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Ya hemos aludido al hecho de que en el Paleolítico egipcio se conoce ya la domesticación de ciertas especies vegetales. Sin embargo, el verdadero proceso de neolitización comienza hacia el 5500, con las culturas de El Omari en el norte y el Badariense en el sur. Esta constatación puede ser interpretada de formas diversas, pero entre ellas cabe pensar que la producción agrícola requería mayor esfuerzo laboral que la economía de caza y recolección, de ahí que no se implantara. Solamente cuando la naturaleza empezó a escasear, las comunidades hubieron de resignarse y comenzó la explotación agrícola más sistemática, que obligaba a un trabajo más intenso para obtener una dieta alimenticia similar a la que antes se conseguía mediante la caza y la recolección. Como ocurría en Mesopotamia, también en Egipto se puede diferenciar la secuencia cultural del norte y del sur. El limo depositado en el norte impide una exploración arqueológica eficaz, de ahí la menor densidad de yacimientos, que se internan, además, poco en el Delta. Suelen ser más extensos que los del sur y quizá por ello también estén más distanciados unos de otros. La economía doméstica de carácter comunitario se pone de manifiesto, por ejemplo, en el empleo de graneros colectivos. No obstante, en el sur conocemos mejor las necrópolis que los poblados. A través de ellas parece documentarse un proceso de complejidad social más avanzado y acelerado que en el Bajo Egipto. Atribuir los diferentes ritmos de desarrollo a causas externas, como penetración de gentes asiáticas, presenta dificultades, pues el proceso que analizamos está más avanzado en Mesopotamia que en Egipto, por lo que la zona norte, lógicamente de haber existido contactos, debería estar más desarrollada que el Alto Egipto. A pesar de ello, muchos investigadores sostienen que la deuda contraída por Egipto con Mesopotamia en el tránsito hacia las formas de vida urbanas es grande. A nadie se le oculta que el problema subyacente en estas posiciones teóricamente irreconciliables es consecuencia de la oposición entre dos formas de interpretación de los procesos históricos, una difusionista, predominante durante los dos primeros tercios del siglo XX, y otra autoctonista, que ha hecho furor desde la década de los setenta. Ambas están sometidas a unos parámetros que dependen de la realidad histórica en la que están inmersos los propios investigadores; por ello, si el difusionismo es fruto del pensamiento que se genera en la Europa de los imperios coloniales, el autoctonismo es consecuencia de la experiencia descolonizadora, y en esa dimensión no son proposiciones opuestas, sino espacios convergentes de la misma cara de la moneda. La opuesta ha de estar ocupada por la interpretación de quienes han sufrido la explotación colonial. El periodo predinástico egipcio se divide en cuatro fases consecutivas: predinástico primitivo, predinástico antiguo, predinástico medio y predinástico reciente. El predinástico primitivo se conoce en el sur como badariense, por el yacimiento de Badari; mientras que en el norte es denominado Fayum A o merimdense, respectivamente por el yacimiento de El Fayum o por el de Merimde-beni-Salama. El predinástico antiguo está representado únicamente en el Alto Egipto y se conoce como cultura amratiense (4500/4000), llamada también Nadada I. Esta cultura es sustituida por el geerzense (4000/3500), que procede del norte y que provoca la unificación cultural de todo el valle; el geerzense corresponde al predinástico medio, conocido también como Nadada II. Finalmente, el predinástico reciente o gerzense reciente (3500/3150) presenta bastante homogeneidad en todo el valle, hasta que desemboca en la época dinástica, el Egipto unificado. Durante el predinástico primitivo del norte, la población vive en cabañas circulares fabricadas con caña y no se distingue jerarquización entre ellas, muestra, por otra parte, de la inexistencia de una especialización laboral que no esté sometida a los condicionantes del sexo o la edad. El excedente productivo obtenido de las tareas agrícolas se almacena en graneros colectivos y los restos de huesos demuestran la existencia de ganado porcino, ovicápridos y vacuno; sin embargo, la caza juega un papel importante aún en la obtención de proteínas. La creencia en una vida de ultratumba parece confirmada por la deposición de granos junto a la cabeza de los difuntos, que se entierran en el poblado, o en sus proximidades, de costado en posición fetal y con una mano cerrando la boca. En el Alto Egipto, el badariense parece más evolucionado. Sus cerámicas son muy características, de color rojo, con borde negro y se mantienen a lo largo del predinástico. El metal ha hecho acto de presencia, pero la mayor parte de los útiles sigue siendo de sílex; de piedra se fabrican también las paletas para los afeites de maquillaje, cuyas representaciones iconográficas en los períodos sucesivos serán de gran utilidad para reconstruir la secuencia histórica. Por otra parte, las relaciones comerciales desbordan las márgenes del río y, a través del Wadi Hammamat, mantienen contactos más o menos frecuentes con el Mar Rojo, al igual que con el sur. De todas formas, el modo de vida de estas poblaciones ha hecho suponer a algún investigador que no habían adquirido la sedentarización permanente, y que podríamos estar ante establecimientos temporales. Ya se ha adelantado el hecho de que el predinástico antiguo sólo es conocido en el sur. No se ha descubierto en el Bajo Egipto ningún yacimiento correspondiente a este período. En el Alto Egipto, la cultura de Nagada I o amratiense sucede sin ruptura a las tradiciones badarienses, aunque se trata de una sociedad más avanzada. Aún se sigue empleando la piedra con mayor frecuencia que el metal y la caza continúa siendo determinante en la dieta alimenticia. A pesar de todo ello, aparentemente hay una intensificación en la especialización laboral, se incrementa la participación de la ganadería en la obtención de proteínas y esto gracias al incremento de la productividad agrícola. También se aprecia en este momento el tránsito de la cabaña redonda a la casa de adobe con planta rectangular, expresión de modificaciones en las relaciones familiares y sociales. La aparición de las mazas de piedra, símbolo quizá del poder unipersonal, ha hecho suponer a algunos autores que nos encontramos ante formaciones estatales. Sin embargo, no hay una diferenciación social acusada ni en el hábitat, ni en las necrópolis; ignoramos si existe jerarquización entre los poblados; no hay constatación de trabajo artesanal a tiempo completo y, en definitiva, no detectamos la existencia de clases sociales. Parece evidente que existe un poder unipersonal, depositado en un jefe de aldea, pero a su entorno no se ha desarrollado un grupo dominante, ni mucho menos un aparato estatal. El predinástico medio es más conocido como gerzense, por el yacimiento de El Gerza que está cerca de El Fayum, pero en realidad ignoramos dónde tiene sus inicios, pues algunos autores piensan que su cuna está a la altura de Luxor. Prácticamente todas las ramas del artesanado adquieren un desarrollo tal que podemos afirmar que nos encontramos ante artesanos especializados que dedican ya la totalidad de su actividad laboral a una sola empresa. Estaríamos, pues, ante una sociedad estratificada, en la que las diferencias aparecen ya manifestadas en el ajuar funerario, caracterizado en las tumbas ricas por la presencia de oro y lapislázuli, además de objetos de cobre. Pero además, las unidades de producción parecen haber adquirido cierta conciencia en torno a un líder, si es correcta la interpretación de los diferentes símbolos que aparecen sobre los barcos de las pinturas representadas en las cerámicas: la mayor parte de los autores parece estar de acuerdo en que identifican a los nomos, circunscripciones territoriales en las que estaba dividido Egipto en época histórica. Por otra parte, los gerzenses dominaban la talla de la piedra, según se aprecia en los vasos de gran calidad, que siguen las técnicas del Bajo Egipto y que ponen de manifiesto la unidad cultural del Nilo. Sin embargo, esto no significa que nos hallemos ante la unidad política que defienden algunos autores; a lo sumo podríamos admitir que hay dos confederaciones o dos unidades políticas enfrentadas que resuelven violentamente su confrontación hacia finales del milenio. La cultura del gerzense reciente afecta también a la totalidad del valle, según se desprende del triunfo simbólico de la cerámica del norte que sustituye a la del sur, o la suplantación de la maza troncocónica del sur por la piriforme del Bajo Egipto. Muchos egiptólogos aceptan ya la existencia de un reino unificado en torno a Heliópolis, en el norte, lo que se opone a la información de la Piedra de Palermo, según la cual, en este momento habría siete monarcas en el norte y cinco en el sur. No sabemos en realidad qué ocurrió entonces desde el punto de vista político. La representación de la figura humana se convierte en un tema frecuente que no se puede separar de la concienciación de la personalidad individualizada, una realidad ajena a toda experiencia simbólica previa. En cualquier caso, desde el punto de vista político, lo más interesante del gerzense reciente se desprende de la llamada maza piriforme del rey Escorpión. Tres registros en la parte conservada proporcionan una lectura extraordinariamente rica: en la parte superior están representados los emblemas de los nomos del Alto Egipto y las poblaciones derrotadas del Delta. En el registro siguiente, el rey Escorpión, tocado con la corona blanca del Alto Egipto, abre un canal ante una comitiva. Por último, en el tercer registro, una escena agrícola parece documentar la propaganda del bienestar generado por el triunfo del rey Escorpión. Ciertamente no tenemos la seguridad de que este faraón lograra la unidad, pero sus expresiones formales pueden ser interpretadas en esa dirección. Todo parece indicar que los nomos del Delta, en los que aparentemente se desarrolla una cultura diferente a la gerzense, que conocemos como maadiense, fueron atacados y vencidos por una coalición de nomos del sur capitaneados por un monarca que los había sometido previamente a su poder. Sea como fuere, la unidad territorial del Alto y del Bajo Egipto si no es ya una realidad, es -al menos- una contingencia prácticamente inexorable.
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El territorio mesopotámico se fue poblando con grupos de gentes que se fueron instalando en una afluencia continua durante un largo período de tiempo. Sus procedencias eran muy diversas, pero en los inicios de la época estatal había dos grupos predominantes: los sumerios y los semitas. Se ha pretendido atribuir una presencia más antigua a unos u otros y una mayor responsabilidad en el proceso histórico; sin embargo, en el estado actual del conocimiento es imposible atribuir preeminencia a uno u otro grupo. Sabemos, eso sí, que en el III Milenio hay una mayor concentración sumeria en el extremo meridional de Mesopotamia, mientras que desde Kish hacia el norte el componente semita es casi total. Por otra parte, últimamente se va abandonando una de las preocupaciones con las que comenzaban los libros de historia del Próximo Oriente: el origen de los sumerios. La nueva actitud responde a un planteamiento diferente del problema que afecta no sólo a los sumerios, sino también a otros pueblos que dieron lugar a importantes culturas, entre los que cabría señalar el paradigmático caso de los griegos, o el menos explorado de los iberos. Ahora se tiende a pensar que buscar un origen concreto para un pueblo histórico es una banalidad, pues lo que reconocemos como sumerios, griegos o iberos es el resultado de un proceso de formación en el que intervienen múltiples variables y cuya fisonomía sólo es identificable en su territorio histórico a partir de un momento determinado. En ese sentido es inútil buscar tales realidades culturales antes de que se moldearan y lejos de donde lo hicieron. En cualquier caso, parece claro que las primeras comunidades que se asentaron en suelo mesopotámico eran ya productoras y sus conocimientos agrícolas habían sido obtenidos lejos de las tierras llanas. En la medida en la que lo conocemos, el proceso de domesticación de las plantas había tenido lugar en las laderas del Zagros a partir del octavo milenio y en la región de Palestina quizá un milenio antes, cuando grupos humanos se vieron obligados a mejorar o completar su dieta alimenticia con especies vegetales, cuyos ciclos vitales fueron paulatinamente dominando, lo que los obligó a adquirir una forma de vida sedentaria. Yarmo, en el Kurdistán, es el hábitat permanente más antiguo hasta ahora conocido. Se trata de una aldea neolítica acerámica que se remonta probablemente a mediados del séptimo milenio. Está compuesta por una veintena de viviendas con planta rectangular, que daban cobijo a unos ciento cincuenta habitantes. Los problemas que aún planteaba la agricultura hacían imposible un establecimiento en las tierras llanas y seguramente por ello los primeros asentamientos en la cuenca del Tigris se harían esperar medio milenio aproximadamente. Algunos yacimientos presentan etapas de recesión e incluso de abandono temporal, como por ejemplo Buqras, expresión evidente de las dificultades del tránsito de la agricultura de secano a la de regadío. Precisamente será en la Mesopotamia septentrional -la futura Asiria- donde surjan, en los albores del VI Milenio, los primeros poblados neolíticos de las tierras llanas, como por ejemplo Umm Dabaguiyah. Ésta es una pequeña aldea dedicada a una rudimentaria actividad agropecuaria, que requiere una considerable aportación de proteínas procedentes de la caza. No se trata, por tanto, de una comunidad plenamente productiva, pero sus viviendas son de planta rectangular, distribuidas internamente en habitaciones y con almacenes. Todo ello es manifestación de una realidad social diferente a las aldeas con viviendas de planta circular, que continuarán apareciendo en otros yacimientos aún durante mucho tiempo. Tradicionalmente se venía articulando el proceso de neolitización en la Alta Mesopotamia en tres fases culturales conocidas por sus más importantes o más antiguos yacimientos: Hassuna (ca. 5500/5000), Samarra -contemporánea a la anterior- y Tell Halaf (VI-V Milenios). En la actualidad se mantiene esta segmentación, pero ya no se considera que sean horizontes culturales sucesivos, sino expresiones regionales de culturas sustancialmente contemporáneas. Al parecer existe una gran continuidad entre Umm Dabaguiyah y Hassuna. Las casas, rectangulares y con varias habitaciones, se levantan ya en torno a un patio central, lo que se convertirá en paradigma de la arquitectura mesopotámica. La agricultura de secano es la base económica de la población; sin embargo, aún se destinan enormes esfuerzos a la caza, por la escasa capacidad ganadera. Una adquisición extraordinaria de esta cultura es la cerámica, cuyo origen parece inspirado en la cestería. Por lo que respecta a la cultura de Samarra, caracterizada por una cerámica espléndida, parece una manifestación local de la propia cultura de Hasuna, pues se desarrolla en un horizonte cronológico similar. Lo más novedoso que aporta es que su población desarrolla una verdadera agricultura de irrigación, con lo que ello supone de esfuerzo colectivo para el control de las aguas, al tiempo que consigue relegar la caza a una posición secundaria, dada la mejora de la ganadería. En la cultura de Halaf, podemos distinguir una primera fase de orígenes extramesopotámicos, cuyo yacimiento más típico, Arpachiya, es contemporáneo a Hassuna, y otra más reciente, representada por el asentamiento de Tell Halad que presenta una expansión extraordinaria, según se desprende de la dispersión de sus magnificas cerámicas, que se superponen a las de Hassuna y Samarra. Desde el norte mesopotámico se difunde, remontando los ríos, por las altas tierras de Anatolia oriental, y hacia el oeste llega hasta el Mediterráneo, a la costa de Cilicia e incluso al enclave de Ugarit, cerca de la desembocadura del Orontes. Frente a las restantes culturas del norte mesopotámico, una de las características más sorprendentes de Tell Halaf es el predominio de la casa con planta circular, tipo tholos, con un corredor de acceso, lo que puede ser interpretado como un rasgo de arcaísmo, al igual que el predominio de la agricultura de secano, frente al regadío de Samarra. Se discute cómo se produjo el final de la cultura de Tell Halaf. Parece predominante la opinión de que hubo violencia, según se desprende de los niveles de destrucción comunes a muchos yacimientos. Esas destrucciones coinciden con la implantación en el norte mesopotámico de la cerámica típica de la primera fase cultural del sur, es decir, del período de El Obeid. Con la unificación cultural que impone El Obeid en toda Mesopotamia, el norte pierde la preponderancia y será en el sur, el país de Súmer, donde se produzcan las transformaciones más espectaculares. Hasta ahora hemos seguido la secuencia cultural en la Alta Mesopotamia, que corresponde a la Asiria histórica. Sin embargo, la difusión de una facies cultural del sur nos obliga a dirigir nuestra atención hacia Súmer. En el extremo meridional, la cultura sedentaria más antigua que conocemos es la de El Obeid. Sus orígenes, que quizá remonten más allá del 5000, plantean problemas de interpretación, ya que desde los primeros asentamientos está documentada la agricultura de irrigación. Cabe la posibilidad de que ésta se haya logrado tras las experiencias de un período formativo aún no descubierto arqueológicamente. La otra alternativa es que se trate de una cultura formada en el exterior y que se implanta ya desarrollada en la Baja Mesopotamia. Lógicamente los argumentos de ambas soluciones son muy débiles, por lo que resulta casi imposible tomar partido. El yacimiento más importante de la etapa inicial de esta cultura es Eridu, que en opinión de algunos investigadores constituye una cultura propia y autónoma. En cualquier caso, se extiende entre el 5000 y el 4500, coincidiendo, pues, con la cultura de Tell Halaf en el norte. Uno de los aspectos más destacables del yacimiento de Eridu es la existencia de un templo, reconstruido a lo largo del tiempo hasta diecisiete veces, registro perfecto de las modificaciones en el planteamiento de las relaciones entre el espacio arquitectónico y la sociedad. El recinto más antiguo es de dimensiones pequeñas, posee el aspecto de una vivienda y, aparentemente, los fieles tienen acceso a su interior, situación que irá cambiando paulatinamente. La fase de Eridu tiene en común con las culturas mencionadas del norte el hecho de que prácticamente no son perceptibles las desigualdades sociales, ya que existe una distribución homogénea del trabajo (en todo caso dividido por razones de sexo o edad) y una redistribución equilibrada de lo producido. La unidad de producción está constituida por la aldea, cuyo territorio de explotación no llega a colisionar con el de las aldeas vecinas. En realidad se encuentran separadas por amplios espacios no cultivados, lo que da idea de la escasa densidad demográfica. A partir del 4500 se documenta la cultura de El Obeid propiamente dicha, que durará un milenio aproximadamente. Es entonces cuando comienza el trabajo sistemático de canalización, la construcción de edificios públicos, las diferencias en los ajuares funerarios, la especialización laboral y el proceso de ocupación ordenada del territorio, síntomas todos ellos de las importantes modificaciones que tienen lugar en el proceso de producción de los bienes alimenticios y de consumo y en la redistribución de los excedentes generados, que permiten su concentración en el lugar público, el santuario, donde se regula su destino. Pero la propia existencia del santuario significa que se ha despejado un esfuerzo individual y colectivo para expresar una desigualdad: la sumisión de la masa trabajadora a quienes ejercen el control desde el santuario. Éste se convierte en el centro del poder económico y político regido por un sacerdocio probablemente profesional. La interpelación entre las mejoras técnicas en la producción agrícola, la especialización laboral y la concentración de los beneficios obtenidos por la nueva situación en unas pocas manos parece, pues, evidente. Y las consecuencias que de ello se derivan se han establecido, al menos teóricamente, algo más arriba. A mediados del V Milenio Mesopotamia queda culturalmente unificada como consecuencia de la implantación de El Obeid por todo el territorio halafiense, además de Sumer. Durante un milenio se van cimentando las bases de otro desarrollo espectacular que va a cristalizar inicialmente en el sur, ya antes de la mitad del IV Milenio, y que aún tardará en extenderse por el norte. Se trata de la aceleración del proceso de transformación de la aldea en ciudad, es decir, el surgimiento de las formaciones estatales en torno a las antiguas unidades productivas convertidas ahora en centros internamente jerarquizados y con diferenciación funcional. En cronología absoluta es un periodo que va del 3750/3500 al 2900. Está dividido en dos fases, aunque no se aprecia solución de continuidad entre ellas (a pesar del gran cambio que se observa en la cerámica) ni con respecto a la cultura de El Obeid. El primer período, llamado Uruk -o Warka, siguiendo el nombre moderno - se prolonga hasta 3150/3000; el segundo, definido por el yacimiento de Yemdet Nasr, tiene una duración aproximada de doscientos años. Mientras tanto, el norte mesopotámico está caracterizado por los estratos sucesivos del yacimiento de Yepe Gaura, que en gran medida va a la zaga de los cambios operados en el sur. En ese lapso de tiempo abarcado por Uruk y Yemdet Nasr se producen espectaculares descubrimientos o inventos, que coinciden cronológicamente porque se dan las condiciones oportunas, pero que al mismo tiempo contribuyen decisivamente a la transformación de la realidad. Entre los logros más destacables se encuentra el torno de alfarero, que tiene su origen en un desarrollo técnico como consecuencia de la frecuencia de fabricación y que, al mecanizarla, provoca la especialización del artesano a tiempo completo, capaz de generar una producción insospechada (en cantidad y calidad) hasta ese momento y que elimina la tarea de fabricación funcional propia de la economía doméstica. No es más que uno de los hallazgos más significativos, pero otro tanto podríamos decir de la vela, consecuencia de la frecuentación del tráfico fluvial, que permite la observación del movimiento de las masas de aire y su utilización como elemento propulsor. Su uso multiplica las posibilidades de contacto con el exterior, lo que facilita, por ejemplo, la salida de las cerámicas producidas excedentariamente por los alfareros especializados. El arado de tracción animal parece remontar también a esta época, en la que la vieja domesticación de ciertas especies animales y el desarrollo de la metalurgia combinados correctamente facilitaron la mejora del trabajo agrícola con el consiguiente aumento productivo, susceptible de ser empleado para alimentar a los artesanos o para intercambio en el exterior. Desde el punto de vista arquitectónico se observa una evolución continua desde el antiquísimo santuario de Eridu. Pero la erección de los grandes templos de Uruk, en los comienzos del período de Yemdet Nasr, pone de manifiesto la existencia de proyectos previos, con la correspondiente presencia de técnicos en el ámbito, la especialización en distintas ramas de la construcción y de las artes decorativas, y la dedicación de una impresionante mano de obra a un trabajo no productivo, impensable en una economía doméstica. Pero es que, además, ahora los templos se construyen sobre una plataforma, precedente del zigurat, como expresión del distanciamiento entre los hombres y los dioses impuesto por quienes se erigen como mediadores de tales relaciones. Si a todo ello unimos otros desarrollos parciales, en la glíptica, en la escultura, etc., podemos intuir la profundidad de las transformaciones, que alcanzan quizá su punto más sorprendente cuando los encargados de la contabilidad del templo empiecen a utilizar un procedimiento mnemotécnico, con marcas sobre arcilla, que son el origen de la escritura (precisamente en el nivel IV a de Uruk, hacia 3200). Todo esto, aparentemente desordenado, se integra con precisión en el proceso de consolidación de las estructuras estatales, manifestación de la existencia de clases sociales antagónicas. El grupo dominante impone su ideología como paradigma cultural, lo que provoca la marginación de las formas de pensamiento e interpretación de la realidad de los dominados, que terminan asumiendo como propio el sistema explicativo de aquellos de los que dependen. Estos, a su vez, encuentran en los productos de comercio elementos materiales que permiten exteriorizar las desigualdades y así, mientras unos productos minoritarios se convierten en símbolos de estatus, otros son redistribuidos por el propio grupo dominante, que controla las relaciones de intercambio, con lo que retroalimenta su imagen de protector del bienestar colectivo. Esa es precisamente la ambivalencia de la actividad comercial, que adquiere una dimensión social e ideológica extraordinaria. El aparato del Estado se interesará, pues, en garantizar la fluidez del tráfico comercial, controlándolo con todos los medios disponibles para ello. Esa es la razón por la que proliferan a partir de este momento las colonias comerciales, unidades de hábitat dependientes de los grandes núcleos urbanos. Entre ellas destacan las colonias de Uruk situadas en el valle medio del Éufrates, en la Alta Mesopotamia y en Elam, que nos facilitan tener una idea más exacta de la complejísima organización que habían logrado los Estados protohistóricos del sur mesopotámico. Son precisamente esas colonias las que nos permiten percibir una nueva dimensión en las relaciones centro/periferia, que ya no se circunscriben a la explotación del territorio circundante a la ciudad, sino que hay ciudades capaces de articular unas relaciones espaciales de gran alcance que suponen un orden nuevo de subordinación territorial.
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Ángel Ferrant comparte una misma sensibilidad artística con las obras de Calder, Arp, Moore, Torres-García, Klee, Noguchi o el Picasso de los treinta, a partir de una sintonía conceptual y formal en el debate suspendido entre abstracción y figuración, en las relaciones entre naturaleza y geometría, entre proceso creativo y percepción o en la utilización de técnicas de assemblage y combinación, que le proyecta más allá de las fronteras nacionales, identificándose con una vía modernizadora que permite, a través de su figura, enlazar la tímida vanguardia española con las corrientes internacionales.
obra
Para el piso principal del Palacio Real de Madrid hizo Juan Porcel la estatua de Alfonso I, bien planteada y apurada de ejecución en todos sus detalles, por lo que mereció una alta tasación, tanto de Castro como de Olivieri.