soldadura, entre las primeras, y el repujado, la filigrana, el granulado y el nielado entre las segundas, se mantienen en uso durante la época ibérica. El batido es, tal vez, la técnica de fabricación más usada, por ser también la más simple. Se emplea sobre todo para trabajar el oro, ya que las pepitas nativas, mediante sucesivos procesos de martillado y recalentamiento, pueden adquirir formas de láminas muy delgadas y maleables sobre las que luego aplicar múltiples técnicas decorativas. A medida que pasa el tiempo, si bien continúa utilizándose la técnica del batido, se imponen paulatinamente las de fundido y forjado, no exclusivas de la orfebrería, sino propias de cualquier actividad metalúrgica, que, al combinarse con la de la soldadura, pueden dar lugar a objetos de múltiples formas y probada resistencia. En cuanto a las técnicas decorativas, el repujado y el grabado son quizá las más simples y, por consiguiente, las más extendidas entre las decoraciones, puesto que esta simplicidad no se encuentra reñida con un alto valor decorativo. El repujado consiste en decorar a base de relieves una delgada lámina de metal mediante el procedimiento de golpearla por el anverso (embutido) o por el reverso (repujado) sobre una cama no rígida; es un procedimiento empleado sobre todo en el período orientalizante, aunque también se continúa a lo largo de la época ibérica. El grabado es un procedimiento aún más simple, puesto que se limita al trazado de dibujos y motivos decorativos varios mediante la incisión con un instrumento apuntado sobre la superficie del metal, bien sea a base de troquel, bien sea de forma manual; su empleo, consustancial a la orfebrería antigua, adquiere especial importancia a lo largo de la época ibérica plena. La filigrana es un proceso bastante más complejo, y consiste en aplicar una serie de hilos de metal sobre una superficie básica, o uniéndolos entre sí, para componer figuras y motivos decorativos diversos. Es una técnica que aparece durante el período orientalizante, aunque alcanzará una mayor difusión durante el período ibérico antiguo, desapareciendo a finales del siglo V a. C. El granulado es asimismo de origen oriental, y constituye el método de decoración más extendido durante el período orientalizante, y también el de mayor efectividad decorativa. Consiste en soldar a una superficie básica un conjunto de diminutos gránulos -de ahí su nombre- conformando motivos decorativos diversos; el proceso de fabricación de los gránulos, y sobre todo el de su adhesión al soporte es algo que ha generado numerosas discusiones y que aún no está del todo resuelto. Este método entra en decadencia a lo largo de la cultura ibérica, cuando los gránulos microscópicos que constituían la base de la técnica ornamental fenicia y tartésica desaparecen para ceder su lugar a unidades mayores, que en vez de gránulos constituyen pequeños glóbulos perfectamente observables de forma individual, hasta llegar a desaparecer casi por completo en la segunda mitad del primer milenio a. C. El nielado es, por último, un método de decoración que consiste en rellenar un espacio previamente rebajado en la superficie del objeto con una mezcla de plata, cobre, plomo y azufre; se trata de una técnica empleada para decorar recipientes y armas, ya desde época antigua. En época ibérica se emplea sobre todo para la ornamentación de espadas -las características falcatas-, cuencos y broches de cinturón.
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Los metales preciosos, oro y plata, alcanzaron su autonomía con los Tang, pues hasta entonces sólo se habían utilizado como complemento a otros materiales, como en el caso del bronce y las incisiones de oro y plata que en él se hacían para su decoración. En este proceso tuvo mucho que ver la apertura de las fronteras chinas y el lujo cortesano de los siglos VII y VIII. A diferencia de las piezas en cerámica, el oro y la plata, por su elevado coste, no se utilizaron en los ajuares funerarios. En el primer período de la dinastía Tang, hasta la rebelión de An Lushan (755), las formas de los objetos en plata y oro continuaron la tradición china: artículos de tocador, joyas, cubiertos y palillos, tijeras... La decoración fue principalmente de carácter vegetal muy simplificada hasta la adopción y asimilación de motivos extranjeros. El loto, flor asociada hoy a China, pero de procedencia india, siendo símbolo del budismo, fue uno de los temas más repetidos, junto con la vid y la palma ambos entrelazados en roleos vegetales, donde no faltaban animales. Fueron dispuestos guardando un esquema geométrico propio del arte sasánida, insertos en grandes pétalos o formas circulares. Las formas también se transformaron: aparecen cuencos con los bordes polilobulados, botellas de cuello alargado llamadas baoping (botellas de ambrosía), procedentes de la India y que aparecen en las pinturas murales de Dunhuang, en manos de divinidades budistas, conteniendo ambrosía: el agua de la vida y la inmortalidad. Junto a ellas, espejos de boda, por la asociación simbólica de sus motivos decorativos: parejas de aves, y motivos de paz, felicidad, armonía y prosperidad.Tras la rebelión de An Lushan, la producción artística se vio amenazada por la falta de estabilidad interna y los desórdenes militares en las fronteras, que impidieron la importación de oro y plata. El barroquismo de copas y botellas dio paso a la simplicidad de cuencos y cajas, donde se huía del horror vacui, dejando al descubierto los bordes de las piezas o intercalando mayor espacio entre los motivos decorativos. La producción de objetos de oro y plata disminuyó en los últimos años de la dinastía, al igual que las demás artes, teniendo que esperar casi un siglo para reiniciar una tradición que nunca volvió a recuperar su esplendor.Dentro de las artes del metal, el bronce recuperó en las dinastías Sui y Tang la valoración material que tuvo con las dinastías Shang y Zhou. Constituye un magnífico ejemplo de la característica asimilación del pueblo chino. Un material ancestral, ligado íntimamente a los primeros ritos, va a dar forma a las divinidades de una religión extranjera: el budismo. El bronce fue utilizado como una réplica a las esculturas de las grutas budistas, reproducidas en menor tamaño y de uso privado. Se representó a todo el olimpo budista: el Buda Sakyamuni, Vairocana, Maitreya, Avolikitesvara, y a divinidades menores, sentadas o de pie, adquiriendo los volúmenes gran sentido plástico al abandonar la frontalidad de las siluetas.
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Que la orfebrería paleobabilónica fue importante lo demuestra el magnífico tesoro del orfebre Ilshu-Ibnishu (h. 1738), escondido dentro de un jarro de cerámica en el Templo Ebabbar de Larsa. Allí fue descubierto no hace muchos años en el transcurso de unas excavaciones francesas. En el interior del recipiente aparecieron, al lado del instrumental de joyería, diversos fragmentos de oro y plata, el sello cilíndrico del orfebre, una serie de 65 pesos de ágata, hematites y otras piedras, gran cantidad de perlas, crecientes de plata, anillos y perlas de oro y dos hermosos medallones, uno de electro y otro de oro con filigrana y granulado. El reciente hallazgo en Sippar-Amnanum (Tell ed-Der) de joyas elaboradas en estaño puro, junto a cuentas de collares de diferentes piedras, fechadas a comienzos del II milenio, ha venido a completar los conocimientos de la orfebrería paleobabilónica.
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La orfebrería profana también fue muy importante. El prestigio de las casas reales, de las grandes familias nobiliarias o de los eclesiásticos principales, se medía por el lujo que los rodeaba. Las joyas eran apreciadas como objetos de adorno personal e incluso eran coleccionadas. Destacan, por la complejidad que adopta a veces el diseño, los broches que sujetaban los mantos, las correas de las que pendían las dagas para la defensa personal y las vainas de las espadas. En la indumentaria femenina, los collares, las diademas, etc.En el terreno menos íntimo de la producción profana, el trabajo de los orfebres se diversificó bastante. Confeccionaron desde vajillas a copas muy lujosas, desde objetos para divertimento de los comensales y adorno de las grandes mesas como navetas-fuentes, etc., a cajas-joyero, recipientes varios, tableros de ajedrez...Han quedado pocos testimonios de este amplio repertorio de formas. Es de lamentar en especial la pérdida de esas creaciones extrañas que embellecían las mesas de gran aparato. Se trataba de piezas articuladas (fuentes, por ejemplo) de las que se hacían brotar líquidos que con su presión accionaban distintos artilugios que, a su vez, hacían sonar cascabeles, mover ciertos elementos, etc. Tenemos la magnífica descripción de una de estas joyas que perteneció al rey Pedro el Ceremonioso. Su aprecio por ella era tal que en el testamento prohibió expresamente que se segregara del tesoro real. Por las noticias que tenemos de esta pieza, era muy similar a la originaria de un taller parisino (se fecha en el segundo tercio del siglo XIV), ahora propiedad del Museo de Cleveland.Antes me refería a los inventarios como vía para calibrar la importancia de estas obras en la época. También la pintura puede servir como documento. Son muy significativas las imágenes de dos banquetes representados en sendas miniaturas, aunque utilizarlos sea en nosotros una pequeña licencia dada su cronología avanzada dentro del siglo XIV. El primero es una ilustración de las "Grandes Chroniques de France" (1378-1379) (París, Biblioteca Nacional) el segundo, el que ilustra el mes de enero en las "Tres Riches Heures" del Duque de Berry. En ambos casos la mesa está adornada con soberbias navetas.En otro orden de cosas, la colaboración de los orfebres fue también imprescindible para preparar las insignias reales. Coronas, pomos, cetros y espadas son los elementos emblemáticos del poder que el rey recibía como símbolo de soberanía en el momento de la coronación. Destacan en este sentido los Regalia de la monarquía francesa, custodiados hoy en su mayor parte en el Museo del Louvre.En lo que se refiere a las tipologías, los objetos más relevantes del período estudiado y su formato ya se han visto. Detrás de estas realizaciones se hallan, no obstante, los artífices que pueden hacerlas más bellas merced a su oficio y técnicas conocidas. Es importante que nos detengamos en esto último porque el tratamiento del esmalte que se da a principios del siglo XIV nada tiene que ver con el precedente. Aunque en ocasiones se separa al orfebre del esmaltador lo usual fue que un mismo artista dominara ambos campos.