El período iniciado en 1870, y prolongado hasta la Primera Guerra Mundial o hasta la crisis de 1930, se puede sintetizar con el lema "Orde y progreso" que figura en el centro de la bandera del Brasil. Esos años se caracterizaron por el rápido crecimiento económico y por la importancia de las transformaciones estructurales que se realizaron, tal como indican los principales indicadores macroeconómicos. Fueron las grandes transferencias de capital monetario y humano provenientes del extranjero las que en buena medida hicieron posible todos estos cambios. La población pasó de 4 a 10 millones, los ingresos públicos aumentaron catorce veces y el producto nacional se multiplicó por diez. En 1889 ya se habían construido más de 8.000 kilómetros de vías férreas y sólo en ese año llegaron a los puertos del país más de 100.000 inmigrantes europeos. La inmigración fue el principal impulsor del crecimiento demográfico, mucho mayor que el crecimiento vegetativo. Esta afectó especialmente a los grande estados del Sur, como Sáo Paulo o Río Grande, que eran los que estaban expandiendo su frontera agrícola. La inmigración comenzó a aumentar considerablemente después de la abolición de la esclavitud, debido a la necesidad de incorporar mano de obra asalariada a numerosas empresas productivas, especialmente en el sector del café. Una de las consecuencias de la inmigración fue la modificación registrada en la distribución étnica de la población brasileña, con un aumento relativo en el número de blancos, a costa del retroceso de negros e indios. En la década de los 70 llegaron poco menos de 200.000 inmigrantes, que se transformaron en algo más de 500.000 en la década siguiente y en la de 1890 se pasó del millón, italianos y españoles en su mayor parte. Posteriormente, las llegadas conocieron altibajos, de acuerdo a la marcha de la coyuntura interna e internacional, como lo muestran las tasas de crecimiento de la inmigración. Entre 1872 y 1890 la tasa fue del 0,38 por ciento, subió al 0,60 por ciento entre 1891 y 1900 y bajó al 0,22 entre 1921 y 1930. Después de la crisis de 1929, y ante el aumento del paro en los principales centros urbanos y en la industria del café, se tomaron una serie de importantes medidas con el fin de limitar la inmigración. De todas formas, es posible estimar en 2,2 millones la inmigración neta entre 1872 y 1930. La apertura del país y el desarrollo del sector exportador fueron decisivos para el crecimiento económico. Tanto la Europa nórdica y occidental, como los Estados Unidos, inmersos en procesos de plena industrialización, demandaban cantidades crecientes de alimentos, materias primas y otros productos tropicales, a lo que hay que sumar el abaratamiento de los costes de transporte. Entre 1870 y 1930 se produjo el apogeo del sector primario exportador en Brasil y entre la década 1870 y la de 1920 las exportaciones crecieron a una tasa anual del 1,6 por ciento.Durante las décadas de 1850 y 1860 se sentaron las bases para la gran transformación de los años siguientes. El sector financiero se expandió, gracias a la creación de nuevos bancos. El crecimiento de la demanda interna y la apertura de algunas fábricas favoreció el inicio de una temprana industrialización. En esta época destacó por sus actividades el barón de Mauá, Irineus da Souza, que en 1851 fundó el banco Mauá y luego se dedicó a construir el primer ferrocarril brasileño. También invirtió dinero en la instalación del alumbrado a gas en Río de Janeiro y en la creación de una compañía naviera, cuyas embarcaciones de vapor surcarían el Amazonas. El sector financiero, al igual que otras actividades vinculadas con la exportación, se desarrolló rápidamente, especialmente entre los años 1888 y 1895, 1905 a 1913 y 1924 a 1929. Las inversiones británicas y estadounidenses, mayoritarias entre las extranjeras, pasaron de 53 millones de libras esterlinas en 1880 a 385 millones en 1929. Más de la mitad del capital invertido se destinó a financiar la actividad del gobierno central y de los estados y ayuntamientos. La mayoría de los bancos de capital británico se fundaron en la década de 1860, al amparo de una ley británica que favorecía la creación de bancos en el extranjero. Hasta 1880 el Brasil había sido el país latinoamericano más favorecido por las inversiones británicas, que luego encontrarían mejores oportunidades de expansión en el Río de la Plata. Entre 1850 y 1875 Brasil recibió casi 23.500.000 libras esterlinas en empréstitos extranjeros, siendo el segundo país latinoamericano detrás del Perú en el volumen de la deuda negociada en el extranjero en estos años. En esas mismas fechas la casa de N.M. Rotschild e hijo, de Londres, se convirtió de hecho en el banquero oficial del Imperio y emitió distintos empréstitos para financiar inversiones en el Brasil. Las inversiones más importantes se dirigieron a la construcción ferroviaria, destacando la Minas & Rio Railway Company y la Sáo Paulo Railway Company, entre las empresas dedicadas a esta labor. Otras inversiones se canalizaron a la construcción de infraestructura, urbana y de transportes, como la construcción de puertos o la instalación de servicios públicos urbanos (gas, electricidad, agua o tranvías). La mejora en las comunicaciones, tanto internacionales como internas, fue otro hecho decisivo que favoreció la expansión de las exportaciones. En este proceso fue clave el tendido de muchos miles de kilómetros de vías férreas y líneas telegráficas, así como la incorporación de buques de vapor y cascos de acero a la navegación. En 1853 se comenzó a construir el camino de la unión y la industria, que unía Río de Janeiro con Minas Gerais. En 1855 se inició la construcción del ferrocarril de Pedro II y en 1860 la línea Santos-Sáo Paulo, vital para las exportaciones de café. La participación del Brasil, junto a Argentina y Uruguay, en la Guerra de la Triple Alianza (1864-1870) contra el Paraguay, supuso que numerosos recursos, tanto nacionales como provenientes de empréstitos extranjeros, se destinaran a la compra de armas y al sostenimiento de los ejércitos, postergando la construcción ferroviaria. En 1870 Brasil apenas contaba con 740 kilómetros de vías férreas. La construcción ferroviaria se aceleró a partir de los años 80. En 1889 se habían construido 9.600 kilómetros de vías, 16.000 en 1906 y en 1930 se alcanzaron los 32.000. La mayor parte de las líneas llegaban a Sáo Paulo y lo comunicaban con Minas Gerais, Río de Janeiro y Rio Grande do Sul. El trazado de las mismas respondía a la importancia del sector exportador y al abastecimiento de un mercado urbano en expansión, como lo era el paulista. Los constructores atendían el negocio, que estaba en el transporte de carga y pasajeros, de modo tal que el trazado de la red, pese a su amplitud, resultó insuficiente para garantizar buenas comunicaciones a todo el país, especialmente a aquellas regiones de baja densidad de población o sin productos que ofrecer. Gracias al ferrocarril se pusieron en explotación nuevas tierras, aptas para el cultivo del café y el país estuvo en condiciones de sacar un mayor partido de sus ventajas comparativas. La mejora en las comunicaciones permitió un aumento importante de las exportaciones de café, que tras desplazar al azúcar se convirtió en el principal rubro de exportación. El café había sido introducido en el Brasil en el siglo XVIII y se adaptó perfectamente a las condiciones climáticas y al suelo del sudeste del país. Recién tras la independencia su explotación alcanzó una cierta envergadura y en las décadas siguientes se produciría el verdadero boom. La expansión de los cafetales se debió a los elevados beneficios que se obtenían de su explotación, sólo comprensibles en virtud de una serie de ventajas comparativas, como el clima y la abundancia de tierras apropiadas, que se veían potenciadas por el elevado número de inmigrantes que proporcionaba una abundante oferta de mano de obra y las inversiones extranjeras, que permitían transferir recursos a la agricultura de exportación. También hay que tener en cuenta que se trata de una mercancía de fácil transporte y almacenamiento, que no requería de complicados procesos de transformación industrial para su exportación. Su explotación tenía lugar en el marco de la gran propiedad y con costos de producción sumamente bajos, lo que contrastaba con Colombia o Jamaica, donde primaba el minifundio o la mediana propiedad. Las exportaciones de café pasaron de 60.000 toneladas anuales en la década de 1830, a 216.000 en los años 70 y en 1901 se exportaron 880.000 toneladas. De acuerdo con su valor, entre 1870 y 1875 el promedio anual de las exportaciones de café fue de 400 millones de libras esterlinas y de 1.130 millones entre 1895 y 1900. También se incrementó su participación en el valor total de las exportaciones, que de representar el 46 por ciento en 1901 aumentaron al 53 por ciento en 1908, lo que llevó a numerosos autores a hablar de un país monoexportador. Muy pronto Brasil estuvo en condiciones de controlar el mercado mundial de café, de modo que pudo incidir activamente sobre los precios. En la primera década del siglo XX su producción era el 77 por ciento del total mundial y sus cafetos eran los dos tercios del total de arbustos cultivados en el mundo. El avance de otros competidores, americanos y extraamericanos, marcó el retroceso de la producción brasileña que sólo alcanzó el 60 por ciento de la producción mundial en 1940. Las exportaciones brasileñas tuvieron un buen ritmo de crecimiento. En 1870 Brasil exportaba el triple que Chile, Perú o México o el doble que Argentina, aunque en los años siguientes el sector exterior brasileño no pudo igualar al crecimiento de las exportaciones argentinas. En algún momento se pensó que la extracción del caucho era el mejor camino para diversificar las exportaciones brasileñas. Esta idea se basaba en la importancia de la demanda de ruedas de la recién creada industria automotriz norteamericana y europea, que hizo subir espectacularmente los precios de dicha materia prima en los mercados internacionales. La tonelada de caucho que en 1840 costaba 40 libras esterlinas, pasó a valer 182 en 1870 y a 512 en 1911, lo que repercutió en un aumento, tanto en valor como en volumen, de las exportaciones. El caucho se transformó en el segundo rubro de las exportaciones, llegando al 25 por ciento en valor de las mismas. El crecimiento continuado del sector no pudo proseguir durante mucho tiempo y la caída fue espectacular y catastrófica, debido a la competencia de nuevas áreas productoras y al desarrollo de la goma sintética, de modo que en 1930 (en plena crisis mundial) las exportaciones cayeron a 6.000 toneladas (una cantidad inferior a la de 1870), desde las 38.500 que se habían exportado en 1911. Otros productos exportables, aunque de una incidencia menor en el volumen de las exportaciones, eran el cacao (Brasil abastecía el 10 por ciento del mercado mundial), la carne vacuna, la madera y otros productos forestales. El Nordeste había logrado mantener su hegemonía mientras duraron las exportaciones de azúcar y algodón, y en el caso de estas últimas hubo un incremento bastante considerable durante los años que duró la Guerra de Secesión de los Estados Unidos. Las exportaciones de azúcar tuvieron una breve expansión en las dos últimas décadas del siglo XIX, pero no pudieron resistir a la presión de nuevos y viejos competidores ni la introducción de la remolacha azucarera. A partir de 1898 la situación se agravó porque la producción de Cuba y Puerto Rico tuvo un acceso privilegiado en el mercado estadounidense. El avance del café, centrado en los estados de Sáo Paulo, Minas Gerais y Río de Janeiro, terminó de apuntillar a la economía de los territorios nordestinos.
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Fra Angelico determinó los mismos episodios de las vidas de San Esteban y San Lorenzo en uno de los lunetos de la capilla Niccolina. Cada pintura representaba dos momentos de la vida de los santos. En esta ocasión, se presenta la Ordenación de San Esteban y la Distribución de las limosnas. La fórmula adoptada para la representación de los dos episodios procede de una de las escenas de la predela del Tríptico de Perugia. A la izquierda del fresco, se sitúa el traspaso de poderes por parte de San Pedro a San Esteban, ordenado diácono de Roma. San Pedro se sitúa sobre un pedestal ante un San Esteban arrodillado. Al acontecimiento asisten otros santos, en disposición de friso. El efecto de espacialidad está bien conseguido por la profundidad que crean las arquería del fondo. Si este episodio transcurre en el interior de un edificio, el reparto de limosna tiene lugar en el paisaje abierto de una ciudad. La escena parece un todo unitario, ya que, aun la diferencia de lugares, el edificio de la ordenación carece de techo. Sólo el ancho de la pared separa los dos momentos. Ahora, San Esteban se sitúa sobre un pedestal, desde el que el santo asiste a los necesitados. Una calle entre los edificios acentúa el efecto de perspectiva. El referente del Tríptico de Perugia está aquí mucho mejor desarrollado, aunque la composición parece algo confusa. A esto contribuye la variedad del colorido, una luz bastante unitaria y la proliferación de detalles superfluos, que hacen perder potencia y claridad a la representación.
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El Guercino se inició en sus años juveniles como un pintor dramático y audaz, con un estilo muy cercano a las enseñanzas de Caravaggio. Más adelante evolucionó hacia el polo opuesto, el idealismo de Carracci. Pero las obras de su primera etapa son completamente tenebristas y se podría decir que su trayectoria culmina con este lienzo de gran tamaño, que le proporcionó el favor del cardenal Ludovisi, futuro papa. Esta obra le convirtió en el autor favorito de Alessandro Ludovisi, por lo que el cardenal se lo llevó a Roma, donde su estilo sufrió un cambio radical, como podemos apreciar en su primera obra para el cardenal, el fresco con la Aurora de su villa. Aquí el estilo caravaggesco adoptado por Guercino explota en una gran mancha de luz y color que según sus contemporáneos deslucía incluso un retablo cercano pintado por la gran estrella de aquellos años, Ludovico Carracci, hermano de Annibale. Guercino emplea una composición agitada, de ritmo interno frenético, en la que los personajes están dispuestos en forma de rombo, por lo que el centro del lienzo queda absolutamente vacío. Este atrevimiento fue lo que le ganó el aprecio de los coleccionistas de arte, que sin embargo a veces se quedaban sorprendidos ante la violencia y la espontaneidad con que el artista trabajaba, incluso en su faceta más clasicista.
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Los frescos dedicados a la vida de San Lorenzo decoran los muros de la capilla Niccolina. Quizá por esto, por su mayor presencia en la estancia, el tratamiento pictórico y la estructuración de las escenas resulta mucho más magnificente y monumental que las de los lunetos, donde figuraban los episodios dedicados a San Esteban. La ordenación de San Lorenzo como diácono de Jerusalén se presenta en la magnífica arquitectura de una basílica. El tramo de bóveda de la nave central está sustentado por columnas de orden corintio, las más aplicadas en las edificaciones del primer Renacimiento. San Sixto, sentado en su trono, le confiere a San Lorenzo el diaconado, de rodillas el santo, que destaca por la rica ornamentación de su tiara y los ribetes dorados de su capa. Otros sacerdotes se distribuyen alrededor del grupo central, en medio de la claridad del espacio diáfano de volúmenes puros que construye la arquitectura. Fra Angelico ha acomodado a su tiempo el acontecimiento representado. El suceso acaecido en la Antigüedad está llevado a la época presente por la indumentaria de los protagonistas, vestidos como los religiosos de la mitad del siglo XV. La obra presenta un magnífico estudio de colores, que ejemplifican las distintas calidades de las vestimentas de los personajes. Fra Angelico también da muestras de su dominio de las cualidades de la luz, sobre todo reflejada en las reverberaciones sombreadas de rostros y túnicas. Por último, destacar los rasgos de San Sixto, caracterizado con la fisionomía del Papa Nicolás V, cosa que se hará habitual en la iconografía vaticana posterior.
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Mural continuo procedente del palacio de Mari, de dos metros de altura que representa un magno cortejo sacrificial, junto a otros temas militares y mitológicos. De él solo nos han quedado dos fragmentos. En este, dos dignatarios clericales conducen toros hacia el sacrificio. A la derecha, el rey abre el cortejo, aunque de su figura sólo conservamos una mínima parte.
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La posición legal que el Derecho castellano confería a las mujeres era el que venía perfilado desde las Partidas de Alfonso X. El Ordenamiento de Alcalá, las Leyes de Toro y las Ordenanzas de Castilla fueron recogidas en la Nueva Recopilación de 1567 y declaradas como supletorias en los Reinos de Indias. A éstas habría que añadir las incorporaciones realizadas mediante legislación especial para las tierras americanas que las matizaban o incorporaban novedades. Con estas adiciones se pretendían resolver los problemas nuevos que la sociedad colonial planteaba y, en ocasiones, se incorporaba también el derecho consuetudinario de la población indígena, siempre que no entrara en colisión con la doctrina cristiana y la legislación castellana. Se formó así un cuerpo de leyes dispersas, reflejo de una casuística muy variada que finalmente fueron recopiladas y sistematizadas en la Recopilación de Indias promulgada en 1680. El Derecho indiano introdujo algunas variantes legislativas que regularon la vida de las mujeres americanas. En las leyes dictadas acerca del matrimonio aparecen cambios de detalles pero de cierto interés. El primer bloque de disposiciones fueron encaminadas a fomentar el matrimonio como el elemento básico de la estabilidad social. En la Real Provisión de Carlos I en 1539, las hijas que heredaban encomiendas debían casarse dentro del año siguiente al de la muerte del progenitor. Esta disposición fue ampliada por Felipe II a las viudas ricas de Perú, a las que se recomendaba casarse con españoles que se hubiesen distinguido en el mantenimiento del orden. La intención moralizadora de estas disposiciones quedó clara cuando en La Española, bajo el gobierno de Ovando, se obligó a los hombres que vivían con mujeres indígenas a contraer matrimonio. Esta legislación daba preeminencia a la figura masculina en el orden familiar, pero es cierto que las mujeres, dentro de ese espacio, tenían libertad de decisión y se convertían en "sujeto de derecho". Las mujeres requerían el consentimiento del marido para ejercer cualquier actividad, aunque esto no significaba la pérdida total de derecho legal y económico por parte de ésta. En cierto modo, las mujeres pasaban del control del padre al del marido. Pero ese sometimiento no era total puesto que podían mantener el control sobre los bienes adquiridos antes del matrimonio y disponer de ellos según su voluntad. El sistema hereditario era bilateral y los hijos podían heredar tanto de la madre como del padre. De este modo, la personalidad legal y económica de las mujeres no era absorbida completamente por el matrimonio. Pero pese al criterio imperante de sujeción legal de la esposa con respecto al esposo, ésta no siempre fue un agente pasivo y, según las circunstancias, buscó ocupar espacios en defensa de sus intereses. Hay mujeres con caudal propio que manejaban importantes sumas, realizando contratas, comprando y vendiendo, a través de individuos por ella conocidos en el ambiente comercial. Por otra parte, la mujer no tenía responsabilidad alguna cuando existía una deuda, aun cuando ella la hubiera contraído, ni siquiera se podían confiscar los bienes de la esposa para satisfacer la deuda, y menos aún encarcelarla. Esto hace pensar que las mujeres estaban ubicadas en la categoría de menores de edad, incapaces de participar activamente en asuntos vinculados a los negocios y finanzas. El sistema legal estaba estructurado sobre actitudes protectoras o tutelares hacia la mujer y no sólo restrictivas, circunstancia ésta que le permitió a la mujer adecuarse según la oportunidad. Así pues, aunque la tutela del esposo sobre su mujer llevara a ésta a una situación de sumisión y obediencia, el concepto legal de protección dio a la mujer colonial un considerable grado de libertad y autoridad. De hecho, ante la ausencia del esposo, el juez podía, si era necesario o provechoso para la mujer, darle licencia, valiendo ésta como si su esposo se la hubiera dado. Con estas licencias, muchas mujeres pudieron manejarse con soltura y pericia en empresas y negocios, tradicionalmente asignados a los hombres. Las Leyes prohibían el matrimonio por razones del cargo a los altos funcionarios coloniales con mujeres criollas naturales del distrito o con hijas de otros funcionarios de su mismo ramo, limitación que sólo podía ser levantada por dispensa real. Las licencias concedidas para levantar la prohibición fueron frecuentes y muchas de ellas se concedían para regularizar hechos consumados. Gráfico El Derecho protegía a las mujeres ante el abandono del marido y la Recopilación en su libro VII, título 3? se ocupaba del problema, agravado por los movimientos migratorios y las largas distancias. Se obligaba a todos los que pasaban a ultramar a viajar con sus mujeres, incluso a los esclavos. Para las mujeres formaba parte de su deber, puesto que estaba estipulado que acompañaran siempre a su marido en los cambios de residencia. Sin embargo, la reiteración de estas disposiciones hace suponer que fue frecuente su incumplimiento. Las Leyes de Indias limitaban el derecho de libertad de residencia y circulación para impedir abusos en la administración colonial y éstas afectaban también a las hijas y mujeres de los funcionarios y a las encomenderas, quienes tenían prohibido residir en los pueblos de los indios encomendados, de igual manera que las indias no podían vivir en las casas de sus encomenderos aunque quisieran hacerlo libremente. Esta legislación proteccionista limitaba también la acción de las mujeres en muchos campos, porque se partía del prejuicio de que la mujer no podía valerse por sí misma sin estar bajo la sombra protectora de un hombre. Por esto, en principio, no podía desempeñar puesto público alguno, ni ejercer funciones judiciales, salvo en casos autorizados por la Corona como en las encomiendas o cacicazgos. Tampoco podía ser testigo en los testamentos, ni fiadora, ni ser encarcelada por deudas. En las instituciones femeninas (escuelas, colegios, beaterios, conventos, etc.) podían ser directoras siempre bajo la supervisión masculina. En cambio, podían representarse a sí mismas en la corte. Además, los hombres en su testamento designaban, a menudo, a la esposa como tutora de sus hijos. También en ocasiones la nombraban albacea testamentaria, aunque era común incluir, en ese caso, a uno o dos hombres cercanos a la familia o socios de negocios. La viuda se comprometía a su vez a no volver a casarse hasta la mayoría de edad de sus hijos o nietos. Algunos derechos legales de los que gozaban las mujeres, según las zonas geográficas, pueden resultar sorprendentes si tenemos en cuenta la situación de subordinación al varón, y más aún si se compara con la situación legal de la mujer en España. En Buenos Aires, por ejemplo, además de ser tutoras de sus hijos, podían administrar el patrimonio del marido. Sin embargo, en general se pensaba que, aunque fueran legalmente competentes para asumir esas funciones, les faltaba conocimiento general de la vida y de los negocios para tener éxito. Aunque fueran las primeras ejecutoras de esos bienes, el título era puramente honorífico. Pero también había casos de mujeres que manejaban realmente el patrimonio del marido, solas o ayudadas por un hijo o un cuñado. El Estado y la sociedad proporcionaban por medio de leyes e instituciones protección a la mujer para que pudiera vivir dignamente. Si enviudaban recibían ayudas y pensiones. Muchas cédulas y disposiciones buscaban el propósito de que la mujer no quedase desamparada económicamente puesto que éste era su lado más vulnerable, si disponía de escasos medios de vida. También las cofradías gremiales se encargaban de socorrer a las viudas pobres pasándole una pensión. Los huérfanos recibían además una ayuda económica hasta que aprendían un oficio procuraban una dote a las jóvenes para que pudieran casarse. Del mismo modo que participaban de las mercedes y honores que correspondían a sus maridos, heredaban estos privilegios al quedarse viudas. Las Leyes de Indias precisaban y regulaban los honores para evitar abusos y reconocían las mercedes con pensiones especiales de diferente cuantía cuando se trataba de descendientes de conquistadores o primeros pobladores prominentes. Las viudas de militares destinados temporalmente a Indias tenían derecho a pasaje gratuito si deseaban volver a la península. Las viudas con derecho a socorro estaban protegidas por funcionarios públicos encargados de su custodia. Existían también leyes de moralidad pública que afectaban a las mujeres. Con cierta recurrencia saltaba a la opinión pública la controversia acerca de la aplicación de la Pragmática Real que prohibía a las mujeres ir tapadas con sus rebozos. Este modo de vestir, muy generalizado en el siglo XVII, permitía un anonimato que a veces encubría conductas "licenciosas", según la opinión de los moralistas. Está comprobado que las mujeres de las más humildes a las más aristocráticas, hicieron uso de los mecanismos legales que les permitían defender sus derechos personales y patrimoniales. Las viudas y las solteras emancipadas gozaban de plena soberanía sobre sus acciones legales. Las circunstancias más que la legislación determinaron la importancia de los grupos familiares en la constitución de las nuevas sociedades. Matrimonios y uniones formales, compadrazgos y adopciones, segregación étnica en algunos casos, mestizaje en muchos más, estrategias de sangre y solidaridades de sangre y paisanaje definieron las relaciones en las ciudades, a la vez que los indios, en las comunidades rurales pretendían reconstruir las antiguas lealtades.
contexto
Por lo general la imparable reforma de los cabildos durante los siglos XI y XII dio lugar a estrechas relaciones entre los centros reformistas y sus filiales, que culminaron en la formación de congregaciones jerarquizadas y con estrictos lazos de dependencia orgánicos. Comúnmente sus miembros fueron conocidos como canónigos negros. Una de las congregaciones más importantes fue sin duda la de san Rufo, fundada en Aviñón hacia 1038 por cuatro canónigos de la iglesia de san Rufo, que decidieron adoptar frente al cabildo la vida regular. Reorganizada por el abad Lietbert a principios del siglo XII, su apogeo se alcanzaría a mediados de esa misma centuria, cuando la congregación llegó a contar con 30 abadías y 80 prioratos en Francia y la Península Ibérica. A imitación de la de san Rufo surgió por esos mismos años la congregación de la Santa Cruz de Coimbra. Otra congregación destacada fue la de san Víctor, fundada por Guillermo de Champeaux en 1108 en la colina de santa Genoveva, extramuros de París. Desde un principio su carácter urbano y, sobre todo, su vocación intelectual modelaron su fama. Elogiada por san Bernardo y vivero de personalidades tan destacadas como Hugo, Ricardo y Adán de san Víctor, la congregación se extendió principalmente por el norte de Francia e Inglaterra. A mediados del siglo XII contaba ya con más de 30 casas y 40 prioratos. Congregaciones similares, dedicadas a funciones asistenciales y hospitalarias fueron las del Santo Sepulcro, san Eloy y san Bernardo. Una nueva orientación en la reforma de la vida canonical fue la protagonizada por san Norberto (muerto en 1134). Miembro de la nobleza renana y antiguo canónigo secular, intentó en vano la reforma de su cabildo de Xanten, adoptando entonces la vida eremítica. Tras la concesión por el papa Gelasio II en 1118 del privilegio universal de predicación y fracasar de nuevo en Laon, fundó al fin en 1120, y a instancias del obispo de esta ciudad, el centro de Premontré. A pesar de la vocación ascética de la nueva comunidad, pensada para la reforma del clero canonical, san Norberto realizó a partir de entonces diversas campañas de predicación por Francia, Italia y los Países Bajos, polemizando con el heresiarca Tanquelmo y trabando amistad con san Bernardo. Nombrado a su pesar arzobispo de Magdeburgo en 1126, utilizó su nuevo cargo para dar alas al movimiento, que mantuvo siempre bajo las directrices diocesanas Tras triunfar en Magdeburgo, pese a la oposición frontal de los canónigos seculares, extendió su movimiento reformista por toda Alemania y Polonia. En 1137 había ya 120 centros premostratenses y, entre 1130 y 1150, coincidiendo con la expansión al resto de países occidentales, se superaban con creces las 1000 casas. Los estatutos más antiguos de la orden datan de 1140 y dependen claramente de la "Carta caritatis" cisterciense, aunque con algunas modificaciones, como la constitución de circarias o provincias idénticas a las diocesanas. Con Hugo de Fosses (muerto en 1164) los premostratenses, conocidos ya como canónigos blancos, adoptaron su definitiva organización, de nuevo muy influida por la del Cister. La dedicación misional y el ascetismo seguían marcando empero las líneas básicas de su religiosidad, lo que acarrearía consecuencias muy positivas en el campo de la catequesis campesina y en la elevación del nivel moral del clero parroquial. Como misioneros, los premostratenses se expandieron por los territorios alemanes al este del Elba, contribuyendo así a la cristianización de wendos y estonios. En cambio, los centros situados en los reinos más occidentales se orientaron hacia la vida monacal, contribuyendo también a la formación de la primera orden tercera para seglares. De relevancia mucho menor fue la denominada orden gilbertina, fundada en 1131 por Gilberto de Sempringham (muerto en 1189). La orden, reducida sólo a Inglaterra, fue al principio femenina aunque dirigida por canónigos regulares, pasando luego a admitir también a varones. De estructura similar a la del Cister, que declinó en 1147 la oferta de fusión de los gilbertinos, la orden contaba fines del siglo XII con nueve monasterios dobles y cuatro canongías. Integrada también por canónigos regulares bajo la regla de san Agustín, fue la orden de la Santísima Trinidad.
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Al igual que las de tipo militar, las órdenes hospitalarias surgieron a menudo de cofradías laicas inspiradas en el ideal de la "vita apostólica" y con una organización semimonástica. En 1120 nacía una cofradía dedicada al cuidado de los leprosos en el hospital de Jerusalén. Tras adoptar la regla de san Agustín se transformó en la Orden de San Lázaro, e incluso a principios del siglo XIII, en orden militar. Sin embargo, sus cometidos bélicos fueron siempre testimoniales y en 1253, tras su expulsión de Siria, la orden azaita se instaló en Boigny, cerca de Orleans, extendiendo sus hospitales y lazaretos por el resto de Francia, Alemania, Inglaterra y los Países Bajos. En 1218 y a iniciativa de san Pedro Nolasco (muerto en 1258) surgía en Barcelona otra cofradía laica de carácter militar-asistencial. Gracias al apoyo de Jaime I y san Raimundo de Peñafort la cofradía se transformaba en orden en 1253, adoptando el nombre de Nuestra Señora de la Merced. Los objetivos de los mercedarios eran tanto militares (defensa de las costas contra los berberiscos), como asistenciales (hospitales y redención de cautivos) si bien pronto sólo éstos tuvieron importancia. En 1318 la orden dejó de ser militar, transformándose en mendicante por iniciativa de Juan XXII. Sus caballeros pasaron a integrarse en la orden de Montesa, acentuándose su carácter asistencial mediante la constitución de cofradías de redención a nivel parroquial encargadas de recaudar fondos para los rescates. Otras órdenes menores ni siquiera tuvieron estas veleidades castrenses, reduciéndose siempre su labor a las tareas asistenciales. Tal fue el caso de la Orden de los Hospitalarios del Espíritu Santo, creada en Montpellier en 1195 y extendida por Francia, Italia y Alemania. A idéntico modelo corresponde la Orden de los crucíferos, fundada en Bolonia en 1119 gracias al apoyo de Alejandro II. Reformada en Praga en 1235, la orden se propagó desde allí a Hungría y Polonia durante el siglo XIII. En algunas ocasiones las instituciones asistenciales no surgieron de la iniciativa de personajes laicos, sino del protagonismo de agrupaciones de canónigos regulares. El caso más conocido es el de los trinitarios, fundados por san Juan de Mata y Félix de Valois en Cerfroid, diócesis de Meaux, a fines del siglo XII. En 1198 Inocencio III aprobó la Orden de la Santísima Trinidad, bajo la regla de san Agustín. Desde un principio su principal dedicación fue, como en el caso de los mercedarios, la redención de cautivos. Su extensión fue fulminante por Francia, Inglaterra y, en especial por obvias razones, la Península Ibérica, donde los trinitarios llegaron a poseer más de 30 casas a fines del siglo XIII. A similar modelo, aunque de mucha menor importancia, corresponde la Congregación de canónigos del Santo Sepulcro, nacida en Jerusalén en 1144 a iniciativa de Arnulfo de Rohes. Los sepulcrinos, especializados en la atención hospitalaria, pasaron a Occidente al caer Jerusalén en 1187, integrándose a fines del siglo XV en la orden del Hospital. Cabe mencionar asimismo a las congregaciones de san Eloy de León, dedicada a la atención de los peregrinos del Camino de Santiago y a la de san Bernardo de Suiza, con hospitales en los pasos alpinos.
contexto
La gran eclosión de las órdenes del tronco benedictino había coincidido con el apogeo de un mundo rural organizado políticamente de acuerdo con los esquemas del feudalismo clásico. Sin embargo, a fines del siglo XII, Europa había cambiado lo suficiente como para poner en cuestión el porvenir de tal modelo político-religioso. El renacimiento de las ciudades al calor del desarrollo de la burguesía, la introducción de nuevos sistemas de conocimiento representados por Aristóteles y las universidades y, en suma, la aparición de un laicado cada vez más atento a las novedades de todo tipo y orgulloso de si mismo, representaban retos pare los que la Iglesia no tenía de momento respuesta. El desarrollo de las herejías de masas lo demostraba, pero además, problemas tan acuciantes como la moralidad del préstamo a interés o, sobre todo, la pobreza voluntaria eran, entre otras, cuestiones que no podían ser atajadas con el tradicional argumento de la "fuga mundi" o la apelación al ascetismo. Haciendo de la necesidad virtud, surgieron en el seno de la Iglesia las órdenes mendicantes, que permitirían acometer no sólo la reconquista espiritual del mundo ciudadano y derrotar a la herejía, sino proporcionar también a Roma un instrumento insustituible para su política. A diferencia de los monjes y, en menor medida, de los canónigos o el clero secular, los mendicantes no estaban obligados, antes al contrario, a permanecer en un lugar fijo de residencia. Este carácter dinámico, unido a la indestructible fidelidad de los mendicantes hacia Roma, permitió a los pontífices utilizar a franciscanos y dominicos como un verdadero ejército en defensa de sus intereses. En su papel de predicadores, misioneros, inquisidores, canonistas, teólogos o intelectuales los mendicantes proporcionaron la base humana imprescindible pare el triunfo de la teocracia pontificia. Por descontado que el creciente poder, que por lo mismo fueron alcanzando las ordenes mendicantes, despertó recelos entre las restantes fuerzas eclesiásticas, pero en todos los casos el decidido apoyo de Roma solvento los conflictos a favor de las nuevas órdenes. Problemas como los planteados en la Universidad de París a lo largo del siglo XIII entre los maestros seculares y los frailes sobre el ejercicio y concepto de magisterio, o los surgidos en la organización diocesana y parroquial contra el privilegio pontificio que permitía a franciscanos y dominicos predicar y confesar libremente en toda Europa, se zanjaron siempre en favor de los mendicantes. Este apoyo pontificio redundó también en el progresivo acercamiento de franciscanos y dominicos, por más que éstos se destinasen frecuentemente a las labores diplomáticas, universitarias, judiciales y legislativas, en tanto que aquellos mostraron mayor predilección por la catequesis y las misiones. Se ha podido afirmar en ese sentido irónicamente, que para cualquier observador superficial, la única diferencia que a lo largo del siglo XIII subsistió entre dominicos y franciscanos fue la del "color del hábito" (Knowles).