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Eliminada la posibilidad de trabajar con modelos reales por determinación del párroco católico de Nuenen - insinuó que Vincent había dejado embarazada a una joven campesina - Van Gogh recurrió en el mes de septiembre de 1885 a las naturalezas muertas como fuente de inspiración, ejecutando una amplia serie en la que encontramos una marcada influencia de la pintura barroca. Vincent repite las características en todos sus bodegones: elementos sobre una mesa recortados ante un fondo neutro; iluminación potente procedente de la izquierda creando un acentuado claroscuro; pincelada rápida y empastada, sin atender a detalles superfluos; empleo de tonalidades pardas. En esta composición encontramos una mayor importancia del color al recurrir a tonos más claros como el naranja o el verde. En resumen, nos hallamos ante obras de gran calidad, entroncando el modernismo con la tradición.
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Los años de "residente" de Salvador Dalí y su participación en la primera Exposición de Artistas Ibéricos había llevado el escándalo a los ojos -mejor cabría decir, las mentes- más reaccionarios del ambiente madrileño. Esta composición fue presentada con el número 16 del catálogo de la primera exposición individual de Dalí en las Galerías Dalmau de Barcelona bajo el título Natura morta. (Pintura cubista) y con el número 86 del catálogo de los Artistas Ibéricos en la Exposición del Retiro madrileño, ambas muestras realizadas en 1925. La obra pertenece a la serie cubista que el artista realiza entre los años 1923 y 1925. Recibe la influencia de los puristas franceses Ozenfant y Le Corbusier cuyas obras conocía, sobre todo, las relacionadas con su libro "La peinture moderne" de 1925, ya que la revista francesa "L'Esprit Nouveau" se había encargado de publicarlas. Se observa el acopio de planos geométricos con un marcado carácter lineal, transparencia en los planos, botellas, copas, sifones e instrumentos musicales que se articulan de forma cubista. Se pueden apreciar también los cercanos ecos de la pintura plasticista de los italianos Giorgio Morandi, Giorgio de Chirico, Carlo Carrà que ya en obras como Naturaleza muerta (c. 1924) o Naturaleza muerta o Sifón y botella de ron con tapón, de 1924, ambas en la Fundación Gala-Salvador Dalí de Figueres, en las que se observa dicha influencia. Dalí podía contemplar estas obras a través de la revista Valori Plastici (1918-1922), cuyo distribuidor y depositario en Barcelona era el poeta Joan Salvat Papasseit.
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El rico entreverado de planos en el que se recreó el método analítico del cubismo comenzó a complementarse con la intersección de superficies paralelas al lienzo (frontalidad de las letras estarcidas, por ejemplo) y efectos de tactilidad matérica (vibración conseguida por el empleo parcial de la pincelada puntillista), cosa que acentuaba la ambigüedad espacial por sensaciones cambiantes de platitud y escorzo, de realidad e irrealidad. El empleo del papier collé ayudó a encontrar formulaciones sintéticas del espacio cubista, de más fácil legibilidad que en los experimentos anteriores. Braque realizó entre 1912 y 1914 una amplia serie de papiers collés de extraordinaria delicadeza, entre los que se encuentra Violín y vaso. El formato ovalado, al obviar el marco espacial del cuadro-ventana, permitía que el espacio pictórico quedara como suspendido en una concentración ambigua.
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En contacto con el círculo ultraísta madrileño, Bores frecuenta las tertulias de los cafés Gijón y Pombo. De esta época floreciente data su amistad con Ortega y Gasset, Salvador Dalí, Federico García Lorca y otros miembros destacados de las vanguardias del momento. Es hacia finales de los años veinte cuando se aprecian en su obra cambios relevantes que relacionan su lenguaje con el primer cubismo o cubismo analítico y que le convierten en uno de los más célebres representantes de la Escuela Española de París. La pintura de Bores hace gala de la investigación del creador por los juegos cromáticos y el alejamiento de lo anecdótico o superfluo, por lo que no se encadena a lo narrativo ni lo descriptivo.
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Espléndida obra en la que se desarrollan, casi mejor que en ninguna otra, todas las investigaciones recientes de Salvador Dalí acerca de las leyes físicas y atómicas que estaban siendo formuladas entonces. Animados con una vida propia, cada uno de los objetos de este bodegón -quizás ésta sería una forma de resolver el paradójico título del cuadro- toma sus propias decisiones, se mueve a su antojo o permanece en estado de suspensión. El movimiento como fuerza aparece representado de diversas formas: como la estela de un cometa, el rastro del objeto en el espacio o como una imagen múltiple, como se aprecia en los dos fruteros. También utiliza un recurso sorprendente, la abstracción que supone una línea recta, bien perfilada que, quizás, recuerda a los vectores de fuerza que plasmaron los futuristas italianos en su arte antes de la Primera Guerra Mundial. Además, Dalí anticipa el pop-art en determinados elementos de juego como las pequeñas tiras de color que flotan en el aire y que no representan absolutamente nada. Los juegos ópticos se concentran en la mesa -a este respecto, es fantástico el conjunto de figuras estrelladas rojas- y en el mantel, donde de nuevo se rinde homenaje a la pintura del pasado. Frente al incesante movimiento del interior de la habitación, la mitad izquierda muestra un paisaje marino de gran calma, donde las olas están tan descritas que se podrían contar. Como sabemos, algo parecido le había comentado a mediados de los años 20 a su amigo el poeta Federico García Lorca. Esa obsesión por dominar la naturaleza a través de su arte le acompaña siempre; como demostración, en el lateral izquierdo del lienzo, una mano sujeta un pequeño cuerno de rinoceronte, reforzando la importancia de la geometría en todo el cuadro.
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En esta composición Juan Gris experimenta por vez primera en la historia del cubismo las relaciones entre el espacio interior (el bodegón) y el exterior al que se abre la ventana. Esto suponía cambios de concepto en la resolución lumínica y perspectívica. Para ello volvió sobre el método de la superposición de planos diferenciados, pero acentuando la distinción cromática de las partes en relación y optando por dar transparencia a las intersecciones. De ello resulta un efecto de armoniosa suavidad y de integración lúdica en un espacio no unitario que las transiciones dominan.
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Pocos artistas franceses han dedicado tanto tiempo a la naturaleza muerta como Cézanne. Ya en sus largas visitas al Louvre sintió una especial admiración por la obra de Chardin pero el contacto con el grupo de Batignolles liderado por Manet le llevará a establecer un intenso contacto con el realismo a través de los bodegones. Cézanne dispone los diferentes elementos -una jarra, una barra de pan, un par de huevos y otro de cebollas, un copa de cristal llena de un ambarino líquido, un cuchillo y un mantel blanco- sobre una mesa, procediendo a iluminarlos con una potente luz que crea excelentes efectos de claroscuro, tal y como hacían los maestros del Barroco en el norte de Europa. De esta manera, se acentúa la teatralidad de la escena y se intensifica el realismo de los objetos. El maestro de Aix utiliza una pincelada algo tosca, despreocupándose de las calidades táctiles de los diferentes objetos para interesarse por las formas y el efecto de la luz sobre ellas, en sintonía con los trabajos realistas que hacía Monet por estas fechas.
contexto
Existen pocos términos tan resbaladizos como el de "clasicismo". En primer lugar, porque resulta muy ambiguo definir a qué momento de la historia cultural europea se refiere. En efecto, existió un primer momento clásico, el de la civilización grecorromana, pero ni siquiera entonces se podía diferenciar entre el modelo original (Grecia de los siglos V-IV a.C.) y las aspiraciones de emulación que aquél provocó en Roma escasos siglos después. Esa aparente continuidad en el paradigma clásico fue canonizada a partir de entonces, por ejemplo en pueblos invasores de la Alta Edad Media como los ostrogodos, los merovingios o los francos; la culminación política y social de estos últimos, el Imperio de Carlomagno (siglo IX) reivindicaría de nuevo su intrínseco clasicismo. Es más, incluso en estilos que tradicionalmente han sido considerados opuestos a los ideales clásicos, como el románico o el gótico, se pueden rastrear señales de lo contrario. De manera que lo clásico había llegado a ser una fuerza (cultural y artística) latente que, bajo determinadas circunstancias, afloraba a la superficie con vigor. Para evitar confusiones, este clasicismo debe ser escrito con minúsculas, para distinguirlo del Clasicismo, que se entiende como un estilo característico de diversos periodos de la cultura occidental. En este segundo sentido, podríamos mencionar los ejemplos de Grecia, Roma, el Imperio de Carlomagno, el Renacimiento o un cierto Barroco italiano (el boloñés, desde los Carracci hasta Guido Reni) y francés (Poussin, Vouet, Le Brun). En arte, el clasicismo ofreció unas señas de identidad bastante claras, lo que constituyó en gran medida la razón de su éxito. Orden, proporción, simetría... búsqueda de la perfección, en definitiva, en una actitud que también sustentó algunas oleadas de neoclasicismos, como el que tendría lugar en Francia e Inglaterra a mediados del siglo XVIII (Diderot, David; Flaxman, los hermanos Adam) o el que, ya en pleno siglo XX, alumbraría el fenómeno del "retorno al orden". Entonces, y como prueba de la vigencia eterna de lo clásico, algunos de quienes habían sido feroces vanguardistas giraron la cabeza y soñaron con recuperar la armonía formal del arte del pasado. Picasso, Severini o Derain fueron algunos de ellos. Y, sin embargo, en esta extensa genealogía el Renacimiento sigue ocupando un lugar de preferencia en nuestra imaginación, fascinada ante la sola mención de nombres como Leonardo da Vinci, Rafael o Miguel Ángel. Existen diversas causas para este sentimiento compartido y que precisan un comentario más detallado. Así pues, aunque el Cinquecento (siglo XVI) da por terminada la fase del Quattrocento (siglo XV), lo cierto es que el clasicismo había resurgido ya a finales de ese siglo y su germen se podía encontrar en la Florencia de Lorenzo el Magnífico gracias al acuerdo tácito al que habían llegado filósofos, literatos o poetas y que también alcanzaba a las artes figurativas. En éstas se va a conseguir la máxima integración entre la forma clásica y los temas mitológicos y literarios de la Antigüedad, como había demostrado la obra de Botticelli, por ejemplo. El iniciador de esta tendencia en pintura fue Leonardo da Vinci quien, partiendo de una vasta investigación sobre la naturaleza y el hombre, llevaba el clasicismo a sus últimas consecuencias. Su idea estética del cuadro era única y concentraba todo lo general de la naturaleza y del ser humano, como demostró en La Gioconda. Otros protagonistas de ese primer clasicismo fueron Rafael y Miguel Ángel, quienes coinciden con Da Vinci en Florencia durante algunos años. Existe además otra variante del clasicismo en Venecia, que comprende a Giorgione, influido por Leonardo y a la primera etapa de Tiziano. Del mismo modo, el clasicismo convivió bajo el terrorífico gobierno de Girolamo Savonarola (1494-1498), prior del convento de San Marcos de Florencia. Si bien al principio, la familia de los Médicis se había dedicado a construir una ciudad idílica haciendo partícipe a todas las artes, poco a poco la riqueza se concentró en las manos de los más ricos; el prior de San Marcos realizó una labor moralizante contra esta situación, labor que perduró y que afectó, por supuesto, al desarrollo de las artes. Rebasado por los acontecimientos, Savonarola terminó siendo considerado como un hereje. Tras ser excomulgado, condenado y quemado en la hoguera, la ciudad de Florencia perdía su status de privilegio respecto al resto de Italia. Para entonces y fuera de esa ciudad, Piero della Francesca había llegado a un equilibrio y pureza totales en Urbino, o Andrea Mantegna, en el Norte de Italia, había reconstruido la Antigüedad con gran veracidad, pero sería Roma, ya a comienzos de siglo XVI, la que se alzara sobre el resto de las regiones. Su desarrollo, tanto económico como político, afectó por entero a los Estados Pontificios, convertidos en fuerza de primer orden y encargados de los problemas de toda la Cristiandad, lo que conllevaba la toma de importantes decisiones. El lema de la "renovatio" (renovación, en latín) de la capital del Cristianismo alcanza la mayor expresión artística en las Estancias Vaticanas. Roma se convierte así en el principal valedor del desarrollo clasicista, cuyos principios teóricos se encuentran en la Antigüedad y en su arte en tanto en cuanto modelo a seguir fielmente. En torno a la Corte pontificia, primero con Julio II y después con León X, se reúnen artistas de diversos lugares que apoyan los ideales del Papado y comienzan a estudiar los restos de la civilización grecorromana, llegando a crear un nuevo arte, solemne y monumental. Junto al apoyo de papas y cardenales, la ciudad de Roma contará con otros promotores del arte: banqueros, aristocracia, nobleza... quienes proyectarán todos esos ideales en el plano de la realidad. La grandiosa perfección alcanzada en los últimos años del siglo XV bajo la corriente humanista, y su particular definición de un mundo en orden, culmina en el arte de Rafael y Miguel Ángel. A diferencia de las múltiples alternativas que había ofrecido el Quattrocento (cuando se intentaba obtener la unión de todos los caracteres individuales del modelo), ahora se exalta la naturaleza humana común indagando en formas severas y monumentales donde la solidez prima ante todo. Por otro lado, aparece un nuevo modo de expresar los sentimientos donde domina el concepto de la mesura. El dolor, el amor, la ternura, etcétera. deben mostrarse con un nuevo decoro en las figuras que, en ocasiones, se ha denominado "calma clásica". Por ejemplo, en la Piedad del Vaticano de Miguel Ángel la Virgen no posee ningún rasgo de dolor y se presenta en toda su majestad; de la misma manera, cuando aparece con el Niño en sus brazos no debe apretarle en exceso. Surge así todo un nuevo lenguaje de gestos, movimientos, acciones... e incluso de temas, porque ya no interesa lo anecdótico o idílico sino lo eterno y distinguido. En este mismo sentido, desaparece la descripción de todos los elementos decorativos del Quattrocento (joyas, muebles, vestidos o alfombras) para dar paso a los conceptos de severidad y elegancia que demanda la clase aristocrática, lo que provocará una ruptura entre el gusto popular y el noble. Se concibe un mundo bajo apelativos nuevos de belleza, equilibrio, orden y solemnidad. Respecto a la belleza ahora se centra en el cuerpo -siguiendo modelos clásicos se prefieren bustos redondos, caderas anchas y rostros serenos- y en su movimiento, dominado por un ritmo lento, pausado y sencillo. Pero también debe proporcionar un estado espiritual de tranquilidad, de ahí la importancia de la belleza armoniosa y de la simetría. La cabeza, por ejemplo, se divide proporcionalmente desde la línea de la nariz. El modelo humanista o antropocéntrico del mundo antiguo será una de las bases estéticas a seguir. Tanto en arquitectura como en escultura y pintura el estudio del hombre y su relación con la naturaleza comienzan a tener un carácter científico. Leonardo, por ejemplo, no sólo realiza estudios de la naturaleza o de anatomía sino que también se encarga de proyectos ingenieriles. Por su parte, el artista encontrará otros medios para el aprendizaje. Frente al estudio con maestros determinados aparece una enseñanza teórica que determinará la aparición de las academias de arte en el siglo XVII. Pero si el arte del Cinquecento significó el triunfo del Renacimiento también supuso la llegada de una crisis que desembocaría en un nuevo estilo, el Manierismo. De hecho, si hemos de fechar el periodo clasicista tan sólo se cuentan escasas décadas, de finales del siglo XV a las primeras décadas del siglo XVI, periodo que comprende también la muerte de sus protagonistas: Bramante (1514), Leonardo (1519) y Rafael (1520). Del mismo modo, los mecenas del clasicismo tampoco vivieron demasiado; Julio II ocupó el pontificado sólo entre 1503 y 1513, al que sucederá León X, quien gobernará hasta 1524. Tres años más tarde tendría lugar el Sacco de Roma y con esa ruptura traumática daría inicio una nueva etapa.