Cuando Gómez Moreno escribió su libro de las "Iglesias mozárabes", tuvo que usar con frecuencia el término bizantino para calificar los elementos decorativos, especialmente al hablar de la mayoría de los capiteles. Más adelante Schlunk ha reflexionado repetidas veces sobre las influencias bizantinas en el arte visigodo y en el asturiano, para concluir con el análisis de las obras mozárabes a las que sólo puede encontrar paralelos muy indirectos y parciales en el arte que se le supone contemporáneo. También ha podido verse que parte del bizantinismo del arte asturiano viene de la reutilización de piezas visigodas o de contactos directos, mientras que la influencia bizantina en lo mozárabe no guarda relación con lo que se hacía en el Oriente en el siglo X, ni siquiera con las repercusiones que se observan en esa época en el arte islámico, que debería ser el vehículo por el que llegan hasta lo mozárabe.Más adelante se reseñarán los puntos de contacto que existen entre la arquitectura de la Andalucía musulmana y la de los reinos cristianos antes de la introducción del románico, pero parece conveniente agrupar en un solo capítulo las manifestaciones de un arte decorativo de claras raíces bizantinas, que enlaza directamente con lo visigodo, y cuyas manifestaciones se concentran al norte del río Duero, en la zona de repoblación mozárabe, que es también, esencialmente, la de los antiguos Campos Góticos.Aunque no se han efectuado análisis para establecer la procedencia de los mármoles en los que están labrados los capiteles del llamado mozárabe leonés, su aparente uniformidad se atribuye a las canteras del Bierzo, en las que estaría asentado el taller de producción; de allí salió el centenar largo de piezas conservadas, en las que no hay grandes diferencias estilísticas que permitan pensar en un funcionamiento muy dilatado; tampoco se conocen obras de otro estilo en el mismo material, por lo que debe concluirse que su vida fue breve y con una sola dirección estilística.Las influencias bizantinas sobre estos capiteles proceden de tipos de los siglos V y VI, cuya introducción en España cuenta con dos buenos testimonios. En la iglesia del Cristo de la Vega de Toledo hay una columna con capitel de acanto espinoso, en el que los ápices de las hojas se tocan en un plano continuo dejando entre ellos triángulos y pentágonos de vértices muy marcados; el diseño es idéntico a otros de Constantinopla, donde no se distinguiría de los allí existentes, por lo que se atribuye a un artista de indudable formación oriental.En Santa María de Bamba (Valladolid), hay un capitel reutilizado como pila de agua bendita, que ofrece el mismo tipo de hojas y suprime las volutas menores laterales, dejando una superficie lisa en cada cara como ocurre también en capiteles de Constantinopla. De estos modelos procede directamente un capitel de San Cebrián de Mazote, que es el paso intermedio hacia los de la serie leonesa de la misma iglesia, en la que se añaden ya los pequeños rizos a las hojas que se utilizan en combinaciones siempre libres y distintas.Esta evolución leonesa de los capiteles bizantinos no se da en otros lugares, lo mismo que la disposición de una tercera fila de hojas de acanto alrededor de las volutas, como se ve en piezas de San Román de la Hornija, que sí aparecen en los capiteles visigodos de San Fructuoso de Montelios, o el tratamiento de sogueado y rizos sobre un capitel de forma claramente visigoda en Ayoo de Vidriales (Zamora).La conexión de los capiteles leoneses con los visigodos hace pensar que el taller se mantuvo en funcionamiento latente para renacer en el siglo X, o que realmente todo lo que se atribuye a una escuela mozárabe sea realmente el producto final del arte local visigodo.Debe tenerse en consideración que la puesta en funcionamiento de una cantera con el número de artesanos hábiles que necesita esta producción, no sería tarea de poco tiempo, como para emprenderla los monjes mozárabes llegados a Andalucía, que se vanaglorian de levantar sus iglesias con gran rapidez; precisamente, las iglesias en las que se conservan capiteles de este tipo no tienen un solo fuste de columna original, sino que aprovechan todo lo que está a su alcance, por dispar que sea, incluso empalmando piezas distintas, y si hubieran contado con una cantera activa les hubiera sido mucho más fácil conseguir fustes que capiteles.Sorprende también que los capiteles más ricos se encuentren en iglesias de escasa importancia, mientras que están ausentes de los restos de las grandes fundaciones monásticas o de las nuevas iglesias de la corte trasladada entonces a León. Hay que recordar que muchas fundaciones mozárabes mencionan su revitalización de viejas iglesias visigodas abandonadas, de las que se conocen aún las advocaciones o los primeros fundadores.Finalmente, los modelos de edificios en que se encuentran los capiteles son demasiado diferentes como para atribuirlos a un mismo impulso; en las plantas de las iglesias se observan modelos bien conocidos en época visigoda que no se mantuvieron en el arte asturiano, junto a otros que sí podrían ser mozárabes del siglo X; la identificación en algunos casos del empleo de la misma unidad de medida de ochenta centímetros, que es normal en época visigoda, permite diferenciar en este conjunto de iglesias lo que se ha mantenido de las ruinas de primitivos edificios visigodos y lo que debe corresponder a restauraciones mozárabes. Este capítulo de arte bizantinizante leonés sería, por tanto, una fase final del visigodo, en la que el vínculo común se establece por el empleo de capiteles producidos por un taller local de primera calidad, extinguido en el siglo VIII. En la descripción de cada iglesia podrá precisarse lo que conservan de época visigoda.
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Aunque Yusuf ibn Tasufín vivió buena parte de su vida en Marrakech, no cabe duda de que el continuo contacto que tuvo con al-Andalus desde que cruzó por primera vez el estrecho de Gibraltar en 1086 jugó un papel importante en la evolución de su ideología. Sus grandes ciudades, Córdoba, Sevilla, Málaga y Valencia, seguían siendo centros de actividad intelectual, literaria y teológica, y Alí ibn Yusuf mandaba a al-Andalus a sus hijos a educarse con los grandes maestros y alfaquíes. A los escritores y poetas andalusíes recurrieron los almorávides para su correspondencia y de ésta se han conservado algunas cartas escritas todas por andalusíes.Mención aparte merecen los alfaquíes andalusíes, que fueron los primeros en legitimar con sus fatwas su decisión de abolir las taifas y a ellos tuvo que recurrir Ibn Tasufin desde el primer momento. Con ellos entró en contacto con un malikismo tan severo, austero y anclado en el estudio de la jurisprudencia como el que él había conocido al principio de su emirato junto al fundador del movimiento, Abdallah ibn Yasin. Por otro lado, los alfaquíes malikíes, con la llegada a la Península de estos militares religiosos, volvieron a jugar el papel que les correspondía en la sociedad musulmana.Al asumir el trono, Alí ibn Yusuf se volcó más en los asuntos religiosos que en los de gobierno, dejando buena parte de las decisiones políticas a los alfaquíes, que manejaron las riendas del poder a su antojo. Esto provocó un decaimiento en los rigurosos comienzos ideológicos sobre todo porque, viendo que para seguir gobernando necesitaban mantener la guerra contra los cristianos, los almorávides no tuvieron más remedio que aumentar las cargas fiscales, cayendo en los mismos impuestos ilegales que habían criticado a los reyes de taifas.Los andalusíes, tal vez por sentido nacionalista contra estos beréberes o por los atropellos que cometía el ejército almorávide en las ciudades, o por la represión intelectual y religiosa a la que se vieron sometidos, provocaron el brote de una serie de focos rebeldes que terminaron por alzarse en autonomías, las segundas taifas. Sumando a esta situación interna en al-Andalus la revuelta organizada en Marrakech por el fundador del movimiento almohade, Ibn Tumart, el movimiento almorávide fue perdiendo el prestigio y la fuerza que poco antes favorecieron su formidable expansión.
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Los acontecimientos de la Guerra Civil son el punto de referencia inmediato e ineludible, no sólo porque en el aspecto político determinaron la decisión del exilio, sino porque la guerra dejó secuelas imborrables en la vida de todos los que la vivieron. La naturaleza y composición de los núcleos familiares y los cambios en las relaciones de género son los aspectos de mayor interés en el estudio este periodo, en relación con el posterior exilio. Las principales transformaciones en la composición de las familias, producidas a raíz de la Guerra Civil y que prolongaron sus efectos en el exilio, fueron las separaciones familiares, muertes, encarcelamientos, situaciones de invalidez, etc., que tuvieron como efecto, por una parte, la formación de grupos familiares extensos que reunían a varias familias nucleares incompletas o dispersas por la guerra; y, por otra, la formación de grupos familiares monoparentales, dirigidos por un hombre o una mujer, generalmente viuda o con el marido en la cárcel. Respecto a las relaciones de géneros durante la Guerra Civil, hay que señalar que en la España republicana no se planteó el objetivo de liberar a las mujeres de su subordinación; sin embargo, las necesidades bélicas implicaron la incorporación de numerosas mujeres -en especial a las jóvenes- al trabajo extradoméstico y a la vida pública, lo cual supuso un cambio respecto a los roles femeninos tradicionales que reducían a la mujer al ámbito doméstico. En consecuencia, puede afirmarse que una minoría de mujeres inició en la guerra una modificación en las relaciones de género hombre-mujer, cambio que no pudo afianzarse porque la derrota de la República cortó bruscamente este proceso. Paralelamente constatamos, de acuerdo con las investigadoras del tema -Carmen García-Nieto y Mary Nash- el predominio en la sociedad española de ese periodo de la mentalidad patriarcal más tradicional sobre la mujer, considerada fundamentalmente como madre y esposa. Gráfico Las duras circunstancias del exilio supusieron casi siempre una forma de presión para que las mujeres asumieran los roles femeninos tradicionales, si bien es cierto que una minoría de exiladas mantuvo un papel destacado en la vida pública. El exilio supuso un fuerte cambio para todas ellas, pero durante los años cuarenta persistirá la distinción entre la mayoría de amas de casa poco cualificadas y una minoría de mujeres cultas y profesionales.
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Otro aspecto de la relación del arte de este momento con los lenguajes tradicionales se pone de manifiesto en la persistencia con que se acude a las técnicas constructivas y ornamentales de origen hispanomusulmán, debido a su carácter suntuoso y funcional y a su utilización con criterios estéticos aselectivos. Las yeserías labradas o cortadas a cuchillo, las solerías de cerámica polícroma y las cubiertas con techumbres de madera con labores de lazo y estrellas o casetones fueron las técnicas más utilizadas en edificios civiles y religiosos. Muy diferentes fueron las causas que hicieron posible el mantenimiento de la tradición mudéjar, relegada durante la Edad Media, salvo algunas excepciones, al ámbito de la arquitectura civil y popular y a la construcción de pequeñas iglesias. El impulso manifestado en esta corriente después de la Guerra de Granada responde, además de una política de reconstrucción derivada de los efectos de la guerra, a dos factores principales: uno, de índole socio-laboral; y otro, de carácter estético. La condición específica de los mudéjares les obligó a encargarse de ciertos oficios relacionados con la construcción que, en un principio, fueron desatendidos por la población vencedora. A través de éstos fueron incorporando a la arquitectura cristiana un sinnúmero de técnicas constructivas y ornamentales de procedencia islámica, que permitían la construcción de edificios cómodos y suntuosos con unos presupuestos sensiblemente más bajos que los manejados en la edilicia cristiana. No obstante, el éxito alcanzado por la tradición islámica no sólo se debe a estas causas, sino que en él intervienen diversos factores de carácter estético. Es muy conocida la costumbre de los reyes cristianos de vestirse y hacerse representar conforme a la moda morisca -costumbre muy afianzada en el estamento nobiliario hasta muy entrado el siglo XVI-, así como de decorar sus alcázares a la manera de los conquistados a los musulmanes, que con tanto esmero se dedicaron a reconstruir y a ampliar. Este gusto conservado durante la Edad Media se manifiesta, lindando con lo exótico, en múltiples textos literarios de filiación humanista, así como en los relatos de los personajes más cultos de la sociedad del momento. A estos últimos corresponde la opinión de Jerónimo Münzer que, después de su visita a la Alhambra de Granada en 1494, concluía: "No creo, en fin, que en Europa se halle nada semejante, puesto que es todo tan magnífico, tan majestuoso, tan exquisitamente obrado, que ni el que lo contempla puede cerciorarse que no está en un paraíso, ni a mí me sería posible hacer una relación exacta de cuanto vi". Aragón, Andalucía, Levante y las dos Castillas fueron las zonas de la Península donde el mantenimiento de las artes de tradición hispano-musulmana adquieren mayor interés, sin que por ello podamos descartar la aparición de algunos ejemplos en las zonas más septentrionales de España.
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En estos mismos años El Greco realizó también su único trabajo para la capital, un retablo para la iglesia del madrileño colegio de agustinos de doña María de Aragón, que contrató en 1596 y entregó en 1600. El edificio, que llevaba el nombre de su benefactora, una dama de la reina Ana de Austria, fue parcialmente destruido por los franceses durante la guerra de la Independencia. A partir de 1814, tras su reconstrucción, fue sede de las Cortes Generales y después de ser devuelto en dos ocasiones a los agustinos, se convirtió en 1836 en Palacio del Senado, función que también cumple en la actualidad, no conservándose nada de la construcción original. Tras el saqueo francés el retablo fue desmantelado y sus piezas dispersas. No se conoce ningún documento sobre su estructura ni existen descripciones antiguas del conjunto, por lo que se ignora el número y la temática de las pinturas que lo integraban. Se ha considerado que quizá fue un gran tríptico compuesto por los cuadros de la Anunciación, el Bautismo de Cristo, los dos pertenecientes al Museo del Prado, en cuyo catálogo de 1889 se cita a este último como procedente de dicho colegio, y también la Adoración de los Pastores del Museo de Bucarest, de medidas idénticas a las del Bautismo de Cristo antes mencionado. Pero algunos especialistas no comparten esta idea, ya que consideran que ese tipo de estructura no concuerda con las utilizadas tradicionalmente en aquella época, y contemplan la posibilidad de que fuera un retablo de dos cuerpos y tres calles al que podrían pertenecer también otros tres lienzos del Museo del Prado: la Crucifixión, la Resurrección de Cristo y la Pentecostés, obras de procedencia confusa o ignorada, que por su técnica y dimensiones parecen adecuarse a este supuesto. Según esta tesis, la Anunciación ocuparía el centro del cuerpo inferior, puesto que la iglesia estaba dedicada a la Encarnación, con la Crucifixión sobre ella; en las calles laterales, a la izquierda, la Adoración de los Pastores en el cuerpo bajo y la Resurrección en la parte superior; a la derecha, el Bautismo de Cristo abajo y la Pentecostés arriba, la cual al igual que la Resurrección termina en un medio punto, remate habitual en las zonas altas de las calles laterales de los retablos. Sólo cuando se descubra alguna documentación sobre esta obra quizá pueda aclararse su composición original, pero es innegable que la serie de pinturas que se acaba de citar corresponde a la etapa final del artista y todas ellas son auténticas obras maestras. Los ritmos ondulantes de sus formas, las alargadísimas figuras, desmaterializadas e ingrávidas, y los escenarios irreales pero a la vez deslumbrantes gracias al mágico espectáculo creado por las centelleantes luces y los vivísimos colores son los más expresivos testimonios del mundo subjetivo, lleno de fantasía y espiritualidad, ideado por el genio del Greco para evocar lo sobrenatural. Otro momento culminante de su carrera son sus trabajos para el Hospital de la Caridad de Illescas. En 1603 se comprometió junto a su hijo a hacer el retablo del presbiterio para el que pintó cuatro lienzos, la Virgen de la Caridad, la Coronación de la Virgen, la Anunciación y el Nacimiento. La realización de esta obra originó un largo pleito que no concluyó hasta 1607, dos años después de la terminación de las pinturas, lo que al parecer ocasionó graves problemas económicos al pintor. La disputa estuvo motivada por la injusta valoración de su labor -según la opinión del Greco- y por el desacuerdo de los comitentes con la ejecución de los lienzos y los planteamientos iconográficos. En este último aspecto el principal problema lo creó la Virgen de la Caridad, en la que el artista, inspirándose en la representación tradicional de la Virgen de la Misericordia, situó bajo el manto de María una serie de retratos, entre los que puede reconocerse a Jorge Manuel en el lateral izquierdo del cuadro, modernidad esta que no fue del agrado de sus clientes. La otras tres pinturas estaban destinadas a ornar la bóveda de la capilla, por lo que el formato de la Anunciación y el Nacimiento es circular y oval el de la Coronación de la Virgen. En ellas resuelve con admirable maestría las respectivas composiciones, adecuando al diseño del marco las figuras que aparecen dotadas de una gran intensidad emotiva. Todos estos lienzos se conservan aún en la iglesia del Hospital, pero desafortunadamente fuera de su emplazamiento original. En el templo existe también otra obra del Greco, el famoso San Ildefonso, que no es citada nunca en la documentación relativa al pleito, por lo que se desconoce si fue pintada antes o después que el resto de los cuadros. Los más probable es que fuera realizada en un momento inmediatamente anterior y que su calidad propiciara el encargo del retablo, porque no parece lógico que durante su enfrentamiento con el pintor el Hospital volviera a confiarle un nuevo trabajo. El San Ildefonso ocupa uno de los altares laterales de la iglesia. Su imagen impone por la delicadeza espiritual y la bondad que dimanan de su rostro, destacando también la suave calidad de la técnica del Greco, con la que consigue magníficos efectos en la plasmación de las telas. Se ha señalado que el cretense crea con esta composición, en la que aparece un santo doctor trabajando sobre su escritorio en actitud meditativa, un esquema iconográfico que ejerció una amplia influencia en la pintura del barroco español. Entre 1607 y 1613 pintó dos cuadros para la capilla Oballe de San Vicente de Toledo, una Asunción (Toledo, Museo de Santa Cruz) y una Visitación (Washington, Dumbarton Oaks), y en 1608 su amigo el doctor Pedro Salazar de Mendoza le confió el último gran encargo de su vida: el retablo mayor y los colaterales de la iglesia del Hospital Tavera. El contrato, en el que no se especifican los temas de los lienzos, incluía la realización del diseño, talla y policromía de los retablos, así como de las pinturas y esculturas. El Greco murió sin concluir estos trabajos, asumiendo Jorge Manuel su terminación, compromiso que tampoco llevó a cabo y por el que se vio envuelto en un largo pleito. En el inventario de los bienes del pintor efectuado en 1621 se cita un bautismo principal del Hospital, probablemente el que en la actualidad se conserva en el mismo edificio. Nunca ocupó su lugar en el altar mayor, pero estuvo colocado en uno de los retablos laterales hasta 1936. Para los altares laterales debieron estar destinados una Anunciación (Colección Particular), cortada el pasado siglo y cuya parte superior sería el Concierto de ángeles de la Pinacoteca Nacional de Atenas, y el Quinto Sello del Apocalipsis (Nueva York, Metropolitan Museum) al que también le falta la zona alta, hoy desconocida. Este último tema, inhabitual en la iconografía cristiana, está inspirado en la visión de san Juan de los mártires pidiendo justicia. Es una de las obras más alucinantes del Greco, quien emplea en estos trabajos finales un lenguaje inverosímil, de formas violentamente expresionistas, en composiciones en las que prima un marcado dinamismo ascensional y una extraordinaria libertad técnica.
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La invasión napoleónica en la Península Ibérica fue el verdadero catalizador de los sucesos que ocurrieron en América entre 1808 y 1825. La defenestración de Carlos IV y Fernando VII dejó una sensación de vacío de poder que afectó profundamente a las colonias. En ellas se intentaría imitar a las juntas provinciales surgidas en la Península, aunque las motivaciones para hacerlo no fueron siempre las mismas. En España, la primera junta se constituyó en Oviedo el 25 de mayo de 1808 y luego fue seguida por otras, hasta que el 25 de septiembre iniciaron las actividades de la Junta Central, en Aranjuez. En América, durante 1809 se constituyeron juntas en La Paz (16 de julio), Quito (9 de agosto) y Colombia (10 de agosto). Los distintos grupos dirigentes desconfiaban entre sí y algunos se apresuraron a dar el golpe con la intención de consolidar sus posiciones y todos los ensayos que se realizaron durante 1808 invocaron el respeto al orden establecido. Se abrió un ciclo en el cual los distintos poderes locales compitieron entre sí por el control de la jurisdicción. Aquí fue donde los grandes cuerpos legislativos y corporativos (audiencias, consulados) intentaron legitimar lo actuado en base a su autoridad, a la vez que trataron de aprovechar la coyuntura para consolidar su situación y solventar viejas disputas con otros grupos locales con los cuales compartían el poder. En este contexto se produjo la presencia en Río de Janeiro, adonde acudió en busca de refugio la corte portuguesa, de la infanta Carlota Joaquina, hermana de Fernando VII y esposa del regente de Portugal. La infanta, ávida de hacerse con el trono de España por el cautiverio de su padre y de su hermano, intrigó ante las distintas autoridades coloniales, especialmente en el Río de la Plata y el Alto Perú, presentándose como la mejor alternativa (de cualquier signo) en esa situación de vacío de poder. Los sucesos ocurridos en la Península repercutieron rápidamente en la vida política de las colonias. En todos lados se produjeron movimientos destinados a consolidar a determinadas autoridades o desplazar a aquellas hacia las que el descontento era mayor. Posteriormente estos hechos fueron analizados en términos de enfrentamientos entre criollos y peninsulares, aunque las divisiones entre los distintos grupos, generalmente en el interior de las élites, solían responder a cuestiones estrictamente locales, sin que hubiera un hilo conductor presente en la mayoría de las colonias. Esto explica por qué en determinados lugares las juntas fueron impulsadas por los criollos y en otros por los peninsulares, pero en todos los casos unos y otros proclamaban su fidelidad al rey. En México, lo que se conocería como partido peninsular reaccionó frente al virrey José de Iturrigaray, que según ellos se apoyaba demasiado en el cabildo de la capital, de predominio criollo y que con su colaboración organizó una junta que gobernaba en nombre del cautivo Fernando VII, como la Junta de Sevilla. Un golpe, el 15 de septiembre de 1808, reemplazó al virrey y la Audiencia reconoció inmediatamente el cambio. En Buenos Aires, la posición del virrey, Santiago de Liniers, era cada vez más delicada dado su origen francés. El cabildo, dominado por los peninsulares, intentó derrocarlo a principios de 1809, pero las milicias locales lo respaldaron. En Montevideo, la guarnición naval compuesta mayoritariamente por oficiales españoles desconoció la autoridad del virrey y en su lugar estableció una junta que pretendía gobernar el virreinato, pero su influencia no pasó de la órbita local. En Chile, fueron los criollos los que impulsaron la nominación del coronel Francisco García Carrasco como gobernador interino, pese a la oposición de la Audiencia. Supieron aprovechar muy bien la oportunidad y cambiaron la composición del cabildo, incorporando a partidarios de sus posiciones. El respeto por la integridad del Imperio comenzó a perderse en 1809 y algunos de los hechos de ese año rozaron abiertamente la rebelión. Los efectos del mensaje de la infanta Carlota llegaron a la dividida Audiencia de Charcas, cuyo presidente fue captado a su causa. Los oidores impulsaron una junta, que gobernaría en nombre del rey. Simultáneamente algunos grupos mestizos se rebelaron en La Paz, amenazando aún más el orden establecido. Los virreyes de Buenos Aires y Lima enviaron tropas para sofocar la rebelión, tarea en la que sobresalió José Manuel de Goyeneche, un rico criollo arequipeño recién retornado de España, que posteriormente mandaría el ejército realista peruano. El presidente de la Audiencia de Quito, que también era el intendente, fue depuesto en agosto de 1809 por una conspiración oligárquica. El marqués de Selva Alegre encabezó una junta que si bien gobernó en nombre del rey fue relevado al año siguiente por tropas enviadas por el virrey de Nueva Granada y los líderes del movimiento fueron ejecutados. La dureza en la represión de las sublevaciones es una clara señal de la radicalización de los enfrentamientos y de que se estaba creando un clima para posturas mucho más duras (o revolucionarias).
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En cualquier caso, lo cierto es que el concepto que domina la composición y el espíritu de la pintura se relaciona no sólo con el universo del refinado gótico internacional y del naturalismo flamenco -este último, apreciable especialmente en la definición formal de los donantes de la familia Cabrera, efigiados en las dos tablas laterales perdidas-, sino también con el mundo italiano. Ello se constata, en primer lugar, a través de la presencia de arquitecturas decoradas con una especie de grutescos y en la adopción de un esquema compositivo basado en la superposición de las figuras a estas estructuras tridimensionales. En otro plano, es el mismo carácter humanista de los protagonistas de la escena el que nos aproxima al ámbito transalpino. Lejos de la habitual iconografía de la leyenda del santo, caracterizada por la acentuación de los componentes fantásticos y épicos, Huguet nos ofrece aquí un retrato reposado e íntimo, incluso nostálgico, interesado por la vertiente humana del héroe. Idéntica filiación ofrece el pequeño retablo de la Epifanía de Vic, en la que se conjugan una Crucifixión de inequívoca raíz flamenca con la Anunciación y la Epifanía de derivación italiana. Respecto a esta última, y profundizando en la genérica aproximación realizada por Berenson, es posible señalar la existencia de notables paralelos con la pintura sienesa, concretamente con la delicada y aristocrática composición de Sassetta en su tabla de la Adoración de los Magos (obra, a su vez, fuertemente influida por la no menos conocida Epifanía de Gentile da Fabriano). Debido a las reducidas dimensiones de la pieza, todas las escenas ofrecen una factura más propia de un miniaturista que de un pintor, aspecto inusual en el arte de Huguet, a excepción de algunas de las composiciones del retablo de san Abdón y san Senén -en el cual, además, observamos la utilización de unas gamas cromáticas semejantes a las del conjunto de Vic. Estas tres obras, junto con el frontal de la Flagelación y la tabla del Santo Enterramiento conservados en el Louvre, no sólo tienen en común su adscripción a una heterogénea y particular síntesis pictórica compuesta por elementos de diferentes extracciones sino, sobre todo, el hecho de presentar un amplio desarrollo de los valores espaciales mediante la representación de paisajes en los fondos de las escenas. El naturalismo huguetiano va más allá de un cambio en la visión de la figura humana, al asumir también la necesidad de idear una recreación verosímil para su entorno, un aspecto desconocido hasta entonces en la pintura gótica catalana. Sin poseer una base teórica como sucede en Italia, Huguet es capaz de conseguir unos resultados extraordinariamente convincentes en este campo, gracias a su virtuosismo técnico y a la aplicación de unas fórmulas empíricas convencionales (Garriga). Ahora bien, la actitud progresista e innovadora que, pese al mantenimiento de estrechos lazos con la tradición anterior, demuestra Huguet a través de este grupo de piezas atribuidas a su primera etapa (1445-1455), es matizada en las siguientes obras. El punto de inflexión se produce cuando, poco después de la muerte de Bernat Martorell (1452), pasa a convertirse en el pintor predilecto de las corporaciones gremiales y parroquiales de Barcelona y sus alrededores. Para ellas, Huguet ejecutó el crecido número de retablos monumentales, destinados principalmente a presentar los ciclos iconográficos de los correspondientes santos patrones, que constituyen, a buen seguro, la producción más característica de su trayectoria profesional. Las referencias documentales o las mismas particularidades estilísticas permiten establecer la secuencia cronológica de estos conjuntos, entre los que destacamos los dedicados a san Antonio abad (encargado por la cofradía de los tratantes de ganado, hacia 1455-60); san Vicente (parroquia de Sarriá, hacia 1450-60); san Miguel (cofradía de los pequeños comerciantes, hacia 1455-60); san Abdón y san Senén (parroquia de San Miguel de Terrassa, 1459-60); san Esteban (cofradía de los freneros, 1462-?); al Angel Custodio y san Bernardino (cofradía de los esparteros y vidrieros, hacia 1462-75) y san Agustín (cofradía de los curtidores, 1463-hacia 1486). Una dilatada producción a la que también hay que añadir dos encargos de naturaleza distinta: el bancal para el retablo mayor de Santa María de Ripoll (1455) y el conjunto monumental encomendado por el condestable Pedro de Portugal (1464-65). Podemos considerar que todas estas obras son un testimonio explícito de la regresión conceptual que sufre el arte de Huguet cuando, precisamente, parece que más éxito y reconocimiento social tiene. Sólo así podemos interpretar la continua aplicación de los fondos dorados y la acentuación de los elementos decorativos que en ellas se observa frente al objetivismo que definía a sus primeras pinturas. Las referencias paisajísticas son obviadas o, en el mejor de los casos, relegadas a un plano secundario ante el recurso a los fantásticos efectos que produce el material áureo y el protagonismo absoluto de la figura humana. Por otro lado, la necesaria participación de los miembros del taller para poder llevar a cabo un número tan importante de retablos, incide negativamente en los resultados finales de diversas escenas, ahora irregulares y desiguales, según el grado de intervención de estos ayudantes. Las pautas en el proceso de ejecución colectiva vienen marcadas por la repetición de unas tipologías de personajes características del pintor catalán, y cuya recreación se convierte en el motivo central de las distintas composiciones. En ellas, sí se preserva la síntesis naturalista, propia de Huguet, que comporta la definición de unas figuras individualizadas con rostros elementales pero expresivos, dotadas de una materialidad incontestable, incluso en aquellos casos (por ejemplo, las imágenes de san Abdón y san Senén) en los que se detecta una mayor impronta de la elegancia del gótico internacional, y a las que se otorga, en ocasiones, una introspección psicológica pocas veces lograda con anterioridad. Naturalmente, se trata de un naturalismo humanista -destinado a gozar de una notable fortuna en muchos talleres catalanes hasta los primeros decenios del siglo XVI- que se percibe en toda su dimensión sólo en aquellas escenas donde se desarrollan, de manera detallista y cuidada, tanto los valores táctiles como los compositivos (Consagración de san Agustín, Epifanía del condestable, san Vicente en la hoguera, etcétera). Si bien la intervención del pintor catalán es aún claramente perceptible en muchas de las obras citadas, a medida que avanza el tiempo esta circunstancia resulta cada vez más excepcional. El hecho de que ya en el contrato del retablo de san Agustín (1463), se indicara explícitamente su obligación de ejecutar, al menos, las cabezas y manos de los personajes efigiados, muestra hasta qué punto los clientes asumían que la mayor parte del trabajo sería realizado por los miembros del taller. De la actividad en éste dan fe los documentos, que nos hablan del ingreso de siete aprendices entre 1453 y 1469, y a los que cabría sumar un número indeterminado de los habituales ayudantes u oficiales. El mismo éxito de la pintura huguetiana entre las corporaciones barcelonesas y las parroquias de las poblaciones cercanas, que conllevó la posibilidad de obtener una notable cantidad de encargos de gran fuste, supuso, a corto plazo, el desdibujamiento de la figura del maestro, obligado ahora a recurrir constantemente a la participación del taller para hacer frente a una demanda que sobrepasaba sus posibilidades personales. A partir de 1470, y hasta su muerte en 1492, esta situación se generaliza. Ello es perceptible en gran parte de las tablas de los conjuntos de san Agustín y del Angel Custodio y san Bernardino, así como en la totalidad de los retablos de la Transfiguración (hacia 1470-1480) y de san Sebastián y santa Tecla (hacia 14861496), entre otros. La contratación de diversas obras que serían ejecutadas por sus colaboradores más próximos, invitan a pensar que Huguet adoptó, durante este último período, una actitud más cercana a la del artista-empresario que no a la propia de un pintor en activo. Así, amparados en su prestigiosa figura, personajes como Rafael Vergós y Pere Alemany se vieron beneficiados con la posibilidad de realizar el retablo mayor del monasterio de los Jerónimos barceloneses (hacia 1484-1497) y, seguramente, las pinturas para las puertas del órgano de Santa María del Mar, obras desgraciadamente perdidas y en las que se reflejaría una de las líneas de pervivencia de los modelos huguetianos. Un tema, arduo y complejo, que no trataremos aquí.
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En las sociedades urbanas, y sólo en ellas, confluyen el conjunto de fenómenos que posibilitan las artes mayores. Es una cuestión de capacidades técnicas y de organización del trabajo, pero sobre todo de exigencias sociológicas, de razones de mentalidad, por las que determinadas elites, en el marco de sociedades muy jerarquizadas, encuentran en el arte un vehículo con el que expresar su superioridad o su rango, la forma adecuada con la que fijar referencias tangibles del orden establecido o deseado, en función de las aspiraciones de los dirigentes, que son los demandantes de las grandes obras de arte. El arte superior tiene también una fructífera lectura económica. Sólo en el seno de sociedades que han superado con mucho el nivel de mera subsistencia, que acumulan excedentes controlados por quienes ocupan la cúspide de la sociedad, permiten la amortización de una parte del esfuerzo colectivo en acometer ambiciosos proyectos artísticos como los que, para la cultura ibérica, suponen monumentos como el de Pozo Moro o las esculturas de Porcuna (que, por cierto, estas últimas debieron estar asociadas a construcciones importantes de las que sólo se recogieron, y se han conservado, unos pocos vestigios). Por otra parte, la economía de las sociedades urbanas tienen en el contacto económico interurbano e intercomunitario su catalizador principal, de forma que es consustancial a su desenvolvimiento cotidiano el establecimiento y el mantenimiento de esos contactos. La imbricación, por tanto, de los centros urbanos en redes económicas a veces muy vastas, aseguradas por vías terrestres bien establecidas, o por rutas fluviales y marítimas estables y controladas, son las que crean el sorporte a un flujo de influencias que determinan fenómenos de aculturación, de afluencias culturales, muy activos. Los contactos a todos los niveles, la movilidad de especialistas y de técnicos para desarrollar las propias expectativas y atender a la creciente demanda de nuevos productos, utilitarios o artísticos; la consolidación, en suma, de ambientes cosmopolitas y abiertos a múltiples influencias, son los que crean las condiciones para el desarrollo de un arte acogedor de múltiples influencias, en el que los fenómenos de aloctonía, más que una rareza, son los habituales, todo ello en un proceso cultural que acerca cada vez más a las civilizaciones implicadas en esos contactos. Es la base de las recurrentes koinés culturales, u oleadas de unificación artística o cultural, que se detectan en las civilizaciones mediterráneas. El proceso de interdependencia que éstas experimentan, con altos y bajos bien notorios -entre los primeros los que corresponden a las famosas koinés orientalizante (siglos VIII-VII a. C.), helenizante (siglos V-IV a. C.) y helenística (siglos III-II a. C.), señalaron el camino a la configuración de imperios universales, ajustados al marco geográfico que las crecientes exigencias económicas imponían, y que tras varias tentativas cuajó en el Imperio Romano. Hace tiempo que se asocian a la cultura ibérica creaciones de alto nivel, y para las que se pensaba en fechas bastante antiguas, del siglo VI a. C. al menos, como el toro androcéfalo denominado Bicha de Balazote (Albacete), las esfinges de Agost (Alicante) y de Salobral (Albacete), el león de Baena (Córdoba) y tantas otras. Sin embargo, de la cultura ibérica y de su evolución se sabía bastante poco, y lo que se sabía invitaba más bien a pensar en un desarrollo o una maduración tardíos, sin que fuera concebible un nivel de desarrollo verdaderamente urbano sino hasta fechas cercanas a la conquista de Roma, cuando no como resultado de la romanización misma. Con estas premisas, el arte de fecha bastante antigua que las citadas esculturas representan era visto como una respuesta bárbara a impulsos coloniales, materializados en creaciones más o menos afortunadas. En todo caso se trataría de un arte epidérmico a lo puramente ibérico, en el que era común creer percibir fenómenos de arcaísmo, de perduración de viejas fórmulas estilísticas aún mucho después de su tiempo propio en las culturas colonizadoras, sea la fenicia o la griega. Con el recurso a las tendencias arcaizantes ibéricas se pretendía acercar la fecha que las piezas directamente sugerían a las más recientes que se suponían apropiadas al desarrollo de la cultura ibérica. Estas tendencias y ciertas pistas arqueológicas alimentaron la célebre propuesta del maestro García y Bellido en defensa de una datación en época romana de buena parte de la producción artística ibérica, incluida la Dama de Elche. Es esta una cuestión que merecería un comentario más extenso del aquí factible. Pero de lo que se trata es de ser conscientes del cambio cualitativo que supone la actitud mantenible hoy día ante el arte ibérico, gracias a la nueva visión que se tiene de la cultura que lo sustenta. La indagación arqueológica permite comprobar ya un amplio desarrollo urbano en las fechas antiguas que las producciones artísticas sugerían. Centros grandes recientemente excavados, que merecen la calificación de oppida o de ciudades, como los de Tejada la Vieja, en Escacena del Campo (Huelva), Torre de Doña Blanca, en El Puerto de Santa María (Cádiz), Torreparedones, en Castro del Río-Baena (Córdoba), Plaza de Armas de Puente de Tablas (Jaén), y otros, demuestran un importante desarrollo urbano desde fechas que se adentran en el Bronce Final, y un particular empuje urbanístico a partir del siglo VI a. C. Desde entonces es frecuente ver organizaciones arquitectónicas evolucionadas, con plantas urbanísticas bien trazadas, racionalmente dispuestas, y claro reflejo del orden que vertebra a la comunidad, con formas de poder que tienen en las imponentes murallas con que suelen dotarse su mejor expresión. En centros menores, igualmente indispensables en tejidos urbanos desarrollados, se advierte la misma capacidad urbanística, el mismo nivel de planificación y de organización comunitaria. Por ejemplo, los poblados recién excavados de El Oral, en San Fulgencio (Alicante), y de la Quéjola, en San Pedro (Albacete), dan cuenta de ello en fechas también antiguas, que arrancan de fines del siglo VI a. C. Se tiene, pues, documentado un nivel urbano importante desde fechas antiguas, que explican como soporte socioeconómico, y favorecen por la amplitud de relaciones que entrañan, el desarrollo de un arte del alto nivel que lasproducciones mismas ponen de relieve. La existencia, incluso, de etapas calificables de urbanas en fechas anteriores a las del siglo VI -las que corresponden a la época orientalizante de Tartessos-, siglo aquel en que se produce, sin duda, la eclosión del gran arte ibérico, abren paso a la posibilidad de que hubiera un arte mayor, más o menos escaso o esporádico, en tiempos aún más antiguos. Permítaseme recordar un comentario que el profesor Antonio Blanco puso por escrito en más de una ocasión, cuando decía que fue Tartessos una civilización sin estatuas. Era, como puede fácilmente adivinarse, la expresión de una sorpresa, porque a la vista de lo que se sabía de la civilización tartésica, y de lo que se daba en las civilizaciones más desarrolladas del Mediterráneo con las que Tartessos tuvo contacto más o menos directo, era de esperar que la gran civilización del mediodía hispano hubiera tenido una producción escultórica propia. Quizá de hecho la tuvo, de lo que tendríamos ya muestras en la vieja animalística turdetana o en monumentos como el de Pozo Moro. La investigación futura dirá la última palabra sobre esta sospecha, abrigable hoy sin forzar lo que arqueológicamente conocemos de la civilización tartésica e ibérica.
contexto
La renovación ideológica que iluminada por la Ilustración se produjo en América no tuvo necesariamente un contenido proburgués y revolucionario. No hay que olvidar los componentes católicos y de defensa del orden estamental que tenía la Ilustración española, con sus repetidas muestras de fidelidad a la Corona. La crítica de los defectos de la sociedad colonial o la discusión sobre las reformas económicas necesarias para modernizar al país se mantenían dentro de los límites del sistema vigente y no cuestionaban a la Corona ni a la existencia misma del Imperio. Es cierto que a partir de la independencia de los Estados Unidos y su experiencia republicana y especialmente después de la Revolución Francesa hubo voces que se levantaron condenando la explotación en las colonias españolas y defendiendo la emancipación. Pero se trataba de casos aislados, que generalmente pagaban con el destierro su osadía, siendo el de Francisco de Miranda, exiliado durante varios años en Gran Bretaña, uno de los ejemplos más notables. La influencia de ambos procesos históricos en las colonias, bien a través de la lectura de las publicaciones que trataban esos temas o bien a través del contacto directo, se limitó a grupos ilustrados de tamaño reducido y a veces marginales en el seno de las elites. Sólo quienes podían leer o estaban en condiciones de viajar podían acceder a comprender lo que ocurría en Estados Unidos o en Francia. Sin embargo, se fue creando un estado de opinión que si bien en sí mismo fue insuficiente para explicar las transformaciones ocurridas, sí favoreció la velocidad vertiginosa con que se produjeron los cambios y permitió justificar el estallido de las guerras independentistas con las ideas de la Revolución Norteamericana y la Revolución Francesa. El liberalismo fue una ideología que caló hondo en muchos líderes de la independencia, que también se vieron influidos por el pensamiento utilitarista de Jeremy Bentham, pero su incidencia aumentó una vez iniciados los procesos de emancipación. Con todo, el liberalismo carecía de todas las respuestas y José de San Martín y Simón Bolívar, dos de los más distinguidos libertadores, tenían ciertas reticencias frente a la noción de soberanía popular. Mientras San Martín no creyó nunca en la república (he ahí sus intentos de recrear la monarquía en el Perú), Bolívar era un firme defensor del republicanismo, pero con un componente autoritario muy desarrollado. Con respecto a los movimientos sociales que a lo largo del siglo XVIII estallaron en América, en muchos de los cuales se ha pretendido encontrar algunos precedentes de la emancipación, hay que señalar su gran heterogeneidad y que muchos de ellos respondían más a motivaciones antifiscales que a verdaderos deseos de emancipación. En este caso es importante diferenciar las revueltas de los indios de las de los esclavos. En la revuelta de Tupac Amaru, por ejemplo, los indios se levantaron al grito de "viva el buen Rey y abajo el mal gobierno". Sin embargo, la potencialidad del movimiento indígena en las zonas donde su presencia era mayoritaria (México, Perú, Guatemala, etc.) hizo que la Corona fuera vista por las clases más adineradas como un dique que garantizaba sus privilegios. La peligrosidad potencial de los sectores indígenas fue realzada por el levantamiento de esclavos negros y mestizos en el Haití francés y las matanzas de los plantadores y terratenientes blancos y mulatos. El temor al negro se hizo evidente en aquellas colonias con un gran predominio de la economía de plantación, como Cuba y Venezuela, que ya habían conocido en el pasado algunas sublevaciones de los esclavos.