Además de las dos raíces -la etrusco-itálica y la griega-, el retrato romano tiene una tercera, absolutamente original y que ya a los antiguos sorprendía: la institución de la mascarilla funeraria y el uso que de la misma se hacía. Si es cierto que la estatua del Guerrero de Capestrano llevaba el rostro y las orejas revestidos de una lámina de oro, podría afirmarse que si no en todos, al menos en algunos pueblos itálicos la representación del muerto por medio de maniquíes que acredita Polibio en el siglo II, se practicaba ya en el siglo VI. Tras exhalar el pater familias su último suspiro, un escultor sacaba el vaciado del rostro del cadáver y el positivo en cera del mismo, que se pintaba procurando que sus colores imitasen lo más cerca posible los del rostro vivo. Esta mascarilla se guardaba en el armario de madera instalado al efecto en el atrio de la casa, con el títulus en que figuraban su nombre, cargos, triunfos, conquistas y otros méritos. En compañía de las de los miembros de la gens que componían la galería de antepasados, esta mascarilla estaba destinada a figurar en todos los funerales que la familia celebrase en honor de sus muertos, llevada siempre por un sujeto cuya figura se pareciese mucho al personaje representado. Tanto las galerías de antepasados como las procesiones de muertos llenaban de asombro a los visitantes de Roma. A Polibio se debe la descripción más esmerada de las existentes. Pese a lo culto y civilizado que era, no le sorprende en lo más mínimo presenciar en la capital del mundo una ceremonia que a más de uno parecería hoy propia de una tribu salvaje. Naturalmente él sabía muy bien que aquello no era un carnaval ni una mascarada folklórica, sino un rito arcaico cuidadosamente preservado por la aristocracia romana, como res privata, para educar a sus hijos en la virtus y desplegar ante el pueblo los servicios a Roma de la gens. Basándose en dichos que había oído referir de Fabio Máximo Cunctator y de P. Escipión, recordaba Salustio: "He oído muchas veces a insignes varones de nuestra ciudad afirmar que cuando miraban las maiorum imagines sentían en su ánimo un vehemente anhelo de alcanzar la virtus (la hombría, el valor del varón, vir). Es de saber que ni aquella cera ni aquella figura tenían en sí tamaño poder, sino que la memoria de las acciones llevadas a cabo encendía esta llama en el pecho de los varones egregios, llama que no se amortiguaba hasta que su virtus igualaba la fama y la gloria de aquellos antepasado". La influencia de la mascarilla en el retrato romano es innegable, en cuanto ambos aspiran a ser reflejo fidelísimo del momento culminante de la vida del hombre, el momento del tránsito al más allá. Mascarilla y retrato son el recuerdo permanente del difunto, tanto si era joven como viejo. Equivalía al elogium, al cursus honorum, a la biografía del fallecido. Honos, fama, virtus, gloria, ingenium eran los hitos morales a alcanzar. El epitafio del hijo mayor de Escipión el Africano, muerto en plena juventud y cuando la vida no le había dado aún ocasión de desempeñar más cargo que el de flamen Dialis, declara paladinamente que las virtudes heredadas de sus mayores (las acabadas de enumerar) las poseía en grado tal, que de haber disfrutado de una vida más larga, hubiese superado fácilmente con sus acciones la gloria de todos sus antepasados: quibus sei / in longa licu(i)set tibi utier vita /: facile facteis superases gloriam maiorum. Una vez resuelto que el retrato romano de pura cepa iba a ser representación de la cabeza, había que buscarle un soporte digno, que le permitiese un asiento natural. Los poco exigentes o los muy tradicionales, como el dueño de la Casa del Menandro, se conformaban con un cuello cercenado de raíz por encima de las clavículas; así lo está la impresionante cabeza de terracota de la Colección Campana (hoy en el Louvre), trasunto fiel de una mascarilla de cera no retocada. En varias regiones de Italia y Magna Grecia se hacían desde época clásica bustos de terracota grandes y pequeños, cortados horizontalmente. Unos representaban a diosas y a dioses; otros -especialmente en la Italia no griega de los siglos últimos de la República-, a personas vivas o muertas. No sabemos si por imitación o por pura coincidencia, estos bustos volvieron a estar de moda en la Italia del Quattrocento. Tenían la doble ventaja de ofrecer al retrato una base muy estable sin necesidad de peana y de que, cortado sencillamente, el busto, sin otra pretensión, daba a la cabeza una grata prestancia con respecto al cuerpo. Pero al fin la llamada a imponerse como clásica fue la forma de busto exiguo y corte convexo, propio de cabezas destinadas a insertar en estatuas o en hermas. Los romanos no tuvieron inconveniente en adoptar de los griegos aquella solución a la que habían de sacar notable partido. Aprendida ya la lección de cuanto los etruscos, los itálicos, los griegos y sus propias imagines tenían que decir al respecto, la aristocracia romana de la República, desgastada por crisis de varia índole y en dificilísima situación de recuperar su poder y su prestigio, logra paliar sus males por donde menos se hacía esperar: unas manifestaciones artísticas tan notables como para hacer de los últimos cincuenta años de la República Libre una época gloriosa en la historia de la civilización universal.
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Antes de realizar la oración el devoto debe purificarse física y espiritualmente, lo que le permite alcanzar un estado de pureza ritual conocido como tahara. El acto de purificación consiste en realizar una limpieza de cuerpo y alma, que variará en función del estado previo de impureza del individuo. Si la polución es mayor (ganabah), como la que es debida a la eyaculación, la menstruación o el alumbramiento, debe realizarse una ablución completa del cuerpo (gusl). La impureza menor (hadat), que se contrae tras acciones como dormir, ir al baño o desmayarse, se elimina realizando un ablución ritual (wudu) en la que deben lavarse tres veces las manos, la cara, la cabeza, los brazos hasta los codos y los pies hasta los tobillos. Tradicionalmente es también obligatorio limpiarse por tres veces los orificios nasales, hurgarse las orejas con el dedo y enjuagarse la boca con agua. Si no se dispone de agua, el Corán explicita que la ablución puede realizarse con arena o el polvo de los vestidos, frotándose la mano y pasándola por cara y antebrazos (tayammum). Para los musulmanes, al contrario que los cristianos, la idea de impureza no va ligada a la de pecado, sino que es una consecuencia natural de la realización de ciertos actos que incluso pueden ser lícitos o necesarios, como tocar cosas o personas consideradas impuras (vino, no musulmanes, etc.). Por este motivo son abundantes los baños públicos (hamam) en las ciudades islámicas. Las mezquitas cuentan con espacios específicos en los que los fieles pueden realizar las abluciones, con fuentes, cursos de agua, vestuarios, etc. Además de relacionados con las oraciones, las abluciones guardan relación con momentos importantes de la vida del creyente musulmán, como cuando realiza una peregrinación o bien ha de coger y leer el Corán, acto éste último que nunca debe ser realizado si el individuo no se encuentra en un estado de absoluta pureza.
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Existe una cultura oficial dirigida desde el poder, que en una continua relación dialéctica acoge iniciativas espontáneas o impone proyectos propios que han de ser asumidos por el conjunto de la sociedad. Esta intercomunicación precede al advenimiento de la dinastía borbónica y del sistema político del Despotismo Ilustrado, pues no en vano los fermentos de renovación cultural de finales del siglo XVII, durante el reinado de Carlos II (primeras obras publicadas por los novatores, tertulia sevillana del médico Juan Muñoz Peralta, trabajo bibliográfico de Nicolás Antonio), coinciden con la política regeneracionista llevada a cabo desde el gobierno (intervención en Hacienda de Medinaceli y Oropesa, devaluación monetaria de 1680, modestas medidas de fomento económico, acción política de Juan José de Austria y el marqués de los Vélez), poniendo de relieve la profunda identificación entre reforma cultural y reforma política. Un ejemplo de esta colaboración y de esta continuidad puede serlo la Regia Sociedad de Medicina y Ciencias de Sevilla, surgida de la tertulia mantenida en casa de Muñoz Peralta entre diversos médicos, que obtendría su reconocimiento oficial por cédula de Carlos II, que vería revalidado el favor regio por nueva cédula extendida por Felipe V y que sería protegida por el doctor José Cervi, médico italiano del séquito de Isabel Farnesio, en un caso sobresaliente de perduración por encima de los avatares políticos. Sin la precocidad de esta primera sociedad erudita, un proceso parecido siguió la creación de la mayor parte de las Academias, uno de los instrumentos más característicos de la acción del Despotismo Ilustrado en el ámbito cultural. Las Academias nacen en general bajo el impulso de la iniciativa particular antes de ser sancionadas por la autoridad regia o antes de constituirse en organismos directamente dependientes de los ministros de la Corona. Así sucede con las Academias centrales enclavadas en Madrid, como la Real Academia Española de la Lengua, que procede de una tertulia privada auspiciada por Juan Manuel Fernández Pacheco, marqués de Villena, y que se convierte en organismo oficial en 1713, recibiendo al año siguiente su aprobación definitiva. Su cometido se define con nitidez: "El fin principal era y es el de cultivar y fijar la pureza y elegancia de la lengua española, desterrando todos los errores, que en sus vocablos, en sus modos de hablar o en su construcción han introducido la ignorancia, la vana afectación, el descuido y la demasiada libertad en innovar..." Y para cumplir sus objetivos, los académicos pasan a publicar el Diccionario de Autoridades (1726-1739), la Ortografía (1741), la Gramática (1771) y el Diccionario usual (1780). Caminos similares se descubren para las restantes instituciones del mismo tipo: la Academia de la Historia (1735-1738), la Academia de Jurisprudencia de Santa Bárbara (1739), la Academia de Bellas Artes de San Fernando (1744, con estatutos definitivos en 1757). Las raíces del movimiento académico, que también se dio fuera de la Corte y que pudo haber tenido su culminación en el proyecto fallido de creación de una Real Academia de Ciencias, Artes y Letras, concebido por Ignacio de Luzán en 1750-1751, hay que buscarlas en el florecimiento de instituciones semejantes en la Europa de la revolución científica y, más aún, en la Francia de Luis XIV, ya que su creación responde al propósito de la Monarquía de difundir la opinión oficial en los distintos ámbitos de la actividad cultural y de introducir en este terreno su afán de centralización y uniformización, mediante la tarea normativa llevada a cabo por los académicos.
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La idea de retraso cultural aparece como un dato fundamental, por lo que el pensamiento académico dirige sus esfuerzos a reivindicar los conceptos que honran y publican la inteligencia del artífice. Ello conduciría a una constante autocensura y a la tensión autoridad-libertad, que pone de relieve las consecuencias de cualquier licencia o desviación de la norma y las represivas advertencias a los artistas. La Academia se convierte en la formuladora del progreso, sirviéndose de mecanismos sociales y políticos. El clasicismo se convierte también en modelo genérico, en instrumento de racionalización al servicio del poder absoluto, ya que como entonces se escribe: "es constante que las Artes liberales adquieren por la estimación y aprecio que de ellas hacen los Príncipes todo el esplendor". El intercambio entre cultura y poder será parte de la naturaleza de la ideología académica y este intercambio estará latente en su composición y en sus funciones a lo largo del siglo XVIIIEn la consolidación del organismo, en su aspecto conceptual, estuvo también presente la apertura de una doctrina cultural renovada en cuanto a su proyección en la realidad social y política de aquel tiempo. Esta polaridad convierte a la Academia en el hogar de las nuevas especulaciones teóricas y de ahí también el que surjan constantes controversias e incluso actitudes ambiguas. Hay un intento de integrar las exigencias teóricas de la razón debatidas en Europa. Jovellanos fue un apasionado defensor de las corrientes historiográficas de la época en una propuesta iluminista, sensible a las novedades extranjeras. Se cultiva una concepción intelectualista de las Bellas Artes. Habrá una aproximación al Renacimiento que conduce a una reflexión sobre el mérito de la tradición. Se plantea la relación arte-ciencia en una teoría en favor de la ejecución. Se proclama una restauración de las artes que conduce al valor de una cultura intemporal. Los planteamientos se promueven desde un carácter pedagógico, analizándose en lo artístico un modo de reformar lo social.Los planteamientos diversos se integran en un vasto eclecticismo. Pero ante todo, la restauración de las artes implicará la recuperación nacional de la cultura y un punto de partida a la crítica de los excesos del Barroco y Rococó.La fundación de la Academia se remonta al siglo XVII. Dieron impulso a la idea diversos artistas en los comienzos del siglo XVIII Comenzó en una escuela privada, dirigida por el italiano Juan Domingo Olivieri, que logró reunir a un grupo de artistas en unas tertulias a las que acudió también el marqués de Villarias. Alcanzó carácter oficial en 1744, fecha en la que se dio a conocer una normativa. Felipe V aprobó el Reglamento el mismo año, nombrando Director al escultor Olivieri y protector a Villarias. En las secciones de arquitectura, escultura, pintura y grabado fueron nombrados J. B. Sachetti, S. Pavía, A. Dumandré, J. Pascual de Mena, Van Loo y Antonio González Ruiz. La firma de su constitución definitiva tuvo lugar el 8 de abril de 1751.La Academia impulsó el envío de sus discípulos a Roma y París, propició la traducción y publicación de numerosos textos de tratadística y de crítica histórica, favoreciendo la apertura europeísta. A través de la institución se producen numerosos acercamientos a la problemática ideológica internacional, haciéndose susceptibles los acercamientos al neoclasicismo, enciclopedismo, clasicismo, racionalismo, sensualismo, etc. El discurso historiográfico como instrumento crítico, la propuesta de un plan para la formación del artista, la idea de restauración basada en una idea de concepción progresiva de la cultura, la oposición decadencia-restauración que Bosarte reflejara en 1798, etc., son algunas de las defensas del ambiente cultural creado en el seno académico, combatiendo aquella frase de Fenelon de que "el país es un cuerpo muerto que no se defiende". El nivel de la ideología académica se describía desde su propia composición enunciando "las Bellas Artes que se llaman tales porque su primer objeto es la Belleza, lejos de ser perjudiciales, son sumamente útiles y provechosas al Estado, quanto depositado el gobierno en manos de un Legislador sabio, no permite que sean prostituidas, ni que se use de ellas para hermosear y disfrazar el vicio con los colores de la virtud y encender el animo con atractivos que encierran en sí verdadero riesgo". Ese ideal ético-político se refleja también en las palabras del Conde de Tepa, pronunciadas en 1796: "Suponiendo que las Bellas Artes llegasen a la mayor perfección de que son susceptibles, consideremos las innumerables ventajas que resultarían en un pueblo en que estuviesen perfeccionadas y universalmente adelantadas...".El clímax académico creado permitió el desarrollo de las de Valencia, Zaragoza, Valladolid, Sevilla, etc. La importancia de aquella gestión fue reflejada por Jovellanos en su célebre discurso "Elogio a las Bellas Artes", pronunciado en 1781.
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Una de las instituciones más descritas por los cronistas en el mundo andino eran las casas de recogidas, o acllahuasi. Aunque instituciones de este tipo se desarrollaron en muchas antiguas civilizaciones, y también existieron al norte del continente americano, probablemente pocas superaron a las acllahuasi en cuanto a trascendencia para la vida política, social y económica del Estado. Y ello a pesar de que aparentemente se trataba de instituciones de carácter religioso. Para comprender la importancia de estos centros, es necesario hacer una referencia a una de las actividades más importantes en el sistema de redistribución en el Incario: la elaboración de tejidos rituales. Es preciso insistir en la importancia ritual y material de estos tejidos para hacernos una idea de la misión que jugó su elaboración y posterior distribución. Aunque la elaboración de textiles era una tarea desempeñada fundamentalmente por mujeres, no se excluía la participación de los varones en las mismas, si bien en estos centros las "especialistas" eran precisamente las mujeres. Volvamos al acllahuasi. Se trata de una casa donde viven en régimen de recogimiento mujeres procedentes de diferentes pueblos. Había diferentes tipos de acllahuasi, dependiendo de las funciones que cumplieran las mujeres que en su interior se dedicaban a tareas en beneficio de la comunidad (entendiendo el Estado como una gigantesca comunidad de bienes e intereses). Gráfico Al menos una vez al año, los funcionarios del Inca recorrían el país y en cada pueblo escogían un número de mujeres que destinaban al acllahuasi; eran las acllas, o mujeres escogidas. Generalmente estas mujeres procedían de familias importantes, aunque también podían ser de origen humilde, y resultar elegidas por su especial belleza. Las escogidas eran trasladadas al acllahuasi, donde se les asignaban rentas en especie y una servidora. Al entrar les cortaban los cabellos. Mientras durase su estancia en el acllahuasi debían guardar castidad. Durante el tiempo que permanecían en las casas se dedicaban a distintas tareas, pero todas ellas destinadas al fomento de las actividades de redistribución. La actividad más frecuente era la elaboración de tejidos y bebida de maíz y preparar alimentos para los rituales. También trabajaban cuidando el ganado o cultivando las chacras o tierras del sol, y algunas de ellas se dedicaban a cantar o tocar instrumentos en las ceremonias religiosas. Tras un periodo de tiempo en el acllahuasi, la mayoría de las muchachas salían para casarse, aunque algunas quedaban destinadas para el culto religioso o para servicio del Inca. También de estas casas sacaba el Inca mujeres para ofrecer a los señores con los que quería establecer alianzas, o para premiar a militares a su servicio. En este sentido, las acllas tenían una importante función: cuando el Inca entregaba a un aclla para un señor, estaba introduciendo un elemento extraño, y procedente del Cuzco (por cuanto era entregado por el inca) dentro de un señorío. A la inversa se puede considerar cuando el Inca tomaba mujeres de otros lugares y las llevaba al acllahuasi. Este proceso de ruptura de cohesión interna de los ayllus era un medio empleado por los incas para impedir rebeliones contra el Cuzco. Es una derivación del sistema de los mitiamaes o migrantes forzosos, a través de los cuales el Inca rompía estructuras que pudieran hacer frente a la cohesión marcada desde el Cuzco. Un tipo especial de este servicio ritual era el prestado por las Vírgenes del Sol, llamadas por los cronistas Mamaconas. Eran las mujeres consagradas de por vida al culto solar, de las que se exigía castidad perpetua. Eran el grupo más importante, pues jugaban un papel fundamental en la organización político-religiosa del Estado. Cada vez que el Inca conquistaba un nuevo territorio, se construía un templo solar, símbolo del poder del Cuzco, y un acllahuasi para su servicio. Las mujeres que entraban en esta casa eran consideradas semi sagradas. Ni siquiera el Inca podía visitarlas, y se castigaba con pena de muerte a la que no guardase su virginidad, y al hombre cómplice de la falta. Narra Murúa una bella leyenda que sitúa en una de estas casas. La protagonista es Chuquillanto, una de las vírgenes del sol, que salió a pasear con otra de las muchachas y conoció a un pastor, Acoitapia, del que quedó inmediatamente prendada. El chico también se enamoró de la joven, y gracias a un embrujo de su madre pudo entrar en el "convento", dentro de la celda de Chuquillanto. Los dos jóvenes, una vez consumado su amor, quisieron huir pero les descubrieron, y en su fuga quedaron convertidos en piedra. La historia se recuerda en los cerros de Sahuasiray y Pistusiray, donde según la leyenda los amantes se transformaron en piedras, dando lugar a los dos cerros. Guamán Poma y Murúa describen diferentes tipos de casas de recogida, que se distinguen por la dedicación de las mujeres que acogen. En cualquier caso, parece que las de mayor categoría eran las casas en las que entraban mujeres que se dedicarían el resto de su vida al servicio del sol. De hecho, en el proceso de expansión del Imperio, iba en paralelo la ampliación de tierras, con las institución de templos del sol y las acllahuasi. Recordemos que los Incas practicaron el sincretismo religioso, aceptando y asumiendo los cultos de los pueblos sometidos, pero sobre las diferentes divinidades establecían como culto principal la religión estatal, el culto al sol. La manera de hacer visible la conquista de un territorio era precisamente la construcción del templo solar. En cuanto a la importancia económica de los acllahuasi, recordemos que, como señalaba Franklin Pease, los patrones de riqueza en el mundo andino no respondían a la acumulación de riqueza, sino a la posibilidad de acceder a los recursos y la mano de obra. Esa mano de obra, que venía dada por los yanacona, tenía su "versión femenina" en las acllas. Tal acceso a los medios de producción y a la mano de obra se ampliaba, como hemos señalado, a través de relaciones de parentesco. El don de mujeres era recíproco intercambio entre Inca y señores, que consolidaban así sus alianzas. Pero el reparto era iniciativa del Inca, y las mujeres entregadas por él gozaban de un status superior, precisamente por su procedencia. De ahí el interés por llenar los acllahuasi y la actividad de los funcionarios del Inca que al menos una vez al año (en el mes de noviembre, según Guamán Poma) recorrían los pueblos seleccionando las mujeres que entrarían en este proceso de mano de obra y de intercambio o reparto.
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En España la relación de los mártires comienza en época del emperador Valeriano. Por un escrito de Dionisio, obispo de Alejandría, y las Actas de San Cipriano sabemos que el primer edicto imperial, emitido en el año 257, tenía como principal objetivo a los obispos y los clérigos, mientras que el edicto del año 258 alcanzaba también a los laicos eminentes: senadores, altos cargos, caballeros y funcionarios imperiales. Los primeros mártires hispanos conocidos fueron Fructuoso, obispo de Tarragona, y dos diáconos de esa comunidad, Augurio y Eulogio. Estas no son actas proconsulares; no obstante, la crítica concede amplia credibilidad a las mismas. El estilo y los términos empleados permiten pensar que un testigo ocular reprodujo el interrogatorio con bastante verosimilitud, incluso podríamos considerar que tal testigo fuese un militar tanto por el conocimiento de diversos términos militares como por el hecho de conocer el nombre de los cinco beneficiarii (soldados policías) que los detuvieron. Estas Actas fueron interpretadas poéticamente por Prudencio en su Peristephanon a finales del siglo IV y conocidas y leídas públicamente por Agustín en uno de sus sermones. El procedimiento del interrogatorio es expeditivo: "- ¿Eres obispo? - Lo soy. - Pues has dejado de serlo". Tampoco hay alusiones personales o alejadas del tema que se debatía, el culto a los dioses oficiales de Roma: "- ¿Es que no sabes que hay dioses? - No lo sé. - Pues pronto lo vas a saber". Por el comienzo de las Actas sabemos que la fecha del proceso que concluyó con la sentencia de quemar vivos a los tres procesados tuvo lugar diecisiete días antes de las calendas de febrero (16 de enero) y en el consulado de Emiliano y Baso, en el año 259. El legado imperial, Emiliano, que había llegado hacía poco tiempo a la Tarraconense, desvela en sus palabras la voluntad que, sin duda, el propio emperador perseguía: en medio de un período catastrófico, con las fronteras del Rin y el Danubio amenazadas, los persas en Siria, las provincias saqueadas y la epidemia de peste que desde el año 250 asolaba el Imperio, el poder imperial necesitaba oro y plata -de ahí su decisión de confiscar los bienes de las iglesias y de los cristianos ilustres- y, sobre todo, necesitaba la reconstitución de la unidad moral del Imperio. Con cierto asombro, Emiliano se pregunta: "¿Quién va a ser obedecido, quién temido, quién adorado si no se da culto a los dioses ni se veneran las estatuas de los emperadores?" A través de los hechos sobrenaturales, los solita magnalia, sabemos que en la propia casa del gobernador había al menos dos cristianos, Babilón y Migdonio. Pero al margen de este dato, no sabemos si el cristianismo había penetrado en esta época en las clases sociales elevadas de Hispania. Sí se desprende de este relato el sentimiento de respeto de la comunidad hacia su obispo al que, incluso después de muerto y tras apagar con vino -curiosa práctica pagana- sus restos calcinados, convierten en reliquia, depositándola probablemente en la necrópolis de Tarragona que desde el siglo III pervivió hasta el VI o el VII. En la misma, se ha encontrado un fragmento de inscripción del siglo V en el que aparece el nombre de Fructuoso y la letra A, tal vez la primera de Augurio. Según J. Vives, se trataría de la mesa de altar o la memoria de la necrópolis. A la misma alude también Prudencio en su Peristephanon. El mayor número de mártires cristianos tuvo lugar durante la época de Diocleciano. En la diócesis hispana fue el emperador Maximiano quien, como Augusto de Occidente, ordenó la aplicación de los edictos diocleciáneos. Estos contemplaban la destrucción de las iglesias y el encarcelamiento de los jefes de las comunidades así como la obligación de sacrificar a los dioses oficiales romanos bajo amenaza de cárcel u otros suplicios. Este decreto, emitido en el 303, duró escasamente dos años, pero la eficacia y dureza de la persecución ocasionó la muerte de varios cristianos. La tradición y en algunos casos las copias de las actas nos hablan de Marcelo (en León), Cucufate (en Barcelona), Emeterio y Celedonio (en Calahorra), Justa y Rufina (en Sevilla), Acislo y Zoilo (en Córdoba), Félix (de Gerona), Vicente (Zaragoza), Justo y Pastor (Alcalá de Henares) y Eulalia (Mérida), además de los 18 mártires de Zaragoza. No obstante, muchas de estas actas carecen de credibilidad, tanto por haber sido escritas en muchos casos muy posteriormente como, en otros, por estar incompletas o interpoladas. Tampoco están todas incluidas en el Martirologio Jeronimiano, aunque esta omisión no sea un argumento definitivo. De estos mártires, están incluidos en el Martirologio Fructuoso y sus dos compañeros, Cucufate, Emeterio y Celedonio, Zoilo, Félix, Justo y Pastor, Acislo y Eulalia e interpolados los 18 mártires de Zaragoza. El que todos los mártires habitasen en ciudades obedece en gran medida a que en éstas se hallan las sedes episcopales y gran parte de ellos parecen haber sido obispos o clérigos. Tres de ellos, Emeterio, Celedonio y Marcelo, son militares pertenecientes a la Legio VII Gemina, asentada en León. Su ejecución podría haberse debido a la rebeldía de éstos a determinadas órdenes militares. Este tipo de actitudes, incluida la deserción del ejército, provocó el propio edicto de persecución y originó múltiples condenas en todo el Imperio. Los más conocidos son los llamados mártires de la Legión Tebaida. La Iglesia entonces perseguida consideraba a los desertores cristianos ejecutados como mártires heroicos. Su actitud cambió diametralmente tras el Edicto de Milán y las buenas relaciones con Constantino. En un concilio del año 314 -¡sólo unos meses después!- se condena en Orleans con la excomunión a los soldados cristianos que no cumplieran con la obligación de la defensa del Estado. El culto a los mártires, desde finales del siglo IV, parece probado por la existencia de martyria, o pequeñas capillas martiriales, como el de Eulalia en Mérida o el de Emeterio y Celedonio. No obstante los rigores de la persecución, no parece que la vida de las comunidades cristianas fuera excesivamente perturbada. Si aceptamos la unánime opinión de que el Concilio de Elvira tuvo lugar entre los años 305 y 310, nos encontramos con que, pocos años después, están allí representados diecinueve obispos -y no eran la totalidad-, tanto de ciudades como de pequeñas localidades. La numerosa asistencia demuestra la vitalidad de la Iglesia hispana de esos años y en el Concilio no aparece ningún canon que trate de los problemas que la reciente persecución pudiera haber ocasionado en su seno.
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Los premios proporcionaban además la posibilidad inmediata de la venta de las obras al Estado, con la consiguiente repercusión económica y moral, contemplada siempre en los sucesivos reglamentos aunque, eso sí, formulada no como una estricta obligación para la Administración, sino como la ambigüedad del si lo "juzgase conveniente". Conveniencia que, en la mayoría de los casos, obedece a razones económicas. Con todo no deja de ser un atisbo de esperanza en un país que, como recuerda Martín Rico en sus memorias, "salvo muy honrosas excepciones (que se pueden contar con los dedos de una mano) no hay aficionados a comprar; si se vende un cuadro, hay que recurrir a la recomendación: el arte en España no es una profesión que permite esperar en el estudio a que vengan a buscar las obras: hay sí, algún señor encopetado que creyendo hacer algún favor al artista le dice "¿Cuándo me regala usted uno de esos cuadros que hace?". No ha sido una sola vez que he oído esto". La falta de un adecuado mercado artístico en España va unida a una cierta prevención generalizada, todavía hoy patente, por todo lo que rodea el mundo del arte, pues se cree vulgarmente, apuntaba un aficionado en 1874, que quien desciende por la peligrosa pendiente de la afición al arte, incurre en el vicio de ridícula prodigalidad, o transige con la impostura y prepara al incauto alguna celada mercantil. En consecuencia, no es de extrañar la buena disposición, en general, de los artistas para vender sus obras al Estado, aparte de constituir una de las principales diferencias entre estas exposiciones modernas, especializadas y profesionales y los certámenes anteriores más versallescos y sociales. Las ventas representan, por lo tanto, la modernización de las exposiciones, su adecuación a las nuevas estructuras sociales, la respuesta a la economía de mercado como garantía de la igualdad de oportunidades para artistas y público, por lo que sus defensores las presentan repetidamente como objetivo último y hasta único y especial de estos certámenes. Objetivo con mayúsculas no sólo por su periodicidad -al parecer, muchos artistas adecuaban su producción al ritmo de las exposiciones, no iniciando sus trabajos hasta que éstas se convocaban oficialmente, lo que explica las frecuentes solicitudes de ampliación del plazo de presentación de las obras -sino también por las tasaciones en sí mismas. Hoy, por citar sólo dos ejemplos de la primera y última exposición del siglo, pueden parecer ridículos los 35.000 reales pagados en 1856 a Luis de Madrazo, por su D. Pelayo en Covadonga, o las 6.000 pesetas de la Lección de memoria a Ignacio Pinazo en 1899, pero, realmente eran cantidades muy respetables, si se comparan con los sueldos anuales de los profesores de la Academia en esos años, 12.000 reales y 4.000 pesetas respectivamente. Otra referencia aplicable en el último caso pueden ser las 3.000 pesetas pagadas por el Estado en la puja por la Ermita del Santo de Goya, en 1896. Cantidades sobre las que oscilaba, por cierto, el precio de los hotelitos de clase media-alta en la recién abierta Ciudad Lineal de Arturo Soria. Pero las adquisiciones públicas, a pesar de su importancia, no bastaban para que las exposiciones cumplieran adecuadamente con su función. Era necesaria también la colaboración de los particulares, porque, como se apuntaba desde "El Clamor Público", ya en 1854, "si los pueblos no ayudan en esta noble empresa sustentándolas -se refiere a las artes- al paso que el gobierno las hace germinar con el estímulo de las pensiones para estudiar en el extranjero y de los premios en las exposiciones, todos los esfuerzos serán estériles y se agotarán al nacer, en vez de crecer pomposamente hasta llegar a la cumbre de su antigua grandeza". Tristes presagios que no se disipan con el sucederse de las exposiciones, tanto por la poca disposición de los posibles comprobadores como por la falta de colaboración de los artistas, pues, por un prurito de rancia honorabilidad que les impedía rebajarse a comercializar el arte, o simplemente, por aversión a cumplimentar todos los trámites de inscripción, se olvidaba con frecuencia de consignar el precio de sus obras, según exigía el reglamento. De esta forma no ayudaban a que estos certámenes se convirtieran en un auténtico mercado del arte, y más de un posible comprador tuvo que renunciar a su propósito ante la imposibilidad de encontrar un interlocutor válido para atender a sus propuestas. Actitud de los artistas tanto más de lamentar cuanto que en España no se conocía la figura del marchante, imprescindible para el mercado del arte, básico para la mayoría de los movimientos modernos, pero incompatible con el carácter del artista español, que "si sabe que el marchante ha vendido en dos mil, lo que a él le ha comprado en mil, lo primero que piensa es que le han explotado, que le roban", recuerda, de nuevo, Martín Rico. En consecuencia, a pesar de alguna destacada adquisición particular, las compras oficiales eran la única salida segura para buena parte de las obras, contribuyendo a crear un mercado ficticio que, al final, no favorecería precisamente la evolución del arte español.
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Las alegrías y sacrificios que hacían los mexicanos por una victoria Dilataba Cortés el poner su real en la plaza, aunque cada día entraba o mandaba entrar a la ciudad a pelear con los vecinos, por las razones poco antes dichas, y por ver si Cuahutimoccín se entregaría, y aun también porque no podía ser la entrada sin mucho peligro y daño, por cuanto los enemigos estaban ya muy juntos y muy fuertes. Todos los españoles, juntamente con el tesorero del Rey, viendo su determinación y el daño pasado, le rogaron y requirieron que se metiese en la plaza. Él les dijo que hablaban como valientes, pero que convenía antes mirarlo muy bien, pues los enemigos estaban fuertes y decididos a morir defendiéndose. Tanto replicaron, que al cabo otorgó lo que pedían, y anunció la entrada para el día siguiente. Escribió con dos criados suyos a Gonzalo de Sandoval y a Pedro de Albarado la instrucción de lo que debían hacer; la cual era, en suma, que Sandoval hiciese alzar todo el fardaje de su guarnición, como que levantaba el real, y que pusiese diez de a caballo en la calzada, tras unas casas, para que si de la ciudad saliesen creyendo que huían, los almacenasen, y él que se viniese a donde Pedro de Albarado estaba, con diez de a caballo y cien peones; y con los bergantines; y dejando allí la gente tomase los otros tres bergantines y se fuese a ganar el paso donde fueron desbaratados los de Albarado; y si lo ganaba, que lo cegase muy bien antes de ir más adelante; y que si fuese, no se alejase ni ganara paso que no lo dejase ciego y bien preparado; y Albarado, que entrase cuanto pudiese en la ciudad, y que le enviasen ochenta españoles. Ordenó asimismo que los otros siete bergantines guiasen las tres mil barcas, como la otra vez, por entrambas lagunas. Repartió la gente de su real en tres compañías, porque para ir a la plaza había tres calles. Por una de ellas entraron el tesorero y contador con setenta españoles, veinte mil indios, ocho caballos, doce zapadores y muchos gastadores para cegar los caños de agua, allanar los puentes y derribar las casas. Por la otra calle envió a Jorge de Albarado y Andrés de Tapia con ochenta españoles y más de, diez mil indios. Quedaron en la desembocadura de esta calle dos tiros y ocho de a caballo. Cortés fue por la otra con gran número de amigos y con cien españoles de a pie, de los cuales veinticinco eran ballesteros y escopeteros. Mandó a ocho de a caballo que llevaba quedarse, y que no fuesen tras él sin que se lo enviara a decir. De esta manera entraron todos a un tiempo, y cada cuadrilla por su lado, e hicieron maravillas, derrocando hombres y trincheras y ganando puentes. Llegaron cerca del Tianquiztli; cargaron tantos indios de nuestros amigos, que entraron por las casas a escala vista y las robaron; y según iba la cosa, parecía que todo se ganaba aquel día. Cortés les decía que no pasasen más adelante, que bastaba lo hecho, no recibiesen algún revés, y que mirasen si dejaban bien cegados los puentes ganados, en donde estaba todo el peligro o victoria. Los que iban con el tesorero siguiendo victoria y alcance dejaron una quebrada falsamente ciega, que tendría doce pasos de anchura y dos estados de hondura. Fue allí Cortés, cuando se lo dijeron, a remediar aquel mal recado; mas tan pronto como llegó vio venir huyendo a los suyos y arrojarse al agua por miedo de los muchos y consecutivos enemigos que venían detrás, los cuales se echaban tras ellos para matarlos. Venían también barcas por el agua, que cogían vivos a muchos de nuestros amigos y hasta españoles. No daba abasto entonces Cortés y otros quince que allí estaban a dar las manos a los caídos; unos salían heridos, otros medio ahogados, y muchos sin armas. Cargó tanta gente enemiga, que los cercó. Cortés y sus quince compañeros, entretenidos en socorrer a los del agua, y ocupados con los socorridos, no se dieron cuenta del peligro en que estaban; y así, echaron mano de él algunos mexicanos, y se lo hubiesen llevado si no hubiese sido por Francisco de Olea, criado suyo, que cortó las manos al que le tenía asido, de una cuchillada; al cual mataron después allí los contrarios; y así, murió por dar la vida a su amo. Llegó en esto Antonio de Quiñones, capitán de la guardia; cogió del brazo a Cortés, y le sacó por fuerza de entre los enemigos, con quienes duramente peleaba. Ya entonces, al rumor de que Cortés estaba preso, acudían los españoles a la brega, y uno de a caballo hizo algún tanto de lugar; mas pronto le dieron una lanzada por la garganta, que le hicieron dar la vuelta. Estancó un poco la pelea, y Cortés cabalgó en un caballo que le trajeron; y como no se podía pelear allí bien a caballo, recogió a los españoles, dejó aquel mal paso, y se salió a la calle de Tlacopan, que es ancha y buena. Murió allí Guzmán, camarero de Cortés, por querer darle un caballo, cuya muerte dio mucha tristeza a todos, pues era honrado y valiente. Anduvo tan revuelta la cosa, que cayeron al agua dos yeguas; la una se salvó, y la otra la mataron los indios, como hicieron al caballo de Guzmán. Estando combatiendo una trinchera el tesorero y sus compañeros, les echaron de una casa tres cabezas de españoles, diciendo que otro tanto harían de ellos si no alzaban el cerco. Viendo esto y dándose cuenta del estrago que digo, se retrajeron poco a poco. Los sacerdotes se subieron a unas torres de Tlatelulco, encendieron braseros, pusieron sahumerios de copalli en señal de victoria. Desnudaron a los españoles cautivos, que serían unos cuarenta, los abrieron por el pecho, les sacaron los corazones para ofrecérselos a sus ídolos, y rociaron el aire con la sangre. Hubiesen querido los nuestros ir allá y vengar aquella crueldad, ya que no la podían impedir; mas bien tuvieron qué hacer en ponerse en cobro, según la carga y prisa que les dieron los enemigos, no temiendo a caballos ni a espadas. Fueron ese día cuarenta españoles presos y sacrificados. Quedó herido Cortés en una pierna, más otros treinta. Se perdió un tiro y tres o cuatro caballos. Murieron cerca de dos mil indios amigos nuestros. Muchas de nuestras canoas se perdieron, y los bergantines estuvieron para ello. El capitán y el maestre de uno de ellos salieron heridos, y el capitán murió de la herida al cabo de ocho días. También murieron peleando este mismo día cuatro españoles del real de Albarado. Fue aciago el día, y la noche triste y llorosa para nuestros españoles y amigos. Regocijáronse aquella tarde y noche los de México con grandes fuegos, con muchas bocinas y atabales, con bailes, banquetes y borracheras. Abrieron las calles y puentes como antes las tenían. Pusieron vigilantes en las torres, y centinelas cerca de los reales; y luego, por la mañana, envió el rey dos cabezas de cristianos y otras dos de caballos por toda la comarca, en señal de la victoria tenida, rogándoles que dejasen la amistad de los españoles, y prometiendo que pronto acabaría con los que quedaban y libraría a toda la tierra de guerra; lo cual fue causa de que algunas provincias tomasen animo y armas contra los amigos y aliados de Cortés, como hicieron Malinalco y Cuixco contra Coahunauac. Sonó luego esto por muchas partes, y temían los nuestros rebelión en los pueblos amigos y motín en el ejército; mas quiso Dios que no lo hubiese. Cortés salió con su gente otro día a pelear, por no mostrar flaqueza, y se volvió desde el primer puente.
contexto
Los tratados de Westfalia de 1648 supusieron para la zona germánica la reafirmación de los poderes de los príncipes de los múltiples Estados alemanes en detrimento del poder efectivo del emperador, reforzamiento político que se incrementaría con la derrota imperial en sus pretensiones de imponer un gobierno centralizado y unificador, dando paso, por contra, a que los Estados menos sobresalientes adquirieran las prerrogativas que desde tiempo atrás habían disfrutado, sobre todo las grandes circunscripciones electorales del Imperio. De esta manera, la fragmentación política de Alemania se hizo todavía más evidente, pues continuó dividida en varios centenares de entidades políticas casi independientes, cuyos gobernantes gozaban de amplísimos poderes que abarcaban, entre otros derechos, el de acuñar monedas, formar ejércitos propios, cobrar impuestos, incluso el de llevar a cabo unilateralmente la política exterior que considerasen beneficiosa a sus intereses particulares. Por consiguiente, resulta más esclarecedor distinguir muchas Alemanias, ya que no hubo en ningún momento una línea común de actuación que unificara ni aglutinara a los múltiples Estados territoriales que teóricamente seguían formando el variado conjunto imperial Germánico. No obstante, el Imperio seguía existiendo desde el punto de vista institucional, manteniendo por lo demás el título de emperador su prestigio y significación honorífica, a la vez que continuaban con sus funciones propias y representativas los organismos imperiales, los cuales, aunque un tanto inoperantes y escasamente efectivos, se mostraban dispuestos a no desaparecer, dejando constancia de su presencia mediante intervenciones en asuntos de su incumbencia y reuniones periódicas. La designación imperial no perdió su carácter electivo, pero sí aumentó el número de electores, que para finales de la centuria eran nueve, dos más de los siete que tradicionalmente habían formado el colegio electoral. La Cancillería, la Cámara Áulica y los Círculos pretendieron ser operativos, actuando cuando podían en los temas que les competían siempre teniendo en cuenta sus limitadas posibilidades prácticas. La Dieta pasó a ser permanente, debiendo sancionar las decisiones sobresalientes del Gobierno imperial, aunque perdió calidad en los representantes que acudían a ella y no fue capaz de superar su lento, confuso y anquilosado mecanismo de funcionamiento, dominado por las interminables discusiones y debates internos siempre en defensa de las muy conservadoras libertades germánicas, que una y otra vez coartaban los intentos de creación de una Monarquía fuerte y centralizadora como era el deseo de la familia de los Habsburgo, que desde mediados del siglo XV continuaba ocupando el trono imperial. Fernando II (1619-1637) y Fernando III (1637-1658) habían visto fracasados sus proyectos unificadores, de tendencias absolutistas y dimensiones universales, directrices que tuvieron que ser cambiadas por Leopoldo I (1658-1705) para adaptarse a las condiciones impuestas por los nuevos tiempos que corrían, siendo consciente de que no era posible ya luchar por imponer la vieja idea imperial, lo que le llevó a volcar sus deseos unificadores sobre sus territorios patrimoniales. La pretensión de alcanzar un poder autoritario y centralizado en la figura del gobernante fue una aspiración común a los engrandecidos príncipes de los Estados alemanes, que vieron robustecida su posición a raíz de los acuerdos de 1648 que les concedían amplios derechos de soberanía sobre sus territorios respectivos. En casi todos ellos se experimentó una pérdida de influencia de las asambleas representativas locales, aumentando paralelamente el poder único de los príncipes, que procuraron concentrar en su persona las prerrogativas regias al estilo de las Monarquías occidentales. La consecución de los recursos financieros necesarios para poder llevar adelante una política de fortalecimiento del Estado, y para reunir un ejército adecuado a las exigencias de dicha política, fueron otras tantas aspiraciones de estos príncipes para poder equipararse al modelo que presentaban las grandes potencias de su entorno. Algunos lo conseguirían, convirtiéndose incluso ellos mismos en reyes, pero muchos otros no llegarían a alcanzar los objetivos de grandeza que se habían propuesto. De entre toda la mezcolanza de los numerosos territorios que integraban el Imperio, algunos de ellos se destacaron durante un cierto tiempo pero sin poder mantener su protagonismo, casos de Baviera y de Sajonia, mientras que hubo otros, a saber, Brandeburgo y los Estados de Austria, aquél en el Norte, éste en el Sur, que se convirtieron en formaciones estatales poderosas que llegarían a dominar sus áreas de influencias respectivas, pudiendo ser consideradas ya para finales de siglo como las principales potencias de la Europa central. En Baviera, los componentes de la familia gobernante, de tradición católica, que se sucedieron en el transcurso del siglo XVII practicaron una política de corte absolutista con continuas intervenciones exteriores, saldadas un tanto negativamente en perjuicio del desarrollo del interior del país. Tres largos mandatos casi llenaron el siglo y primer cuarto del siguiente. El primero de ellos correspondió a Maximiliano I (1598-1651), que se vio inmerso en la guerra de los Treinta Años, conflagración que condicionó todo su gobierno y que seguiría repercutiendo, tras la paz, en el de su sucesor, Fernando María (1651-1671), a la busca de alianzas ventajosas para poder tener un relativo protagonismo internacional, política que continuaría Maximiliano Manuel II (1679-1726), contando para ello con la afirmación de su poder personal sobre la asamblea de sus Estados (el Landtag ya no se convocaba), con el perfeccionamiento de la administración central y con la mejora del ejército. Mientras tanto, el papel de Sajonia dentro del Imperio había perdido bastante de la relevancia que había tenido desde tiempos atrás. La múltiple división de las ramas familiares de la Casa electoral, las secuelas de la mala coyuntura económica que tuvo que atravesar, los impactos de la guerra y la rivalidad creciente de los Estados vecinos, sobre todo de los pertenecientes al electorado de Brandeburgo, produjeron este retroceso de Sajonia en el marco de los territorios alemanes, más llamativo aún por la pérdida de su liderazgo entre los países protestantes germánicos, que pasó a ser asumido, paralelamente a su engrandecimiento político, por los Hohenzollern. Una situación que fue todavía más evidente en las postrimerías del siglo, cuando Federico Augusto de Sajonia (1694-1733) se convirtió al catolicismo para poder ocupar el trono polaco, vacante tras la muerte de Juan Sobieski, al que accedería en 1697 como Augusto I, dejando así el camino expedito para el claro dominio en el norte del Imperio de la poderosa dinastía de los Hohenzollern. En este ámbito septentrional, destacó a lo largo de la centuria el ascenso casi imparable del electorado de Brandeburgo. La primera ampliación territorial significativa se operó durante el gobierno de Juan Segismundo (1608-1619), gracias a una doble herencia: la que le permitió en 1614 tomar posesión, tras superar serias dificultades, del ducado de Cléveris y de los condados de Mark y de Ravensberg, todos ellos situados al oeste de sus tierras patrimoniales; y la recibida en 1618, que le supuso la posesión del ducado de Prusia, situado fuera de los límites orientales del imperio y que estaba bajo la soberanía de la Corona polaca. De esta forma comenzó a formarse un extenso Estado que abarcaba territorios muy diversos, tanto de dentro como de fuera del Imperio, aunque con el grave inconveniente de su discontinuidad, dada la separación y el alejamiento de sus partes integrantes. El nuevo aporte significativo vendría a raíz de los tratados de Westfalia, ya durante el mandato del verdadero hacedor del Estado de Brandeburgo-Prusia: Federico Guillermo, el Gran Elector (1640-1688). La Pomerania oriental y las tierras pertenecientes a los secularizados obispados de Minden, Halberstadt y Magdeburgo pasaron a formar parte de las posesiones del elector, quien tenía por delante la ardua tarea de cohesionar los diversos trozos sobre los que ejercía su dominación política, de dotarlos de un operativo sistema administrativo y de garantizar su defensa mediante unas fuerzas militares eficaces, necesitando para ello poder contar con suficientes recursos financieros que sustentaran esta política de fortalecimiento de todo el aparato estatal, objetivo principal que perseguía. Los resultados fueron bastante satisfactorios: al terminar su mandato, Brandeburgo-Prusia contaba con un sistema fiscal renovado, basado en una serie de impuestos permanentes de nueva creación y en el control gubernamental de los existentes, con una burocracia relativamente centralizada y unificadora, capaz de mostrarse eficaz mediante los consejos de gobierno y los funcionarios provinciales, con un poder fuerte y autoritario personificado en la figura del Elector y con un impresionante ejército, adiestrado, muy disciplinado e integrado mayoritariamente por mercenarios, capaz no sólo de proteger los ya muy extensos dominios interiores, sino incluso de practicar una agresiva y expansionista proyección hacia el exterior. Ello fue posible debido también al desarrollo económico del país, potenciado igualmente por el Gran Elector mediante una política de atracción de mano de obra y técnicos extranjeros, sin tener en cuenta las creencias religiosas de los que llegaban aunque interesado más en la venida de grupos calvinistas acordes con su propio credo, especialmente de franceses y holandeses. La recuperación económica resultó un tanto espectacular teniendo en cuenta que las condiciones naturales de las tierras repobladas no eran las más idóneas para un rápido crecimiento. Por el Sur, la potencia dominante era la Monarquía de los Habsburgo, que desde el siglo XV monopolizaba al mismo tiempo la Corona imperial al recaer ininterrumpidamente en ella el título de emperador, teniendo como base patrimonial los Estados austriacos, más la posesión de los Reinos de Bohemia y Hungría, aunque este último muy disminuido por la presencia turca en buena parte del territorio magiar. La composición de esta formación política que abarcaba las tierras danubianas era pues poco uniforme y homogénea, al estar constituida por zonas y pueblos muy variados, con procedencias, costumbres, lenguas y religiones diferentes; de ahí la falta de unificación que presentaba el Estado de los Habsburgo.